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Fake news: verdades y mentiras

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En 1983, en plena Guerra Fría, un pequeño periódico norteamericano de orientación prosoviética, The Patriot, lanzó una tesis sorprendente: el Pentágono había propagado deliberadamente el SIDA. ¿Inverosímil? En el plazo de unos pocos años, la historia había aparecido en publicaciones convencionales de al menos cincuentas países. Quizás una afirmación así no parecía tan descabellada en el clima intelectual de la época, como atestigua el escepticismo con que recibió la epidemia el mismísimo Michel Foucault. En todo caso, he aquí una fake news antes de las fake news sobre las que ahora discutimos. Y una que, ominosamente, exhibe también una conexión rusa.

La anécdota la refería hace unas semanas el semanario The Economist al hilo de una reflexión sobre la estrategia de desinformación rusa, la misma sobre la que una comisión del Senado estadounidense ha estado indagando en los últimos meses. En este marco, un reciente informe del FBI -sobre el que se ha apoyado el Gran Jurado del distrito de Columbia para imputar a trece individuos y tres empresas rusas por interferir en el sistema político norteamericano– arroja luz sobre la naturaleza de esta amenaza y alimenta, de paso, la creciente inquietud con que debatimos la transformación digital de la esfera pública y su condigna influencia sobre los procesos democráticos. Si esta alarma está o no justificada, es un asunto distinto que no puede determinarse tan fácilmente.

José Ignacio Torreblanca, con quien coincidí hace unos días en una mesa redonda sobre fake news organizada por The Objective, ha resumido en una serie de tuits el contenido del informe del FBI, describiendo las prácticas concretas en que se materializaría el plan ruso. A saber: la polarización del debate mediante la creación de páginas en Facebook e Instagram de supuestos grupos en defensa de controles fronterizos más severos o la defensa de los derechos de las minorías negra y musulmana; la suplantación de los partidos políticos en Twitter (la cuenta falsa @TEN_GOP, creada en Rusia, llegó a tener cien mil seguidores); la creación de cientos de cuentas falsas de presuntos ciudadanos norteamericanos, que se dirigían a potenciales votantes, contactaban con los medios, convocaban manifestaciones y compraban anuncios publicitarios; el robo de identidades de ciudadanos norteamericanos, que se utilizaban para contratar publicidad; denigración de Hillary Clinton y vindicación de Bernie Sanders y Donald Trump, por ejemplo promoviendo el hashtag «Hillary a la cárcel», sugiriendo que continuaría con las guerras en Oriente Próximo o contratando anuncios en su contra; convocatoria de manifestaciones en Nueva York a favor de Trump desde la cuenta falsa @March_for_Trump; pago a actores para que apareciesen disfrazados de Hillary Clinton en uniforme de prisión en mítines celebrados en Florida. Se trata, enfatiza Torreblanca, de una acusación muy detallada.

Si entendemos por fake news una desinformación maliciosa (siendo, en cambio, el troll, de quien ya nos hemos ocupado en este blog, alguien que sabotea la deliberación con fines lúdicos) y tomamos en consideración que más de la mitad de los ciudadanos se informa ya a través de las redes sociales y, sobre todo, que más de la mitad de quienes así se informan no recuerda dónde leyó lo que cree que leyó, se diría que hay motivos para la preocupación. Algo que vendrían a confirmar las investigaciones del congreso norteamericano, según la cual Rusia creó, a través de Facebook, 129 eventos en el mundo real, a los que confirmaron su asistencia miles de usuarios; entre ellos, una manifestación en Idaho contra los inmigrantes que acabó con altercados. Hasta 126 millones de personas estuvieron expuestas a fake news en Facebook, circunstancia que influye sobre el relativo desprestigio de la plataforma y ha empujado a su creador, Mark Zuckerberg, a anunciar una reducción de los contenidos políticos visibles a los usuarios y al condigno aumento de las «interacciones sociales significativas». Es decir: más fotos de atardeceres y menos artículos sobre Trump. En parte, ese anuncio obedece al miedo a que la regulación pública sea más severa: Francia ha anunciado una ley contra las noticias falsas y el gobierno británico ha creado una unidad para combatirlas.

