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El huérfano del Pequod

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Siempre he soñado con un jardín al final del invierno. En el pueblo disponía de una pequeña huerta y de un patio lleno de flores con las paredes cubiertas de madreselva. Era mi jardín, mi Edén, eso sí, ensombrecido por una dolorosa ausencia: mi mujer, a la que perdí hace año y medio. Cuando me obligaron a dejar el pueblo para vivir en Madrid, sentí que me arrebataban un sueño. Un sueño incompleto, pero que empezaba a poblarse con un nuevo afecto, una joven rumana con la que había establecido un vínculo cada vez más estrecho. Apenas se enteró mi hija, se subió al autobús y viajó hasta el pueblo. Ni siquiera avisó. Una tarde oí que abrían la puerta de la calle. Pensé en mi mujer. Las primeras reacciones de la mente nunca son racionales. Enseguida comprendí que solo podía ser Ana, mi única hija. Me sorprendió que no hubiera avisado. Solemos hablar por teléfono una o dos veces por semana. Siempre conversaciones cortas, intercambiando las mismas preguntas: «¿cómo estás?, me alegro, ¿qué tal los niños?, estupendo, ¿y tú marido?, ¿muy ocupado?, claro, yo me apaño bien, no te preocupes, cuídate, adiós». Ana entró en casa enfurruñada. Casi no me saludó. «Te vienes a Madrid conmigo», dijo con brusquedad, dejando el bolso sobre la mesa. «¿Por qué?», pregunté estupefacto, apagando el televisor con el mando a distancia. «No estás bien solo. Te noto más delgado. Y pareces cansado. Soy tu única hija y mi obligación es cuidarte. Te ayudo a hacer las maletas y mañana cogemos el autobús».

No fui capaz de decir que no. Siempre me ha costado trabajo oponerme a la voluntad de los demás. Ana tiene un carácter muy dominante. No soporta que le lleven la contraria. Apenas dormí esa noche. Pensé que ya no podría acercarme a la iglesia a encender una vela en memoria de mi mujer. Rosa era muy piadosa. Acudía a misa todos los días. Sabía que yo no creía en Dios, pero me pedía que si la muerte se la llevaba antes que a mí, me acercara a la iglesia y encendiera una vela por su alma. Se lo prometí y, desde que murió, no ha pasado un solo día sin que cumpliera mi palabra. El sacerdote sonríe, pues sabe que nunca seré uno de sus feligreses, pero le conmueve mi gesto. Cuando deposito una moneda en el candelero y enciendo una vela, me quedo hipnotizado contemplando la llama. Siento que mi mujer está allí, desprendiendo una misteriosa energía. Es como si continuara viva de algún modo, intentando apaciguar mi desconsuelo. Conocí a Raquel junto al candelero. Creo que advirtió mi pesar y no fue capaz de pasar de largo.

-¿Enciende la vela por un familiar?
-Por mi mujer –dije-. Murió hace poco.
-Cuánto lo siento. En las iglesias rumanas, hay dos lugares para las velas. Uno para los vivos y otro para los muertos. Cuando una persona muere, la vela que se encendió por ella en vida se cambia de lugar.
-¡Qué costumbre más extraña!
-Es una manera de señalar el tránsito, el paso de la vida a la muerte. A mí me parece bonito.
-¿Eres católica?
-No, ortodoxa, pero me gusta venir a la iglesia y el cura me deja comulgar. Es un hombre bueno.
-Hablas muy bien el castellano.
-Llevo aquí ocho años.

Raquel es una muchacha muy hermosa. No es muy alta, pero su rostro es perfecto: ojos azules, nariz pequeña, pómulos salientes. Un rostro eslavo. Quizás vulgar en su lugar de procedencia, pero exótico en un pueblo acostumbrado a los ojos castaños, las narices prominentes y las mejillas hundidas. Cuando observo mi cara en el espejo, siento que contemplo una tierra yerma que se desmorona sobre sí misma. No hay en mi piel un ápice de esa esponjosidad de los campos fértiles donde prospera la vida. En cambio, la piel de Raquel parece una mañana fresca de verano, con una claridad y una alegría capaces de borrar de golpe el malestar de una noche de insomnio. El contraste con la juventud puede convertir la vejez en una experiencia amarga, pero yo experimento alivio, pensando que la existencia continuará, que mi muerte –no muy lejana en el tiempo- solo será una menudencia, una pequeña nota en una melodía que no se extinguirá nunca. Quizás me queden pocos veranos y pocas primaveras, pero las estaciones seguirán sucediéndose cuando yo no esté, evidenciando el poder de la vida. Esa idea me consuela y Raquel le pone un rostro, evitando que solo sea una fantasía, algo abstracto y difuso.

