Buscar

La lectura moral del Derecho

LA JUSTICIA CON TOGA

Ronald Dworkin

Marcial Pons, Madrid

Trad. de Marisa Iglesias e Íñigo Ortiz de Urbina

214 pp.

35 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Este libro constituye otro hito en la contribución de Ronald Dworkin a la teoría jurídicaSe trata de la traducción de Ronald Dworkin, Justice in Robes, Cambridge, Harvard University Press, 2006.. En las dos últimas décadas, Dworkin había publicado diversos libros (a menudo, recopilaciones de artículos) más bien de filosofía políticaEl último, publicado poco después de Justice in Robes, es Is Democracy Possible Here?, Princeton, Princeton University Press, 2006. y de derecho constitucional que han acrecentado su figura, por lo que ha recibido el prestigioso Premio Holberg de Humanidades, un galardón reciente, pero que comienza a ser considerado como el Nobel de las humanidades. Sin embargo, sus dos principales contribuciones a la teoría y a la filosofía jurídicas seguían siendo Taking Rights Seriously (1977) y Law’s Empire (1986)Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously>, Londres, Duckworth, 1977, y Law’s Empire, Cambridge, Harvard University Press, 1986. , dos obras que han tenido y tienen un impacto fundamental en nuestra reflexión sobre el Derecho. Pues bien, en La justicia con toga Dworkin reúne sus contribuciones más relevantes a esta cuestión publicadas durante las dos últimas décadas, y las articula con dos trabajos nuevos: la introducción y el octavo capítulo, donde perfila su noción de Derecho y su relación con la moralidad.

El libro comienza relatando una célebre anécdota atribuida al juez Holmes en los siguientes términos: «Siendo Oliver Wendell Holmes magistrado del Tribunal Supremo, en una ocasión de cami no al Tribunal llevó a un joven Learned Hand en su carruaje. Al llegar a su destino, Hand se bajó, saludó en dirección al carruaje que se alejaba y dijo alegremente: “¡Haga justicia, magistrado!”. Holmes paró el carruaje, hizo que el conductor girara, se dirigió hacia el asombrado Hand y, sacando la cabeza por la ventana, le dijo: “¡Ése no es mi trabajo!”. A continuación, el carruaje dio la vuelta y se marchó, llevándose a Holmes a su trabajo, supuestamente consistente en no hacer justicia» (p. 11)Los números de página entre paréntesis se refieren siempre a la traducción castellana de la obra..

Dos elementos son destacables de este pasaje. En primer lugar, que muchos años después de esta anécdota, cuando el juez Hand estaba a punto de jubilarse, Ronald Dworkin fue clerk (letrado, podríamos decir) del juez Hand. En segundo lugar, y más relevante, cuando se cuenta esta anécdota suele añadirse que Holmes completó su frase de que su trabajo no consistía en hacer justicia, especificando que consistía en «aplicar el Derecho» («it is my job to apply the law»Véase, por ejemplo, recientemente Ronald M. George, «Challenges Facing an Independent Judiciary», New York University Law Review, vol. 80, núm. 5 (noviembre de 2005), pp. 1345-1365, especialmente la nota 19 en la p. 1350 y las referencias que allí se encuentran.). Pues bien, el núcleo de la concepción de Dworkin consiste precisamente en analizar de qué manera y hasta qué punto identificar y aplicar el Derecho es una tarea que involucra la moralidad y la justicia.

