Buscar

La ciencia emigrada

Transplantierte Kuntwissenchaft. Deutschsprachiger Kuntgeschichte im amerikanischen Exil

KAREN MICHELS

Akademie Verlag, Berlín

Biographisches Handbuch deutschsprachiger Kunsthistoriker im Exil

ULRIKE WENDLAND

K. G. Saur, Múnich

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Uno de los fenómenos que más rotundamente han incidido en la historia de la historiografía artística es la emigración que se produjo en los años treinta hacia países democráticos de un amplio sector de la comunidad académica de lengua alemana. Todas las disciplinas se vieron afectadas por el exilio forzado por la persecución racial, política y religiosa del régimen nacionalsocialista, pero muy particularmente la historia del arte, cuya diáspora trajo consigo a medio plazo una transformación completa del mapa de referencia internacional en este campo de conocimiento. La psicopática política artística del III Reich contribuyó a ello tanto como la política de expulsión. En comparación, por ejemplo, con los aproximadamente 120 matemáticos, los 120 psicólogos, los 134 historiadores, los 65 romanistas y los 150 físicos que fueron al exilio, el número de historiadores del arte alemanes y austriacos que sufrió ese mismo destino fue notoriamente superior: 250 son los registrados en las 813 páginas del Manual biográfico de historiadores del arte germanoparlantes en el exilio que ha realizado Ulrike Wendland. Constituían ni más ni menos que una cuarta parte del conjunto de la comunidad preexistente. De entre ellos más de la mitad encontraron refugio finalmente en los Estados Unidos.

El exilio intelectual alemán –que, en efecto, trajo consigo procesos de transformación tan notables en la cultura internacional, y particularmente en la de habla inglesa– no ha sido, en contra de lo que podría suponerse, objeto de estudio hasta fechas relativamente recientes. Tampoco antes había consciencia de su importancia. La investigación sobre el exilio para la recuperación activa de su memoria histórica arrancó en la práctica en los años ochenta, con publicaciones periódicas como Berichte zur Wissenschaftsgeschichte y Exil-Forschung y con la aparición, entre otras obras, de repertorios como el Manual biográfico de la emigración alemana posterior a 1933, que editó entre 1980 y 1983 en tres volúmenes la casa Saur. Menciono esta publicación pionera con objeto de justificar una reflexión sobre lo tardío de la investigación sobre un tema que marcó absolutamente la vida de la comunidad intelectual alemana. A diferencia de España, donde la dictadura retrasó muchísimo la conciliación nacional y donde sólo las nuevas condiciones políticas han favorecido en fechas cercanas el estudio, bastante más que incipiente, sobre el exilio cultural español de 1939, en la Alemania occidental existía desde la liberación una situación propicia para la vinculación del exilio a la discusión cultural. Pero, entre otras cosas, el síndrome de culpa dominante en la Alemania Federal de la posguerra convirtió aquella especie de autoamputación que demencialmente se había practicado en el reciente pasado en intocable objeto de renuncia para un presente aturdido. El efecto exitoso de esa emigración se dejó notar en los países de acogida ya en los años sesenta, y el seguimiento de los psicólogos, economistas, historiadores del arte, teólogos y demás peregrinos alemanes se ha venido haciendo sobre todo en los últimos quince años desde el que fuera su país de origen. Por lo que respecta a la historiografía artística, dos trabajos muy acabados, aparecidos en 1999, el mencionado de Wendland y el libro de Karen Michels Ciencia del arte trasplantada, que estudia fundamentalmente la migración a los Estados Unidos, aportan un conocimiento exhaustivo de este importante episodio de la historia disciplinar. Ambos se desarrollaron en un mismo centro de investigación, abierto desde 1989 en Hamburgo, primero en el Instituto de Historia del Arte y luego como departamento de la Warburg-Haus, el Archivo sobre la emigración científica en historia del arte. Son muchas las razones que me han llevado a la lectura atenta de estos libros, y todas coinciden en una sola: preguntarles por el fértil reordenamiento del que fue capaz un colectivo de historiadores del arte en las circunstancias más difíciles. Y dan una respuesta prolija y certera. En realidad, hablar de un colectivo es un eufemismo, porque se trata de una suma de biografías individuales, cuyo nexo común es haberse formado como historiadores del arte en Alemania y Austria, haber nacido como poco antes de 1915 y haberse exiliado voluntaria o forzosamente bajo el poder nazi. Las biografías particulares de esos hombres y mujeres no pueden ser agrupadas por muchos más vínculos, pues las peripecias de cada uno tuvieron sustancia medular propia. Entre los más jóvenes abundan los periplos complicados, como Claude Schaefer –el conocedor de la obra de Jean Fouquet–, que completó sus estudios en París, se trasladó en 1942 a Montevideo, donde empezó a enseñar, pasó después a Argentina, Francia, Estados Unidos, Canadá y finalmente a la Universidad de Tours.

