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Darwinismo y fe

¿PUEDE UN DARWINISTA SER CRISTIANO? LA RELACIÓN ENTRE CIENCIA Y RELIGIÓN

Michael Ruse

Siglo XXI, Madrid

Trad. de Eulalia Pérez Sedeño y Eduardo de Bustos

294 pp.

17 €

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¿Es compatible el conocimiento científico actual sobre la evolución con el pensamiento religioso y, más concretamente, con el cristiano? La elaboración de una respuesta afirmativa a esta pregunta constituye el tema central del libro de Michael Ruse objeto de este comentario. Ruse es un prestigioso filósofo de la biología de origen británico, profesor durante treinta y cinco años en la Universidad de Guelph en Canadá y, desde hace unos años, director del programa de Historia y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Florida, donde ocupa la plaza de Lucyle T. Werkmeister Professor de Filosofía. Ha sido fundador y editor jefe de la revista Biology & Philosophy y es autor o coautor de más de treinta libros, la mayor parte de los cuales versan sobre temas de evolución. Ruse, desde el primer momento, deja muy clara su condición como evolucionista convencido: «Creo que la evolución es un hecho y que el darwinismo ha triunfado. La selección natural no es simplemente un importante mecanismo. Es la única causa significativa del cambio orgánico permanente». Sin embargo, se rebela contra la idea de que su condición de darwinista exija necesariamente una respuesta negativa a la pregunta que da título a su libro. Agnóstico, educado por sus padres, a los que dedica el libro, en un ambiente cuáquero en la Inglaterra de posguerra, Ruse defiende que el darwinismo no sólo es compatible con el cristianismo en lo esencial, sino que puede, en cierta forma, servirle de apoyo.

Antes de comentar los argumentos que esgrime el autor para defender su tesis, creemos necesario situar el libro en el contexto de la confrontación ideológica entre el pensamiento evolutivo y las ideas creacionistas de los sectores fundamentalistas protestantes en Estados Unidos. Paralelamente a la gestación de la teoría neodarwinista de la evolución, surgió un fuerte rechazo a las ideas evolucionistas en una parte considerable de la sociedad norteamericana. Dicho rechazo se cimentó a partir de posiciones creacionistas, que defienden una interpretación literal del libro del Génesis y, en consecuencia, la idea de que las especies fueron creadas por Dios hace tan solo unos pocos miles de años y que, desde entonces, han permanecido básicamente sin cambios. El primer objetivo de los creacionistas consistió en desalojar el darwinismo de las escuelas. Tras algunos éxitos iniciales de esta corriente dogmática, en 1968 el Tribunal Supremo de Estados Unidos revocó las leyes que prohibían la enseñanza de la evolución y que favorecían la difusión de determinadas creencias religiosas en la escuela. Esta sentencia obligó a un cambio en la estrategia creacionista, que intentó convertir su doctrina en una teoría científica capaz de oponerse a la teoría de la evolución. Los creacionistas consiguieron que los Estados de Arkansas y de Luisiana promulgasen leyes que obligaban a repartir el tiempo en las clases de ciencia entre la teoría de la evolución y la teoría creacionista. Dichas disposiciones encontraron una fuerte oposición en la comunidad científica estadounidense, que colaboró activamente para conseguir que el Tribunal Supremo las anulase. La sentencia del Supremo se fundamentaba en que la ciencia de la crea­ción era en realidad un conjunto de creencias religiosas que no cumplían los requisitos que debe exigírseles a las teorías científicas. Michael Ruse tuvo un papel destacado como testigo experto en filosofía de la ciencia en la obtención de esa sentencia favorable a las tesis de la ciencia. No obstante, la batalla legal continúa: el último intento de los creacionistas ha sido sustituir la ciencia de la creación por la teoría del «diseño inteligente». Ésta sostiene que la selección natural resulta insuficiente para dar cuenta de la complejidad estructural presente en los seres vivos a nivel molecular y, en consecuencia, sugiere que tal complejidad es la prueba irrefutable de la intervención de una inteligencia superior dentro del proceso evolutivo. Ésta es una hipótesis no científica, ya que realmente no puede ponerse a prueba, sino que sólo puede debilitarse encontrando evidencias claras a favor de la selección natural o de otro mecanismo explicativoUna discusión más extensa sobre el diseño inteligente puede encontrarse en nuestros ar­tícu­los «La peligrosa idea de Darwin», Revista de Libros núm. 49 (enero de 2001), pp. 22-25, y «En torno al darwinismo: el bueno, el malo, el feo y… el posmoderno», Revista de Libros, núm. 84 (diciembre de 2003), pp. 3-7..

