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El espacio político de las diferencias

El liberalismo político.

John Rawls

Crítica, Barcelona, 1996

Antoni Doménech

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El lector de esta nueva obra de John Rawls puede sentirse tentado por alguna que otra perplejidad. Quien conociera su libro anterior, Una teoría de la justicia, un libro que desde casi el momento de su aparición, en 1971, se convirtió en un clásico vivo de la filosofía moral y política, puede sospechar con razón que la presentación actual se aleja en puntos importantes de la teoría allí expuesta, pero para ello debe pasar por alto las protestas en contrario del mismo autor. Quien, por el contrario, lea a Rawls por vez primera en esta obra, y siguiendo esas indicaciones, no tendrá fácil saber si se está presentando una nueva versión de aquella teoría o si los motivos que la han hecho necesaria no acabarán por reclamar, más bien, un tipo de teoría política bastante diferente a la que se estilaba en los años setenta y ochenta (y ello en gran parte debido al mismo Rawls y a su extensa influencia). Aclarar, pues, en qué se distancian esos dos libros parece importante para entender lo que ahora se nos quiere plantear y puede ser, también, importante para facilitar el acceso a los nuevos planteamientos, permitiendo una lectura que, por así decirlo, parta de cero. Cabe sugerir que, sobre las continuidades entre las dos obras que enseguida mencionaremos, los cambios de la teoría rawlsiana apuntan a un problema central de la esfera política de las sociedades complejas y que tales cambios no resultan tanto de modificaciones internas de los debates teóricos sino que responden, más bien, a cuestiones cruciales en la ordenación de nuestra convivencia y, en concreto, que intentan responder a la cuestión de cómo pensar, a la vez, las diferencias culturales, políticas y de valores y el orden público común. La nueva propuesta de Rawls intenta tomarse absolutamente en serio el pluralismo de las sociedades complejas y, partiendo de él, proponer una concepción de la esfera pública que construya una nueva y más potente versión de la congruencia o la fusión de tolerancia e igualdad.

La conjunción de libertad e igualdad era ya un núcleo central de Una teoría de la justicia. Esa conjunción se realizaba con la formulación de los dos grandes principios de la teoría, que Rawls denomina la justicia como imparcialidad o como equidad: según el primer principio, todos han de tener acceso al disfrute máximo de un sistema de libertades compatible con el ejercicio de las mismas por parte de los otros; según el segundo principio, las desigualdades sólo podrían justificarse si, dados unos mínimos de acceso simétrico a los bienes sociales, las desigualdades favorecen a los más desfavorecidos. Una teoría de la justicia presentaba una reformulación de la teoría del contrato social, teoría que, se nos decía, era la única capaz de construir y justificar adecuadamente esos principios fundamentales. Necesitamos esos principios pues, como también se nos indicaba ya entonces, nuestras sociedades están desordenadas y en ellas no parece solventada la congruencia entre la defensa de las libertades políticas y la reducción de las desigualdades sociales. (En ese planteamiento aparece ya una tonalidad de la perspectiva liberal rawlsiana que se mantiene en los veinticinco años que separan sus dos libros: un fuerte interés, casi diríamos socialdemócrata, por no segregar la consideración del orden político del entramado social y económico. Tómese esto como aviso de lo que se entiende, en este terreno y a diferencia de otros, por «liberalismo».) Como en todas las teorías del contrato, se nos requería entonces que hiciéramos el experimento mental de ubicarnos en una situación hipotética (el equivalente al momento originario del pacto) en la que habríamos de elegir, de acuerdo con determinadas constricciones y con determinadas estrategias racionales, el marco fundamental de nuestra convivencia. La derivación de los principios buscados parecía inevitable para todo ser racional que accediera a esa situación hipotética una vez aceptados sus supuestos y las estrategias allí presentadas. Pero, un problema que cuestiona fuertemente tal esquema –un problema común a todas las teorías del contrato social– es que parece exigírsenos una concordancia y una homogeneidad excesivas a la hora de hacérnoslo inteligible: todos hemos de ser en exceso iguales y todos habríamos de emplear las mismas razones a la hora de justificar y deducir los principios de justicia que habrían de regular todo el entramado normativo, jurídico y político, de nuestras sociedades constitucionales. El modelo diseña el pacto de tal forma que éste sólo parece posible en la medida en que estemos previamente de acuerdo en acordar así nuestra convivencia, que nos concibamos previamente como sujetos posibles de tal experimento mental. Como si de una caja negra se tratara, sacaríamos resultados válidos para todos en la medida en que introdujéramos datos que nos describiesen como idénticos a todos.