A John (Gustav) Rewald, el célebre historiador del impresionismo, tampoco le fue posible terminar sus estudios en Alemania, por exclusión «racial», y, después de haber seguido cursos en Hamburgo con Panofsky y Saxl, se doctoró en París con Focillon, fue internado en 1939 y en 1941 pudo refugiarse en EE.UU. Allí trabajó como librero, traductor, colaborador del MOMA, y como profesor universitario a partir de 1961. También la socióloga del arte judía Hanna Deinhard fue acogida como doctoranda por Focillon. Dejó después París rumbo a Brasil, donde vivió entre 1936 y 1948, y comenzó más tarde a trabajar en la enseñanza universitaria en Nueva York. Paul Wescher era director interino del Gabinete de Estampas de Berlín cuando en 1933 se decidió por el exilio voluntario. Se instaló en París, ocupado en la investigación y trabajando con anticuarios. Comenzó a impartir la docencia en 1939 en Suiza y de ahí pasó en 1948 a EE.UU., donde se incorporaría a un campo de trabajo muy cerrado a los extranjeros, el de los museos, primero en Detroit, luego en Los Ángeles, en Raleigh y finalmente en Santa Mónica, donde ocupará la dirección del J. Paul Getty Museum entre 1953 y 1959.

Uno de los hispanistas de este colectivo será Erwin Walter Palm, quien, después de estudiar en Gotinga y Heidelberg, se marchó a preparar su doctorado sobre la mitocrítica en Ovidio a Roma, donde le sorprendió la suspensión de derechos para los judíos, por lo que no regresó a Alemania. En 1939 se trasladó a Londres. De allí viajaría al año siguiente a Santo Domingo, donde ejerció la docencia universitaria y comenzó a poner en marcha proyectos de investigación sobre temas por entonces inéditos del patrimonio artístico colonial. Algún historiador del arte también tomó parte en la guerra civil española. Fue el caso del celebérrimo Carl Einstein: llegó en 1936 como periodista de guerra y se alistó después en las milicias anarquistas, con las que lucharía hasta el final de la contienda. Se asiló en Francia pero, víctima de persecuciones y de una solemne pobreza en su tortuosa peregrinación, puso fin a su vida en 1940 junto a la frontera española, después de haber quedado malherido en un primer intento de suicidio. Otro suicida fue Max Raphael: salió en 1941 del puerto de Barcelona rumbo a Nueva York, donde su inadaptación se prolongará hasta que en 1952 decide quitarse la vida. La lista de peripecias no sólo es larga, sino también sumamente abigarrada en sus perfiles biográficos. En ella figuran nombres muy destacados de la historiografía artística –aunque en su mayoría poco conocidos en el momento de su exilio–, como Otto Benesch, Erwin y Dora Panofsky, Ernst Kris, Julius Held, Otto Pächt, Richard Krautheimer, Walter Friedländer, Siegfried Kracauer, Arnold Hauser, Otto von Simson, Alexander Dorner, William Heckscher, Edgard Wind, Rudolf Wittkower, Paul Frankl, Ernst Gombrich, Wilhelm Köhler, Max Deri, Fritz Saxl y otros tantos que se recordarán.