Desde aquel primer encuentro, Raquel y yo hablábamos cada vez que nos cruzábamos por las calles del pueblo. Pequeñas conversaciones que nos iban revelando la rutina del otro, sus ilusiones y sus frustraciones. Yo siempre pensé que mi mujer viviría más. La mujer es una roca, un eco, un olivo que sobrevive a los peores inviernos. Sin embargo, Rosa murió antes, víctima de un agresivo cáncer de páncreas. Murió con entereza, pensando no se trataba de un adiós definitivo, sino de algo temporal. Su ausencia se hace particularmente dolorosa durante las comidas y los minutos antes de dormir, pues eran los momentos en que hablábamos más. Por eso agradezco tanto las conversaciones con Raquel, pues son lo más parecido a esa intimidad perdida, si bien están acotadas por el pudor y la prudencia. Los dos nos sincerábamos, pero sin exhibicionismo ni autocompasión.

Raquel limpia casas en la urbanización que construyeron hace unos años a unos diez kilómetros. A veces, trabaja doce horas. Me dolía ver su cara fatigada, sus ojos oscurecidos por la tristeza, sus manos estragadas por la lejía. Su piel envejecería muy pronto. Ahora su rostro parece una fruta en todo su esplendor, con una luz que parece propia y no prestada por el sol de esta Castilla implacable, con su fulgor de acero incandescente. En la estepa, con sus caminos desnudos y sin árboles que ofrezcan una tregua al caminante, se nota el peso de siglos de penuria y desesperanza. Ese peso ya oprime a Raquel, pero aún no ha logrado vencerla. Aún sonríe, pensando que es posible otro futuro, un porvenir que interrumpa la espiral de trabajo, escasez y agotamiento donde se consume su existencia. Ahora es una polilla a punto de desvanecerse al calor de una llama, pero quizás podría convertirse en una mariposa fundida con la luz. Sus brazos, hoy uncidos al movimiento reiterativo de la escoba, el trapo del polvo y la fregona, merecerían volar y no vivir sometidos a rutinas que los irían deformando con el paso del tiempo, hasta destruir su delicadeza.

Raquel es una especie de primavera en un pueblo de trescientos habitantes. La mayoría de los vecinos superan los sesenta y cinco años. Sus caras, sus manos, sus brazos, parecen de madera, pero no de madera fresca, sino de madera vieja, sin lustre, corcho quebradizo y de color ceniza. Raquel vive en el pueblo porque el alquiler es muy barato. Además, le gusta la naturaleza. Cerca hay un río y un campo de almendros. Cuando florecen, acude a contemplarlos. Le gusta coger sus pétalos para olerlos y arranca unos pocos. Me contó que los guarda en el interior de los libros.

-Me sirven para señalar las páginas que más me gustan. Y me traen recuerdos. Se parecen a las postales. Cada una está asociada a un paisaje o a un momento que significa algo especial para nosotros. Ya nadie envía postales, pero a mí me encantan. De niña, las coleccionaba.

Raquel es una chica con estudios. Lee español sin problemas. Conoce el Quijote y los poemas de García Lorca. Yo le recomendé la poesía de Miguel Hernández, regalándole una antología que me había acompañado desde mis años de obrero antifranquista, cuando mi afiliación a un sindicato me costó varios meses de cárcel. Raquel agradeció mucho el gesto y leyó el libro de arriba abajo, memorizando algunos versos. Es una chica estudiosa y aplicada. En Rumanía cursó periodismo y trabajó un tiempo en una cadena televisiva. Su sueldo era raquítico y uno de sus jefes la acosaba, buscando una aventura. Se hartó y decidió probar suerte en España. Aquí ha trabajado de cajera y asistenta. Al principio, pensó que surgiría algo mejor, pero después de varios años perdió la esperanza. Ahora parece resignada, lo cual no significa que se sienta feliz. En su mirada ya se distingue ese desánimo del que vive atrapado por un horizonte cargado de nubes negras como el hollín. No sé nada de ella desde que vivo en Madrid. Hace ya tres meses que dejé la casa del pueblo. Ana hizo las maletas conmigo, decidiendo qué debía llevarme y qué no. Me obligó a vaciar el armario donde guardaba la ropa de su madre.