Pero, ¿qué sucedería si esa homogeneidad no fuera no sólo inexistente, sino también implausible en términos teóricos? En efecto, en las sociedades desarrolladas existen fuertes diferencias en las concepciones que los ciudadanos tienen de sí mismos, de sus modos e ideales de vida, de sus razones y motivaciones y aun incluso de qué habría de ser y cómo el orden común. A efectos de elaborar una reflexión teórica, y aunque tal no sea la realidad empírica, podemos entender que esas diferentes concepciones se presentan coherentemente en forma de distintas doctrinas comprehensivas que englobarían diversidad de niveles y aspectos. Pues bien, si cupiera esperar algún resultado del experimento mental del contrato social éste debería incorporar lo que Rawls denomina ahora el pluralismo razonable de dichas doctrinas comprehensivas. O mejor, si hubiéramos de imaginarnos en una situación ideal o hipotética de acuerdo, como la que el contrato social nos exige, habríamos de pensarnos como ciudadanos que eligen unos principios comunes de convivencia teniendo en cuenta no sólo sus diferentes intereses particulares, sino también –y sobre todo– sus diferentes motivaciones y la, a veces, imposible congruencia entre sus conjuntos de creencias. El liberalismo político intenta presentar esta nueva teoría (una nueva versión, ya no tan claramente contractualista como la del libro de 1971) de los ideales: una de convivencia justa para este tipo de sociedades fuertemente pluralistas.

Las teorías contractualistas clásicas daban por supuestas una densa concepción de la naturaleza humana y de lo que habría de ser el ejercicio racional que hemos de poner ya entre paréntesis. El tour de force rawlsiano consiste en presentar coherentemente una propuesta fuerte de un sistema pactado de regulaciones normativas que prescinda de esas concepciones densas de la naturaleza y la racionalidad humanas. Dos son los instrumentos centrales de este proyecto: en primer lugar, la clara restricción al ámbito político de la propuesta; en segundo lugar, una modificación del modelo de racionalidad que habríamos de emplear en este proceso. Una teoría de la justicia para las sociedades complejas habrá de entenderse como una propuesta «política, no metafísica», por emplear los nuevos términos de Rawls. En el ámbito filosófico las diferencias pueden ser infinitas e irremontables y si parece necesario reducir al mínimo las probabilidades de desacuerdo no parece insensato reclamar de todos la marginación de sus respectivas filosofías. En efecto, la diversidad de concepciones del mundo de nuestras sociedades –de órdenes y raíces diversas– haría inviable cualquier propuesta que se sustentara sobre tales concepciones: ni una religión ni una filosofía pueden garantizar, a no ser en el ejercicio de alguna suerte de violencia o intolerancia, la estabilidad del orden social. En tales condiciones, hemos de partir con la tolerancia (poner entre paréntesis nuestras pretensiones de verdad) para llegar a la tolerancia y establecer marcos cooperativos abiertos a todos. Habremos, pues, de secularizar nuestro entendimiento de la política: no sólo dejar al lado concepciones religiosas últimas (como desde el siglo XVI estamos, a trancas y barrancas, intentando), sino también proseguir aplicando la tolerancia a la filosofía y a la ética mismas demarcando, y limitando, con claridad sus dominios. Para construir esta comprensión estrictamente política, podríamos partir, sugiere Rawls, sólo de «una concepción política de la persona» y pensar a los ciudadanos como dotados de, por una parte, la capacidad moral de perseguir sus propios intereses y modo de vida y de la capacidad moral de colaborar imparcialmente, de acuerdo con lo que razonablemente puede entenderse como una cooperación justa con los demás, por otra. En esa concepción política de la persona no necesitamos introducir filosofía o metafísica alguna: sólo las intuiciones básicas –intramundamente políticas– de lo que es un miembro adecuadamente cooperante de la sociedad. A partir de esas intuiciones mínimas, y algunos otros recursos teóricos más (como el de qué sea el ideal de una sociedad bien ordenada), Rawls diseña un proceso de construcción de los principios de justicia para las sociedades complejas cuya legitimidad vendría, pues, garantizada porque la diversidad de doctrinas comprehensivas coincidiría razonablemente en sostenerlos. No se le requeriría a ninguna de estas doctrinas que comprendieran dichos principios en términos filosóficos específicos, aunque todas pudieran, internamente, darse las razones que mejor estimaran para suscribirlos. De esta manera, ninguna se vería tentada a rechazarlos por serle ajenos ni tampoco tendría por qué forzar a otra a suscribir las interpretaciones que ella pudiera darse a sí misma para justificarlos. Así, sugiere Rawls, podríamos imaginar no tanto un acuerdo sobre mínimos cuanto la concordancia entre concepciones diversas en lo que son intuiciones ideales de qué puede ser una convivencia política justamente ordenada: es lo que, en una metáfora fecunda, Rawls denomina ahora «consenso entrecruzado».

