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El nacionalismo y Cataluña

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En mi blog anterior dije algunas cosas sobre Cataluña y la democracia, y esto provocó algunas reacciones, las cuales me hicieron reaccionar a mi vez. He llegado finalmente a la conclusión de que no estaría de más volver a las fuentes y ponerse en claro sobre lo que significa el sentimiento nacionalista, cuáles son sus variantes, y qué pinta dentro de todo esto Cataluña. Intentaré no simplificar, por aburrido y por inútil. Dicho esto, abro fuego.

¿Es rechazable el nacionalismo? Sí y no, o según y cómo. Me arranco por un tipo de nacionalismo que ninguno de nosotros dudaría en calificar de aborrecible. En un manifiesto futurista de 1919, firmado por Marinetti, Boccioni y otros, se puede leer esta frase estupenda:

Italiani! Voi dovete costruire l’Orgoglio italiano sulla indiscutible superiorità del popolo italiano in tutto.

La he transcrito así, sin alterar las negritas o la cursiva, porque es eso, estupenda de veras. Imagino que la habrán entendido perfectamente, pero la vierto ya a román paladino: «¡Italianos! Debéis construir el Orgullo italiano sobre la superioridad indiscutible del pueblo italiano… en todo». Dos cosas despiertan inmediatamente la atención. Una es la idea de que los italianos llevan al resto de los humanos una ventaja integral, completa, infinita. Dos, el tono voluntarista. Los italianos son superiores, pero, ¡ay!, no lo saben. Así que el negocio está en que se pongan a ser lo que ya son, pero no saben todavía que son. La cuestión está en sacudirlos de esa especie de sopor a fin de que se levanten, afirmen los pies en tierra, y comiencen a oprimir a los pueblos aledaños: para Boccioni, los nórdicos eran «góticos y, por tanto, inferiores», «la raza española» se caracterizaba por su «aridez», y resultaba abominable el «buen gusto francés, frío y académico». Los futuristas, sin duda, eran unos histriones, aunque no unos payasos –ustedes me entienden–. Se sumaron en masa a la Gran Guerra –Boccioni murió en las trincheras–, donde dieron prueba de un arrojo desesperado. Mario Carli, un futurista que mutaría en fascista duradero, falsificó el expediente médico que lo declaraba inútil para el servicio y ganó las máximas distinciones militares al valor individual. ¿Cómo se origina esta forma de nacionalismo? ¿De qué jugos se nutre?

Es importante advertir que el nacionalismo, tanto el que tira a místico como el más templado, constituye un fenómeno sicológico y social moderno. El aficionado a los clásicos sabe que existía un chovinismo helénico y un chovinismo romano, pero sabe también que no tiene sentido atribuir a griegos o romanos sentimientos nacionalistas del tenor de los que agitarían a los europeos dos mil años más tarde. El nacionalismo, en su vertiente sobrecogedora, surge de la tormenta eléctrica que se forma en Francia durante la Revolución y que luego contamina a Alemania, provocando en ésta, con el correr del tiempo, la aparición de réplicas aún más letales.

El nacionalismo místico es emulador y competitivo, nos quita la individualidad y nos ciega a las virtudes de otras culturas

El estudio del estilo, de la retórica, de las metáforas, de sus correspondencias internas, todo esto, ayuda a comprender qué sucedió en Francia durante el calentón revolucionario del 89, y, sobre todo, en el 92. Resumiendo mucho, podría afirmarse que el viejo concepto rousseauniano de la voluntad general, de mucho predicamento entre los jacobinos, autorizó a pensar que existe algo –la nación– en que se resume el ser y el destino de todos. La urgencia de resistir conjuntamente a las monarquías que habían puesto cerco a la recién nacida república, más la impugnación de las diferencias sociales que estaban consagradas en el Antiguo Régimen, más el clima de movilización permanente, más la promesa de un orden nuevo y absolutamente justo, transformaron las disquisiciones filosóficas del autor del El contrato Social en una actitud política activa y en una forma de religión civil en que el Estado venía a reemplazar a la Iglesia. El nacionalismo proporcionó entonces, y proporcionaría más tarde, las recompensas emocionales que los hombres habían buscado antes en la fe. El nacionalismo pone en contacto a los creyentes con instancias que de alguna manera les acogen y que durarán más que sus vidas físicas; promueve el sentido de comunidad; y nos quita el peso abrumador de disponer de nuestro destino, delegando esa función casi excesiva –excesiva por cuanto exigente– en una autoridad externa, bien de carácter espiritual, bien administrativo, bien, y lo último suele ser lo más eficaz, lo uno y lo otro a la vez.
La filiación revolucionaria del nacionalismo no fue obstáculo para que éste asumiera también rasgos no revolucionarios o, incluso, contrarrevolucionarios. Existe una frase espeluznante de Chateaubriand, legitimista y enemigo de la Revolución, que traslada esto a la perfección. La entresaqué de Memorias de ultratumba. No la tengo a mano, de manera que permitirán que acuda al ¿primer, segundo volumen? de la edición de La Pléiade y rastree mis notas hasta dar con ella.