-Esto ya no sirve de nada. Solo es ropa vieja. No es como unos pendientes o un collar. Eso sí son recuerdos, pero ¿qué sentido tiene conservar una bata, una falda con la cremallera rota o unas zapatillas con la suela a punto de desprenderse?

Protesté, pero no me sirvió de nada. Mi hija dijo que me dejaba llevar por un sentimentalismo estúpido. Antes de acostarse, metió toda la ropa de su madre en dos bolsas grandes de basura y las sacó a la calle. Cuando a la mañana siguiente nos alejábamos de casa, las dos enormes bolsas negras parecían túmulos. Sentí que contemplaba mis propias exequias y que mi mujer bajaba un escalón más en su lento descenso hacia el olvido. Ya en Madrid, comprendí que estorbaba en todas partes. Mis nietos apenas me escuchan. Parapetados en sus cuartos, si cometo la imprudencia de romper su aislamiento e intentar hablar con ellos, se quitan los auriculares de mala gana y no disimulan su fastidio. Mis historias sobre el pueblo les aburren y no muestran ningún interés por compartir conmigo sus ilusiones, si es que albergan alguna. Mi yerno se comporta de modo parecido. Extiende la mano cada vez que me acerco a él, indicándome que no puede atenderme. Trabaja en casa para un banco, gestionando ciertos trámites que se realizan a distancia, como aprobar un préstamo o aplazar el pago de una letra. Me cuesta trabajo comprender que alguien solicite un préstamo sin otro interlocutor que un teléfono o una pantalla. Solo pedí un dinero una vez para reformar la casa y no habría firmado los papeles si el empleado que me atendió no me hubiera inspirado confianza. Cuando le estreché la mano, me correspondió con un fuerte apretón, lo cual me infundió tranquilidad. 

Se puede conocer a alguien por la forma en que estrecha la mano. Raquel estrecha la mano con fuerza. Nunca saluda a un hombre con dos besos. En su país no es costumbre. Solo se hace cuando hay mucha confianza o entre familiares. En una ocasión, nos encontramos en el río. Le gusta descalzarse y meter los pies en el agua. En verano, se baña pero muy temprano, evitando a los vecinos. Creo que le da vergüenza coincidir con alguien, quizás porque todos somos muy mayores y su cuerpo –joven y hermoso- suscita una mezcla de asombro y nostalgia. Yo solo la he visto una vez saliendo del agua. No pensé en nada erótico o sensual, sino en la insolencia de la belleza, que se manifiesta espontáneamente, sin preocuparse del efecto que produce en los demás. Raquel cogió una toalla y se tapó, bajando la mirada. Noté su incomodidad y me marché rápidamente, volviendo la cabeza. Experimenté algo parecido a la culpabilidad. Parecía que había espiado a alguien, invadiendo su intimidad. Me preocupó mucho que Raquel se formara mala opinión de mí, pero esa tarde nos encontramos en el pueblo y me saludó como siempre. Intenté excusarme, sin saber muy bien qué argumentos emplear. A fin de cuentas, el río es un lugar público y los pocos niños que quedan en el pueblo se bañan en sus aguas a menudo.

-No se preocupe –me dijo-. Soy un poco tonta. He tenido alguna experiencia desagradable en el río.
-¿Le han dicho algo ofensivo?
-Sí, me han soltado alguna burrada.
-Los españoles son muy bestias.
-En Rumanía pasan las mismas cosas.
-Todos los hombres son igual de brutos.
-Usted no –me dijo-. Siempre es muy bueno y amable conmigo.

Las navidades pasadas fueron las primeras sin mi mujer. Ana me invitó a su casa, pero noté su falta de convicción. Nunca me he entendido con mi yerno y mis nietos, aunque me duela reconocerlo, son tan antipáticos como casi todos los chicos de su edad. Siempre pensé que les agradaría visitar el pueblo, bajar al río, levantarse temprano para ver el campo y observar a los pájaros, jugar en la plaza y ayudarme con la huerta, pero lo cierto es que las pocas veces que han venido no han cesado de protestar, repitiendo hasta marearme que se morían de aburrimiento. Rosa, mi mujer, les preparaba torrijas y migas, pero ellos apenas las probaban. En cambio, no les importaba acercarse al Burger King con su padre, tragándose diez kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Tampoco les gustaban los embutidos ni los quesos. Preferían cualquier bollo industrial o esas chucherías de colores que solo Dios sabe de qué están hechas. Rosa se ponía muy triste, pues ni siquiera eran cariñosos con ella. Si les daba un beso, se molestaban y a veces incluso se restregaban la mejilla, como si quisieran limpiarse. Ana decía que eran cosas de niños y mi yerno se reía, quizás porque le agradaba que sus hijos nos hicieran esos desaires.

