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El instante más oscuro: Churchill en el metro

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La sombra de Galípoli siempre persiguió a Winston Churchill. Su estrategia de abrir un segundo frente en Turquía durante la Gran Guerra se saldó con un estrepitoso fracaso. La batalla de los Dardanelos le costó doscientas cincuenta mil bajas al Imperio Británico. El eco de las ametralladoras otomanas aún se escuchaba el 10 de mayo de 1940, cuando Jorge VI, no sin grandes reservas, le encargó formar un nuevo gobierno tras la dimisión de Neville Chamberlain, cuyo pacto con Hitler en Múnich había despertado un airado y profético comentario del «carnicero de Galípoli»: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor, y tendréis la guerra». El director británico Joe Wright (Londres, 1972), que ya había explorado el escenario de la Segunda Guerra Mundial en Expiación (2007), escoge ese momento crítico para abordar la fascinante personalidad de Winston Churchill, interpretado por Gary Oldman. La elección de Gary Oldman no se ha basado en una inexistente semejanza física, sino en su tendencia a la sobreactuación, que refleja perfectamente el histrionismo del primer ministro británico. Oldman es un notable actor con una filmografía más bien mediocre. En sus papeles de villano, ha explotado la hipérbole hasta rozar el ridículo, como sucedía en León, el profesional (Luc Besson, 1994), donde interpretaba a un corrupto agente de la DEA, que cometía horrendos crímenes mientras tarareaba las sinfonías de Beethoven. En esta ocasión, sus aspavientos no resultan caricaturescos o inverosímiles, sino estrictamente necesarios y plenamente justificados, pese a que algunos críticos hayan despachado su interpretación con palabras de dudosa cortesía.

Todo indica que Churchill padecía trastorno bipolar. David Lloyd George, primer ministro británico entre 1916 y 1922, escribió: «Nadie ponía en duda su deslumbrante talento ni su poder de fascinación personal. Ni tampoco su valor, ni su inagotable capacidad de trabajo. […] La mente de Churchill era una máquina muy poderosa, pero en algún rincón de su engranaje, tenía un fallo oculto y desconocido […] un defecto de fábrica». Churchill no negaba u ocultaba esa circunstancia. Siempre se refirió a sus depresiones como «el perro negro». Nunca adoptó ninguna medida para equilibrar sus emociones. Se limitó a combatir sus demonios interiores con tabaco y alcohol. Fumaba y bebía sin parar. Amante del whisky escocés, afirmó que la Ley Seca de los Estados Unidos constituía «una afrenta a toda la historia de la humanidad». Aseguraba que el whisky y los puros le permitían rendir al 200%. Durante sus estados de hipomanía, desplegaba una actividad frenética, pero luego caía en la depresión y adoptaba un comportamiento apático, melancólico. Su vigor se reactivaba cuando surgía en el horizonte la perspectiva de un nuevo conflicto, militar o político. Amaba la guerra, pero nunca se mostró cruel con los vencidos. Cuando Alemania fue derrotada y Stalin propuso fusilar a cincuenta mil oficiales nazis sin juicio previo, respondió que jamás consentiría esa indignidad. Oldman recrea con acierto esos contrastes. Cuando habla en el parlamento, discute con su gabinete de crisis o dicta memorandos a su secretaria, su energía parece inagotable. Habla atropelladamente, pues su mente discurre a una velocidad que supera el ritmo natural del lenguaje, pero cuando la posibilidad de la derrota parece inevitable, su verborrea se convierte en un torpe balbuceo. Oldman reproduce los famosos discursos de Churchill con aplomo, transmitiendo determinación y liderazgo, pero no resulta menos creíble en las horas bajas. Su conversación telefónica con Franklin Delano Roosevelt muestra a un político inseguro y vulnerable. Sentado en una pequeña habitación sumida en la penumbra, ya no es el líder implacable que aturde a sus rivales y hace llorar a las secretarias, sino un hombre que lucha consigo mismo para mantener la calma y la dignidad en vísperas de un colosal desastre. Sus vacilaciones también afloran durante su primer discurso en la BBC como primer ministro. Aprovecha hasta el último segundo para hacer correcciones y habla sin pasión, consciente de que miente al público con el pretexto de elevar su moral. Una bombilla roja ilumina su rostro, insinuando que la sangre anunciada en su discurso de investidura ya ha comenzado a salpicar al pueblo británico.