En medio de esta contienda, algunos destacados evolucionistas han reflexionado sobre la relación entre la teoría evolutiva y el pensamiento religioso. El libro de Ruse, publicado en inglés en el año 2001, es precisamente uno de los primeros. Las posturas oscilan entre la posición del famoso pa­leon­tólogo y gran divulgador científico –ya fallecido– Stephen J. Gould y la del no menos célebre biólogo evolutivo Richard Dawkins. GouldEl lector puede encontrar esos argumentos desarrollados en el libro de Gould Ciencia versus religión: un falso conflicto, trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Crítica, 2000. defiende que ciencia y religión son magisterios independientes que, si se examinan adecuadamente, no se solapan, ya que poseen ámbitos de estudio diferentes: la ciencia se centra en la constitución empírica del universo y la religión en la búsqueda de valores éticos apropiados y del significado espiritual de nuestras vidas. DawkinsVéase, por ejemplo, el libro de Dawkins El río del Edén, trad. de Victoria Laporta, Barcelona, Debate, 2000, o, más recientemente, El capellán del diablo, trad. de Rafael González del Solar, Barcelona, Gedisa, 2006, y, sobre todo, The God Delusion, Nueva York, Houghton Mifflin, 2006 (véase la mención de este libro en las pp. 3-6 de este mismo número)., por su parte, proclama con rotundidad que no puede aceptarse ningún compromiso entre darwinismo y cristianismo: el pensamiento evolutivo conduce necesariamente al ateísmo, ya que un universo que tuviera una presencia sobrenatural sería fundamental y cualitativamente diferente del universo real que describe la ciencia.

Ruse adopta sobre determinados aspectos –la existencia de Dios, por ejemplo– una postura similar a la de Gould. En otros temas, como el relato de la creación del Génesis, reconoce que hay principios cristianos que son contradictorios con el conocimiento científico y, por tanto, deben ser revisados. Pero sostiene también que muchos postulados cristianos bien son compatibles, bien incluso más, ya que pueden encontrar una vía de conexión y apoyo en la teoría evolutiva. Su primera tarea consiste en acotar qué se entiende por darwinismo y cristianismo a efectos de poder compararlos. Nada que objetar a su descripción del darwinismo salvo la utilización, consciente o no, del término «darwinista» con una connotación de secta o grupo bastante alejada de lo que sería la mera consideración de aquellos científicos especializados en el estudio y en la elaboración de una teoría sobre la evolución que, no lo olvidemos, ha sido modificada sustancialmente desde los tiempos de Darwin. De hecho Ruse, en su libro The Evolution-Creation Struggle (Cambridge, Harvard University Press, 2005), defiende que el darwinismo ha funcionado en buena medida como una teoría filosófico-religiosa que ha rivalizado con el creacionismo a partir de la crisis de valores que provocó la crítica ilustrada de la religión, y compite con él por el privilegio de definir los orígenes humanos, los valores morales y la naturaleza de la realidad.