Comencemos con un caso hipotético. En la novela de Philip Kerr Una investigación filosóficaPhilip Kerr, A Philosophical Investigation, Londres, Chatto & Windus, 1992 ( Una investigación filosófica, trad. de Mauricio Bach, Barcelona, Anagrama, 1996).. se describe el Londres de 2013 como una ciudad insegura, con un alto grado de delincuencia. Entre las medidas que se toman para reducirla se encuentra la imposición de un nuevo tipo de pena: dado que la ciencia médica ha conseguido inducir y revertir el estado de coma en los humanos, se sustituye la pena de prisión por el denominado coma punitivo. De este modo, a los condenados a dicha pena se les induce el coma durante el tiempo de la condena y son confinados en una especie de hospitales donde, como es obvio, no hay peligro de fugas ni de motines, sino que únicamente hay que conservar a los internos con alimentación y respiración asistida. Por otro lado, el artículo 15 de la Constitución española prohíbe los tratos inhumanos y degradantes. Si el coma punitivo se introdujera en el Código penal español, ¿sería esta pena una medida conforme a nuestra Constitución? O, dicho en términos dworkinianos, ¿depende la verdad de la proposición según la cual el coma punitivo es (o no es) conforme a la constitución de la corrección moral de dicha medida? La estructura profunda de este tipo de cuestiones es la que trata de desvelar La justicia con toga: ¿cómo debe determinarse si el coma punitivo es o no un trato inhumano y degradante?

Varias son las respuestas posibles a esta cuestión. En primer lugar, podríamos decir que la respuesta ha de hallarse en aquello que consideraban los redactores de la Constitución: si ellos querían incluir el coma punitivo entre los tratos inhumanos o degradantes, entonces debemos considerar que lo es; si no lo consideraron, entonces no impusieron ninguna restricción al legislador para que estableciera dicha pena. En segundo lugar, podría argumentarse que, dadas las dificultades para conocer y tratar de recuperar las intenciones de los constituyentes, deberíamos responder a la cuestión de acuerdo con aquello que la mayoría de los ciudadanos españoles opina en la actualidad. En tercer lugar, podríamos preguntarnos cuál es el objetivo al que sirve el derecho español y, de acuerdo con nuestra respuesta, establecer si el coma punitivo contribuirá en mayor medida que su ausencia a conseguir dicho objetivo. En cuarto lugar, alguien podría pensar que la apelación a conceptos como el de tratos inhumanos y degradantes es irremediablemente confuso y que, por lo tanto, el Derecho español está indeterminado en todos los supuestos de aplicación de dicho concepto, con lo cual los jueces gozan de discrecionalidad para resolver este caso. En quinto y último lugar, en cambio, puede argumentarse que, dado que el concepto de trato inhumano y degradante es moral, la manera adecuada de aplicar este concepto es involucrarse en un razonamiento moral, de moral sustantiva, para averiguar si este castigo es o no conforme a la Constitución. Pues bien, el libro de Dworkin puede ser leído como una defensa de la última de estas posiciones –la lectura moral del texto constitucional–, al tiempo que elabora una serie de argumentos capaces de debilitar las otras cuatro posiciones.

La primera posición, aquélla con arreglo a la cual el texto constitucional debe ser interpretado tratando de recuperar las intenciones de quienes lo dictaron, se conoce en el debate constitucional de los Estados Unidos como originalismoY es defendido, por ejemplo, por el magistrado del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Antonin Scalia, A Matter of Interpretation, Princeton, Princeton University Press, 1997. . Según esta posición, dado que los constituyentes españoles no pensaron que el coma punitivo estaba incluido entre los tratos inhumanos o degradantes que la Constitución prohíbe, entonces el legislador español podría introducir este tipo de castigo en la legislación. La respuesta de Dworkin consiste en distinguir dos tipos de originalismo: el originalismo semántico, según el cual «lo que colectivamente querían decir los legisladores es decisivo para la determinación del significado constitucional» y el originalismo de la expectativa, según el cual «lo decisivo es qué esperaban conseguir al decir lo que dijeron» (p. 143). Para Dworkin, el originalismo semántico constituye el punto de partida de cualquier interpretación que pretenda ser fiel al texto constitucional, pero no permite alcanzar las respuestas que pretenden los originalistas, puesto que si los constituyentes usaron cláusulas abstractas, como es el caso, lo que debemos hacer para averiguar qué dijeron es interpretar dichas cláusulas de acuerdo con lo que dijeron. De hecho, ellos no prohibieron –como pretende el originalismo de la expectativa– los tratos que los constituyentes consideraban inhumanos o degradantes, sino los tratos inhumanos o degradantes a secas.

