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El porqué de la Historia y el cómo de la novela

El rinoceronte del Papa

LAWRENCE NORFOLK

Anagrama, Barcelona, 1998

Trad. de Javier Calzada

896 págs.

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Podríamos decir que una novela pertenece a un género cuando no funciona fuera de él, cuando sus recursos narrativos se aplican al objetivo de llenar un molde, por muy puro y sofisticado que sea. En este sentido cabe denominar a la segunda obra de Lawrence Norfolk (Londres, 1963), El rinoceronte del Papa, «novela histórica»: un grueso tomo hecho de rastreo y sorpresa, tesis y atmósfera de evasión, distanciamiento y artificio. Norfolk desencadena diversos flujos narrativos para crear un clima del que se distancia y nos distancia gracias a la supuesta precisión de hechos que la Historia da por establecidos. ¿Nos conmueve lo exótico y perverso del pasado o su médula, que todavía nos integra? Es paradójico que muy a menudo la «fidelidad» a la época y a los personajes históricos acaba siendo un divertimento poco verosímil, a no ser que personajes y decorado, trasmutados por la alquimia inexplicable, pasen a engrosar el cosmos de la fábula, de la invención a través de arquetipos humanos con sustancia literaria. Y si lo hacen, la novela deja de ser histórica: sólo es novela, novela intemporal. Algo así ocurre en El barónrampante de Italo Calvino, en cuyo texto breve y perfecto nos identificamos con el desclasamiento de un noble del siglo XVII que quiere huir de su época. Impacto similar nos causa Orlando de Virginia Woolf: en el ser andrógino que atraviesa la campiña sin edad de Inglaterra asoma el hálito atormentado de cualquiera de nosotros, insomnes de Bloomsbury o de Madrid.

¿Ha querido Norfolk abarcar demasiado o, por el contrario, se ha quedado corto en su ambición? El diccionario de Lemprière (1992) mostró a un narrador lleno de recursos e inventiva, sensible y a menudo brillante. Ahora, con parecida fórmula, nos presenta una narración múltiple y desordenada, a veces farragosa en las descripciones, desequilibrada en las escenas –algunas amenas y bien resueltas; otras acumuladas con afán de relleno–, vacilante acerca del rumbo –no histórico, sino novelístico– que deben tomar la acción y los personajes. Lo que se nos presentaba como un festín de imágenes y la recreación inspirada de un gozne histórico (el mundo recién ensanchado por el Descubrimiento), se va deshaciendo con agónica lentitud igual que la abadía de los monjes cismáticos, de los que se podría prescindir sin daño alguno para la novela. Quizá el mayor problema esté en la estructura o, mejor aún, en el meollo, the heartof the matter. No vislumbramos un elemento aglutinador poderoso hasta rebasadas las 300 páginas, cuando se comienza a hablar del rinoceronte. Los primeros capítulos se pierden en confusas cascadas de descripciones geológicas y mundos nórdicos contados con acento fantasmal. La novela se hace luego interesante con las aventuras de los ex mercenarios Salvestro y Bernardo en Roma y sus rememoraciones del saqueo de Prato y Ravenna. Las intrigas de los cortesanos de España y Portugal para conseguir la bestia africana que halagará la pasión cinegética de León X (poniéndole de buen humor para firmar el documento vaticano que precisan), nos atraen poco; menos aún sus escarceos amorosos en una Roma de inicios del XVI, excitante pero previsible. La necesidad del rinoceronte para el Papa no se llega a construir: da igual que fuese la estúpida veleidad de un Médici. Una veleidad puede sostener la Roma «real» de León X pero no una novela de ochocientas páginas. Pensemos en la pasión vengativa de Dantés, en la inquina familiar del Dickens de Casa desolada. Dickens se ciñe en todo momento a la férrea estructura del relato; Dumas nunca nos hace perder el hilo ni el afán de saber lo que pasará.

¿Y los personajes? La curia romana y el papa son lo mejor de una novela que tal vez debería haberse cerrado con esa ópera excesiva de la lucha imposible de dos bestias africanas –el elefante y el rinoceronte– ante la pereza y la chabacanería cardenalicias. También tienen miga las escenas y tipos que pululan por las tabernas de Roma («un caníbal con paladar de gourmet»), como ese bancherotti que no encuentra nadie que le contradiga. Es en la escena de la caza papal, por ejemplo, donde aflora el humor y la sabiduría narrativa del escritor inglés. Aquí Norfolk se aproxima a Sterne y a Chaucer, sus modelos más profundos. En cambio, Salvestro y Bernardo, así como los monjes del Báltico, resultan a la postre desdibujados. Sus prolijas circunstancias se los tragan. Ver con los ojos de la imaginación lo que las palabras edifican es un desiderátum fundamental de la ficción. La disciplina de los detalles no debe enmarañar los hilos que conectan al lector con el texto: hay momentos en que las cosas se pueden contar más deprisa. Entre el legado de Calvino encontramos la rapidez y la visibilidad. Stevenson decía que en una novela siempre hay que mirar hacia delante, hacia un punto, incluso cuando se mira hacia atrás. Durante gran parte de su extenso relato, Norfolk nos hace mirar en todas direcciones al mismo tiempo. La profusión de matices y pormenores en las hojas y las raíces no favorece la visión de conjunto del bosque. Los personajes recuerdan sardinas en diferentes latas que van trasvasándose de una a otra sin que se emplee antes el abrelatas. Sólo cuando la bestia, capturada en Goa por los portugueses, está amarrada en la bodega de un barco cuyo puerto de destino es la Ciudad Eterna, empezamos a intuir el caos y la gratuidad del pasado histórico. Y eso es lo que raras veces despunta en el género al que la obra de Norfolk pertenece, no en vano la novela histórica se basa siempre en la inevitabilidad y el orden mecanicista de los acontecimientos. La Historia busca el porqué, la novela el cómo: qué difícil es reconciliar ambas pretensiones. La parte III del relato, contada por el cortesano Teixeira, es un prodigio de sensibilidad narrativa. Aquí ya no hay distancia entre el lector y los hechos históricos. Aquí nos arrebata la violencia del mar, sentimos la insensatez de los personajes y el hedor del rinoceronte moribundo. Empezamos a comprender la metáfora tras el cuero antediluviano del rumiante: la confrontación de mundos que se vigilan o se ignoran pero en el que uno –la renacentista Roma, corrupta de los pies a la cabeza– corrompe a todos los demás, esto es, los imperios que giran alrededor de su órbita y los salvajes a punto de sucumbir a la histeria de lo que brilla. El rinoceronte del Papa, en fin, sería una excelente novela (las partes IV y VI son intachables) si tuviera varios cientos de páginas menos y si Norfolk hubiera reprimido su voluntad omnívora de contar en aras del destello cenital de la fábula. A veces, una pluma convertida en el hacha de un leñador bilioso y precipitado vale más que tantas horas consumidas bajo la cúpula de la British Library barruntando el cuerno de un rinoceronte.

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Ficha técnica

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Director de publicaciones del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, traductor de autores…