Junto a ellos también hay numerosas personas que han dejado una huella más discreta en la historia disciplinar, pero que tuvieron un papel muy destacable en el proceso de traslación de los hábitos académicos y críticos de la enseñanza superior alemana a los países receptores de la diáspora. En buena medida, la distinción de una forma de cultura se convirtió en un atributo específico de la comunidad de los judíos alemanes y, en sentido lato, es objeto de estudio que concierne a toda la emigración académica. Y hay que subrayar que, en el proceso de aculturización, todos ellos demostraron disponer de la competencia y la flexibilidad necesarias para proyectar muy provechosamente de nuevas, dentro o fuera del ámbito universitario, la formación que habían asimilado. Sin duda, al desarrollo de esta aptitud había contribuido el singular perfil de la universidad alemana, entre cuyos valores estaban el desarrollo de una formación profesionalmente diferenciada y dúctil y el énfasis sobre el uso de los instrumentos críticos y de análisis, que capacitaban a sus educandos a la larga para ocuparse con rigor de los más diversos objetos de estudio. La prueba de la confrontación con un nuevo horizonte vital que se les impuso por la perversión del Estado hitleriano fue superada en la medida en la que en los países de adopción pudieron dar continuidad a su saber hacer. Unos veinticinco profesores de historia del arte que habían sido inhabilitados optaron por permanecer en Alemania, donde las dificultades y las pruebas serán distintas. La más grave, que se impuso a varios, entre ellos a Karl Freund, fue la muerte en campos de concentración.

Los principales países receptores fueron Estados Unidos y, en menor medida, Gran Bretaña, donde se quedaron, entre otros, Nikolaus Pevsner, Frederick Antal y Johannes Wilde. Londres fue para muchos escala en su camino hacia otros países. A veces para terminar regresando a Alemania, como hizo Kurt Badt en 1950. En 1933 se había trasladado la Biblioteca Warburg de Hamburgo a Londres. El Warburg Institute, bajo la dirección de Fritz Saxl y Gertrud Bing, ofreció en la capital británica apoyo a los historiadores que habían abandonado Alemania, medió en favor de ayudas de la Society for the Protection of Science and Learning, concedió becas propias, dio pequeños empleos y facilitó cuanto pudo el contacto con las universidades inglesas y americanas. El peso del exilio se hará notar mucho tiempo. Entre 1959 y 1976 la dirección del instituto corrió a cargo de Ernst Gombrich, otro inmigrado, que había llegado a Londres en 1936 con una recomendación de Ernst Kris a Saxl. No sería exagerado decir que con la llegada del Instituto Warburg a Londres se había introducido la historiografía artística en Inglaterra, que se administraba colaborando con la inmigración. La cátedra de historia del arte que ocupó Edgard Wind en Oxford se creó para él en 1955 y fue la primera de esta disciplina que existió en el Reino Unido.

En los Estados Unidos de los años treinta la historia del arte contaba como disciplina con un escaso predicamento, pero con varias personas muy valiosas y muy dispuestas a su desarrollo. Una de ellas era Walter S. Cook, decano del Institute of Fine Arts de Nueva York, donde muchos historiadores, por ejemplo, Julius Held y Walter Friedländer, tuvieron sus primeros encargos académicos en el exilio. También Alfred Barr, director del MOMA, y Meyer Schapiro estuvieron entre la gente más comprometida con la inmigración de historiadores del arte en Nueva York. Tuvo un papel especialmente destacado el profesor de historia del arte de Princeton A.J.Ch.R. Morey, quien medió por la contratación de algunos de los llegados de ultramar en la New School for Social Research de Nueva York, un centro donde impartieron clases, por ejemplo, Ernst Kris, Rudolf Arnheim y Paul Zucker, y que se convertirá, por la gran presencia de académicos alemanes, en una University in Exile. Otro lugar fundamental protegido por Morey fue el Institute for Advanced Study de Princeton, donde fueron profesores Erwin Panofsky y otros inmigrados, como Paul Frankl. Estos espacios universitarios sirvieron de lugar de paso a muchos de los historiadores del arte alemanes que encontrarían empleo en otros centros. Un rasgo común a estos de Nueva York y Princeton es que se trataba de establecimientos jóvenes y particularmente innovadores, donde, por ejemplo, se había roto con los cupos que en otras universidades reducían al mínimo el número de matrículas y contrataciones de mujeres, minorías y judíos.

