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El exiliado eterno

LOS AÑOS AMERICANOS

VLADIMIR NABOKOV

Anagrama, Barcelona

Trad. de Daniel Najmías

1.000 pp.

39 €

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Brian Boyd ha construido un personaje que debía reconstruirse a sí mismo, Vladimir Nabokov, recién llegado a los Estados Unidos de América después de vivir las peripecias que el propio Brian Boyd (Belfast, 1952) contó en Vladimir Nabokov: Los años rusos (trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Anagrama, 1992). Hitler obligó a Nabokov a huir de Europa en 1940, como Lenin lo había echado de Rusia veinte años antes. América sería, según Nabokov, la síntesis entre Europa y Rusia. Los campos de Vermont a veces parecían Siberia, según Nabokov. Sus primeros veinte años habían sido rusos, veintiún años se le fueron entre Alemania y Francia, y por fin el mayor talento ruso de su generación acabó en Estados Unidos, obligado a aprender a escribir en inglés. Supo siempre prestar la atención necesaria para sobrevivir en sus nuevos mundos sucesivos. Tenía conciencia de ser un expatriado desde la niñez, expulsado de la infancia y el amor de los padres, expropiado eternamente del pasado.

Nabokov, tal como lo cuenta Boyd, vivió una América radiante. La llegada a Nueva York se convirtió en comedia musical en la aduana: un cerrajero rompió el candado de un baúl sin llave para que dos aduaneros juguetearan como bailarines con los guantes de boxeo del hijo de Nabokov y un tercer funcionario se maravillara ante las mariposas que viajaban en la maleta del ruso recién llegado. Dice Boyd que Nabokov tuvo el don de adivinar la intemporalidad en las cosas más inmediatas y transitorias, la gracia de percibir esos nexos que concilian pasado y futuro. Brian Boyd recuerda la anécdota del general zarista que un día le enseñó a Vladimir niño un truco con cerillas. Otro día, años después, un campesino le pide en Crimea fuego al joven Nabokov, que huye de los bolcheviques. Era el mismo general, disfrazado y perseguido. El biógrafo Brian Boyd descubre en la vida de Nabokov un motivo atemporal y armónico: los barcos que sirven para huir. Los años rusos acababan a bordo del carguero en que Nabokov y su padre salían para siempre de Rusia, jugando al ajedrez en cubierta, bajo fuego enemigo, en 1919. Los años americanos empiezan en el transatlántico francés que atraca con fortuna en Nueva York a finales de la primavera de 1940. La alegría de la llegada incluye la anécdota de un taxista honrado que devuelve a la pobre familia Nabokov noventa dólares entregados por equivocación. Todo era perfecto. «Pero habrá que aprender a vivir aquí», ­anotó Nabokov en sus diarios.

Entonces el emigrado se convirtió en un profesor que, con voz de barítono, lanzaba frases arrolladoras y felices, bromista persuasivo, fascinante y considerado, un caballero muy vital y propenso a la carcajada. Confesaba tener tres escritores favoritos: Pushkin, Shakespeare y Nabokov. La exuberancia nabokoviana fastidiaba a algunos: en junio de 1962 Hannah Arendt le escribía a una Mary McCarthy deslumbrada por Pálido fuego que algo en Nabokov le desagradaba: la vulgaridad con que presumía de ser inteligente. Ya no sabremos si, en caso de que el autor de Lolita no hubiera alcanzado la portada de las revistas ilustradas de moda, hoy tendría biógrafos para recordar sus éxitos como conferenciante y profesor de literatura y lengua rusa. Brian Boyd lo retrata como un actor excepcional, irresistible conquistador de su público.

Los alumnos recordaban sus charlas y las comparaban con la actuación de un mago. Véra Slónim, la mujer de Nabokov, contribuía al espectáculo. Repartía folios en clase, escribía en la pizarra los nombres difíciles. Era, según la leyenda, una belleza de blanca cabellera de estatua. Véra Nabokov, la ayudante del mago, es el otro gran personaje de la historia que cuenta Brian Boyd. Se entregó a su marido con devoción, sirviéndole de documentalista, bibliotecaria, mecanógrafa, ajedrecista rival, administradora y agente literario controladora de la industria de entrevistas, declaraciones, filmaciones y reportajes en torno al creador de Lolita. Fue también su chófer. Intrépida princesa nabokoviana, acabó una vez detenida por exceso de velocidad, después de darse a la fuga y caer en una cuneta a más de cien kilómetros por hora.