Conociendo el panorama, decidí pasar las navidades en el pueblo. Ana me dijo que era una buena idea, que a fin de cuentas solo era una fecha más y que se utilizaba para sacarle el dinero a la gente. La víspera de Nochevieja salí a pasear por el pueblo. Entré en el bar de la plaza. Es la única tienda. Venden la prensa, el pan y han habilitado una pequeña nave como supermercado. En una ocasión pillaron a mis nietos robando chucherías. Fue muy embarazoso. Martín, el dueño, retuvo a los niños hasta que mi yerno abonó lo que habían sustraído. Nunca le he visto tan enfadado. Lejos de disculparse, actuó como si sufriera una ofensa personal. Mientras pedía una caña recordé el incidente y, sin darme cuenta, meneé la cabeza.

-¿Le pasa algo? –preguntó Raquel, que salía del supermercado con una bolsa.
-No, nada –respondí, sonriendo-. Cosas de la vejez. Empiezo a hablar solo. Espero que no se me esté yendo la cabeza.
-¡Qué cosas dice! Usted tiene la cabeza muy en su sitio.
-¿De compras?
-Sí, claro. Es Nochevieja. He comprado algo de pavo y una botellita de champán.
-¿Va a pasar sola la noche?
-Sí. ¿Y usted?
-También.

Se formó un silencio, pero ninguno dijo nada. Nos despedimos y fijé la mirada en el televisor. Dos políticos se despellejaban en un debate, intercambiando toda clase de improperios.

-¿No puedes poner otra cosa?

Encogiéndose de hombros, Martín cambió de cadena y apareció uno de esos programas donde los invitados se dicen de todo.

 -Es más de lo mismo –protesté.
-¡Cómo eres! –exclamó Martín-. Siempre refunfuñando. Toma el mando y pon tú lo que quieras.

Preferí marcharme, bebiéndome la caña de un trago. Ya en la calle experimenté una tristeza que no había previsto. Sería mi primera Nochevieja sin Rosa. No me acostumbraba a dormir solo. Me gustaba alargar la mano y toparme con su cuerpo. A veces, conciliábamos el sueño con las piernas entrelazadas, como si temiéramos que algo nos separara. Ahora la cama solo era un lugar frío e inhóspito, como uno de esas cosechas malogradas por una helada nocturna. La idea de volver a casa me resultaba insoportable, pero no podía quedarme en la calle y el bar cerraría pronto. Además, hacía frío. Un viento desapacible lastimaba la piel, produciendo la sensación de que unas agujas heladas perforaban la carne y pinchaban el hueso. Conforme me aproximaba a mi vivienda, las casas de pizarra y la torre de la iglesia adquirían un aspecto irreal. Parecía que avanzaba por una pesadilla, adentrándome en un espacio extraño y aberrante. La luz amarillenta de las farolas exacerbaba esa sensación, proyectando sombras sobre las fachadas, espectros que caminaban a mi lado con un paso lento y tortuoso. El pueblo, con su tenue e imprecisa claridad, flotaba sobre una vasta negrura impenetrable. Solo los cristales dorados por las luces del interior de los hogares recordaban que allí había vida, pero yo me preguntaba si no me habría convertido en un muerto sin haberme dado cuenta. ¿Qué me cabía esperar? Con setenta y cinco años, solo me quedaba una pendiente final salpicada de miserias e indignidades. ¿Llegaría el día en que necesitaría a alguien para vestirme, comer o ir al baño? Cerca del Burger King que tanto les gusta a mis nietos, hay una residencia de la tercera edad. No me gustaría que fuera mi última parada, la estación final antes de partir hacia lo desconocido.

Sumido en estos pensamientos sombríos, no reparé en Raquel, que había doblado una calle y caminaba detrás de mí.

-¿Adónde va, don Julián?

Volví la cabeza y vi que la joven parecía tan desolada como yo. Se había abrochado el abrigo de plumas hasta el cuello y se protegía del frío con la capucha. Sus mejillas resplandecían como dos amapolas.

-Voy a casa –contesté.

Raquel se quedó expectante, como si esperara que le dijera algo.

-¿Querrías pasar la Nochevieja conmigo? Podrías pensar que soy tu abuelo.
-Me parece una buena idea. En Rumanía dicen que si no tienes abuelos, debes adoptar uno.
-Acepto la propuesta.