Ya está. Se trata del primer volumen (Libro vigésimo primero, capítulo 4), y dice así:

En cuanto a mí, no dudaría, si la tierra fuera un globo inflamable, en ponerle fuego con tal de salvar a mi país.

Inmediatamente antes, e inmediatamente después, Chateaubriand hace precisiones que atenúan algo la dureza de la frase. Pero ahí está la frase, y es atroz. Chateaubriand fue embajador en Roma, Berlín y Londres, y rigió el ministerio de Asuntos Exteriores una temporada, siendo rey de los franceses Luis XVIII, hermano de Luis XVI. Chateaubriand aprovecharía su paso por el gabinete para impulsar la expedición de los Cien Mil Hijos de san Luis, la que echó abajo el régimen constitucional español. Las páginas más aburridas de Memorias de ultratumba, un libro, en conjunto, apasionante –los devotos de Proust percibimos hasta qué punto bebió éste en Chateaubriand–, están dedicadas a especular, desde una perspectiva diplomática, sobre los intereses de Francia en Europa. Como digo, son aburridas, pero no resulta ocioso leerlas. Se aprecia, con claridad meridiana, cómo la vieja mentalidad dinástica –el bla-bla-bla sobre el engrandecimiento de la corona y la ampliación del territorio– se ha complicado en Chateaubriand con el concepto nuevo de nación, alimentando estrategias mucho más agresivas que las propias del Antiguo Régimen. Adivinamos, en fin, las actitudes que acabarían por arrastrar a Europa a la Gran Guerra, un accidente monstruoso y, en buena medida, absurdo.

Hagamos un suma y sigue. Los opuestos al nacionalismo místico –me agrego al club– compendian su sensación de disgusto en tres puntos, más o menos:

1) Al vincular la realización de la persona al buen suceso de un ente llamado «nación», el nacionalismo nos quita lo más precioso: la individualidad.
2) El nacionalismo, por su propia naturaleza, es emulador y competitivo. Inclina, por tanto, a la violencia y la guerra en política exterior.
3) El nacionalismo nos ciega a las virtudes de otras culturas. Peor aún: nos comprime a una cultura que, en rigor, no existía antes de que se iniciara el proceso de consolidación nacional, y que el propio Estado emergente fija, en gran medida, apelando a la fuerza. Al cabo, quedan fuera o al margen las formas mentales y tradiciones no directamente conectadas con la nueva cultura oficial.

Si no hubiera habido nacionalistas británicos y estadounidenses y rusos, Hitler se habría llevado el gato al agua

Lo último rige no sólo para las naciones alumbradas por los nacionalismos vehementes, sino para casi todas las naciones históricas de que se tiene noticia. La inglesa se asienta sobre la preeminencia de la religión anglicana, que es una religión de Estado; la alemana se confirmó tras un forcejeo famoso de Bismarck con la Iglesia católica; la francesa produjo una cantidad fabulosa de cadáveres, empezando por las escabechinas de bretones católicos o de las gentes de la Vendée; la italiana consagró un idioma sintético que nadie hablaba, a excepción de algunos poetas y filólogos –tampoco lo hablaba Cavour, el noble piamontés que urdió la unidad patria; Cavour utilizaba en su casa el francés y nunca aprendió a escribir en italiano–. De lo nuestro… hablaré más tarde. Tenemos a los judíos y moriscos expulsados, la unidad de la fe garantizada por el celo del Santo Oficio, and so on. Pero España es tan antigua que no se adapta al común patrón europeo. En fin, toda nación, al formarse, es excluyente, y sacrifica a los discrepantes. Aunque no todas las exclusiones empatan –y de eso hablaré también más tarde–. Sentado esto, admitido esto, conviene no dejarse arrebatar por los buenos sentimientos, los cuales son muy gratificantes, aunque no especialmente iluminadores, y ponerse a pensar despacio. Preguntémonos, para empezar, qué grandes rivales, aparte de la Iglesia católica, tuvo el nacionalismo desde principios del XIX en adelante.

