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El laberinto sin centro (y II)

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Orson Welles –veníamos diciendo– es el cineasta romántico por excelencia. Y Ciudadano Kane, la gran película americana: no es casualidad que su título provisional fuera American. Sin duda, esta última categoría podría discutirse, en la medida en que Estados Unidos ha sido el objeto de otras obras mayores –de Avaricia a Nashville– y el tema de Kane es también la inasible vida de un hombre. Pero hay algo en ella, a pesar de los defectos que el propio Welles le encontraba –sobre todo el carácter forzado, exhibicionista, de sus innovaciones formales– que la convierte en la obra fundacional del cine moderno. Un cine al que Orson Welles desemboca después de una dilatada trayectoria en la radio y el teatro, que en modo alguno podemos considerar anecdótica: es allí donde, según su propio criterio, encuentra soluciones novedosas que trasladará luego al cine.

A diferencia de los cineastas neorrealistas que asaltaban las pantallas de Europa al tiempo que Welles estrenaba Kane, no hay en Welles una vocación verista, sino una plena conciencia del carácter artificioso del cine, que había aprendido en la radio y el teatro. Para nuestro hombre, el cine es el arte total que le permite conjugar técnicas allí ensayadas a través de sus medios específicos, singularmente el montaje. Pero no solamente el montaje visual, sino también el literario: el método de adaptación de Welles, cuando trabajaba con novelas y obras de teatro para la radio, era un corta y pega poco preocupado por la fidelidad literal al texto original y atento, sin embargo, a la creación de una obra autónoma en el medio expresivo de que se tratara: la radio y el teatro primero, el cine después. ¿Hay alguna adaptación de Shakespeare más rica que Othello desde el punto de vista cinematográfico? Campanadas a medianoche, por su parte, no deja de ser un Shakespeare nuevo que juega con situaciones, parlamentos y personajes tomados de distintas obras del dramaturgo inglés, montada ya por Welles para el teatro con el título de Five Kings en 1939. Se demuestra así cuán superficial es ese juicio común según el cual no hay adaptación buena, porque «el libro me gustó más»; es el tránsito de un medio a otro lo que perdemos de vista. Ya lo dice Pere Gimferrer en su ensayo sobre las adaptaciones cinematográficas de obras literarias, ya sean novelas o dramas, a saber, que las relaciones entre cine y literatura

deberán debatirse principalmente, no en el terreno de las equivalencias de lenguaje empleado, sino en el de las equivalencias en cuanto al resultado estético obtenido. Cada lenguaje es lo que es y ni aun en el más óptimo de los supuestos el lenguaje visual podrá obtener equivalencias plenas de recursos que son propios únicamente del lenguaje literarioPere Gimferrer, Cine y literatura, Barcelona, Seix Barral, 2012, p. 65..

En ese sentido, el montaje desempeña un papel fundamental, porque permite construir una realidad estrictamente cinematográfica jugando con el material filmado, haciendo que las imágenes establezcan una relación entre sí que obliga al espectador a recibirlas de una manera activa. Paul Schrader lo ha expresado así, comentando la innovadora concepción del montaje puesta en práctica por la escuela soviética:

Ante una serie de imágenes, el cerebro trabajará para darles sentido, incluso si no hay tal sentido. […] Pero también se dio cuenta de que el cerebro es capaz de algo más que relacionar imágenes entre sí. En Huelga, cruza un matadero con la ejecución de unos obreros. Eso es una idea, no una emociónPaul Schrader, «Editing», Film Comment, vol. 50, núm. 6 (noviembre-diciembre de 2014), pp. 50-51..

