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Pegando la hebra

El pensamiento de los monstruos

FELIPE BENÍTEZ REYES

Tusquets, Barcelona, 296 págs.

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La posmodernidad más epidérmica ha permitido que la novela haya picoteado durante los últimos años en formas y contenidos diversos, de acuerdo con el principio de que todos son válidos mientras su combinación sea rentable, y los haya mezclado hasta lograr unos productos convincentes para la apresurada valoración actual del gusto estético. La consecuencia es un resultado final delimitado por la digna corrección de la escritura que sólo aspira a agradar con su transparencia, y por unos contenidos que quieren presentar como sorprendentes lo que en realidad son situaciones cotidianas.

Recogiendo este estricto testigo de la posmodernidad, El pensamiento de los monstruos combina formas procedentes de la picaresca y de la novela negra, de la tradición oral y de los diarios, y las somete al discurso del personaje narrador, cuya agilidad de enunciación, ajustada a una adecuada corrección lingüística, fluye torrencial de su pensamiento con el propósito de expresar un batiburrillo de ideas reincidentes y de contar las desordenadas anécdotas que han ido conformando su peripecia.

No es nuevo en la narrativa reciente este tipo de personaje que necesita hablar de sí mismo y contar lo que ha bregado en su relación con los demás. Por si fuera poco, el de Benítez Reyes utiliza a los lectores como confidentes a través de un «ustedes» pertinaz y mediático para, entre otras cosas, justificar su estrambótica caracterización. Yéremi Alvarado es, al mismo tiempo, un policía en activo, un estudiante universitario de filosofía, un vidente que transmite sus mensajes por una emisora pirata de radio y un buscavidas sin anclaje ni ataduras –a veces trabaja en la agencia de viajes de un amigo– que dedica su tiempo a lances sentimentales de medio pelo y aventuras urbanas nutridas de droga y alcohol en lugares poco aconsejables y en compañía de una comparsa de esperpentos.

La profesión de policía, con escasa relevancia en la trama por otra parte, no deja de ser un mero recurso para darle al relato ese toque de novela negra que recrea ambientes sórdidos y personajes próximos a la marginalidad y el lumpen. Yéremi no actúa como los detectives literarios ni tampoco investiga delitos ni asesinatos, aunque los hay de modo tangencial, sino que vive a salto de mata, como un ser a la deriva de todos los puertos, por lo que más que un representante de la ley parece un delincuente en fuga, un politoxicómano que carece de un mínimo sentido del equilibrio y va dejando sus despojos en sitios de baja estofa. De modo que, aunando por un lado la condición del pícaro y por otro la ambientación de las novelas y películas policiacas, Benítez Reyes ha perfilado un personaje atractivo para quien guste de historias urbanas enmarañadas y llenas de sombras.

Su afición a la filosofía es igualmente otra excusa novelesca –en ningún momento el estudio de esta disciplina tiene incidencia en la trama– para que el personaje, a bote pronto, vaya diseminando por aquí y por allá sus opiniones sobre distintos aspectos existenciales. Yéremi cita de continuo a los filósofos, en especial a los griegos y a Schopenhauer, para especular sobre el amor, la felicidad, la fecundación, las drogas o la amistad, en un intento de descubrir un sentido elemental, y nada complejo, al devenir del género humano. Estas referencias, unidas a otros lugares comunes de origen cinematográfico y televisivo, constituyen en el texto, sin embargo, un peso muerto que deriva en significados previsibles.

Sus retransmisiones radiofónicas, en fin, operan como el pretexto que abre el cauce a la propia evolución del relato. Yéremi narra como si estuviera delante de un micrófono y se dirige a los lectores como el locutor a sus oyentes. Su crónica adopta así la forma de los diarios que registran las menudencias cotidianas y se articula mediante las pautas de una oralidad familiar contagiada de modismos y locuciones cotidianas. Su papel en la historia, como dice el propio personaje, no es otro que el de un ventrílocuo de sí mismo, que habla sin guión previo y de lo que salga, merodeando y dando vueltas sobre el mismo eje, simplemente porque tiene ganas de hablar y de pegar la hebra.

Y esto, se mire por donde se mire, no es suficiente para crear una novela con ánimo de permanencia. Benítez Reyes ha construido tan sólo una voz narrativa que va y viene por el espacio de la mente al antojo de los recuerdos, de las impresiones suscitadas por el instante del día o de las sensaciones que evoca el estado de ánimo del momento. Una voz, es cierto, que se desliza como pez en el agua, que se desenvuelve con desparpajo y a veces con humor, pero también no menos veces con cierta pesadez y petulancia, sobre todo en sus digresiones filosóficas, que no resultan muy adecuadas a la caracterización del personaje.

Aun así, no cabe duda de que esta voz y su peripecia mental pueden resultar cercanas al lector de hoy, y por tanto de muy buena proyección comercial, sobre todo porque el monólogo reproduce algunos fantasmas que normalmente le perturban y algunas situaciones límite cuyas circunstancias de submundo marginal y enigmático le seducen. Al parecer, la penumbra de las sensaciones y los sentimientos individuales, y más si entran en conflicto con la realidad de los demás, sigue siendo una materia novelesca de alta rentabilidad.

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Ficha técnica

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