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El escritor que huyó de la tribu. Diálogo con Mario Vargas Llosa

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Vargas Llosa no ha sido para mí un simple un escritor, sino una de las puertas de entrada al territorio de la literatura. Hasta los dieciséis años leí con la sensación de sumergirme en aventuras que dilataban mi existencia. Con Verne bajé al fondo del mar, di la vuelta a la Tierra y viajé a la Luna. Con Salgari, descubrí la India colonial, con sus tigres, elefantes, estranguladores, princesas e impávidos faquires. Con Stevenson, la cosa cambió un poco. Navegué con piratas, asistí al fin de la Edad Media en la brumosa Inglaterra y deambulé por los paisajes lluviosos de Escocia, pero –además- conocí los odios fratricidas y las pulsiones inconscientes, adentrándome en la penumbra del ser humano.  Miguel Delibes me llevó algo más allá con El camino, obligándome a afrontar el misterio de la muerte. Sin embargo, ninguno de esos autores representó una conmoción tan descomunal como la lectura de Crimen y castigo, de Dostoievski, que me hizo sentir por primera vez que un libro era el lugar donde el ser humano se preguntaba quién era y cuál era su destino.

Después de Crimen y castigo, descarté volver a las islas de los Mares del Sur o a los fiordos escoceses. Quería algo menos exótico, algo más intenso y desgarrador. El azar me proporcionó lo que buscaba. Paseando por el barrio de Argüelles, donde transcurrió mi niñez y mi adolescencia, me acerqué al puesto de un librero ambulante que casi siempre se instalaba en la esquina de Altamirano con Princesa. Examinando su mercancía, quizás un nombre indigno para el libro por todo lo que tiene de espiritual y artístico, me topé con una novela titulada La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Sabía quién era, pues había visto con catorce años la entrevista que le había hecho Joaquín Soler Serrano en Televisión Española. Tal vez a algunos les sorprenda mi precocidad, pero he de aclarar que mi padre fue escritor, un autor olvidado que ahora ocupa un pequeño nicho en las enciclopedias y con dos calles a su nombre, una en Córdoba y otra en un pequeño pueblo de Orihuela. Los transeúntes que transitan por esas calles sin duda ignoran quién es. Mi padre murió de un infarto cuando yo tenía ocho años, pero me dejó un recuerdo imborrable de su inteligencia y su ternura, y una biblioteca con más de cinco mil libros. Mi madre cuidó ese legado con mimo, manteniendo vivo el recuerdo de mi padre y el amor a la lectura. En mi casa, el libro no era un objeto decorativo o durmiente, sino algo sagrado que merecía una atención reverencial. Mi madre nos incitaba a leer y nos acostumbró a ver los programas culturales de la Televisión Española. En los setenta, con solo dos canales, la oferta era infinitamente mejor que en nuestros días. Gracias a esa paradoja, pude ver por primera vez a Vargas Llosa. Por su aspecto, pensé que era un galán de telenovela. Con una discreta melena de aire romántico, una sonrisa luminosa, corbata y camisa a rayas, parecía realmente Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, un nombre digno de un culebrón con pasiones imposibles, arrebatos incendiarios y devastadores desengaños.