No hay que buscar mucho para encontrar una respuesta. Los rivales de bulto han sido dos: la revolución socialista y el liberalismo humanitario y cosmopolita. En términos que cabría llamar tipológicos, el ideal revolucionario responde a estereotipos más antiguos que el nacionalismo. De hecho, asume formas milenaristas que nos remiten a los primeros siglos del cristianismo, cuando la Iglesia no había encontrado aún un formato institucional estable ni se había asentado el dogma. Tanto por las circunstancias que asistieron a su nacimiento como por su propósito, el ideal de la revolución es más generoso y universal que el nacionalismo. Pero no ha salido bien. Ha generado formas de gobierno despóticas, lleva a la espalda tantos muertos como el propio nacionalismo y, de añadidura, terminó entrando en alianza con éste allí donde los comunistas lograron alzarse con el santo y la limosna. ¿Y el liberalismo humanitario y cosmopolita? Existe el cosmopolitismo cándido, profundamente entrañable, que Stefan Zweig, una víctima del furor nazi, retrata, o para ser más exactos, expresa muy bien, en El mundo de ayer, su autobiografía póstuma. Los que hayan leído el libro saben a qué me refiero: prohombres cultivados declaran su devoción por la Humanidad e intentan establecer ligas internacionales que guarden al hombre de las estrecheces a que lo condena un idioma, una confesión o el sometimiento a un Estado. Hay algo aquí, no obstante, que no consigue hacer ¡clic!, que no alcanza a persuadir. La Humanidad, en efecto, es un objeto demasiado amplio, demasiado apaisado y difícil de atrapar, para que su culto eche raíces, de verdad, en los corazones. Es sencillo enunciar ese amor; pero difícil sentirlo. Se trata de una admirable iniciativa idealista, que deja indiferentes a los más y que el viento se lleva por delante cuando los hombres entran en agitación y la necesidad de sobrevivir obliga a que nos aferremos a emociones más sólidas.

No tiene sentido condenar los nacionalismos en conjunto. El nacionalismo británico no puede equipararse al alemán, o al rumano, o al turco

El cosmopolitismo liberal ha encontrado en nuestros días una figura menos frágil: el llamado «neoliberalismo». Desde un punto de vista estrictamente filosófico, el neoliberalismo es liberalismo degradado: los que se proclaman «neoliberales» son casi siempre economistas a quienes su ciencia particular, y cierta falta de lecturas alternativas, hacen confundir el liberalismo con el utilitarismo. De hecho, la obsesión de casi todos los neoliberales es que aumente el PIB, aumento que, en su opinión –una opinión bastante fundada– se logra mejor a través del mercado que de otras formas de asignar los recursos. Enunciada esta reticencia, hay que añadir que el neoliberalismo es, sí, esencialmente cosmopolita, y que, si se siguieran sus recetas, el PIB mundial iría, probablemente, muy bien, para provecho de grandes porciones de la Humanidad que hasta ahora han estado a la quinta pregunta. No creo, pese a todo, que el futuro vaya a ser neoliberal. Pienso, incluso, que el neoliberalismo ha iniciado, aunque el asunto esté todavía por decantarse, su declive. La razón última, la más honda, es cultural. El neoliberalismo –no el liberalismo– es reduccionista: tasa todo –instituciones, creencias, prestigios– por su valor en el mercado, o, si se quiere, por el grado en que una cosa contribuye al crecimiento de la economía. Pero este reduccionismo, al cabo, es disolvente. El persuadido por los principios neoliberales termina también tasándose a sí mismo por el grado en que contribuye al crecimiento de la economía, con el resultado de que se dedica, sobre todo, a ganar dinero. Como sea. Incluso en contextos que no satisfacen siquiera los requerimientos que el neoliberalismo establece para que la economía funcione bien. Ello da lugar a sociedades maniáticas, sesgadas, apresuradas, consumistas, en que se vacían de contenido las estructuras societarias –gobiernos, burocracias, universidad– que no es posible regular por criterios mercadistas. También flojean y decaen aquellas actividades privadas –la del científico, la del artista– que, al perseguir objetos inciertos o remotos, no es dable estimular en serio con los retornos monetarios que proporciona, de nuevo, el mercado. Creo, en fin, que las próximas generaciones hablarán de neoliberalismo mucho menos de lo que se hace ahora.

Permítanme que diga lo mismo de otra manera: aunque el nacionalismo puede ser una calamidad, ha sido importante, y sigue siéndolo, en tanto que agente socializador. Con lo último quiero decir, claro está, que algunos nacionalismos son sólo un mal menor. Un mal, se entiende, en comparación con lo estupendos que seríamos si fuéramos capaces de amar a la Humanidad. He dado, lo sé, un salto en el argumento, que dentro de un rato intentaré justificar. Pero antes quiero contarles un lance que presumiblemente afectó a Sócrates y que siempre me ha causado enorme intriga.