Welles, poco amigo del simbolismo, fue, sin embargo un extraordinario montador –basta ver Fraude para comprobarlo– que gustaba de pasar los días encerrado con la moviola, probando diferentes soluciones y añadiendo, al montaje puramente visual, el montaje sonoro. Tal como ha subrayado David Thomson, Welles era más consciente que nadie de que la imagen y el sonido ocupan pistas separadas, «dejando así espacio para el engaño, la economía y la comedia»David Thomson, Rosebud. The Story of Orson Welles, Londres, Abacus, 1996, p. 55.. Se trata de un aspecto central de su cine, importado de sus experiencias radiofónicas, pero llevado un paso más allá gracias, otra vez, a los medios privativos del cine. Welles solía así sincronizar el sonido a posteriori, doblaba él mismo a varios personajes (lo que le permitía ahorrar poniendo a dobles de espaldas), introducía toda clase de efectos de sonido, tales como ecos o fantasmagorías, superponía unas voces sobre otras (anticipando en eso a Robert Altman). A ello hay que añadir su extraordinaria voz, sobre la que ejercía un dominio abrumador no exento de cierta autoconciencia narcisista: es patente que Welles se gustaba cuando narraba. Y es que era tan feliz en la radio como sufría –o decía sufrir– actuando, una tensión que expresó de un modo que podía suscribir más de un político, entre ellos aquel Richard Nixon que perdió su debate con Kennedy a ojos de los espectadores televisivos mientras lo ganaba entre quienes lo seguían por la radio: «El micrófono es un amigo. La cámara es un crítico»Orson Welles y Peter Bogdanovich, This is Orson Welles, Boston, Da Capo Press, p. 18. Las demás declaraciones de Welles están tomadas también de este volumen..

Esta habilidad de Welles para el montaje trasciende, por tanto, la simple noción del encadenado significativo de imágenes para extenderse al conjunto de los elementos expresivos del medio cinematográfico. Piénsese en el empleo de la iluminación y el uso expresionista de las sombras, que viene de una experiencia teatral que le enseñó también mucho sobre la dirección de actores. Se trasluce aquí una técnica análoga a la empleada en la mejor música pop que, desde los Beatles hasta Kanye West, es ante todo un producto de estudio. Es además en relación con el montaje cuando cobra sentido la tendencia de Welles al inacabamiento, como una preferencia por la obra de arte abierta, concebida –como ha dicho Jonathan Rosenbaum– como un work-in-progress. Santos Zunzunegui habla de Welles como de

un habilísimo «orquestador», un genial ensamblador, un prodigioso bricoleur, capaz de compaginar un conjunto heterogéneo de materiales de diversa procedencia en una obra unitaria en la que los elementos originales acaban desapareciendo «canibalizados», digeridos y transmutados en una nueva formaSantos Zunzunegui, Orson Welles, 3ª ed., Barcelona, Cátedra, 2011, pp. 24-25..

Algo que también es visible en sus espectáculos circenses, como Around the World in 80 days, o sus programas televisivos, de los que Viva Italia (1958) es un ejemplo temprano: un retrato de Gina Lollobrigida, cuyo uso de la cartelería publicitaria y el montaje acelerado recuerdan –preludian– algunos aspectos de Godard. Más aún, Welles dice ya sobre esta obra televisiva algo perfectamente aplicable a Fraude, estrenada quince años más tarde: «No es en absoluto un documental; es un ensayo, un ensayo personal». Su contribución al filme-ensayo es, pues, sobresaliente; aunque decir que fue una invención suya es poner el mito por delante de la historia: no olvidemos que Chris Marker ya nos había entregado piezas como Un domingo en Pekín (1956) o Carta desde Siberia (1957), prodigiosos ensayos fílmicos llenos de ironía e inventiva.

En este contexto, como última anotación antes de ocuparnos de los temas wellesianos, no puede sino llamar la atención que un narrador de historias tan prodigioso tenga declarado que lo que más le interesa del cine es la abstracción, junto a la capacidad de la cámara de cine para actuar como instrumento poético. Pero tal vez no haya tal contradicción. Ya que Welles ejemplifica una de las posibilidades del arte o, mejor dicho, una verdad latente que se hará más o menos explícita según el autor de que se trate: que la forma es el primer y fundamental tema de cualquier obra de arte. Bien que, claro, se trata de una forma –un estilo– al servicio de la comunicación de ideas y emociones. En el caso de Welles, la historia es la que permite destilar visualmente formas abstractas y poéticas que sirven, a su vez, para dar significado y emoción al relato.