Escuché casi todas las entrevistas de Soler Serrano. Si la memoria no me falla, dialogó –entre otros- con Borges, Delibes, Onetti, Delibes, Cela, Octavio Paz, Juan Rulfo, Rafael Alberti, Rosa Chacel, Josep Pla, Gabriel Celaya, Julio Caro Baroja, Alejo Carpentier, José Donoso, Antonio Buero Vallejo, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Cabrera Infante y Manuel Mujica Laínez. El programa de Soler Serrano se llamaba «A fondo» y ocupaba una buena franja horaria en TV2. ¿Sería posible hoy algo semejante? Prefiero no contestar, pues creo que la respuesta me deprimiría. Cuando me topé con un ejemplar –que aún conservo- de La ciudad y los perros recordé su aparición en la televisión. El título era sugerente y me gustaba la portada: dos perros enfurecidos sobre un fondo verde. El librero, un hombre mayor con bigote blanco, jersey con cremallera y gafas de pasta negra, me animó a comprarlo. Le hice caso y devoré la novela en dos o tres días, con ese fervor que tal vez solo se experimenta en la adolescencia. Había dado mi segundo paso en el territorio de la literatura, donde lo que importaba ya no era matar las horas, sino apreciar su espesor y darles un significado. Desde entonces, he leído cada uno de los libros de Vargas Llosa y he contemplado con indignación el linchamiento moral que ha sufrido por abandonar el marxismo, una ideología totalitaria, y abrazar el liberalismo, una corriente de pensamiento que exalta la tolerancia, la libertad y el diálogo. Vargas Llosa se atrevió a huir de la tribu, rompiendo con esa llamada ancestral que diluye al individuo en lo colectivo, destruyendo su independencia de criterio. En los últimos tiempos, su defensa del español le ha costado nuevos ataques, donde sus detractores han demostrado una vez más su apego al exabrupto y la difamación. Vivimos en una época de histerismos potenciados por las redes sociales. El que se atreve a pensar con argumentos racionales sufre la ira de los que prefieren guiarse por las bajas pasiones. El nacionalismo se rasga las vestiduras cuando alguien se atreve a cuestionar sus mitos y le recuerda que lo esencial no es haber nacido a un lado u otro de una frontera, sino disfrutar de la condición de ciudadano. Son muchos los que pretenden desmontar la democracia española y Vargas Llosa lleva años asumiendo su defensa, lo cual le ha convertido en la bestia negra de los que sueñan con transformar la monarquía parlamentaria en una constelación de repúblicas socialistas. 

Hace dos meses, acudí a Daniel Gascón, novelista, columnista y editor de Letras Libres, para pedirle que me pusiera en contacto con Vargas Llosa. Amablemente, me pasó la dirección de correo electrónico de Fiorella Battistini, asistente personal del Nobel. No tenía muchas esperanzas. Presumía que la agenda de Vargas Llosa, saturada de compromisos, no podría hacerme un hueco. La respuesta se demoró unas semanas, pero cuando al fin llegó, me llevé una grata sorpresa. El escritor hablaría conmigo por Zoom durante una hora el 30 de noviembre. No voy a ocultar que la alegría se mezcló con la inquietud. Primero, porque no había hecho ninguna entrevista hasta entonces. Segundo, porque el escritor me parecía más un mito que un personaje real y eso me producía una especie de terror sagrado. Y tercero, porque temía llevarme una decepción, pues muchas veces el ser humano de carne y hueso no está a la altura de su imagen pública. Desgraciadamente, la plaga medieval que estamos sufriendo no dejó otra alternativa que un diálogo de pantalla a pantalla, donde los dos, lejos de mirar a la cámara, nos mirábamos a los ojos, componiendo unos planos que cualquier director de cine habría descartado. John Ford nos hubiera fulminado con una de esas frases despiadadas que empleaba con los actores, mostrando una despreocupación brutal hacia sus sentimientos.