Boyd cuenta casi día a día cómo Vladimir Nabokov se acostumbró a su nuevo mundo igual que alguien aprende con feliz facilidad una lengua nueva. Se movía en su exilio como quería que sus alumnos entraran en las novelas que les enseñaba a leer. Leer una novela era una aventura, un viaje personal a un país desconocido: algo así como la incursión de Humbert Humbert por las carreteras y moteles de su América lolitesca. Las grandes novelas son cuentos de hadas, no manifiestos sociales ni crónicas de la época, decía Nabokov. Un buen libro ve prodigiosamente lo real. Un verdadero escritor ve cada detalle de su mundo con la pasión de la ciencia y la paciencia precisa de la poesía. La literatura es un modo de conocimiento de la realidad a través de la imaginación, no un pretexto para proclamas morales basadas en lugares comunes. Nabokov no les preguntaba a sus alumnos sobre tendencias artísticas, estilos, escuelas y simbología, sino sobre los carruajes usados en la Inglaterra de Jane Austen, el papel pintado del dormitorio de Anna Karenina o el tipo de insecto en que se convirtió Gregor Samsa después de explicar las catorce características entomológicas del personaje. «Prefiero el detalle a la generalización, los hechos a los símbolos, la fruta a la mermelada sintética», decía Nabokov, y su fiel biógrafo se atiene casi siempre a las enseñanzas del maestro.

El extranjero de vida cuádruple –escritor, profesor, traductor y lepidopterólogo– encontraba en el estudio de las mariposas, con sus historias de migraciones, metamorfosis y casos de mimetismo natural bajo la influencia del entorno, el ejemplo supremo del carácter artístico de la vida. La investigación entomológica presentaba, según Nabokov, un modelo para el estudio comparado de las literaturas. Y, así como Boyd narra la vida del escritor ruso que hubo de convertirse en profesor y escritor americano, Nabokov imaginó una experiencia similar en Pnin (1953), su primera novela americana de cierto éxito, aparecida antes por entregas en The New Yorker, la revista con la que Nabokov mantuvo relaciones más sólidas. Pnin es el retrato del profesor Timofei Pnin, emigrado ruso, como su creador, aunque, a diferencia del novelista Nabokov, Pnin ande perdido por los campus universitarios de América, sufra insuperables dificultades con el idioma inglés, e invite a sus semejantes a divertirse con las desgracias ajenas, tal como es costumbre entre los humanos, que, en este caso, se ríen a costa de Pnin. Pnin resulta más raro y risible cuanto más quiere amoldarse a las costumbres de su país de exilio, desterrado patéticamente solo.

Pero también es una figura apreciadísima en la reunión de emigrados: digno, ingenioso, puro y erudito, amigo incondicional y sereno, creado casi a imagen y semejanza de Vladimir Nabokov. Su incapacidad para aprender inglés lo disminuía y ridiculizaba. Un narrador que podría ser Nabokov, con su brillantez lingüística y profesional, triunfalmente americanizado, es el cómplice del lector en la broma a costa del torpe Pnin: formar parte de una comunidad significa participar en sus crueldades. Los trastornos del exilio se convirtieron en ocasión de éxito para Nabokov, elogiado por Pnin, novela «inteligente, divertida y emocionante». El emigrado Nabokov, a pesar de sus logros y su buen humor, seguía sin trabajo estable, viviendo de reseñas, artículos, conferencias, clases en universidades del Este («veinte años felices en Wellesley y Cornell») y cursos de verano en el Oeste, además de becas para escritores o lepidopterólogos.

Pudo asentarse Nabokov definitivamente en Harvard en 1957, pero fue rechazado por Roman Jakobson, la estrella del departamento de lenguas eslavas, que atribuía al genio ideas extravagantes sobre Dostoievski. Como algún colega recordaría que Nabokov era un novelista muy distinguido, Jakobson respondió que a nadie se le ocurriría nombrar a un elefante profesor de Zoo­logía. Nabokov, según Boyd, catalogó inmediatamente a Jakobson como espía soviético, es decir, un microbio especialmente maligno. Lo único que a Nabokov le irritaba de Estados Unidos era lo que irritaba a los estadounidenses de orden: el izquierdismo estadounidense, que consideraba a Stalin un enemigo del hitlerismo y, por lo tanto, amigo de Estados Unidos. La ignorancia occidental acerca de la Rusia prerrevolucionaria y el exilio desencajaba a Nabokov, que, como cuenta Boyd, se veía obligado a vencer la ignorancia de la dirección de The New Yorker, un equipo de periodistas que creían que Lenin derrocó en 1917 a los zares y terminó con la servidumbre, abolida desde 1861, dos años antes de que Lincoln emancipara a los esclavos.