Sin embargo, ¿es para tanto? Esos mismos números ofrecen un aspecto distinto cuando se ponen al lado de otros números. En un estudio realizado para la Columbia Journalism Review, dos investigadores de Microsoft Research, Duncan Watts y David Rothschild, sugieren que el problema está en los medios tradicionales más que en las redes sociales. Aunque admiten que las fake news y la desinformación son problemas reales, entienden que la atención que les prestamos no guarda proporción con su influencia real sobre los procesos electorales, y sea cual sea, podríamos añadir, su influencia buscada. Dan algún ejemplo: si The New York Times identificó más de tres mil anuncios adquiridos por cuentas falsas de origen ruso, por valor de más de cien mil dólares, el beneficio publicitario de Facebook en el último cuatrimestre de 2016 fue de 8.800 millones, o lo que es igual, 96 millones diarios. Eso significa que todo el dinero procedente de las cuentas rusas equivale al 0,1% del beneficio de Facebook en un solo día. Otrosí: cuando el informe para 2016 del medio digital BuzzFeed señaló que las veinte fake news más destacadas del año habían generado 8.711.000 acciones de usuario en Facebook (compartir, reaccionar, comentar) entre el 1 de agosto y el día de las elecciones, cundió una alarma carente de perspectiva: al tener Facebook mil quinientos millones de usuarios activos en aquel momento, si atribuimos a cada uno de ellos una sola «acción» diaria, resulta que, durante los cien días previos a las elecciones, esas veinte historias top produjeron el 0,006 de las acciones totales de los usuarios. ¡Una aguja en el pajar!

Tal como señalan los autores de una investigación publicada por el Berkman Klein Center de la Universidad de Harvard, los indicadores estadísticos muestran con claridad que, pese al poder en la distribución de noticias adquirido por las grandes plataformas digitales, el ecosistema de medios sigue dominado por las fuentes tradicionales, cuya capacidad para fijar la agenda política es todavía formidable: de The Washington Post a The New York Times, de The Huffington Post a Politico y la CNN. Con los números en la mano, la información a que el público se expone está producida en medida muy mayoritaria no por creadores de fake news ni fuentes de la alt-right, sino por las grandes cabeceras. No es que estas últimas no sean un problema: es que son un problema menos importante de lo que parece. Para Cas Mudde, teórico del populismo, la histeria que las rodea es, de hecho, una distracción que sirve a los fines de una elite liberal que encuentra en ellas un hombre de paja sobre el que descargar sus propias responsabilidades, sublimando de paso el impacto anímico provocado por fenómenos como Trump o el Brexit. Hasta cierto punto, pues, las fake news serían ellas mismas un fake.

O no exactamente, tampoco. Más bien, estamos ante un fenómeno marginal, pero significativo, que ha acompañado siempre –como una sombra– la difusión de noticias y, en ocasiones, ha logrado suplantarlas. De lo que se trata, descartando que estemos ante una novedad radical, es de dilucidar las formas que adoptan las fake news en la era digital y en qué medida pueden diferenciarse de las formas tradicionales de desinformación. La historia de las noticias puede servirnos de guía.

En 1588 circuló por toda Europa la noticia de que la Armada Española había infligido una severa derrota a la flota británica, en lugar de haber sucumbido a una fatídica tormenta: una noticia falsa de primer rango. Si este rumor se propagó a causa del miedo, de un entusiasmo infundado o del simple deseo, no importa; todos ellos son factores emocionales que pueden impulsar la circulación de falsas noticias. La cuestión es que, como relata Andrew Pettegree en su excelente The Invention of News, nuestros ancestros medievales ya se encontraban con graves –mucho más graves– problemas de corroboración que las elites sociales se esforzaban por resolver. Por aquel entonces, la información que llegaba por escrito resultaba sospechosa: ¿cómo saber si era cierta? En cambio, un informe entregado verbalmente por un amigo o mensajero resultaba más creíble. Y esa vieja tradición ha tenido una influencia duradera en nuestra cultura, a pesar de que el criterio personal se convierte en impracticable en el mercado de noticias de masas desarrollado en la modernidad (y de ahí la relevancia que adquirirán en este último la reputación de las cabeceras e incluso la credibilidad de las firmas individuales). Igualmente, hay que tener en cuenta que, durante el Medievo, la difusión y recepción de noticias es sobre todo comunitaria, lo que contribuye a explicar que el primer formato informativo nacido tras la invención de la imprenta no sea el periódico, sino el panfleto: un texto informativo, pero comprometido y apasionado, cualidades estas últimas que ayudan a explicar su tribalismo (agravado tras la Reforma y con las guerras de religión). De hecho, los primeros periódicos son terriblemente áridos: tediosos en su exposición factual, no logran seducir a un público acostumbrado a otros registros comunicativos. Téngase en cuenta que incluso las canciones y el teatro servían entonces para obtener información. A cada cual, su medio: los emperadores romanos acuñaban monedas con el nombre de la batalla que habían ganado para que la noticia se difundiese como merecía.