Sentado en su escritorio, Vargas Llosa llevaba una rebeca granate y una camisa de cuadros. A su espalda, una estantería de madera albergaba infinidad de libros cuyos títulos me hubiera gustado conocer. Saber lo que lee un escritor es sumamente revelador, pues cada obra constituye una valiosa pista de sus preferencias estéticas, literarias e ideológicas. Me pregunté si su biblioteca incluía sus propias obras o si las había desterrado, como hizo Borges, pues se consideraba indigno de estar al lado de Shakespeare y Schopenhauer. No hago esta reflexión al azar. Es lo que Borges le comentó a Vargas Llosa cuando este lo entrevistó en su apartamento de Buenos Aires en 1981. La cámara del ordenador no me permitió observar los títulos ni contemplar el despacho de Vargas Llosa, un espacio que solo conozco por las revistas y que me parece francamente acogedor: paredes forradas por estanterías de madera, una escalera de mano para acceder a las baldas más altas, un gran ventanal con vistas a un jardín lleno árboles, una alfombra de tonos cálidos, sofás de color beige, una chimenea, tulipas que propagan una luz tenue y dorada, la pantalla de un televisor –inevitable tributo a la modernidad-, un retrato de Isabel Preysler con un vestido rojo. Un despacho señorial, aristocrático, como el que corresponde a un escritor con el título nobiliario de marqués y con una nostalgia secreta –presumo- por ese «mundo de ayer» del que hablaba Stefan Zweig. Vargas Llosa encarna todos los valores que detestan los amigos de las ideas excluyentes y totalitarias: cortesía, elegancia, convicción. Sabe que sus opiniones son incorrectas para los que aún exaltan el comunismo, el nacionalismo o el fascismo, pero no se ha dejado amordazar por los improperios. Con la idea de compromiso profundamente interiorizada, está dispuesto a participar en las batallas que sean necesarias, asumiendo el coste de ser vituperado y calumniado. Su cintura es asombrosa, pues otros habrían echado el cierre, refugiándose en la ficción. Mi temor de que el escritor de carne y hueso me desilusionara se disipó en enseguida. Solo necesité unos minutos para comprobar que Vargas Llosa era un hombre muy cordial y muy cercano, con un agudo sentido del humor y una gran pasión por la vida y la literatura.

Comenzamos la entrevista hacia las seis de la tarde y, tras presentarle (si es que hace falta algo así), comento que es el mejor novelista vivo en lengua española, pero aquí me surge una duda: ¿lengua española o lengua castellana? Ahora que el español ha perdido su condición de lengua oficial, vehicular, ¿qué es lo correcto?

Vargas Llosa sonríe antes de contestar:

-Yo suelo usar español, aunque lengua castellana también es correcto. El español nació en Castilla y hay, por tanto, una razón histórica. En América Latina, lo más habitual es hablar de lengua española.

-Yo se lo preguntaba porque el español ya no es la lengua oficial, según la ley Celaá. Estos días me acordaba de una frase de Jardiel Poncela, escritor con un ingenio muy afilado. Jardiel decía que hay dos métodos para ser feliz: hacerse el imbécil o serlo realmente. ¿Hemos llegado al segundo método? ¿Nos hemos vuelto realmente imbéciles con el ascenso de los populismos y los nacionalismos?

Vargas Llosa se ríe con ganas, celebrando la frase de Jardiel Poncela:

-Sí, realmente hemos llegado a la idiotez. Suprimir el español en una ley que se da para normalizar la educación en España es completamente idiota. Es muy difícil utilizar otro adjetivo para definir exactamente lo que ha hecho esta ley al suprimir prácticamente el español de todo su articulado y convertirlo en una lengua oculta, clandestina. El español es la gran contribución de España al mundo. Hay como seiscientos millones de personas que hablan el español. En Estados Unidos es la segunda lengua. Hay cincuenta millones de hispanohablantes. Es algo que no tiene ni pies ni cabeza y creo que muy difícilmente lo entenderán los extranjeros.  

-¿Tal vez el mundo retrocede? ¿Hay una pérdida de madurez?

Vargas Llosa asiente, con gesto de pesar, pero también con el asombro que produce la recurrente imbecilidad del ser humano.

-De nuevo se habla de asaltar los cielos –continúo-. El fascismo está totalmente desacreditado. ¿Por qué no sucede lo mismo con el comunismo, otra ideología totalitaria?

-Curiosamente, el comunismo ya no existe –contesta Vargas Llosa-. Desde que desapareció la Unión Soviética, allí solo existe un capitalismo de amiguetes. Sucede lo mismo en China. El comunismo solo persiste en Corea del Norte, Cuba, Venezuela, países que no son un modelo para nadie, especialmente para las naciones tercermundistas que quieren salir de su atraso. El comunismo solo sobrevive en países que han fracasado de una manera trágica y que hoy en día solo sirven de inspiración a los que no quieren vivir en democracia y libertad.