Kristin Scott Thomas realiza un trabajo interpretativo sobresaliente en su papel de Clementine Churchill. La lealtad a su esposo no le impide ser crítica y, en ocasiones, sarcástica, recriminándole sus malos modales. Sabe que su marido da prioridad a su carrera política sobre su vida privada. De hecho, se ausentó de la mesa durante su banquete de bodas para hablar de política con unos colegas. Felices a su manera, su matrimonio no carece de pasión, pero en general prevalece el sentido de camaradería. Son amantes, pero también socios y aliados que creen en una causa común. Scott Thomas no sobreactúa. Sabe transitar del afecto a la cólera sin caer en la afectación o la inexpresividad. Siempre parece sincera. Su compenetración con el personaje es perfecta y no carece de matices. Lily James hace un trabajo mucho más discreto como Elizabeth Layton, secretaria de Churchill. En su correspondencia privada, Elizabeth revela una aguda comprensión del temperamento del político británico: «Podía ser impaciente, amable, irascible, generoso, inspirador, avasallador, impredecible, exigente, desconsiderado, atento, comprensivo. Se enfadaba con tanta facilidad como perdonaba. Era difícil trabajar para él, pero al final siempre se imponía la convicción de estar al servicio de un hombre inteligente, adorable e increíblemente divertido. Un ser inolvidable». La película no consigue recrear esa complicidad. Su versión de la relación entre Churchill y su secretaria resulta plana, superficial e insuficiente. Tal vez intenta ser la réplica del trabajo de Oliver Hirschbiegel en El hundimiento (Der Untergang, 2004), que convierte la relación entre Hitler y su secretaria personal, Traudl Junge, en el eje de la película, humanizando al dictador nazi, pero sin excusarlo en ningún momento.
Se ha criticado el aparatoso maquillaje de Gary Oldman y la omisión de los aspectos menos amables del personaje. Sabemos que Churchill era narcisista, belicista y reaccionario. Con una ambición desmedida, utilizó toda clase de argucias para promocionar su carrera, cambiando de partido cuando su instinto se lo aconsejaba. Durante su etapa como ministro del Interior, mostró una dureza implacable con los anarquistas y las sufragistas. Elogió a Mussolini y nunca cuestionó el derecho de los países occidentales a someter a los «pueblos salvajes», recomendando el uso de gases tóxicos para sofocar las revueltas. Su etapa como ministro de Hacienda incluyó el retorno del Reino Unido al patrón oro, lo cual acarreó una escalada del paro y la deflación, provocando huelgas en todo el país. No creo que sea necesario abundar más en los errores de Churchill. Eso sí, entiendo que no pueden utilizarse como argumento contra la película de Joe Wright, pues ésta no pretende recrear la peripecia biográfica del político británico, sino sus primeras semanas como primer ministro, cuando el avance de Hitler en Europa acorrala a las tropas británicas y francesas en Dunkerque.