Sucede que el modo en que circulaban las noticias en la Europa premoderna no es una mera curiosidad para historiadores, sino que nos proporciona alguna pista acerca de su difusión en la esfera pública digital y, de paso, nos ayuda a explicar el tipo de dinámica que está detrás de las fake news y otros fenómenos asociados a la denominada «posverdad». Y es que, si las redes sociales han traído algo de vuelta, es esa dimensión comunitaria de los procesos informativos: no en el sentido de que las noticias sean producidas en la propia comunidad, sino en el de que son recibidas y comentadas en el interior de unas comunidades digitales habitualmente caracterizadas por la sintonía ideológica de sus miembros. Distintos conceptos se han empleado para describir este rasgo: filtros burbuja, cámaras de resonancia, efecto silo. Sólo en un contexto así, si bien se piensa, puede aceptarse un rumor tan descabellado como el que atribuía a Hillary Clinton la organización de una red pedófila cuyo centro se ubicaba en una pizzería de Washington: hasta el 50% de los votantes de Trump decía creérsela y uno de ellos se presentó allí con un arma dispuesto a hacer justicia. Quizá no todos ellos lo creían literalmente, pero sí que lo compartieron para señalizar su fidelidad tribal o disfrutaban de la historia por razones de puro entertainment.

Precisamente, la recepción comunitaria de las noticias se ve reforzada, si cabe, en los servicios de chat privados, donde las fake news circulan fuera del alcance de la mirada del público. Una aplicación como WhatsApp, cuyo contenido está encriptado, conoce cincuenta y cinco mil millones de mensajes diarios, dato monstruoso pero condigno a su número de usuarios mensuales, tres mil trescientos millones en todo el mundo. En su interior, como es natural, circulan también las noticias y, junto a ellas, las noticias falsas, que, según cómo estén diseñadas, pueden asimilarse a las «verdaderas» y, en cualquier caso, ser percibidas como verosímiles debido a la familiaridad con la persona que la suministra. En un interesante reportaje sobre la política propagandística del secesionismo catalán, Rodrigo Terrasa daba cuenta del éxito de la marca Crida Democràcia, de la asociación separatista Ómnium, a la hora de penetrar en los chats de aquellos ciudadanos –generalmente de mayor edad– alejados de los usos de las redes sociales: tras suscribirse o ser suscritos a su canal, los usuarios recibían a diario en sus chats consignas diarias desde prefijos internacionales.

En este tipo de foros, los rasgos más persuasivos de las fake news funcionan especialmente bien. Sin embargo, conviene ir matizando la idea de que estas cámaras de resonancia fortalecen la «exposición selectiva» a las noticias que constituiría, según se nos repite, una de las marcas de la digitalización. Porque no es cierto que en las redes estemos menos expuestos a noticias y opiniones contrarias a nuestras creencias, sino que, naturalmente, estamos más expuestos a ellas. Por ejemplo: el conservador que escuchaba la COPE y compraba el ABC o el progresista que compraba El País y ponía la SER no estaban menos aislados que el usuario de las redes sociales, sino al contrario. Cuestión distinta es que, cuando nos topamos en la red con historias que contradicen nuestras creencias, nos dediquemos a denigrarlas o rechazarlas en grupo y en vivo junto a los miembros de nuestra tribu moral con quienes compartimos espacio en las redes sociales. Asimismo, haremos circular en ellas con más frecuencia los artículos ?¡o los titulares!? con los que nos identifiquemos.