Con respecto al cristianismo, Ruse deja a un lado las corrientes más fundamentalistas del creacionismo estadounidense, apegadas a la literalidad de la Biblia y, por tanto, incompatibles con la ciencia de hoy; sólo considera lo que denomina las formas más tradicionales del pensamiento cristiano, esto es, el catolicismo y la corriente principal del protestantismo. Ruse es consciente de que hay muchos evolucionistas que son cristianos y de que hay muchas formas de compatibilizar el cristianismo con la evolución. Parece tener en mente una suerte de teísmo evolucionista en el que puede imaginarse a Dios como el Creador inicial de un universo que desde entonces sigue el camino que le marcan las leyes de la física sin que aparentemente haya más intervención divina. A partir de ahí, el cristiano puede interpretar de forma metafórica la Biblia cuando sus afirmaciones contradicen el conocimiento científico. Y, si no, siempre queda el recurso de la fe que, al no precisar constatación empírica, aporta el toque de misterio que permite rellenar los huecos en que la mano divina se antoja esencial para el cristiano. En esta línea puede considerarse la alocución que el papa Juan Pablo II dirigió a los miembros de la Pontificia Academia de Ciencias (1996): «Hoy, casi medio siglo después de la aparición de la encíclica [Humani generis], los nuevos conocimientos llevan a reconocer en la teoría de la evolución más que una hipótesis». Pero mati­zando a continuación que: «En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías que las inspiran, consideran al espíritu como emergente de las fuerzas de la materia viva o como un simple epifenómeno de esta materia son incompatibles con la verdad del hombre».

Ruse prescinde, evidentemente, de la posibilidad de analizar desde una perspectiva científica la existencia de Dios. El compromiso de la ciencia con una metodología naturalista exige asumir lo que Jacques Monod denominó el principio de objetividad de la naturaleza y excluye la posibilidad de intervención divina o sobrenatural. La idea de Dios escapa del ámbito de la ciencia, y Ruse mantiene en este punto la existencia de magisterios independientes entre ciencia y religión. De manera parecida aborda el espinoso asunto de los milagros. Ruse afirma que muchos cristianos pueden aceptar que todos o buena parte de los milagros de Jesús y de los santos posteriores son simplemente el resultado de una ilusión colectiva o se trata simplemente de sucesos de muy baja probabilidad interpretados en clave milagrosa, pero que, en principio, no suponen una alteración de las leyes naturales. Para aquellos que no se conformen con esto, siempre cabe aceptar que, en ocasiones, Dios interviene de manera activa en el proceso evolutivo.
 

BUSCANDO VÍNCULOS

La parte más original, ambiciosa, sorprendente y, a nuestro juicio, fallida del libro de Ruse es aquella en que intenta conectar determinados principios cristianos con la teoría evolutiva. Ruse sugiere que al menos una parte de la ciencia –el darwinismo– y una forma de religión –el cristianismo– pueden entenderse como algo más que compatibles, ya que algunos principios ­básicos del cristianismo –el pecado original, la existencia del dolor, la singularidad de nuestra especie, la libertad de elección moral o la existencia del alma– pueden ser interpretados como un resultado inevitable del proceso evolutivo. Veamos cuáles son los argumentos más significativos que maneja, aunque ya adelantamos que, siendo comprensivos, el darwinismo podría servir de base a una interpretación cristiana de la naturaleza humana, pero también a otra completamente diferente.

Analizaremos, en primer lugar, la singularidad de nuestra especie creada por Dios, según el cristianismo, a su imagen y semejanza. Ruse acepta que nuestra especie es una de las millones de especies surgidas en el proceso evolutivo, en el cual el azar en la génesis de la variabilidad genética y la necesidad de filtrar esa variabilidad al dictado de la selección natural desempeñan un papel esencial. A pesar del protagonismo del azar en el proceso, Ruse piensa que un darwinista cristiano tiene derecho a interpretar que nuestra especie ocupa un nicho ecológico singular que, más tarde o más temprano, tendría que ser ocupado por una especie similar a la nuestra, no en lo físico sino en lo que se refiere a los rasgos distintivos humanos, como inteligencia, conciencia, capacidad moral y cultural. Estas características son las que realmente nos hacen semejantes a Dios y, desde este punto de vista, nuestra especie u otra similar no se­rían contingentes, sino el resultado ine­vi­ta­ble del proceso evolutivo. Nótese, sin embargo, que este razonamiento no se infiere necesariamente de la actual teoría evolutiva, que es incapaz de predecir qué formas de vida se darían si la vida comenzase de nuevo en este planeta o en cualquier otro. Por tanto, el argumento de Ruse demuestra ser muy endeble.