Dworkin no presta mucha atención (aunque véase la nota 3 de la página 138) a la segunda de las posibles interpretaciones: no a lo que los constituyentes consideraban tratos inhumanos o degradantes, sino a lo que de modo generalizado se considera trato inhumano o degradante, aunque se trate de una posición ampliamente difundida entre los juristas. Sin embargo, de acuerdo con Dworkin, ¿es razonable que los jueces se remitan para tomar sus decisiones a las encuestas de opinión? Tampoco los constituyentes prohibieron aquellos tratos que la opinión generalizada consideraba inhumanos o degradantes, sino, de nuevo, los tratos inhumanos y degradantes a secas.

La tercera posición, la que sostiene que la Constitución debe ser interpretada del modo que favorezca en mayor medida determinados fines preesta blecidos, es la que Dworkin examina en los primeros capítulos de su libro como pragmatismo. Se trata de una concepción que pone el énfasis no en la deferencia respecto de las intenciones de los constituyentes, sino en las consecuencias de tomar una u otra vía interpretativa. Históricamente, el realismo jurídico estadounidense y, en la actualidad, el análisis económico del derecho, responden a esta concepciónDe hecho, su más egregio representante, el profesor y magistrado Richard Posner, es el más importante blanco de las críticas de Dworkin en este punto. Puede verse Richard Posner, «The Problematics of Moral and Legal Theory», Harvard Law Review, vol. 111, núm. 7 (mayo de 1998), pp. 1637-1717. . En realidad, Dworkin se propone mostrar que ésta es una teoría vacía, puesto que es incapaz de delimitar cuáles han de ser los fines que persigue el Derecho, como no sea de un modo tan vago que a nada conducen, o de un modo que para nada es obvio y que necesita ser debatido aportando precisamente razones morales, como sucede con la maximización de la riqueza propuesta por el primer análisis económico del Derecho.

Sin embargo, como resultará obvio para el conocedor de la obra de Dworkin, la diana contra la que se dirige su teoría jurídica en este libro está representada por las diversas versiones más recientes del positivismo jurídico, relacionado con la cuarta respuesta al problema del coma punitivo. En realidad, desde la aparición de un artículo de Dworkin en 1967Ronald Dworkin, «The Model of Rules», University of Chicago Law Review, vol. 35, núm. 1 (otoño de 1967), pp. 14-46. , gran parte de la teoría jurídica contemporánea ha girado en torno a las críticas de Dworkin al positivismo jurídico de Herbert L.A. HartHerbert L. A. Hart, The Concept of Law, Oxford, Oxford University Press, 1961. . Dicho ahora rápidamente, el núcleo del positivismo jurídico hartianoVéase, por ejemplo (nunca publicado en inglés), Herbert L. A. Hart, «El nuevo desafío del positivismo jurídico», trad. de Francisco Laporta, Liborio Hierro y Juan Ramón de Páramo, Sistema, núm. 36 (mayo de 1980), pp. 3-19, y «Postscript» de The Concept of Law, 2.ª ed. (editada por Penelope Bulloch y Joseph Raz), Oxford, Oxford University Press, 1994. está constituido por la convicción de que el Derecho es un artefacto creado por los seres humanos y, como tal, imperfecto. Por dicha razón, la coincidencia con la moralidad es contingente y, más importante, las regulaciones que en él se encuentran tienen límites: hay casos no regulados en los cuales los aplicadores del Derecho tienen discrecionalidad. Estas tres tesis han sido el objeto de las críticas persistentes de Ronald Dworkin durante los últimos treinta años. Para Dworkin, el Derecho es una práctica humana cuyo significado ha de ser comprendido mediante la captación de los principios morales que subyacen a dicha práctica y la justifican, Esta concepción del Derecho conduce a Dworkin a la tesis de que los jueces nunca tienen discrecionalidad (en sentido fuerte, esto es, ausencia de criterios que guíen su decisión) cuando deciden los casos.