El maquillaje de Gary Oldman no afecta a la credibilidad de su interpretación. Sin embargo, la escena del metro sí constituye un grave error narrativo que bordea lo grotesco. Winston Churchill nunca bajó al metro para conocer la opinión del pueblo británico. Jamás se aventuró a mezclarse con el pueblo, prescindiendo de medidas de seguridad. Podía incurrir en el populismo, e incluso hablar como un demagogo, pero eso no significaba que albergara la predisposición a confraternizar con las clases trabajadoras. No hay que olvidar que procedía de la aristocracia y se había educado en la convicción de pertenecer a una clase superior. Nunca habría sometido una decisión a una consulta popular. De hecho, odiaba los consejos. Confiaba ciegamente en su instinto, casi un daimon semejante al de Sócrates, pero mucho más arrogante. Situarlo en un vagón de metro, escuchando las opiniones de una niña y de un muchacho de color capaz de recitar a los clásicos latinos, constituye una inaceptable licencia. Desfigura al personaje o, más exactamente, altera su psicología, mostrando una faceta inexistente. Algo semejante puede decirse del gesto de Neville Chamberlain con su pañuelo, indicando a los diputados tories que apoyen el discurso del nuevo primer ministro con vítores y aplausos. Cuando Churchill clamó: «Lucharemos en las playas, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas: nunca nos rendiremos», el Parlamento reaccionó con relativa frialdad. En su espléndida biografía de Churchill, el periodista alemán Sebastian Haffner comenta: «El Parlamento o, al menos, su mayoría conservadora, escuchó sus palabras en silencio, en un silencio que podemos interpretar como emoción, angustia o, también, como callado rechazo» (Churchill. Eine Biographie, 1967). En cambio, la película muestra a los diputados tories vitoreando el discurso y lanzando papeles al aire, mientras Winston abandona el parlamento bajo una luz mítica, casi irreal. Lamentablemente, el guion de Anthony McCarten ha preferido el efectismo melodramático al rigor histórico. Las licencias son completamente legítimas, pero sólo si proporcionan consistencia y profundidad.

Joe Wright intenta imprimir a su película un aire épico, reiterando los planos cenitales, los primerísimos planos y los planos-secuencia. No es una decisión acertada, pues –en mi opinión– habría resultado más convincente un tono documental y una cámara discreta. La imagen de Churchill en una azotea, sentado en una silla y protegiéndose de la lluvia con un paraguas, resulta espléndida, pero se malogra cuando la cámara funde la escena con un ampuloso plano cenital. Por el contrario, la entrevista con Jorge VI (Ben Mendelsohn) en un cuarto trastero o las discusiones con el vizconde de Halifax (Stephen Dillane) en el búnker donde se reúne el gabinete de guerra, tejen una atmósfera más verosímil. La pequeñez y oscuridad de ambos escenarios transmiten fragilidad y claustrofobia, evidenciando las flaquezas y temores del poder político. El instante más oscuro no es una película fallida, pero tampoco brillante. No está llamada a convertirse en un clásico. No obstante, el conjunto resulta notable y recrea con acertado dramatismo la angustia de unas semanas particularmente trágicas y decisivas. Escribe Haffner: «De un modo u otro, Churchill siempre parecía predestinado a causar sensación, acaso sin pretenderlo. Era su destino, una especie de cualidad particular». A pesar de las limitaciones de la película, el genio de Churchill chispea en la mayoría de las escenas, poniendo de manifiesto su increíble y desbordante humanidad.

Las últimas palabras del político británico fueron: «¡Es todo tan aburrido!» Ciertamente, el mundo se hizo más aburrido tras el retiro de Churchill, que pasó sus últimos años viajando, escribiendo y pintando. El instante más oscuro nos ayuda a reencontrarnos con una figura situada en las antípodas de Donald Trump, pese a que algún periodista haya apuntado ciertas semejanzas y el presidente estadounidense se haya comparado a sí mismo con el político británico. Churchill obtuvo el premio Nobel de Literatura de 1953 «por su maestría en la descripción histórica y biográfica, tanto como por su brillante oratoria, que defiende exaltadamente los valores humanos». Trump pasará a la historia por sus siete tuits diarios, groseros, agresivos y estúpidos. Devolver al Despacho Oval el busto de Churchill que ordenó retirar Obama no le proporcionará el ingenio y el carisma del político que admitió haberse comido muchas veces sus propias palabras para seguir una dieta intelectualmente equilibrada.

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