-Muchas veces me he preguntado si alguna vez se ha arrepentido de adoptar la posición del intelectual comprometido. Cuando rompió con el marxismo y abrazó el liberalismo, sufrió una catarata de descalificaciones. ¿Nunca se ha arrepentido de ser una voz beligerante en el terreno del debate político? Si hubiera renunciado a ese papel, tal vez podría haber escrito más novelas y, sobre todo, habría vivido más tranquilo.

Vargas Llosa adopta un ademán serio, juntando las manos con aire reflexivo:

-Nunca me he arrepentido. Desde muy joven, he entendido la literatura a la manera de Sartre. Aunque me he distanciado de él en casi todo, siempre me he mantenido fiel a la idea de que la vocación literaria implica un compromiso político. Esa idea me parecía especialmente necesaria en el Perú, donde no había editoriales, muy pocas librerías y casi nadie leía. Los pobres porque no sabían y los ricos porque no querían. La vocación literaria conlleva la responsabilidad de sacar a la luz las injusticias y los problemas, escogiendo y apoyando las mejores opciones para salir del subdesarrollo. Yo me he equivocado mucho, sobre todo de joven. Durante un año, pertenecí al Partido Comunista, pero siempre fui un marxista marginal. La lectura de Sartre y Simone de Beauvoir me mantuvo alejado del fanatismo y la intolerancia. Eran los años del estalinismo y yo solía airear en mi círculo la postura de Sartre, que creía en el materialismo histórico pero no en el filosófico.

-Curiosamente, usted siempre ha admirado mucho a Borges, un conservador. Incluso en esos años.

-Sí, es cierto. Yo lo leía casi a escondidas, con una admiración teñida de vergüenza, pues Borges era todo lo que Sartre nos enseñaba a odiar: conservador, elitista, con una cultura muy alejada de los modelos vigentes en aquella época. Sin embargo, yo solo podía admirar su prosa, tan original, su vasta erudición, su visión personalísima de la cultura. Así que a lo largo de los años, poco a poco, Borges fue derrotando a Sartre.

-Entrevistó a Borges. Creo que nunca le perdonó que mencionara que había una gotera en su apartamento de Buenos Aires.

Vargas Llosa se ríe, con ojos algo traviesos:

-Sí, es verdad. Borges tenía esas cosas. Mi entrevista estaba llena de admiración y afecto, pero dije que había una gotera, lo cual era cierto. Estaba ahí, a la vista. La recuerdo perfectamente. Tiempo después hizo un comentario muy divertido, apuntando que yo parecía un agente inmobiliario, pues hablaba de la precariedad de su vivienda, casi como si quisiera convencerle de comprar otra casa.

Vargas Llosa celebra la anécdota con unas discretas carcajadas, regocijado por el recuerdo de aquel encuentro.

-Cuando comenté que iba a entrevistarlo –prosigo-, una amiga me pidió que le diera las gracias en su nombre. Mi amiga se llama Loredana. Es rumana. Estudió periodismo y sabe varios idiomas, pero trabaja de limpiadora en Irlanda. Me rogó que le transmitiera su gratitud porque sus libros le han ayudado a ser feliz y a sobrellevar la dura experiencia de la emigración.

-Es lo mejor que pueden decir a un escritor, que sus libros ayudan a hacer felices a las personas. Qué maravilla.

-A mí sus libros también me han ayudado a ser feliz. Conservo un recuerdo muy especial de La ciudad y los perros. Conservo la edición que compré a los dieciséis años.

Le enseñó la portada, con sus perros en sepia enseñándose los dientes.

-Esa portada la diseñó Carlos Barral. Encontró la fotografía y no dudo. Fue un acierto, pues simboliza muy bien el clima del libro.

Le explico que yo no fui a un colegio militar, pero sí a un colegio de curas con profesores que habían combatido durante la Guerra Civil y que nos trataban como si fuéramos reclutas, chillándonos y pegándonos a menudo. Yo me sentía muy desgraciado en ese ambiente y leer La ciudad los perros me ayudó a sobrellevar mejor la experiencia.

