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El español fuera de España

El español en las relaciones internacionales

Javier Rupérez, David F. Vítores

Madrid/Barcelona, Fundación Telefónica/Ariel, 2012

160 pp. 15 €

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Las palabras que más han interesado, a veces fascinado, a cuantos españoles tratan de la relación entre lengua y política internacional (y nacional) son estas que cita Javier Rupérez en el libro El español en las relaciones internacionales: «Cuando bien conmigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación e memoria quedaron escriptas, una cosa hallo y saco por conclusión muy cierta, que siempre la lengua fue compañera del imperio i de tal manera lo siguió que juntamente començaron, crecieron i florecieron. I después junta fue la caída de entrambos» (Antonio de Nebrija, prólogo a su Gramática de la lengua castellana, 1492, dedicada a la reina Isabel la Católica).

El meollo del argumento de Nebrija conviene repetirlo: «que siempre la lengua fue compañera del imperio i de tal manera lo siguió que juntamente començaron, crecieron i florecieron. I después junta fue la caída de entrambos». Casi nunca nos paramos a pensar que esta brillante y plausible formulación contiene dos partes bien distintas. La primera es que la lengua y el imperio (hoy diríamos poder) empezaron a extenderse juntos, cosa que casi siempre es cierta. La segunda proposición es que junta fue la caída de entrambos, algo que a menudo no ocurre, como no podía ignorar Nebrija, perfecto conocedor del proceso crucial en la historia del mundo por el que, primero san Pablo en griego y luego la Iglesia occidental en latín, hicieron añicos el imperio de la cultura clásica pagana, utilizando precisamente sus dos lenguas gentiles, no el hebreo.

Es cierto, como nos recuerda Rupérez, que Nebrija argumentó a la reina Isabel con más ahínco la necesidad de usar el castellano para afianzar «debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas […] y cierto assí es que no solamente los enemigos de nuestra fe tienen la necesidad de saber el lenguaje castellano, más los vizcaínos, navarros, franceses, italianos, y todos los otros que tienen algún trato o conversación con España y necesidad de nuestra lengua».

A partir de ahí, Rupérez traslada, con razón, el argumento de Nebrija al terreno económico y social. Llama neonebrijanismo a la opinión expresada en la serie de libros del que este es el más reciente: «[…] el futuro de las lenguas que aspiren a tener peso en una economía globalizada, se jugará, más que en términos de crecimiento demográfico, en el terreno de la fortaleza de la economía, del avance científico, y de la calidad institucional». «Esa tarea de impulso de una lengua que es, hoy por hoy, la segunda de comunicación internacional, habrá de hacerse compatible con la defensa de otras lenguas hispánicas […] y en América de aquellas lenguas indígenas que siguen demostrando vitalidad. Culturalmente, el multilingüismo es riqueza; económicamente, lo será también a condición de que […] se resuelva en convivencia y no en confrontación»José Luis García Delgado, José Antonio Alonso y Juan Carlos Jiménez,  Economía del español. Una introducción , Madrid/Barcelona, Fundación Telefónica/Ariel, 2008..

A continuación, con prudencia insólita entre los tratadistas, Rupérez se refiere al número de hablantes del español, que cifra en unos quinientos millones de personas, aunque reconociendo que es casi imposible «distinguir y cuantificar las diferencias entre lengua materna y lengua aprendida» o determinar «a qué categoría pertenecen los afortunados con el bilingüismo» y otras muchas cuestiones de difícil solución. Igual cautela muestra al tratar de la condición de la lengua española como lingua franca o lengua internacional, o de su limitada extensión geográfica (muy grande pero siempre dentro del continente americano, salvo un 9% de hispanohablantes europeos, en España), o al reconocer la escasa presencia de nuestra lengua en la investigación científica o en el terreno de la economía.