Más peliagudo aún resulta el tema de la existencia o inexistencia del alma. Una posibilidad es hacer una lectura agustiniana, platónica, del alma humana, vista así como algo distinto del cuerpo, entendida como sustancia. Esto exige intervención divina en la creación de las almas y es la solución más fácil: ser darwinista para la evolución del cuerpo y dualista/creacionista para la consideración del alma. Sin embargo, Ruse, en su intento de conectar darwinismo y religión, aboga por una concepción del alma aristotélica, en la línea de santo Tomás de Aquino. El alma humana, la facultad intelectual que hace que un ser humano vivo sea un ser humano, no sería una sustancia material, sino un principio de ordenación que da forma al cuerpo, forma en el sentido aristotélico. Todos los organismos vivos como tales tendrían almas y sólo los seres humanos tendrían almas intelectuales, a imagen de Dios. Lo que sugiere Ruse es que la concepción tomista del alma como algo que anima al cuerpo, un patrón complejo, dinámico, que porta información, que convierte al hombre en inteligente y lo capacita para la elección moral, puede ser compatible con el modo en que un darwinista considera que ha evolucionado la mente por selección natural. Ruse, aunque sabe que esta comparación no es fácil que sea aceptada por un cristiano, la considera suficiente para mantener abierta la posibilidad de convertir el reduccionismo darwinista en un punto fuerte del cristianismo. Ruse no se detiene a discutir cómo la evolución de ese ente alma-mente-cerebro podría ser compatible con la inmortalidad del alma, aunque insinúa que la explicación puede hallarse en la posibilidad de que, aunque no se conserve la sustancia, sí se conserve la información, que podría reactivarse en algún momento.

Mucho más serio resulta su tratamiento del diseño observable en los seres vivos. Los cristianos han atribuido ese diseño al propósito creador de Dios. Ruse defiende que el cristiano podría aceptar, a partir de un teísmo evolucionista, que el diseño observable en la estructura y función de los seres vivos surge de causas naturales, bajo la dirección de la selección natural. Ruse critica con habilidad los argumentos que Michael J. Behe expuso en contra de esta idea en su libro La caja negra de Darwin (trad. de Carlos Gardini, Barcelona, Andrés Bello, 1999), libro que se ha convertido en fundacional de la nueva teoría creacionista del diseño inteligente.

Comentaremos, por úl­timo, la conexión que Ruse establece entre la visión cristiana del dolor, el pecado y la capacidad moral, con la posición darwinista sobre la naturaleza humana. La existencia del dolor, del sufrimiento en los animales y en nuestra especie parece difícil de entender desde el punto de vista de un Creador todopoderoso e infinitamente bueno. Ruse piensa que esto se resuel­ve con facilidad si se admite que Dios ha elegido el método de la evolución por selección natural para dar lugar a nuestra especie. El aprendizaje está basado en las sensaciones de placer y displacer que experimentan los organismos en su interacción con el mundo. Sin el sistema límbico-hipotalámico, o algo similar, no sería posible una especie como la nuestra con una conducta flexible y con capacidad de elección entre deseos e impulsos, muchas veces contradictorios. Ruse defiende una concepción sociobiológica de la naturaleza humana. Aunque su primer contacto con la sociobiología fue críticoEn 1979 publicó su libro Sociobiology: Sense or no Sense?, donde critica buena parte del discurso de Edward O. Wilson sobre la sociobiología humana (existe traducción española: Sociobiología, trad. de Ramón Navarro y Andrés de Haro, Madrid, Cátedra, 1989)., Ruse escribió posteriormente varios trabajos sobre el origen adaptativo de la moralidad, alguno en colaboración con el padre de la sociobiología, Edward O. WilsonVéase, por ejemplo, el artículo de Ruse y Wilson titulado «The Evolution of Ethics», New Scientist, vol. 108, núm. 1478 (17 de octubre de 1985), pp. 50-52.. Según ambos autores, la capacidad ética ha sido directamente favorecida por selección natural, al fomentar la coopera­ción entre los individuos de un grupo. Esta inter­preta­ción lleva implícita la idea de una base biológica no sólo de la capacidad ética, sino también de los códigos morales: se consideran buenas aquellas acciones altruis­tas que aseguran que la cooperación se produzca. De alguna manera, nuestra capa­cidad ética crea una ilusión sobre la bon­dad de esas conductas gracias a la cual nuestros genes nos engañan y nos obligan a cooperar. Coexisten, por tanto, en los seres humanos dos tendencias en conflicto: una, de raíz filogenética más antigua, que nos induce a comportarnos de manera egoísta, y otra, más moderna, ligada al Homo sapiens, que nos obliga a poseer códigos morales y a comportarnos de manera altruista con los miembros de nuestro grupo. Para Ruse, el pecado original puede entenderse como el triunfo inicial del egoís­mo humano sobre el altruismo moral, y es fruto, por tanto, de una naturaleza humana evolucionada bajo la acción de la selección natural. La libertad de elección, el libre albedrío, nos permite tomar partido por unas u otras tendencias.