-Creo que a usted le sucedió algo semejante con Los miserables, de Víctor Hugo.

-Efectivamente. Leí Los miserables cuando era cadete del Leoncio Prado. En muchas ocasiones, me castigaban sin permiso de fin de semana y yo aprovechaba para leer la novela. No volví a leerla hasta muchos años después, cuando me pidieron un prólogo para una nueva traducción al español. La relectura me reveló que no se trataba tan solo de una novela de aventuras, sino también de una obra que abordaba grandes problemas. Víctor Hugo planteaba que en un momento dado Dios eliminaría el infierno y el pecado original, pues la humanidad había sufrido tanto como Jean Valjean, el protagonista de Los miserables, que se había pasado veinte años en la cárcel por robar un pan. Hoy creo que Los miserables es un libro más religioso que de aventuras, pero lo que a mí me había quedado en la memoria eran las aventuras. Creo que es una de las novelas más ricas, más complejas, más entretenidas, de ese siglo XIX que fue el gran siglo de la novela.

-Es curioso que sus libros, que han hecho felices a tantas personas, hayan surgido de lo que usted ha calificado como un trauma. Me refiero a la difícil relación con su padre. ¿Se podría decir que la vocación de escribir surgió como un ejercicio de supervivencia?

-Es posible. La relación tan difícil que tuve con mi padre ayudó a cimentar mi vocación literaria. Yo mantenía una relación muy estrecha con mi madre. Cuando apareció mi padre y nos fuimos los tres a Lima, yo me sentí terriblemente solo. Dado que no me atrevía a enfrentarme directamente con mi padre, recurrí a los libros como una forma de resistencia. A mi padre le horrorizaba que yo me convirtiera en escritor, pues consideraba que los escritores llevaban una vida bohemia y desordenada. Para evitar que yo siguiera en ese camino, me envió al colegio militar Leoncio Prado y ahí yo me convertí en escritor profesional, pues empecé a escribir las cartas de amor de mis compañeros y novelitas pornográficas. En un colegio militar era la única salida para una vocación literaria, pues los oficiales contemplaban con mucha desconfianza a los cadetes con esa clase de inquietudes. Por otro lado, el Leoncio Prado me ayudó a descubrir el Perú. Yo era un chico que había crecido en la burbuja de la clase media, por entonces muy pequeña, y no sabía nada del resto de la sociedad. Al colegio iban chicos de mi clase social, pero también muchachos de familias adineradas que deseaban seguir la carrera militar y también chicos de orígenes muy humildes, pues el colegio concedía cien becas al año y eso daba la oportunidad de estudiar a jóvenes nacidos en familias trabajadoras. Esa mezcla me hizo descubrir que el Perú no era tan solo un país de blancos de clase media, sino también de cholos, de indios, de gentes muy humildes. La convivencia entre muchachos de procedencias tan distintas no era sencilla. Había mucha rivalidad entre los distintos grupos, mucha violencia.  Yo salí de allí con la idea de escribir una novela y, con los años, esa intención cristalizó en La ciudad y los perros. En definitiva, lejos de conseguir alejarme de la literatura, mi padre me envió al lugar donde se consolidó mi vocación de escritor.

-Empezó la novela a los veintitrés años, ¿no?

-Sí, eso es. En 1958. Me concedieron una beca para realizar el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid y llegué a la ciudad con el propósito de comenzar a escribir la novela.

-Tardó tres años.

-Efectivamente.

-Su primera obra fue un libro de cuentos, Los jefes. Son un conjunto de buenos relatos, pero donde se nota que el escritor aún se encuentra en un proceso de aprendizaje. En cambio, La ciudad y los perros es una obra perfecta. Un mecanismo de alta relojería. Asombra un progreso tan rápido. En la poesía la precocidad es frecuente, pero no en la novela. ¿Cómo se produjo ese salto descomunal?