El caso es que se atribuye a Sócrates la acuñación de una frase que en nuestros días repiten con unción las misses y los tipos que esconden fondos en las islas Caimán: «Soy ciudadano del mundo». Existen variantes, según el historiador o filósofo antiguo que la cita –también tuiteaban o facebookeaban los filósofos antiguos, solo que a través de los siglos–. Cicerón saca a relucir el episodio en Disputaciones tusculanas; y más tarde vuelve sobre el asunto Epicteto, y Plutarco en De exilio. Lo más probable es que se trate de una leyenda urbana. No, sin embargo, de un capricho, porque Sócrates es el primero en enunciar la idea moderna de «alma», o «conciencia», o lo que sea, y el alma, como consta a cualquier persona decente, no tiene patria. Lo curioso es que sabemos también, esta vez por fuentes directas, eminentemente Platón, que a Sócrates no podía arrancársele del recinto ateniense ni con agua caliente. En Critón, el personaje que da nombre al diálogo comenta que Sócrates ha dejado la ciudad una sola vez, por acudir a los Juegos Ístmicos de Corinto. Y en Fedro, Fedro dice, bromeando, lo mismo, pero quita incluso lo de los Juegos Ístmicos. El que profesó por primera vez como ciudadano del mundo, en una palabra, pertenecía a la especie de los hombres-planta, aquella a que se encuentran adscritos Kant, Spinoza, Proust o Ludovico Ariosto. Ninguno de éstos se alejó de la ciudad en que había nacido o donde había plantado sus reales antes de tocar la edad adulta –Ariosto vino al mundo a ciento veinte kilómetros de Ferrara, en la que recaló siendo aún estudiante–. Por supuesto, han existido muchos escritores voltarios y trashumantes, por necesidad o por gusto. Voltaire, Dante y Joyce me vienen inmediatamente a la memoria. Ahora bien, se examina caso por caso, y no se descubren cosmopolitas íntegros, o el cosmopolitismo en cuestión no es cosmopolitismo sino destierro, o bien las estructuras culturales del mundo en que se movía el escritor convierten su cosmopolitismo en otra cosa. Dante fue un desterrado; Joyce no logró separarse nunca, sentimentalmente, de Dublín, y Voltaire fue huésped, en Prusia, de Federico II, un señor que prefería hablar en francés y que escribió incluso un libro con el propósito de demostrar que el alemán no servía para escribir libros –fue coherente: el libro se titula De la littérature allemande–. Voltaire, en fin, ocupa todavía un territorio histórico absolutamente dominado por la cultura francesa, y, al desplazarse, no viajaba, o si prefieren, al revés: no se desplazaba al viajar. No hablo del todo en serio, claro. Voltaire aprendió muchas cosas en Inglaterra, a la que consideró oportuno trasladarse después de haber recibido una tunda por orden de un grande de Francia. La tunda, añado de paso, fue lo de menos. Separó aún más a Voltaire de su patria el hecho de que el rey, por evitar males mayores –males para el grande–, lo recluyera, de propina, en la Bastilla, decretando a continuación su destierro de París. Pero aunque no hablo en serio al cien por cien, tampoco dejo, del todo, de hablar en serio. Uno se socializa –aprende a pensar y sentir en contacto con los demás– en ámbitos territoriales –y morales– relativamente pequeños, o menos capaces que el mundo en su totalidad. En los tiempos de María Castaña, uno crecía en una tribu; en los de la antigüedad clásica, en una ciudad; en la Edad Media, en la proximidad de la corte o en un pueblo, y si era hombre de Iglesia, y eminente dentro de ella, en circuitos transnacionales regidos por principios uniformes y el imperio absoluto del latín. La mayor unidad humana en que, sumándolo todo, y restando lo que se debe restar, ha cobrado cuerpo el individuo hasta la fecha, en que el individuo se ha constituido en tanto que individuo relacionado con otros individuos, es, a qué negarlo, la nación. Y tendrán que ocurrir aún bastantes cosas para que otro modelo venga a sustituirla. Esto es un hecho, nos guste o no. Y el nacionalismo es una reverberación de este hecho. Con frecuencia, como he argumentado, siniestra. Aunque no por fuerza siniestra. Veamos cuándo no es siniestra.

Mas cree que España es el imperio del mal; ha tergiversado la historia por el procedimiento de aplicarle esquemas simples, maniqueos

Arranco con un acertijo, o un riddle, o como prefieran llamarlo: ¿piensan ustedes que habría podido contrastarse la ofensiva del Führer convocando, en grande, al equivalente de las Brigadas Internacionales o de la Brigada Lincoln? ¿Habría bastado con batir los tambores para que acudiesen en defensa de la libertad todos los amantes de la buena causa? Pueden contestarme, con razón, que la pregunta lleva trampa, porque montar un ejército no es posible sin el poder organizativo –y coactivo– de un Estado. Por eso no he usado la palabra «pregunta», sino la de «acertijo». Se trata de un experimento heurístico, de algo que somos libres de imaginar, aunque carezca de valor probatorio. Hagamos la pregunta, por tanto, con mayor limpieza: ¿se habrían enrolado los hombres por millones, si por ventura hubiese bastado con apretar un timbre para que el entusiasta transitara de su condición de paisano a la de soldado, con su equipo, su rifle, su casco, y hasta su pericia en el combate, milagrosamente improvisados, prêts-à-porter, por así decirlo? Me parece… que no. Yo creo que fueron decisivos, en eso de pararle los pies a Hitler, además de la existencia de Estados, el nacionalismo inglés –o británico– y el ruso –«ruso», digo, no «soviético»–, y después, el estadounidense. No eran lo mismo los tres nacionalismos: el inglés y el estadounidense iban adheridos a una democracia, y el ruso, no. Pero seguramente fueron eficaces por la misma razón: porque muchos, muchos millones de personas, fueron capaces, durante unos años, de poner en segundo lugar sus intereses personales, y en parte ejercer, en parte resignarse, a una especie de altruismo. Esto arroja una luz menos negra sobre el nacionalismo, dadas las circunstancias terribles de la Segunda Guerra. Si no hubiera habido nacionalistas británicos y estadounidenses y rusos, Hitler se habría llevado el gato al agua, y todos, ustedes y yo, estaríamos, ahora, bastante mal.