Es verdad que Welles fue un innovador, si bien él siempre defendió una génesis intuitiva de sus hallazgos, originados en la necesidad de resolver problemas narrativos concretos. Muchas de sus rupturas eran más bien intensificaciones de técnicas ya empleadas, como sucede con la profundidad de campo (presente en William Wyler, Jean Renoir o John Ford), las angulaciones manieristas (ensayadas por los vanguardistas soviéticos y alemanes) o la visibilidad de los techos (que ya estaba insinuado en Avaricia, por ejemplo). Ahora bien, fue el primero en prescindir de los créditos iniciales antes de Kane, en usar imágenes documentales de los campos nazis en una película comercial (El extraño), o en crear créditos hablados (The Magnificent Ambersons). Además, por supuesto, de su formidable capacidad para crear imágenes y escenas, ya fueran planos-secuencia (el interrogatorio de Sed de mal y su secuencia inicial, la escena de la cocina en The Magnificent Ambersons) o sofisticadas sinfonías de montaje (la escena de la batalla en Campanadas a medianoche y la totalidad de Fraude). En su obituario para Libération, Gerárd Lefort dio en el clavo: «No descubrió nada, lo inventó todo. No inventó nada, lo redescubrió todo»Gerard Lefort, «La soif du style», Libération, 12-13 de octubre de 1985..

Y una de las cosas que no inventó fue el poder, objeto para él de una perpetua fascinación que le llevó, por continuar la paráfrasis, a redescubrirlo por medio de una sofisticada y ambigua representación. Aunque, más que del poder en sentido amplio, habría que hablar del hombre de poder, raza sobre la que nunca dejó de posar su atención, acaso por pertenecer él a ella. Y quizá reflejo, también, de su propia experiencia en el uso del poder: el poder carismático del genio precoz y el poder inestable del artista al frente de obras colectivas. ¿Acaso no es el director de cine un hombre de poder?

Welles, de hecho, hizo su incursión en la vida política de la mano de Franklin Delano Roosevelt, dando innumerables discursos de campaña para el presidente norteamericano a lo largo de 1944. Más aún, su viaje a Brasil con objeto de filmar It’s All True durante el año 1942 habría sido una suerte de encargo diplomático orientado a mejorar las relaciones con Sudamérica en el marco de la Segunda Guerra Mundial; por esa razón, aducía Welles, hubo de dejar precipitadamente la posproducción de The Magnificent Ambersons. Y poco faltó, de creerle, para que compitiese por ser gobernador de Wisconsin con –seguros azares– Joe McCarthy, senador al mando de la famosa caza de brujas desplegada contra Hollywood durante la primera mitad de los años cincuenta. Si hemos de preguntarnos por las creencias políticas del propio Welles, ausente de Estados Unidos durante estos años, habría que identificarlo como liberal progresista: un típico demócrata norteamericano. Pero no hay que perder de vista su potencial amoralidad: «Soy, he sido siempre, de los que salen con bien de todas las revoluciones».

¿Qué imagen del poder convoca Welles? ¿Cuáles son sus formas de representarlo? Ya se ha señalado que a Welles le fascinan los hombres de poder y las relaciones que establecen con los demás. Ahora bien, sus hombres de poder siempre fracasan. En la mayor parte de las ocasiones, por hacer un mal uso de su poder y situarse –como apunta Peter Bogdanovich– por encima de la ley, los demás o la divinidad. Paradigma de esta actitud es la ambigua figura de Hank Quinlan, el detective corrupto de Sed de mal, falsificador de las pruebas que permiten procesar a sospechosos que resultan ser culpables: el ojo clínico convive con las manos sucias. Pero lo mismo puede decirse de Kane, empeñado en hacer triunfar a su inepta amante como cantante de ópera, de un Arkadin que borra sus huellas a golpe de asesinato, del millonario que en La dama de Shanghái trata de manipular a su esposa en un complot que implica al amante de ésta, o del millonario que trata de hacer realidad una leyenda en Una historia inmortal. Muchos de esos poderosos están abocados a una soledad fantasmagórica, cuyo mejor símbolo es Xanadú, la mansión de Kane que, en su absurda acumulación de objetos valiosos provenientes de todo el mundo, erige un monumento al vacío del poder. Y lo mismo sucede, en Campanadas a medianoche, al Enrique IV interpretado por John Gielgud, quien, tras llegar al poder asesinando a Ricardo II, sufre el abandono por parte de su hijo, el prínciple Hal. No hay poder sin soledad.