-Fue a través de la lectura. Me familiaricé con la novela moderna. Leí mucho a escritores que habían sido decisivos en la evolución del género, como Joyce –primero en español, luego en inglés-, Faulkner –admirablemente traducido al francés- y a Malraux, un autor injustamente olvidado y desdeñado. La condición humana es una novela extraordinaria, muy moderna, que aplica técnicas muy modernas para describir las multitudes. La evolución política de Malraux ha contribuido a su marginación. Fue ministro con De Gaulle, algo que nunca le perdonó la izquierda. En casi todas partes, la izquierda tiene el control de la vida cultural: Francia, la mayor parte de América Latina y también en España.

-Lo que dice me recuerda lo que le sucedió a Fernando Aramburu, cuando hace un tiempo colgó una frase atribuida a Churchill: «En el futuro habrá dos tipos de fascistas: los fascistas y los antifascistas».

Vargas Llosa se ríe y me interrumpe:

-Me recuerda una frase de Malraux, que decía: «A la larga habrá una lucha definitiva entre los comunistas y los ex comunistas».

Celebro la frase con una carcajada y concluyo la anécdota:

-Al poco de colgar la frase en su Twitter, Aramburu comenzó a acumular insultos. En menos de una hora, ochocientas personas le dijeron toda clase de barbaridades.

-No me extraña.

-Al igual que usted, yo también fui marxista en mi juventud. En la Facultad de Filosofía, era casi inevitable.

-¿Quién no fue marxista alguna vez? –comenta con humor el Nobel peruano.

-¿Por qué no es posible transitar del marxismo al liberalismo sin sufrir un linchamiento?

-La extrema izquierda, muy minoritaria, controla la vida cultural. Si un escritor, un músico, un pintor o cualquier otro artista, se declara liberal o, simplemente, demócrata, sufren una dolorosa marginación. Si van más lejos y se declaran antimarxistas, el rechazo se recrudece hasta lo insoportable.

-Volviendo a La ciudad y los perros, cuando yo leía la novela me preguntaba quién es Vargas Llosa, en qué personaje se ha proyectado. Aparentemente, el Poeta, pero más tarde, tras conocer su conflictiva relación con su padre, pensé que también había cosas del Esclavo.

-Algo hay de eso. Mi experiencia está más volcada en el Poeta, pero la literatura no es como el arte. Proust admitía que sus personajes tenían rasgos de seres reales, pero señalaba que no se limitaba a un único modelo. Los personajes literarios son una elaboración, una síntesis, y están muy alejados de la realidad.

-Usted ha dicho que la literatura brota del lado oscuro del autor. Parece una persona muy equilibrada y tranquila. ¿Cuál es entonces su lado oscuro?

Vargas Llosa se ríe, cruzando los brazos. Cada vez deploro más que la entrevista se realice por medio de la cámara del ordenador. Falta ese contexto tan necesario para ubicar a un autor, ese paisaje cotidiano donde acontece su trabajo y que indudablemente contiene claves importantes, signos que pueden ayudar a comprender mejor su universo creativo y -¿por qué no decirlo?- al ser humano que hay detrás.

-Es una tesis de Bataille –contesta Vargas Llosa, quitándole a mi pregunta la dimensión personal-. Según Bataille, la literatura expresa el mal. No en el sentido religioso, sino en cuanto manifiesta todo lo que no es racional, todo lo espontáneo, todo lo que viene de esas profundidades que apenas conocemos o que desconocemos por completo. En La literatura y el mal, un libro maravilloso, Bataille señala que ese fenómeno a veces acontece en obras aparentemente inocuas, como Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, pero que esconden un fondo terrible. Emily Brontë era una persona muy normal, salvo a la hora de escribir. Había algo terrible y oscuro en su interior que solo afloraba en sus escritos. En la literatura, en los sueños, en la fantasía, se abren todas las puertas de nuestra intimidad y salen los demonios que vivían enjaulados. Nuestro lado reprimido aflora. En los casos extremos, como Sade o Bataille, brota con especial virulencia. En nuestra vida diaria reprimimos esos impulsos, pues si no fuera así, no podríamos convivir con nuestros semejantes.

