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El espionaje industrial, Lisbeth Salander y yo

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Acabo de leer la novela Lo que no te mata te hace más fuerte, de David Lagercrantz, cuyo telón de fondo es el espionaje industrial. El autor prolonga con esta entrega la famosa trilogía de Millennium, escrita por el ya fallecido Stieg Larsson, y en ella vuelven a aparecer Lisbeth Salander y la mayoría de los personajes de los anteriores episodios. Lisbeth logra deshacer una trama que al principio me pareció fantasiosa pero que, cuando recordé mi larga experiencia con el espionaje industrial y el robo de propiedad intelectual, me acabó pareciendo enteramente verosímil.

De adolescente, hacia 1958, trabajé un verano en una fábrica de fibra artificial cerca de Colonia, precisamente en el departamento de espionaje industrial, que estaba encargado de analizar las fibras de la competencia para copiar cualquier avance que se detectara. En mi primer empleo profesional heredé la dirección de un proyecto de evaluación de los trigos españoles y ya he contado aquí que una de las mejores variedades era producto del robo de las semillas de un trigo francés, el Étoile de Choisy, perpetrado en una visita oficial por un director general de nuestro Ministerio de Agricultura, quien apropiadamente dio el nombre de Dimas (el buen ladrón) a la nueva variedad «española».

La primera vez que atraje la atención del espionaje ruso fue por culpa de nuestra pobreza de medios. Fue en los años setenta, la universidad carecía de una biblioteca científica y no recibíamos las revistas de nuestra especialidad. No tenía más remedio que pedir constantemente separatas sobre genética vegetal, incluidas las de revistas rusas, que, aunque venían en ruso con tipografía cirílica, la mayoría traían extensos resúmenes en inglés. Una buena mañana se presentó en mi despacho un ruso, corpulento y misterioso, so pretexto de entregarme personalmente una de las separatas que yo había pedido por correo. Me habló primero en ruso y, cuando di muestras de no entenderle, pasó directamente al español. Me preguntó por qué, si no sabía ruso, pedía aquellas separatas y se interesó por mis relaciones con los investigadores soviéticos. Por aquellos tiempos, la genética, lapidada por Stalin como «ciencia burguesa», todavía sufría los últimos coletazos de la persecución lisenkista. Aquel agente debió dar por fracasado su intento de captación, entregó la separata y no volvió a dar señales de vida, a pesar de que seguí enviando las tarjetas de petición.

«Me llamo Yuri, soy ruso», dijo años después aquel personaje de voz aguda y cantarina, baja estatura, tez rubicunda, con algo de sobrepeso, cuando se presentó en mi despacho sin anuncio previo. Llevaba una cartera de mano de plástico rígido, de la cual fue sacando, con ademán de prestidigitador, una botella de vodka, una típica muñeca matrioska y una novela del realismo soviético traducida al español. Me ofreció los regalos sin explicación alguna sobre qué había hecho yo para merecerlos; se limitó a interesarse por mi trabajo, aunque cuando intenté explicárselo de distintas maneras llegué a la conclusión de que era por completo ignorante respecto a cualquier tema científico. Dio a entender que tal vez estuviera interesado en comprar mis trigos y dijo que pronto volvería a visitarme.

Esta primera visita ocurrió hacia el año 1983, recién inaugurado el primer gobierno de Felipe González, apenas un par de días después de que me hubiera llamado el director general de Política Científica para que aceptara ser el primer representante español en el comité científico de la OTAN. En la campaña electoral, Felipe había dicho aquello de «OTAN, de entrada, no», pero una vez en el gobierno había cambiado de opinión y había propuesto al país un referéndum. Mi nombramiento, que debía ir al consejo de ministros, se enquistó porque en el Ministerio de Asuntos Exteriores querían nombrar a un diplomático y tardaron meses en darse cuenta de que todos los demás países tenían científicos más o menos notables como representantes. Al fin y al cabo, se trataba de ciencia civil, sin ninguna connotación militar o estratégica. Los rusos debían de estar muy interesados en tomar el pulso al ambiente prereferéndum, a juzgar por la frecuencia con que «soy Yuri» me llamaba por teléfono con los pretextos más surrealistas. Seguía ofreciéndose a comprar mis trigos, pero yo concluí que el propósito de aquella oferta era enredarme.

Cierta institución del Estado no tardó en ponerse en contacto conmigo y, cuando se enteraron de que había recibido un regalo de Yuri, se interesaron mucho, pero quedaron decepcionados porque la botella de vodka era sólo de medio litro. Al parecer hubiera sido mucho más interesante si la botella hubiera sido de litro. Por supuesto, me instruyeron para que le diera carrete al ruso y le dejara visitarme cuando lo solicitara. Eso sí, en cuanto me llamara Yuri debía llamar a mi vez a un número determinado y preguntar por el «comandante Alcázar». Concluí que mi nombre en clave debía ser «Pedrín», de acuerdo con aquel tebeo que tanto me gustaba de niño, Las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín. Un día leí en el periódico que habían detenido y expulsado a Yuri. Al parecer, alguien del CESID que se hizo pasar por un vicepresidente del CSIC le vendió un supuesto plan quinquenal de esta última institución y lo cogieron con las manos en la masa.

El siguiente incidente de espionaje industrial en que me he visto involucrado consistió en una detención que sufrimos mi mujer y yo en el aeropuerto de La Habana como sospechosos de haber robado material biológico de un laboratorio cubano. Nos habían invitado a los dos a la celebración del décimo aniversario del Centro de Biotecnología de Sancti Spiritus, sucursal del de La Habana. Pilar había dirigido la tesis de su director y contribuido a su desarrollo a través de un proyecto hispano-cubano.