En la literatura iuspositivista hay dos maneras principales de replicar a las críticas de Dworkin. Por una parte, tenemos el denominado positivismo jurídico exclusivo, según el cual la identificación del Derecho nunca depende de la argumentación moral, puesto que el Derecho es una institución que pretende tener autoridad y tal pretensión se fundamenta en la idea de guiar el comportamiento humano mediante pautas que, precisamente, puedan ser identificadas sin recurrir a la moralidad. Ello es compatible con que los jueces tengan discrecionalidad para decidir los casos de acuerdo con la moralidad, creando de este modo nuevo DerechoSe trata de la posición de Joseph Raz. Véase principalmente Joseph Raz, The Authority of Law, Oxford, Oxford University Press, 1979, capítulo 3, y Ethics in the Public Domain, Oxford, Oxford University Press, 1994, capítulo 9. Pero véase también Scott J. Shapiro, «On Hart’s Way Out», en Legal Theory, vol. 4 (1998), pp. 469-508. . Por otra parte, tenemos el denominado positivismo jurídico inclusivo, según el cual cuando el Derecho remite a la moralidad, la incorpora, introduciendo de este modo criterios morales, de los que depende la validez de las normas jurídicasVéase, por ejemplo, Wilfrid J. Waluchow, Inclusive Legal Positivism, Oxford, Oxford University Press, 1994, y Jules L. Coleman, The Practice of Principle: In Defence of a Pragmatism Approach to Legal Theory, Oxford, Oxford University Press, 2001, así como mi propia posición en José Juan Moreso, «In Defense of Inclusive Legal Positivism», en Pierluigi Chiassoni (ed.), The Legal Ought, Turín, Giappichelli, 2001, pp. 37-63.. . Ésta es también la posición a la que explícitamente se suma Hart en el «Postscript» publicado póstumamenteHerbert L. A. Hart, «Postscript» ya citado..

Pues bien, los capítulos sexto, séptimo y octavo del libro van destinados justamente a criticar la posición de estos autores. Dworkin insiste menos que en el pasado en el argumento conforme al cual el positivismo jurídico no podía dar cuenta de la pertenencia al Derecho de estándares como los principios, implícitos en la práctica, aunque nadie los hubiera promulgado (véase p. 255)De hecho, recuerdo que en un seminario en Oxford en 1995, ante una pregunta referida a su famosa distinción entre reglas y principios, Dworkin se refirió a ella como «esa pieza de la arqueología de mi pensamiento».. El argumento central de Dworkin contra el positivismo jurídico es, ahora, que dicha teo ría no puede dar cuenta de los de sa cuer dos entre los juristas. Dworkin sostiene (pp. 212 y 257), frente a Jules Coleman y Joseph Raz, que cuando el Derecho incorpora conceptos mo – rales (como hace cuando prohíbe los tratos in humanos y degradantes), no todos aceptarían que remite a la moralidad y que los jueces deban aplicar el Derecho siguiendo pautas morales, como ambos parecen presuponer (Raz, como una autorización a los jueces a crear nuevo Derecho, y Coleman, como una incorporación genuina de pautas morales en el Derecho). Muchas concepciones del Derecho, como hemos visto, niegan tal extremo y sostienen que, en dichos casos, el Derecho debe ser identificado sin recurrir a la moral. Dworkin considera que su concepción no convencionalista del Derecho puede dar cuenta de estos desacuerdos, puesto que se trata de desacuerdos acerca del significado, de la interpretación, de esa práctica que denominamos DerechoRecientemente, algunos positivistas han considerado seriamente este argumento dworkiniano y han tratado de argüir qué respuestas debería dar un positivista: véase, por ejemplo, Scott J. Shapiro, «The ‘Hart-Dworkin’ Debate: A Short Guide for the Perplexed», en Arthur Ripstein (ed.), Ronald Dworkin, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, pp. 22-55..