El segundo elemento a resaltar de la nueva estrategia rawlsiana es que, en congruencia con lo dicho, el tipo de razonamientos que emplearán los diversos participantes en el intento de alcanzar ese consenso por solapamiento ha de estar él mismo marcado por una imparcial intolerancia. Supuesta la restricción al ámbito político de lo que quiere acordarse, los participantes –realmente, los que acceden al ejercicio constituyente del marco político de convivencia– sólo habrían de emplear argumentos basados en el afán razonable de la cooperación política. No sería adecuada aquella racionalidad que quisiera, por ejemplo, maximizar la propia verdad o que impusiera fines a la sociedad fuera de los internos a la justicia y a la estabilidad de la convivencia misma. De nuevo, y aunque cada participante pueda darse en el fuero interno razones peculiares (filosóficas, religiosas, etc.), en el foro de la discusión sólo puede aparecer un «uso público de la razón». Con tal término, de estirpe kantiana, Rawls quiere apuntar a la forma, razones y motivaciones del discurso público-político que debe emplearse en las sociedades complejas y pluralistas, un uso que hace estructuralmente interna a la discusión tanto la imparcialidad como la tolerancia.

El reclamo rawlsiano de la tolerancia –de una tolerancia basada en una idea fuerte de lo razonable– es, tal vez, la idea que late a lo largo de toda la propuesta y la articula. La tolerancia, pues, como estrategia teórica y como supuesto normativo, rasgos ambos que, requieren ser pensados y replanteados en la filosofía política contemporánea, como de hecho sucede. Pero, pensar la tolerancia es, también, pensar sus límites y pensar sus exigencias. No es un dejar hacer pasivo de la esfera pública frente a la dinámica autónoma de la sociedad civil: en el contexto de Rawls es la propuesta activa de acordar el marco constitucional de convivencia que garantice la libertad de cada uno, el respeto por las creencias y la igualdad de todos. Y esa tolerancia requiere, parece indicársenos, no sólo marcos institucionales determinados, sino también que los ciudadanos la apliquen a sí mismos, a sus creencias, a sus concepciones de lo que es la vida buena para cada uno y la vida justa para el común.

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