El problema estriba en que la perspectiva de Ruse y Wilson sobre el origen adaptativo tanto de la capacidad moral como de los códigos morales no es, desde luego, la única que existe dentro de la teoría evolutiva. En concreto, cuesta trabajo admitir una determinación genética, evolucionada mediante selección natural, de los códigos morales. La posición neodarwinista más tradicional sostiene, según el ge­nético de origen español Francisco J. Ayala, que la capacidad ética surge como consecuencia de la eminencia intelectual humana y carece de valor adaptativo per se y que, además, los distintos códigos morales son producto de evolución cultural y no de la biológicaLa descripción de estos argumentos en extenso puede encontrarse, por ejemplo, en el libro de Ayala La naturaleza inacabada, Barcelona, Salvat, 1994.. Esto está más de acuerdo, sin duda, con la evidencia empírica que pone de manifiesto una enorme diversidad de códigos morales que, además, van modificando lo que se considera bueno o malo con el tiempo. Nosotros mismos hemos definido una tercera vía entre estas dos posicionesVéase, por ejemplo, nuestro artículo «The Long and Winding Road to the Ethical Capacity», History and Philosophy of the Life Sciences, vol. 20 (1998), pp. 47-62.. Defendemos que la capacidad moral, la capacidad de creer que las acciones pueden ser buenas o malas, ha tenido valor adaptativo por sus efectos sobre la transmisión cultural, mientras que los códigos morales son resultado de procesos básicamente culturales en los que las tendencias biológicas actúan como referentes, pero no como imperativos. El valor asociado a cada conducta se comporta como un rasgo cultural más, sometido al devenir histórico de cada sociedad, de manera que surge inevitablemente la diversidad cultural.

En todo caso, los argumentos que utiliza Ruse para conectar la naturaleza del ser humano con la visión cristiana del mismo parecen cogidos con alfileres. Nuestra impresión es que la mayor parte de los darwinistas –incluido el mismo Darwin si levantase la cabeza– y, probablemente, de los cristianos se encontrarán incómodos ante los intentos de Ruse por conectar ambas visiones. Sorprende también que otorgue al cristianismo una proximidad al darwinismo por encima de las demás religiones, máxime cuando el libro parece un homenaje al recuerdo entrañable de su educación protestante y pacifista. Ruse parece consciente de la debilidad de su intento cuando afirma en el epílogo que somos primates sociales dotados de unas capacidades intelectuales que posiblemente nos impiden escudriñar los misterios últimos. Para Ruse, estas limitaciones no convierten el cristianismo en necesario, ni siquiera plausible, pero sí hacen que se requiera la tolerancia y el aprecio hacia los que tratan de ir más allá de la ciencia, aunque nosotros no podamos seguirlos. Nada que objetar a esta petición de tolerancia o a la constatación de los límites de la capacidad intelectual humana, pero en el texto se echa en falta una reflexión, desde el darwinismo actual, sobre las posibles causas de un fenómeno como el religioso, presente en todas las sociedades humanas y que, quizá, simplemente sea consecuencia de nuestra peculiar naturaleza.

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