Por dicha razón, propone reinterpretar el positivismo jurídico como una doctrina conforme a la cual, cuando ninguna de las fuentes históricas (legislación, precedente) concede un derecho a una de las partes en un proceso judicial, entonces dicha parte carece de tal derecho. Para explicar su posición nos propone el siguiente caso hipotético (capítulos primero y sexto del libro): la señora Sorenson tomó durante años un medicamento cuyo nombre genérico es Inventum, pero que fue producido por varias empresas farmacéuticas bajo diversos nombres comerciales. Inventum producía importantes efectos secundarios como resultado de los cuales la señora Sorenson tuvo graves lesiones vasculares. Los fabricantes conocían los riesgos del producto y actuaron con negligencia al comercializarlo. Ahora bien, la señora Sorenson no puede demostrar de qué empresas tomó las pastillas que le produjeron las lesiones. Si Sorenson demanda a todas las empresas conjuntamente, ¿tiene la demandante derecho a ser indemnizada? Según Dworkin, el positivismo jurídico hartiano debería concluir que, en el supuesto que la legislación y el precedente sólo establecieran el derecho a ser indemnizado por conducta negligente cuando pueda probarse el nexo causal entre la conducta negligente y el daño, entonces la demandante no tiene el derecho a ser indemnizada. En cambio, según la teoría de Dworkin, la demandante tendría derecho a ser indemnizada y las empresas deberían ser consideradas responsables según la cuota de mercado que tuvieran en la venta del producto en los años pertinentes. De este modo, el positivismo jurídico es una doctrina que tiene consecuencias normativas para la aplicación del derecho, bloqueando la incorporación de la moralidad cuando ninguna fuente jurídica remite a ella.

Con el objetivo de fundamentar su posición, Dworkin distingue ahora varios conceptos de Derecho, distintos entre sí y relevantes según los usos que el discurso pretenda atribuirles. Dworkin diferencia entre cuatro conceptos de Derecho, dos descriptivos, que denomina sociológico y taxonómico, y dos normativos, doctrinal y aspiracionalHasta donde yo sé, el primer autor que sostuvo la coexistencia de conceptos descriptivos y normativos de Derecho fue Carlos Nino, por ejemplo, en Carlos S. Nino, Derecho, moral y política, Barcelona, Ariel, 1994.. El primero es un concepto útil para los sociólogos, antropólogos y otros científicos sociales, encargado de distinguir las formas jurídicas de otras formas de alcanzar el orden social. El segundo es un concepto que trata de elaborar una distinción entre pautas que son específicamente jurídicas, como la que establece los requisitos para que una declaración de últimas voluntades sea un testa – mento, y otras pautas también necesarias para aplicar el Derecho, pero no específicamente jurídicas. En palabras de Dworkin: «Los principios de la aritmética figuran claramente entre las condiciones de verdad de ciertas proposiciones jurídicas (por ejemplo, la proposición según la cual Cohen tiene la obligación de pagar a Cosgrove exactamente 11.422 dólares, intereses incluidos), pero resultaría extraño afirmar que las reglas matemáticas también son principios jurídicos» (p. 15)Véase al respecto Matthew H. Kramer, «Why The Axioms and Theorems of Arithmetic are not Legal Norms», Oxford Journal of Legal Studies, vol. 27, núm. 3 (2007), pp. 555-562.. En cambio, los conceptos que son más relevantes para la teoría jurídica son, según Dworkin, el concepto doctrinal de Derecho, que trata de establecer cuáles son las condiciones de verdad de las proposiciones jurídicas, de las proposiciones que establecen los deberes y derechos de los ciudadanos, de acuerdo con el Derecho y el concepto aspiracional de Derecho, que establece cuál es el ideal del Derecho, el ideal del Estado de Derecho, del rule of law, del ideal de ser gobernados por las leyes y no por los hombres.