El escritor por fin americano había sido un niño ruso aristocráticamente anglófilo. Su madre le leía en San Petersburgo cuentos de hadas ingleses, antes de rezar en inglés y dormirse, y su padre le recomendaba a Dickens para que el joven Vladimir prefiriera a Stevenson, Kipling, Wells, Conan Doyle y Chesterton. Luego, estudiante en Cambridge, Nabokov elegiría como favoritos a Shakespeare, Keats y Browning. Eran gustos normales, extendidos. A Nabokov le parecía deplorable en un creador el deseo de halagar a un público considerado medio tonto, porque entendía que el público es un juez mucho más inteligente que lo que algunos expertos consideran. Pero presumía de aborrecer la literatura popular, y, si lamentaba la fama «incomprensible» de Dostoievski, era porque lo veía como un escritor de tercera clase, de novelas policíacas, exactamente. Con Raymond Chandler, sin embargo, coincidía al definir el drama como una exageración de las pautas de la coincidencia, la suerte y el destino, y como una intensificación de las emociones.

Brian Boyd recuerda, sin embargo, las conexiones con la novela negra de Lolita, historia de un asesino que no sabemos a quién ha matado. Invirtiendo el esquema de la novela de misterio, lo que debemos adivinar es la identidad de la víctima, que quizá sea la madre de Lolita, o Lolita misma, o una víctima tan inesperada como debería serlo el criminal. No es tampoco casual que, convertido Nabokov en portada de revista de masas, un profesional de la publicidad quisiera presentar su novela corta El ojo como «un James Bond del autor de Lolita», escritor de la estirpe «de Ian Fleming y John Le Carré». También la detestada ciencia ficción y sus fábulas de mundos extraterrestres se filtraron en Ada y el ardor. Y Boyd incluye en su memoria del genio una sinopsis argumental escrita a petición de Alfred Hitchcock, en la que Nabokov esbozaba la historia de un astronauta que vuelve imperceptible y monstruosamente cambiado de un viaje interastral. Nabokov decía no tener pruebas de los vuelos espaciales de estadounidenses y rusos, material informativo que definía como «propaganda cósmica». Entre lo cósmico y lo cómico sólo hay una letra de diferencia, dijo una vez Nabokov.

Con verosimilitud minuciosa Brian Boyd ha construido un gran Nobokov. Alguna particularidad anecdótica le sirve para retratarlo moralmente, en su aborrecimiento de toda xenofobia, de todo antisemitismo y provincianismo patriotero, de toda crueldad. Ciertos rasgos de carácter del genio son marcados oblicuamente aquí y allí, como cuando Mary McCarthy encuentra a Nabokov en 1952 «más gordo y expansivo», y lo compara con el que fue diez años antes (en Pnin el narrador ve a su personaje una noche «húmeda y festiva» de 1952, «y nunca lo había encontrado tan saludable, tan próspero y tan seguro de sí mismo»). O como cuando la vida universitaria o social provoca la aparición de un Nabokov de memoria rencorosa contra alumnos rebeldes y rivales literarios. Sus juicios estéticos podrían ser caprichosos, pero tenían la coherencia de un maniático: después de despotricar contra el Hamlet de Laurence Olivier, al preguntarle cuándo había visto la película, contestó que jamás iba a películas tan malas.

Dueño de un instinto de exiliado eterno, optó finalmente en los años sesenta, después del huracán Lolita, por la vida en un hotel suizo, sin propiedades que lo entretuvieran físicamente. Había conquistado una identidad: «Escritor americano, nacido en Rusia y educado en Inglaterra». No pensaba volver al país natal. «Lo que necesito de Rusia lo tengo conmigo»: el idioma, la literatura, la infancia de la que una vez fue desposeído y desterrado. Boyd identifica o sugiere, obra a obra, el gran asunto de Nabokov: el aborrecimiento de quienes, sin contemplaciones, imponen sus deseos sobre los deseos de los demás. Fue lo que hizo con Lolita el monstruo Humbert Humbert, que arrasó la infancia y el futuro de Lolita, la voluntad de Lolita. Viendo moverse a la niña de doce años por las páginas de la novela, Brian Boyd lo resume en una frase justa: «Su gracia innata como tenista ya no podía compensar la pérdida absoluta del deseo de ganar».

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