Por otra parte, como nos han enseñado décadas de investigación académica sobre la comunicación pública, la noción de propaganda que había emergido del período de los totalitarismos de entreguerras no termina de encajar con la manera en que la información y las ideas son recibidas por el público. Este es mucho más resistente a la manipulación, y tanto más cuanto más ideologizado se encuentra; lo que no significa tampoco, para decepción de los ilustrados, que esa resistencia obedezca a una posición de vigilancia ilustrada. Cuanto más firmes son nuestras creencias, mejor nos defendemos de las noticias que no encajan con ellas y con más fervor abrazamos aquellas que, en cambio, las refuerzan. Más que de exposición selectiva, tendríamos que hablar de asimilación selectiva. Ya que no vemos para creer (o descreer), sino que creemos para ver. Y si aplicamos este patrón de conducta a las fake news, podemos comprobar cómo el consumidor de las mismas suele ser consumidor también de noticias ordinarias y, debido a su intenso tribalismo, no se impresiona fácilmente por ellas: más que desinformarle, confirman lo que ya creía. Por eso dice Cas Mudde que no hay que preocuparse demasiado por ellas.

Tiene su sentido. Desde este punto de vista, las fake news sólo serían una variante de la desinformación voluntaria, aunque a menudo inconsciente, que está asociada a la recepción de noticias en las comunidades humanas. Por supuesto, introducen una falsedad allí donde un titular sesgado sólo retuerce la realidad para acomodarla a las creencias del receptor, pero sería insensato deducir de ahí que esa falsedad pueda generalizarse y terminar con la primacía normativa de la verdad en la esfera pública. En cierto sentido, la alarma sobre las fake news constituye la expresión de una perplejidad: la que están experimentando muchos optimistas cuando se topan de frente con el verdadero estado de la opinión pública una vez que la autocomunicación digital de masas pone al descubierto lo que antes permanecía más o menos oculto. Por mucho que los estudios de opinión dejasen clara la general desinformación de los públicos de masas, muchos se resistían a creerlo y habían procedido a romantizar la opinión ciudadana. De ahí, cabe colegir, la esperanza utópica que se asoció a la difusión de las nuevas tecnologías; de ahí, también, la decepción posterior. Pero no hay nada de lo que sorprenderse: la mayor inclusividad de la esfera pública digital intensifica la natural cacofonía del debate democrático en una sociedad de masas. Y esa constatación debe ser el punto de partida del análisis, no su conclusión desesperada.

Ahora bien, las noticias falsas merecen nuestra atención. Las nuevas tecnologías facilitan su difusión y es preocupante figurarse los efectos que el perfeccionamiento técnico de la falsedad (sobre todo mediante la imitación de voces y la creación de imágenes aparentemente reales) puede provocar en el futuro. Efectos que ya se hacen notar con mayor fuerza en el curso de acontecimientos que se producen, como si dijéramos, en vivo: jornadas electorales, atentados terroristas, manifestaciones. Recordemos las fotografías de la violencia policial en el referéndum ilegal de independencia del 1 de octubre en Cataluña: circulaban por la red a velocidad de vértigo instantáneas tomadas en otro tiempo y lugar que aumentaban la sensación de que esa violencia era generalizada y arbitraria, creando, sobre todo en el menos informado público internacional, una fuerte impresión. Allí donde hay tiempo para la corroboración, el efecto es menor o termina disolviéndose: aquellos novecientos heridos graves se quedaron en uno. Pero hay motivos para sospechar que las sensaciones provocadas entonces no se borran tan fácilmente y por ello no puede menospreciarse la capacidad de determinados fake para producir un daño democrático. Sobre todo si tenemos en cuenta que las redes sociales han incorporado la política al entretenimiento de masas y existen muchos lectores accidentales que antes, sencillamente, permanecían al margen del proceso político.

Así que las fake news no van a terminar con la democracia. Pero la democracia tampoco podrá terminar con ellas.

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Ficha técnica

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