Entrando propiamente en el español en las relaciones internacionales, a través de su uso en las organizaciones (asunto que también aparece tratado con otro enfoque en la segunda parte del libro, escrita por David F. Vítores), Rupérez clasifica con criterio claro el mundo de la diplomacia multilateral que tan bien conoce él. Distingue situaciones tan diferentes como la del español en la ONU (donde tiene un papel importante) o en la Unión Europea, donde la fuerza de la realidad pesa de manera muy distinta. Resume muy bien la base social: «El español, lengua americana, tiene soberanía indudable desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego y, en consecuencia, reconocimiento indiscutido en el plano de las realidades lingüísticas universales. Sin embargo, en Europa, un espacio poblado por 500 millones de habitantes, es la lengua propia de sólo un 9% de ellos y conocido como segunda o tercera lengua por un 6% adicional: un 15% del total de la población europea –en la Europa de los 27– habla español. Es la quinta en importancia entre las europeas –después del inglés, alemán, francés e italiano–, bien que su dominio oficial se radique sólo en un país, España. […] El inglés, que tiene un porcentaje corto de hablantes nativos –un 13% en el Reino Unido, Irlanda y Malta– tiene, sin embargo, un alto porcentaje de los que lo dominan como segunda lengua –un 38%– con un altísimo porcentaje global de la lengua en el continente –un 51%–. El alemán es copiosamente hablado en el centro y en el este del continente como lengua nativa –un 18% del total, la lengua materna más hablada en la Unión Europea– y lo tiene por lengua secundaria un 14% –sumando un 32%–, mientras que el francés en el añadido llega al 26% –12 y 14 respectivamente– y el italiano al 16% –un 13 y un 3».

El reflejo de estas realidades demográficas a la hora de definir las reglas de funcionamiento tanto en la ONU y sus agencias como en las diversas instituciones comunitarias, lleva a multitud de púdicas (o hipócritas) componendas, que en este libro se detallan con una exactitud no exenta de ironía. En la ONU se usan seis idiomas considerados lenguas oficiales (inglés, francés, español, ruso, árabe y chino), pero aunque esas mismas seis son lenguas de trabajo en la Asamblea General y en el Consejo de Seguridad, en la Secretaría, el centro de poder burocrático de la ONU, tan solo se usan el inglés y el francés, y en la práctica el francés tiende a desaparecer. En la Unión Europea todas las lenguas de los países miembros son a la vez oficiales y de trabajo, pero «la Comisión concentra sus trabajos en inglés, francés y alemán –púdicamente denominadas lenguas de procedimiento».

A veces los pudores de la corrección política se vuelven contra quienes los practican. Merece la pena leer los esfuerzos y el dinero que derrochó España desde 2005 para que en el Parlamento Europeo se pudiera usar el vascuence, el catalán o el gallego. Dice David F. Vítores: «Así, el Estado español consiguió en 2005 que el catalán, gallego y el euskera fueran incluidos entre las lenguas oficiales y de trabajo de las instituciones europeas. Si bien es indudable el espaldarazo que esto supone para la promoción y el reconocimiento de estas lenguas cooficiales, no sólo en Europa, sino también en España, sería preciso valorar el menoscabo que esta medida haya podido originar en el mensaje de unidad relativo a la defensa del español que se pretende transmitir en las instituciones comunitarias». En los demás organismos internacionales, bien estudiados por Rupérez y por Vítores, las tendencias oscilan entre el deseo de un drástico, práctico e imposible monolingüismo y los esfuerzos por mantener la presencia de todas las lenguas que estuvieron desde los inicios de cada organización, e incluso de aumentar su número. Lo más probable es que la pugna entre lo práctico y lo justo nunca quede resuelta. Salvo, claro está, que se extreme la hipocresía, cosa que de hecho ocurre en distintas reuniones internacionales restringidas donde se tratan asuntos verdaderamente reservados (defensa, inteligencia o finanzas internacionales) y entonces tan solo se usa el inglés, y a veces hasta exigiendo que ningún participante lleve un traductor personal. Pero de eso no es costumbre hablar en público. Ni siquiera en un libro excelente como este, lleno de variada información, tan útil para políticos y funcionarios como para lingüistas, pero un libro escrito por autores responsables.

Santiago de Mora-Figueroa, Marqués de Tamarón, es diplomático y escritor. Ha escrito diversos ensayos lingüísticos, como El peso de la lengua española en el mundo (Valladolid, Universidad de Valladolid, 1995), El guirigay nacional (Barcelona, Áltera, 2006) y El avestruz, tótem utópico (Madrid, Encuentro, 2012).

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