Por eso, este tema está ligado en Welles a la inquietante posibilidad de la traición. Su cine está lleno de traidores, aunque las razones de la traición sean variables: Leland se siente decepcionado por la actitud de su viejo amigo Kane, convertido en un déspota amoral; Menzies delata a Quinlan cuando descubre que el íntegro policía es un corrupto; Holly Martins traiciona a Harry Lime cuando sabe de sus tratos con medicina adulterada en la Viena de posguerra (aunque acaso con la esperanza de ganarse el amor de la actriz interpretada por Aida Valli, mostrando a ésta que su amado es, propiamente, un desalmado). Mención aparte merecen, por su potencia dramática, dos supuestos shakespeareanos. Por un lado, el príncipe Hal que abandona a Falstaff cuando es coronado rey, cambiando la vida licenciosa por el orden de las apariencias propio del poderoso y eligiendo a su padre real en detrimento de su padre putativo, dilema que, como ha señalado Esteve Riambau en su último libro, no era desconocido al propio WellesEsteve Riambau, Las cosas que hemos visto. Welles y Falstaff, Málaga, Luces de Gálibo, 2015.. La escena en la que Hal abjura públicamente de Falstaff es una de las más imponentes de la filmografía de su director, que interpreta con ayuda de su inimitable físico al alegre vividor inglés. Por otro lado, tenemos Othello y tenemos a Iago, prodigiosamente creado por Micheál Mac Liammóir, actor irlandés a quien Welles había conocido durante su año juvenil en Irlanda. Sus palabras son las primeras que se oyen en la película: «Odio al moro». Y desde ese momento, convertido en auténtico creador de la película, Iago desplegará un astuto complot que conducirá al estallido criminal de los celos de Otelo hacia Desdémona. A diferencia de lo que sucede en el drama original, donde se insinúa que Otelo ha negado una promoción militar a Iago, Welles prescinde de toda explicación para el odio que éste profesa a aquél. Es un «agente del caos», como dice en Filming Othello, cuyo impulso nace de una maldad purísima que carece de todo pretexto:

Durante todos estos años, la crítica más habitual a la película ha sido que es un villano inmotivado, pero me parece que hay mucha gente que se comporta villanamente sin otro motivo que el ejercicio del mal y el disfrute del poder de destruir. He conocido a muchos Iagos en mi vida.

Ahora bien, quizá la insinuación más interesante que plantea el cine de Welles en su reflexión sobre el poder es la posibilidad de que éste se encuentre vacío: de que no haya nada detrás de los hombres de poder. Es decir, que el poder sea un enigma sin más contenido que el propio enigma: un falso misterio sólo protegido por su apariencia de misterio. David Thomson sugiere que esta tema le fue revelado a Welles cuando narró para la radio una obra del poeta –y bibliotecario congresual– norteamericano Archibald MacLeish, titulada The Fall of the City, donde la ciudad del título es conquistada por un tirano que penetra en ella portando una armadura. Welles, entonces, recita:

No hay nadie
Nadie en absoluto
Nadie
El casco está hueco
El metal está vacío
La armadura está vacía
Os digo que no hay
Absolutamente nadie ahí.

Por eso dijo Jorge Luis Borges que Kane es un laberinto sin centro, por eso Guillermo Cabrera Infante añadió que el secreto de Arkadin es que no tiene secretosGuillermo Cabrera Infante, «La apoteosis del melodrama», en Un oficio del siglo XX, Madrid, El País-Aguilar, 1993, p. 100.: la forma de ambas películas es reflejo de sus protagonistas. ¿También de su director? Desde luego, el esquema se repite en Kane y en su remake oficioso, Arkadin, donde el millonario que interpreta Welles pide a un joven advenedizo que investigue su pasado, cuyo vacío queda así desvelado, lo que provoca la muerte del millonario. Se trata de un patrón habitual en las películas de Welles, donde con frecuencia se enfrentan una figura poderosa de cierta edad y un observador más joven, que pasa de la admiración a la crítica a medida que se revelan los rasgos de su antagonista. Es el caso de Guy Van Stratten y Gregory Arkadin, pero también de Ramón Miguel Vargas y Hank Quinlan: la fascinación por el poder lleva a su desenmascaramiento, una elucidación progresiva que está asimismo presente en El corazón de las tinieblas que Welles quiso y no pudo adaptar. A subrayar las emanaciones de estos hombres de poder se dedican también recursos como el uso de los espejos o las sombras que agigantan su reflejo sobre las paredes.