Sin embargo, comprenderíamos mal a Dworkin si supusiéramos que su teoría hace colapsar el razonamiento jurídico en el razonamiento moral. Dworkin insiste, en repetidas ocasiones, que determinados argumentos de justicia no pueden ser presentados como argumentos jurídicos. Dworkin sostiene, por ejemploRonald Dworkin, «Introduction: The Moral Reading and the Majoritarian Premise», en Ronald Dworkin, Freedom’s Law, Cambridge, Harvard University Press, 1996, pp. 1-38 (p. 36)., una concepción de la igualdad que requeriría una distribución de la riqueza mucho más amplia que la hoy existente en Estados Unidos. Considera, sin embargo, que dicha concepción no es la que incorpora la Consitución estadounidense y, por lo tanto, los jueces no deben tomarla en cuenta al aplicar el Derecho norteamericano.

Ahora bien, podemos preguntarnos cuándo autoriza el Derecho el recurso directo a la argumentación moral y cuándo no lo autoriza, según Dworkin. Por ejemplo, en Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, la Constitución reconocía la esclavitud y había leyes que obligaban a los Estados no esclavistas a devolver a sus dueños, de Estados esclavistas, a los esclavos fugados (lo que se planteó en el famoso caso de Dred Scott de 1857). Dworkin argumenta del siguiente modo: «Sin mucho esfuerzo podemos imaginarnos a uno de estos jueces diciéndose a sí mismo que, aunque la Constitución no censuraba las leyes que obligaban a los ciudadanos a devolver los esclavos fugados, éstas eran de cualquier modo demasiado monstruosas como para ser aplicadas » (p. 150)Puede encontrarse un instructivo comentario acerca de todo ello en Sanford Levinson, «Hercules, Abraham Lincoln, the United States Constitution, and the Problem of Slavery», en Arthur Ripstein (ed.), Ronald Dworkin, pp. 136-167.. Estamos de acuerdo con que dichas leyes eran demasiado monstruosas para ser aplicadas, pero los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos previo a la guerra civil ¿estaban jurídicamente obligados a aplicarlas? Si la respuesta es afirmativa, entonces la posición de Dworkin es, en este caso, como la del positivismo jurídico hartiano: en algunos supuestos, nuestros deberes morales entran en contradicción con nuestros deberes jurídicos. Si la respuesta es negativa, entonces deberíamos conocer más elementos de la teoría jurídica dworkiniana para saber por qué los jueces podían en este caso, de acuerdo con el Derecho, ignorar la Constitución estadounidense.

Y es que, tal vez, Dworkin ha exagerado las diferencias entre su teoría y la teoría hartiana. En realidad, no está claro que la posición de la teoría de Hart en el caso Sorenson sea la que Dworkin le atribuye. En mi opinión, Hart (y Kelsen, probablemente, y Raz) sostendrían que, en el caso de la señora Sorenson, su teoría establece que los jueces tienen discrecionalidad y que, dado que el Common Law autoriza a los jueces a modificar el Derecho de acuerdo con la doctrina del precedente, los jueces tienen espacio jurídico para dar la razón a la demanda de la señora Sorenson. Es más, es probable que, puestos en la tesitura de decidir el caso de la señora Sorenson como jueces, los tres decidieran del mismo modo que DworkinVéase al respecto Timothy Endicott, «Adjudication and the Law», Oxford Journal of Legal Studies, vol. 27, núm. 2 (2007), pp. 311-326.. Con lo cual es posible que surjan algunas dudas sobre la reconstrucción que Dworkin lleva a cabo de la teoría de Hart, de acuerdo con la cual no hay espacio para una perspectiva arquimedeana, y todas las prácticas han de ser juzgadas desde su interiorÉste es uno de los argumentos centrales que utiliza Dworkin en uno de los capítulos del libro (el cuarto) más alejado del debate en teoría jurídica, utilizado para rebatir la tesis de Isaiah Berlin acerca de los conceptos políticos, como el concepto de libertad. El otro capítulo alejado de esta polémica es el noveno y último, dedicado al impacto de la obra de John Rawls en la teoría jurídica, un homenaje sobradamente merecido a la perspectiva rawlsiana. . Según Dworkin, no hay espacio para discrepancias en la teoría jurídica que no sean también discrepancias normativas sobre cómo debe ser aplicado el derecho.