A continuación, la letra pequeña, o no tan pequeña. ¿En qué consistió el nacionalismo británico? Está a huevo: en la devoción hacia la Gran Bretaña. Pero, ¿en qué consistió esa devoción? ¿En una devoción hacia la Gran Bretaña sin más? No. Si la-gran-bretaña-sin-más hubiese excitado, ella sola e indivisible, la devoción de los británicos, no habría habido diferencia alguna entre el nacionalismo británico y el nacionalismo histérico de los futuristas italianos. El nacionalismo británico se concentró en un objeto complejo: la gran-bretaña + las libertades-británicas. Y las últimas incluían el parlamento, la garantía de la ley, la monarquía… y la historia, por lo menos, la que arranca de la Gloriosa Revolución y progresa asistida por una serie notable de éxitos en el terreno militar, científico, cultural, industrial y civil. Esto es lo que los británicos, o al menos los ingleses, amaban: un lío, un tropel de cosas, que se habían agrupado, no en el vacío, sino al hilo de las peripecias concretas de una nación concreta. El nacionalismo británico no puede equipararse, por su contenido, por las aficiones e instintos que lo armaban por dentro y le infundían forma, al alemán, o al rumano, o al turco. Condenar ese nacionalismo en vista del carácter inferior de todo nacionalismo, es pueril. Es como condenar la fornicación en vista de que seríamos más perfectos y nos acercaríamos más a Dios siendo castos. Las primeras comunidades cristianas, por cierto, incurrieron en ese exceso. De ahí la frase de san Pablo, en la Primera epístola a los corintios, de que vale más casarse que abrasarse. Su propósito era impedir que los cristianos entusiastas, en su afán de ser pluscuamperfectos, dejasen de tener comercio carnal y redujeran a cero, en dos generaciones, su peso demográfico. No, la perfección es una receta monacal y no mueve a los hombres de tropa. Somos animales, muy complejos, pero animales, y no sirve para nada condenar absolutamente lo que de animal hay en nosotros. Somos, en particular, animales capaces de altruismo. La dimensión social del hombre está muy ligada al altruismo. Y el nacionalismo es una de sus expresiones. Con frecuencia, mortífera, pero no siempre. Fulminar el nacionalismo, sin más, sin inflexiones en la voz que lo condena, es, lo repito, como negar la fornicación.

El nacionalismo español es más bien pocho, como corresponde a una nación cuyos últimos dos siglos han sido más bien pochos

Hago, de nuevo, un alto en el camino y una recopilación. El nacionalismo no es siempre igual de malo; el sentimiento nacionalista está, en ocasiones, ligado al aprecio efectivo –el aprecio es efectivo de verdad cuando estamos dispuestos a dejar la vida en la defensa de lo que apreciamos– de cosas excelentes, cosas cuya excelencia se puede formular sin hacer mención de ninguna nación en particular; y quitando a algún santo, laico o entronizado en los altares, y al presidente de la Unesco cuando le toca pronunciar su discurso inaugural, resulta que muy pocos pueden identificarse a pelo con las grandes cosas, concomitantes, entremezcladas, incluso intrusas, que hacen tolerable al nacionalismo menos malo. Total: que esto, señores, es complicado. Lo bastante complicado para que resulte recomendable tentarse la ropa antes de dogmatizar con alegría.