La aportación de los inmigrantes a la universidad norteamericana en el campo de la investigación históricoartística fue prácticamente la del desarrollo de la disciplina. Es posible diferenciar la penetración de algunas corrientes, como la iconología, que se convertirá en dominante, y otras de menor presencia, como la psicología de la gestalt, introducida en Estados Unidos por Max Wertheimer y Rudolf Arnheim, el análisis formal de Otto Pächt, etc. También cabe distinguir entre la proyección de unos y de otros en función de su adaptación, su dominio del inglés, la mayor o menor estabilidad laboral que tuvieron y otras circunstancias. Los trabajos de Panofsky lograron un eco extraordinario, el más sobresaliente de todos, en el diálogo científico, pero apenas tuvo discípulos directos, a diferencia de Walter Friedländer, quien formó, entre otros, a Robert Rosenblum y a Sydney Freedberg, y de Richard Krautheimer, maestro, por ejemplo, de James Ackerman y Kenneth Donahue. El libro de Karen Michels hace un seguimiento ágil y bien fundamentado de todo ello y de otros asuntos que le permiten explicar el reciclaje que experimentó la Kunstwissenschaft en Norteamérica. Una pregunta naïf acerca de qué fue más importante en aquel proceso de la inmigración intelectual, si las bibliotecas que crearon, las conferencias, las publicaciones, las líneas de investigación o los seminarios, tiene, creo, respuesta. El factor decisivo fue la fidelidad a los ideales de la universidad humboldtiana en la actividad académica de los refugiados.

La historia del arte no sólo estaba infradesarrollada como disciplina en Norteamérica, sino que no disponía de las condiciones que podían permitir su maduración. La historiografía artística carecía allí aún de raíces académicas sólidas, se impartía con contenidos genéricos y en medio de un sistema educativo superior muy escolarizado. El uso de diapositivas en las clases, por ejemplo, si es que se daba, solía reducirse a imágenes de un repertorio convencional. En términos generales, la estandarización de la enseñanza, con la impartición de asignaturas de contenido muy general, con fines utilitaristas, regidas por manuales y con repertorios fotográficos fijos, dominaba en las clases, de las que se requería que impartieran el saber básico exigible después en los exámenes. Los inmigrados no se adecuaron a ese estado de cosas de la enseñanza. Cultivaron la unidad de investigación y enseñanza en la que se habían formado, haciendo de las clases, según la definición de Wilhelm von Humboldt, un «acto de investigación sui generis». Ofrecían más preguntas que respuestas en los seminarios –«Special Problems in Art History», se titulaba uno de Panofsky–, se abrían a relaciones singulares con otras disciplinas, quebraban en lo posible la rigidez de los planes de estudio vigentes, y confiaban menos en el perfeccionamiento curricular y en el calendario de exámenes que en el rendimiento cualitativo del debate en los seminarios. Estos y otros valores arraigados en la universidad alemana y en lo que había sido la política educativa de la República de Weimar se hicieron muy presentes para ellos precisamente al estar sometidos a la confrontación con otro sistema. El contagio de esa diferenciada forma de la enseñanza había empezado ya en los años veinte, pero se dejó sentir verdaderamente con la llegada de los refugiados. A los historiadores del arte inmigrados se debe además la profesionalización de las mediatecas y bibliotecas, como ocurrió con Guido Schönberger en el Institute of Fine Arts de Nueva York y después en la Universidad de California, en Berkeley, con la actividad de Walter Horn. Junto a estas aportaciones tangibles quedaron otras muchas más difíciles de medir y evaluar a simple vista, pero incuestionablemente decisivas.

La emigración intelectual escribió uno de los capítulos más fecundos de la historia universitaria de todos los tiempos y es merecedora de admiración. La recuperación de la liberalidad de la universidad humboldtiana en la Alemania de la posguerra fue otra esforzada empresa en la que participaron algunos reemigrados. Puede considerarse que el capítulo más reciente de esta historia de la moderna renovación académica, salvando las pertinentes distancias, ha sido la increíble transformación que tras la caída del muro de Berlín se ha operado en un brevísimo intervalo de tiempo y con excelentes resultados en la universidad de la antigua República Democrática Alemana.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

9 '
0

Compartir

También de interés.

Rincones de la memoria

Socialismo, roast beef y tarta de manzana

En 1906 Werner Sombart publica como libro el ensayo ¿Por qué no hay socialismo…