En La Habana nos había recogido el destartalado jeep del Centro para llevarnos a Sancti Spiritus, donde nos dieron la más calurosa de las bienvenidas, tanto oficial como privadamente. La conmemoración consistía en un ciclo de conferencias en el amplio auditorio del Centro y un acto, al día siguiente, en un salón de la biblioteca pública del pueblo. Poco antes del acto solemne en la biblioteca, llegaron de La Habana el compañero Chomin y su séquito en una furgoneta coreana que parecía recién salida de fábrica. «El compañero Chomin es presidente del Consejo de Estado y va a presidir el acto», nos dijeron al presentárnoslo. En el organigrama cubano, el Consejo de Estado es el que nombra al Gobierno; sobre el papel, al menos. Nos encontramos con la sorpresa de que nos tocaba copresidir el acto, junto al compañero Chomin y a los directores de los centros de La Habana y Sancti Spiritus. No recuerdo los detalles, pero sí que contribuimos a distribuir carnets del partido entre algunos jóvenes investigadores que los recibieron emocionados y que Pilar y yo recibimos sendos diplomas conmemorativos. Después del acto, nos despedimos efusivamente de Chomin y sus acompañantes, que emprendieron camino de vuelta a La Habana a bordo de su flamante furgoneta.

Partimos al día siguiente para pasar dos días por nuestra cuenta en La Habana, alojados en el mítico Hotel Nacional. El día de vuelta a casa decidimos irnos al aeropuerto con mucha antelación y nos sorprendió que cuando pedimos un taxi al conserje, este nos indicara que estaba esperándonos un coche oficial. En efecto, allí estaba la reluciente furgoneta de Chomin. En el trayecto hacia el aeropuerto pasamos de la sorpresa inicial a la complaciente gratitud y a la creciente suspicacia sin solución de continuidad. Al bajarnos, Pilar me dijo: «Mira a esos de ahí que tienen pinta de policías, parece como si nos estuvieran acechando». Pasamos ante ellos esperando que nos interceptaran, pero se limitaron a observarnos con muestras de interés. Fue más tarde cuando oímos nuestros nombres y apellidos por el altavoz, conminándonos a que nos presentáramos en la policía de aduanas.

Una oficial muy nerviosa empezó a inspeccionar minuciosamente nuestras pertenencias, desmenuzó los sobres que llevábamos, e insistentemente nos preguntaba si llevábamos algunos «—-inos», una palabra que no recuerdo cuyo significado finalmente pedimos que nos aclarara. Ella tampoco sabía muy bien de qué se trataba, pero al final de muchas discusiones concluimos que andaba buscando tubitos Eppendorf, unos pequeños recipientes de plástico, de fondo cónico y con tapadera, en cuyo fondo se puede llevar ADN de forma prácticamente invisible. Nos dimos cuenta entonces de que éramos sospechosos de contrabando de material genético valioso procedente de los biotecnólogos cubanos. Pilar daba explicaciones mientras yo iba montando en cólera e insistía en que la policía hiciera que su jefe contactara con la oficina de Chomin, hasta que caí en la cuenta de que el registro no podía haber sido ordenado sino por el egregio personaje. Cuando estábamos convencidos de que nos dejaban en tierra, nos permitieron subir a bordo en el último momento posible. Al parecer, en los últimos meses se habían fugado, cargados de tubitos con todos sus hallazgos, dos subdirectores del Centro de La Habana: uno no volvió de un congreso en Canadá y el otro se marchó en patera. Por orden de Fidel, los investigadores, cubanos o no, estaban sometidos a estrecha vigilancia.

Nada más volver me lancé a leer vorazmente el libro Persona non grata, de Jorge Edwards, y allí, no faltaría más, aparecía el compañero Chomin, como secretario personal de Fidel, acompañando a éste, por ejemplo, hasta el límite de las aguas jurisdiccionales en el barco en que Allende vuelve a su país después de su conocida visita a Cuba. Si hubiera leído antes el libro, tal vez no me hubiera creído muchas de las incidencias que en él se cuentan.

En este mismo blog ya he contado el caso de los espías chinos que fueron sorprendidos cuando intentaban sacar de Estados Unidos semillas avanzadas que habían robado en los campos experimentales de algunas de las principales empresas del ramo. Entre los detenidos con las manos en la masa estaban el presidente y el jefe de investigación de la principal empresa china de semillas. El fiscal sólo logró la condena de los actores secundarios, pero los directivos y el Gobierno chino, que permite la venta de variedades robadas, se libraron de ser condenados. Ahora parece que China ha llegado a la conclusión de que, dados los riesgos del robo de propiedad intelectual ajena, lo mejor es comprarla. En efecto, hace unas semanas ha caído en manos de capital chino una de las mayores empresas de semillas.

A finales de los años ochenta, mi universidad vendió la licencia exclusiva de dos de mis patentes y la transferencia de material biológico a una multinacional con sede en Basilea. Cuando quise acordar, mi interlocutor residía en Carolina del Norte, después de dos grandes fusiones empresariales. Para cuando me comunicaron la expiración de las patentes, la empresa se había fusionado y cambiado varias veces de nombre y parece que volvía a tener sede en Europa. No sé qué habrá sido de mi material biológico, pero no me sorprendería que hubiese acabado en Pekín.

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