¿Y el nacionalismo español? Los nacionalistas catalanes acostumbran a exagerar desaforadamente las hechuras del nacionalismo español, por un cúmulo de causas y concausas. No excluyo las confusiones genuinas, generadas por circunstancias perfectamente descriptibles. Por ejemplo: resuena aún en los oídos una guerra civil muy cruenta, que los nacionalistas perdieron. Por supuesto, la represión franquista fue durísima, tanto como la propia guerra. Los nacionalistas propenden también a estimar, casi en bloque, que la represión del nacionalismo catalán equivalió a una represión de Cataluña. Pero la conclusión es prematura, y revela el carácter circular que comúnmente afecta a los razonamientos del nacionalismo catalán. Se principia por identificar Cataluña con el proyecto que los nacionalistas propugnan, y de la identificación se sigue que no es posible oprimir al nacionalismo sin oprimir simultáneamente a todo aquel país. Ni la historia, ni el sentido común, abonan esta inferencia. Hubo muchos catalanes, es más, hubo muchos catalanistas que durante la guerra se pasaron a Franco. ¿Por qué? Porque la Guerra Civil se complicó con la lucha de clases, y la victoria de Franco no representó, sin más, una victoria de España sobre los disidentes periféricos. Constituyó, a la vez, y sobre todo, una victoria de los conservadores y las clases medias sobre los socialistas revolucionarios y los anarquistas y la izquierda en su acepción más amplia. Sólo así se explica la trayectoria de personas como Josep Maria Sagarra –gran escritor, por cierto–. Sagarra fue al principio catalanista, como demuestra su militancia en favor de Cambó. Pero era, también, un elemento de la burguesía catalana, con una tía monja y un muy asentado sentido de la propiedad. Las violencias civiles anejas a la guerra, las represalias sufridas por su familia y todo eso, terminaron haciendo de él una persona no incompatible con Franco –no digamos en el caso de Cambó–. ¿Traicionó Sagarra la causa de Cataluña? Miren, estas imprecaciones las hacen sólo los fanáticos o los comisarios políticos –dos categorías que se superponen–. A Sagarra lo partió por el eje una coyuntura feroz e hizo lo que pudo, como otros muchos millones de desdichados españoles. ¡Ah, otro elemento todavía! La mejor manera de cohonestar las propias vehemencias es exagerar las de aquellos que uno ha elegido como sus enemigos. Un nacionalista se sentirá más cómodo, plus à son aise, suponiendo que la nación contra la que se rebela es empecatada y agresiva, y justifica, por tanto, de modo preventivo, que él sea, a su vez, muy agresivo. En esas, a mi parecer, está Mas. Cree que España es el imperio del mal; ha tergiversado la historia por el procedimiento de aplicarle esquemas simples, maniqueos; y necesita creerse todo esto para dar más impulso a su desmarque nacionalista. Todo a un tiempo, en un revoltijo.

Retomo el nacionalismo español: es más bien pocho, como corresponde a una nación cuyos últimos dos siglos han sido más bien pochos. No pretendo dar a entender, con lo último, que los dos últimos siglos españoles hayan sido lamentables. Si yo tuviera que reencarnarme en un europeo del pasado no remoto, probablemente preferiría ser español a francés o inglés o italiano o ruso o alemán. Las cinco naciones que corresponden a estos gentilicios sufrieron dos guerras exteriores devastadoras, con más víctimas, muchas más aún –hablo de víctimas per cápita–, de las que se cobró nuestra Guerra Civil. Y alemanes y rusos pasaron por episodios internos aborrecibles que están en la memoria de todos. Pero sí, hemos sido poco brillantes. El siglo XIX ha sido pobre, con la pérdida de una guerra exterior lamentable en sus postrimerías. En el XX, nos marcamos una guerra civil innecesaria y cruel. Y la antigüedad misma de la nación o protonación española, sumada a pocos éxitos resonantes durante el XIX y el XX, y a la ausencia de conflictos exteriores de gran envergadura, de esos que exigen apretarse en una piña para no perecer, ha desleído, debilitado, el nacionalismo español. El paralelo con Italia, tan próxima, y tan desconocida por nosotros, ayuda a comprender aspectos de los que habitualmente no somos conscientes. Los italianos son mucho más patriotas que nosotros, a despecho de la terrible experiencia fascista –terrible, sobre todo, durante su segunda mitad– y de las humillaciones padecidas por su país durante la Segunda Guerra Mundial. Opera allí, sobre todo, un factor diferencial. Y es que el proceso de construcción nacional italiano cuenta no más de siglo y pico, esto es, está, como quien dice, a la vuelta de la esquina. El Risorgimento constituyó un punto de encuentro para los italianos durante la etapa liberal, continuó ejerciendo su magia e influjo durante el fascismo, y todavía sigue vivo en la imaginación colectiva. No han alcanzado a destruir ese fluido misterioso y unificador la derrota mundial o la caída de la dinastía de los Saboya, venerada grandemente entre los italianos. Nosotros, los españoles, carecemos de referentes que hablen al corazón. Y estamos desmadejados, y como perdidos. Nos sostiene más la inercia, y la propia constitución del país –en contra de lo que se piensa, somos un país muy homogéneo: menos que Francia, de acuerdo, pero mucho más que Italia o Rusia–, que una auténtica conciencia nacional. Una porción considerabilísima de los españoles está deseando que el tinglado europeo cuaje y nuestras cuestiones territoriales terminen sublimándose en cuestiones provinciales europeas. Temo que no caerá esa breva, lo que nos devuelve al nacionalismo catalán. Al nacionalismo catalán como problema.