Raquel se rio, bajándose la capucha. Sus ojos enrojecidos delataban que había llorado.

-Yo llevo el pavo y el champán –dijo, con tono festivo-. Podemos compartir la botella.
-Nada de eso. Vamos a cenar como Dios manda.

Volvimos al bar de Martin e hice una compra en condiciones: un pavo trufado, salmón ahumado, embutido en abundancia, queso, algo de fruta, polvorones, turrón, una botella de champán y otra de vino. Mientras pagaba, noté miradas de burla y censura. Todos comprendieron que íbamos a pasar juntos la Nochevieja. Raquel prefirió ignorarlos. Sonreía como una niña que espera la visita de las Reyes. Nunca la había visto tan contenta.

La velada transcurrió de forma muy agradable. Raquel se ocupó de todo. Puso la mesa, preparó el pollo, cortó el embutido y el queso, sirvió el vino después de enfriarlo un poco dejándolo en el exterior. Antes de empezar a cenar, rezó con las manos cruzadas y se santiguó.

-¿Usted no se santigua?
-Yo no creo en Dios.
-¡Qué barbaridad! ¿Cómo es posible?
-Trabajaba en una imprenta. En Toledo. No terminé el bachillerato, pero me gustaba leer y los libros son incompatibles con Dios. La religión solo es una superstición.
-¿Es comunista?
-No, anarquista. El comunismo no me gusta. Mi lema es «ni Dios ni amo». Y el Estado es una especie de amo.
-¿Su mujer pensaba igual?
-No, ella iba a misa todos los días. Afortunadamente, no intentaba convencerme de nada. Cuando soltaba lo de «ni Dios ni amo» se reía. Decía que parecía un niño, que nunca maduraría.
-Debía de ser una buena persona.
-Sí, lo era. Pasamos juntos cincuenta años. Cincuenta años que han pasado volando. ¿Has estado casada?

La cara de Raquel se ensombreció.

-Tuve novio, pero era violento y celoso. Me costó mucho trabajo romper la relación. Eso fue hace mucho, cuando vivía en Rumanía.
-¿Y aquí?
-No he encontrado a nadie que me interese.
-Eres muy guapa. Tienes que tener muchos pretendientes.
-La mayoría solo quiere sexo y yo no deseo otro sinvergüenza en mi vida.
-Pero noto que te sientes sola. En la calle, parecías muy triste.
-Usted también.
-A mi edad es inevitable. Todo son pérdidas.
-Creo que tiene una hija.
-Sí, pero solo le estorbo. Prefiere tenerme lejos.
-Yo pienso mucho en la vejez. ¿Qué va a ser de mí? Me pagan en negro. Nunca cobraré una pensión. Y cuando no pueda trabajar, ¿cómo pagaré el alquiler? Volver a Rumanía no es una opción. Allí solo hay miseria.

Raquel ocultó el rostro entre las manos y sollozó. Conmovido, le separé las manos y le dejé un pañuelo.

-Puedes usarlo sin miedo. Está limpio y planchado. Nunca lo utilizo. Es una manía. Si no lo llevo en el bolsillo, no estoy cómodo.

Raquel se secó las mejillas y respiró profundamente, intentando recobrar la compostura.

-Los dos estamos solos –dije-. Creo que podríamos ayudarnos mutuamente. ¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? Tendrías tu propia habitación. Cuando muriera, podrías quedarte con la casa. Y no pienses nada raro. Ya hemos quedado en que soy tu abuelo adoptivo.
-Todo el mundo diría que soy una cualquiera, que me aprovecho de usted. Nadie se creería que nuestra relación era la de un abuelo y su nieta. Dirían cosas feas, horribles.
-¿Y eso qué importa? La soledad es mucho más ingrata que las murmuraciones.
-¿Y su hija?
-Si es necesario, podríamos casarnos. Así heredarías la casa con todas las de la ley. Pensarán mal, lo sé, pero a mí no me quita el sueño. Además, no tendrás que aguantarme mucho tiempo. Tengo setenta y cinco años, y me operaron de corazón hace tiempo. No creo que me quede mucho.
-No hable así, por favor.
-Piénsalo.