No obstante, el ejemplo de la señora Sorenson hace sospechar que puede haber diversas teo – rías jurídicas, diversas reconstrucciones conceptuales de la práctica jurídica, que virtualmente carecen de dis – crepancias normativas acerca de cómo debe ser aplicado el Derecho, del mismo modo que puede haber teo rías científicas diferentes que explican y predicen los fenómenos conocidos de forma coincidente. No obstante, queda en pie el argumento de la capacidad de una teoría del derecho para dar cuenta de los desacuerdos jurídicos. Uno de los aspectos más sorprendentes de los ordenamientos jurídicos de nuestras sociedades contemporáneas es que combinan, aparentemente sin dificultad, dos rasgos a primera vista incompatibles. Por un lado, dichos ordenamientos jurídicos gozan de una razonable estabilidad; es decir, consiguen coordinar los comportamientos, prever y resolver los conflictos con un grado aceptable de éxito; por otro lado, dicha estabilidad va acompañada de discrepancias y de sa – cuer dos muy importantes acerca del significado y el alcance de algunas de sus instituciones esenciales: del papel que representan los derechos constitucionales en el ordenamiento, del alcance y límites de la propiedad privada, de la justificación del castigo, etc.

Podríamos fácilmente caer en la tentación de sostener que la estabilidad resulta mejor explicada por una teoría como la de Herbert L. A. Hart, conforme a la cual la naturaleza convencional de la regla de conocimiento –la regla surgida de la práctica reiterada de los jueces que establece los criterios por los cuales una determinada pauta es jurídica– es la que hace posible la estabilidad, mientras que una teo ría como la de Ronald Dworkin es la que hace posible comprender las discrepancias.

Lamentablemente, parece difícil reconciliar estas dos concepciones del Derecho. Si bien es verdad, como a menudo insiste Dworkin, que una teo – ría jurídica ha de ser capaz de dar cuenta del fulcro del desacuerdo (fulcrum of disagreement), también lo es que debe estar en condiciones de dar cuenta del fulcro del acuerdo.

Unas breves palabras sobre la traducción para terminar. Todos sabemos que la traducción es una tarea compleja, a menudo ingrata (y mal pagada). Alguien, por otro lado, podría pensar que libros como éste son ya accesibles a los lectores interesados en su versión original. Aunque esta idea tiene un grano de verdad, la experiencia nos demuestra que la versión castellana es una condición necesaria para que una obra se incorpore a nuestra cultura jurídica. Las obras de Ronald Dworkin han tenido una suerte desigual al ser vertidas al castellano Las dos obras de teoría jurídica más importantes de Dworkin (las de filosofía política han tenido mayor fortuna), Taking Rights Seriously y Law’s Empire, muestran bien a las claras esta desigual fortuna: mientras la primera cuenta con una buena traducción, así como un excelente estudio introductorio de Albert Calsamiglia, «Ensayo sobre Dworkin»: Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984; la segunda está en la zona de penumbra de lo que habitualmente pensamos que es una traducción. Por ejemplo, la expresión central en la concepción dworkiniana del Derecho –propositions of law– se convierte en «propuestas de ley», haciendo realmente imposible averiguar de qué se está hablando a un lector que no esté familiarizado con la obra de Dworkin. Incluso el título en castellano de la obra revela un uso semejante a esa costumbre de muchos de nuestros productores cinematográficos de cambiar los títulos de las películas, tal vez para hacerlas más comerciales. Así Law’s Empire se convirtió en El imperio de la justicia. . Pues bien, felizmente Justice in Robes ha tenido la fortuna de caer en las manos de Marisa Iglesias e Íñigo Ortiz de Urbina, que han combinado de modo excelente la fidelidad al texto original con la escritura de un castellano claro, comprensible e incluso, en muchos pasajes, elegante. De este modo, la incorporación de esta obra a nuestra cultura jurídica se produce, de un modo acorde con la teoría dworkiniana de la interpretación, leyendo su nítido inglés a la luz de nuestro mejor castellano.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
27320452094_759d9fec73_c

Ficha técnica

15 '
0

Compartir

También de interés.

Republicanismo en el ciberespacio