Algunos españoles están deseando que el tinglado europeo cuaje y nuestras cuestiones territoriales se conviertan en cuestiones provinciales europeas

Observado desde Madrid, el repelón de Mas produce una impresión curiosa. Para describir esta impresión, lo más directo es acudir al lenguaje de la estética. Se aprecia una notable incongruencia entre la forma y el contenido. La forma reproduce las incandescencias, las apelaciones a la unidad, los furores, las ígneas emociones, de los movimientos de independencia nacional. Pero el contenido no parece estar en correspondencia con la forma, una forma, por acudir ahora a la retórica, de estilo levantado. Se examina lo que hay dentro, y lo que más se repite, bajo figuras diversas, es un sentimiento de agravio fiscal: inversiones insuficientes en Cataluña –en la versión más light– o escandalosas transferencias de Cataluña al resto de España, o explotación de Cataluña por el resto de España. Por desgracia, la pugnacidad propia de estos zafarranchos conduce, simultáneamente, a simplificar y exagerar, y sucede a la postre que el que se considera agraviado porque no se producen inversiones suficientes exterioriza su enfado afirmando que Cataluña es rehén y víctima del resto de España. Las desmesuras de Mas, en este terreno, son claras. Y, en mi opinión, profundamente irresponsables.

Veamos las cosas como son. Uno: existe, desde luego, un agravio comparativo de Cataluña. Pero el segundo término relevante, el que confiere sentido a la comparación, no es el-conjunto-de-España. Son, ¡ay!, el País Vasco y Navarra, los cuales no transfieren renta. Esto es gravísimo, y condena, en su configuración actual, el Estado autonómico. Pero esto nos proyecta a consideraciones que no procede tratar aquí. Dos: piénselo dos veces antes de dar por sentado que existe una conspiración económica contra Cataluña. El cálculo de los saldos regionales es dificilísimo, y se han publicado cifras para todos los gustos, desde las que dan –según el período que se considere– un saldo positivo –la región recibe más de lo que da–, hasta las que reflejan un saldo muy negativo –la región recibe menos de lo que da–. El asunto se complica por la circunstancia añadida de que los cálculos no se realizan por expertos asépticos, sino por economistas que con frecuencia están a sueldo. Tres: el mero sentido común inclina a pensar que Cataluña da más de lo que recibe. Pero, ¡ay, señor!, resulta que el PIB per cápita catalán es superior a la media española, y que los impuestos directos son progresivos. Una de las razones por las que Cataluña paga más no es que exista un impuesto regional sobre Cataluña, sino que los catalanes, los individuos catalanes, ganan –y producen– más que extremeños y andaluces. Como, además, consumen más, resulta que también la recaudación por IVA es allí superior a la media. Cuatro: el sistema de redistribución entre autonomías –acordado con el concurso de CIU– es un caos, y debe reconstruirse con mayor sentido de la equidad. Esto es verdad, aunque probablemente no podrá acometerse la tarea sin entrar en la intendencia de los partidos, muy salpicados en este momento por la corrupción y su expresión territorial. Cinco: una de las cosas que más agravan el agobio fiscal de los ciudadanos catalanes es el muy fuerte recargo autonómico. Ahora bien, en la deuda catalana intervienen, muy significativamente, las políticas de la Generalitat. Cabe replicar que la presión de la deuda sería menos grave si la Generalitat pudiese emplear en desendeudarse los fondos que Cataluña transfiere al resto de España. No se precisa ser un lince para advertir que esto no elude la cuestión de cómo ha funcionado en la práctica la administración autonómica catalana. Seis: expedientes tales como el de conservar la ordinalidad son más discutibles de lo que parece. El principio de ordinalidad exige que la renta por habitante de una región, tras de haberse efectuado la redistribución, no haga descender a aquélla en el ranking nacional. Se afirma que Cataluña baja del cuarto al octavo puesto. Ahora bien: a) también se desplazan hacia abajo Madrid y Baleares; b) los descensos varían según el período que se considere; c) una ordinalidad rígida impediría concentrar el esfuerzo común en proyectos de gran valor para todos: por ejemplo, la Olimpiada de 1992, la cual atrajo, y estuvo bien que lo hiciera, recursos extraordinarios a Barcelona. Todo lo dicho no quita para que sea verdad, o pueda ser verdad, que Cataluña ha recibido durante los últimos años menos inversiones de las que necesitaba.

Cataluña da más de lo que recibe, pero su PIB per cápita es superior a la media española, y los impuestos directos son progresivos

He sido prolijo adrede. De las cuestiones enumeradas, unas no son desesperadamente difíciles de resolver –más inversiones para Cataluña–, y otras son realmente complicadas –la reforma de la estructura territorial y de los partidos entran en el capítulo de lo complicado, y, no digamos, la reducción del Estado de bienestar–. Pero todas podrían tratarse, negociarse, por procedimientos constitucionales. En efecto, una constitución no es solo la instantánea que obtenemos al recoger todos sus artículos, cada uno con sus apartados. En toda constitución, la nuestra también, están previstos mecanismos de reforma. Podría, en fin, reformarse la constitución, lo que parece menos arriesgado que hacer saltar por los aires al Estado. Pero no, se pide la independencia. Se verifica aquí una solución de continuidad, el brusco ingreso en un registro distinto y más radical. Deduzco de ello que los nacionalistas extraen de los agravios reales o figurados argumentos de apoyo para instar algo que reclamarían de todas formas, a saber, la separación de España. Hemos llegado, al cabo, al núcleo del problema, a la madre de todos los problemas.