Desde esa noche, mis encuentros con Raquel se multiplicaron. A menudo venía a comer a casa. Nos sentábamos en el patio para disfrutar del olor de la madreselva y las flores. Raquel se interesaba por la huerta y yo la animaba a estudiar. Pensaba que una chica tan guapa y educada merecía algo mejor que limpiar casas. No tardaron en circular rumores sobre nuestra relación. Cuando nos veían juntos, los hombres esbozaban una sonrisa maliciosa y las mujeres lanzaban una mirada de reprobación. No sé cómo, pero los comentarios maledicentes llegaron hasta mi hija. Probablemente, alguien la llamó por teléfono. Ana se presentó de repente y tuve que marcharme sin poder decirle adiós a Raquel. Ahora estoy en un piso de un barrio del sur de Madrid. El apartamento es pequeño. Como solo hay tres dormitorios, duermo en el salón. Noto que soy un incordio para todos. Solo el gato de la familia, que no se separa de mi lado, parece estar contento con mi presencia.

Esta mañana, he escuchado una conversación que me ha alarmado, infundiéndome el valor necesario para hacer algo que he deseado desde el primer día. Ana y mi yerno hablaban de mí en la cocina, pensando que no les escuchaba. Era muy temprano y se preparaban para salir a la calle. Como yo no me había levantado, pensaban que seguía dormido.

-Tu padre cada día está peor. Y no lo digo solo porque se haya apoderado del salón, lo cual es un fastidio, sino porque está perdiendo la cabeza. Abre el frigorífico y se olvida de cerrarlo. Cuando va al baño y vacía la vejiga, no tira de la cadena. ¿Y qué me dices de su manía de bañarse en vez de ducharse? Se lleva un calefactor y lo coloca cerca del agua. Cualquier día se electrocuta y provoca un incendio. No podemos seguir así.

-Es mi padre –protestó débilmente Ana.
-Sí, claro, pero yo también tengo padre y desde hace tiempo vive en una residencia. Sería una buena solución. ¿No hay una cerca del pueblo? Allí estaría mejor.
-Puede que tengas razón.

Apenas se marcharon, preparé mi maleta, escribí una nota suficientemente airada para dejar claro que no serían bienvenidos en el pueblo y me marché. Tengo una pensión que me permite vivir con dignidad. No necesito a nadie. El autobús solo tardó cuatro horas en devolverme al pueblo. Abrí la puerta de casa, dejé la maleta y salí otra vez a la calle para buscar a Raquel, pero no la encontré. Llamé al timbre de su apartamento y nadie contestó. Miré el reloj y descubrí que eran las cinco de la tarde. A esas horas, aún estaría trabajando, pero cuando volví más tarde, la casa parecía vacía. Aunque había anochecido, no había ninguna luz. Llamé al timbre con insistencia hasta que una vecina salió al pasillo y me preguntó si me había vuelto loco.

-Busco a Raquel.
-La rumana se marchó hace quince días. Dijo que le había salido un trabajo, pero yo no me lo creo. Seguro que se ha ido por ahí a golfear.

Desanimado, me acerqué al bar para averiguar si Martín sabía algo.

-A mí no me dijo nada.
-Seguro que ahora está en un puticlub –dijo un vecino, entrometiéndose en la conversación.

Aturdido, volví a casa y me senté en el sofá. Oí a un perro en la lejanía. Aullaba como una loba a la que han arrebatado sus crías. Sentí que mi hogar se había convertido en un ataúd que flotaba a la deriva, como el de Queequeg, el arponero maorí de Moby Dick. Comprendí la inutilidad de oponer resistencia. La suerte se había vuelto contra mí y carecía de fuerzas para luchar contra ella. Pasé varias horas en silencio, respirando lentamente y pensando en la muerte, pero de repente recordé a Ismael, único superviviente del Pequod. Gracias al ataúd del arponero, se libra de morir ahogado. Al igual que él, me encontraba suspendido sobre un bostezante abismo que intentaba succionar mi cuerpo y mi alma. Cuando parecía que me hallaba a punto de desaparecer en una sima infernal, el recuerdo de Raquel me hizo salir a flote, casi como si me impulsara un resorte. No tenía por qué ahogarme. Mientras permaneciera en esa casa, cabría albergar la esperanza de que algún día llamaran a la puerta y fuera ella. Volvería para rescatarme, como el ballenero que se desvió de su rumbo para buscar a sus hijos perdidos, pero solo halló a un huérfano. Ahora yo era ese huérfano y únicamente Raquel podría librarme de la oscuridad que pretendía amortajarme. Había vuelto a mi jardín, escapando de las fauces de la ciudad, pero solo se transformaría en un edén cuando las sombras fueran desalojadas definitivamente por la vida. Sonreí al notar el olor de la madreselva, que se había acercado hasta mí para besar mis párpados y ayudarme a conciliar el sueño.

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