De aquí puede deducirse una sospecha que atañe a la naturaleza misma de nuestra percepción como observadores sociales y a nuestra posición como espectadores cinematográficos: que el enigma es una creación del observador. Algo que no han ignorado los gobernantes que en el mundo han sido, conscientes de la necesidad de construir una imagen detrás de la cual no hay nada; porque no hay, no puede haber, ese contenido inespecífico que los gobernados proyectan sobre sus dirigentes. Para demostrarlo, ahí está la definición weberiana de la legitimidad: legitimidad es aquello que creemos legítimo. De ahí que el traidor sea quien ha entrevisto aquello que no está para ser visto: el vacío que sostiene al poder. Hal, cuando repudia a Falstaff y reniega de una vida de placeres mundanos a fin de portar la corona como Enrique V, está vaciándose como sujeto para convertirse en una imagen de poder. Algo que, persiguiendo la idea un poco más lejos, remite a la institucionalización del poder en la figura de un gobernante que se inscribe en una organización política estatal o paraestatal: una abstracción donde no tienen sitio, en sentido propio, las personas.

Se explica así que el tema del poder se vea contrapesado en la filmografía de Welles por uno de sus posibles contrarios: el paraíso perdido. Frente a las ruinas del poder o del tiempo, florece en los márgenes la delicada flor de la nostalgia. Ejemplo paradigmático –sobre el que Welles se mostraba, no obstante, insatisfecho– es Rosebud, el trineo que simboliza la infancia arrebatada a Kane; un símbolo cuya existencia sólo conoce el espectador, porque no es mostrado a ninguno de los demás personajes: una sutil alusión a la cualidad íntima, incomunicable, de esta clase de anhelos. Paradigmáticos son también los good old times de los Amberson, incapaces de comprender a tiempo que se acaba su patricio dominio social; la vida pasada de Quinlan, antes de la muerte de su esposa, simbolizada por la pianola que toca la gitana interpretada por Marlene Dietrich; o la Merrie England personificada por Falstaff en Campanadas a medianoche. No hay mejor evocación del pasado añorado que el diálogo entre Falstaff y el maese Robert Shallow al comienzo de la película, cuando éste musita frente a la chimenea, con inconfundible voz chillona, su famosa letanía: «¡Las cosas que hemos visto!» («the days that we have seen», en el original). Y las hemos visto, pero quizá no sean exactamente como las recordamos. Nos lo advierte Rafael Sánchez Ferlosio con admirable concisión: «Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes»Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas. Pecios reunidos, Barcelona, Random House, 2015, p. 33.. Ante esta cautela crítica, sin embargo, opone Orson Welles un razonamiento no menos admirable, donde la conciencia crítica está presente sin dejarse por ello derrotar a manos del pesimismo:

Incluso si los viejos buenos tiempos nunca existieron, el hecho de que podamos concebir un mundo así es, de hecho, una afirmación del espíritu humano. […] Hay que atesorarlos, no sentimentalizarlos.

Exactamente lo mismo que podríamos –deberíamos– decir sobre su cine. Porque entre las cosas que hemos visto se cuentan sus películas. Hay que volver a verlas, admirados pero despiertos, dispuestos a reconocer en ellas grandezas y miserias. Su trono es un trono sin heredero; su carrera es, seguramente, irrepetible en singularidad y versatilidad. Quien quiera que sea lo bastante ambicioso para seguir las huellas de su romántico empeño merece nuestro respeto; pero no hay tantos autores dispuestos a llevar a la industria hasta sus límites. Actualmente, sólo Paul Thomas Anderson parece reclamar sus derechos de linaje. Pero ésa es otra historia.

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