Afirmar que es impensable que Cataluña se independice es una bobada. Decir que es intolerable resulta baladí. En política, según la historia atestigua, se tolera algo cuando no ha podido conseguirse que no ocurra. Si Cataluña alcanzara a independizarse, habría que resignarse a conceder que ha sido tolerable que se independice. Lo demás son gestos, fuegos florales. He sostenido, recordarán, que tampoco tiene sentido condenar los nacionalismos en conjunto. Unos son más espaciosos y funcionales que otros; unos son mefíticos; otros cumplen cometidos de alto valor histórico. Les voy a adelantar dos argumentos, no contra el nacionalismo catalán, sino contra lo que éste ha propuesto últimamente: a saber, la independencia.

El primer argumento es sencillo. Si prosperara la independencia, sería con enormes costes, tanto para Cataluña como para España en su conjunto, y, en particular, para los catalanes que no quieren ser independientes. No veo proporción entre los costes, y las presuntas ventajas, salvo que la ventaja sea dar ejecución a un sentimiento íntimo, a una efusión que no se puede trasponer al lenguaje articulado de la razones. A un deseo puro, impermeable a cualquier otro tipo de deseos, reservas, cautelas, o consideraciones.

En materia de libertad, no menos importante que el derecho a decidir, es el derecho a que no le constriñan a uno a decidir

Lo último me da pie al segundo argumento. La independencia, y el inevitable nacionalismo concomitante –ex ante y ex post–, suelen ser máximamente fructíferos allí donde la separación procura, además de oportunidades materiales evidentes, la ocasión de emprender una novedad de gran envergadura. El caso más a mano es el norteamericano. Existían limitaciones irritantes al comercio estadounidense. Cierto. Pero no era lo principal. Lo principal era que los norteamericanos acariciaban un modelo social e institucional –mayor igualdad, representación política con ancha base censitaria, la neutralidad del Estado en materia de religión– incompatible con los principios inherentes a una monarquía confesionalmente anglicana, y a un orden subyacente fuertemente oligárquico. Los estadounidenses iniciaron una experiencia apasionante. Son, de facto, los creadores de la democracia moderna. No atisbo ningún proyecto ambicioso en Mas. Sólo promesas poco realistas. Todavía más extraño: Mas coincide con gran parte de los españoles en desear que Europa, por fin, se transforme en un Estado. Los objetos de deseo son distintos, cierto. Mas quiere –y con fundamento– que Europa le ahorre las fatigas de hacer una nación, porque desconfía en el fondo de poder hacerla él. La mayor parte de los españoles rezan jaculatorias para que Europa grane, porque están cansados de soportarse a sí mismos. Como he dicho, lo más probable es que Europa no grane, y que estemos todos, todos, dando puñetazos al aire, ejercicio en que se gastan las fuerzas y el tiempo penosamente.

Una observación final, ahora sobre el referéndum que se celebrará o no se celebrará. Los jóvenes quizás ignoren que, hace de esto no muchos años, existían torturadores de niños. No estoy aludiendo a asesinos o pederastas, o a los agentes peligrosos que persigue la policía. No. Los torturadores de mi niñez eran personas absolutamente normales, incluso bien educadas, o, mejor, oficiosamente bien educadas. Se interesaban por los estudios de uno, le encontraba a uno alto para su edad, y tal y tal. Y de repente le miraban a uno a los ojos y le preguntaban, sonriendo: «¿A quien quieres más: a tu padre o a tu madre?». Los niños estábamos avisados y replicábamos: «A los dos igual». Un referéndum sobre la independencia no autoriza esta vía de escape. O prefiere uno a su padre, o prefiere a su madre, o ha de abstenerse. Ahora bien, abstenerse implica delegar en otros la decisión de quién es más digno de amor, si el padre o la madre, y como parece que es mejor, en estas cuestiones tan palpitantes, equivocarse a título personal, que por procuración de los demás, sucede a la postre que todo el mundo termina por forzarse a querer más a su madre que a su padre, o viceversa. Desenlace ingrato donde los haya, ya que uno habría preferido no preferir, o, para ser exactos, habría preferido no llegar a una claridad postiza, que le imponen las prisas o las obsesiones de un tercero. En materia de libertad, no menos importante que el derecho a decidir, es el derecho a que no le constriñan a uno a decidir. Muchas veces, uno no quiere hacer esto ni lo de más allá. Lo que uno quiere es que lo dejen en paz. Que lo dejen en paz con sus indecisiones.

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