 -Usted no tiene miedo a la muerte.

-No, en absoluto. Pienso que es lo que da sentido a la vida. Si no fuera así, si existiéramos eternamente, pasaríamos una y otra vez por las mismas experiencias, con lo cual la vida sería inmensamente aburrida. Sin perspectivas, sin originalidad. Gracias a la muerte vivimos intensamente y experimentamos esas pasiones que nos enriquecen extraordinariamente. Lo único que me ha preocupado siempre es el deterioro físico y mental. Si ya no pudiera escribir, si no fuera capaz de disfrutar leyendo, me sentiría muy deprimido y la vida ya no me parecería atractiva. Siempre he dicho que me gustaría que la muerte me sorprendiera escribiendo, con la pluma en la mano. Yo sigo escribiendo a mano, con pluma. Sería maravilloso que todos termináramos como el gran antropólogo francés, Claude Lévi-Strauss. Cuando cumplió cien años, le hicieron un homenaje y escribió un bello discurso, que yo compré en París en una pequeña edición. Allí explicaba cómo fue su juventud como estudiante de la Soborna, cuando aún no existían departamentos de antropología y no tuvo otra alternativa que escoger asignaturas como literatura y filosofía para dar cauce a su vocación como antropólogo. Es un texto precioso y parece increíble que lo escribiera a los cien años. Creo que murió dos o tres años después. Me parece maravilloso haber llegado a esa edad con esa lucidez, con esa claridad mental.

-Usted se ha declarado agnóstico muchas veces. ¿Nunca ha experimentado la tentación religiosa?

-Yo estudié en colegios religiosos. De niño era muy religioso y no dudaba de la existencia de Dios, pero tuve una experiencia muy dramática con un hermano en el Colegio La Salle de Lima. Se trataba de un hermano francés, Leoncio, muy mayor, con un gran rulo pelirrojo en la cabeza. Por alguna razón que no recuerdo, una vez no pude recoger las notas y acudí al colegio al día siguiente. El hermano Leoncio me hizo subir a su cuarto. Yo estaba muy desconcertado, pues los pisos donde vivían los religiosos estaban vedados a los estudiantes. De pronto, el hermano me sacó unas revistas pornográficas mexicanas y me invitó a hojearlas. Estupefacto, lo hice y, de repente, sentí su mano en mi bragueta. Intentó masturbarme. Yo me asusté muchísimo y comencé a gritar. El hermano se asustó también y me dejó en paz. A partir de ese día, perdí la fe. No me hice ateo, sino agnóstico. Dios dejó de ser un problema para mí. No soy anticlerical y entiendo que la mayoría de los seres humanos necesiten creer en el más allá. Yo soy incrédulo, pero al mismo tiempo pienso que es un poco ridículo pensar que no hay nada, que el universo existe por azar. Sin embargo, la idea de Dios de las religiones no me parece convincente. No leí la Biblia hasta que visité Israel por primera vez. Me impresionó mucho estar en los santos lugares. Fue una experiencia enormemente interesante viajar por ese país tan pequeñito que es Israel.

-¿Piensa en la posteridad, en el futuro de sus libros?

-Todo escritor aspira a que sus libros sigan leyéndose después de su muerte. Se escriben tal cantidad de libros que solo unos pocos van a sobrevivir. Yo quisiera que mis libros se leyeran después de mi desaparición y que ayudaran a los demás, como nos ayudan las novelas de Dostoievski, Víctor Hugo o Cervantes.

-Me llamó la atención que usted dijera que si tuviera que elegir uno de sus libros, sería La guerra del fin del mundo.

-No lo dije tanto por cuestiones literarias, sino por el tiempo y los dolores de cabeza que me dio. Conversación en la Catedral es una novela más compleja, más densa, más ajustada, pero La guerra del fin del mundo me costó mucho más trabajo, pues era la primera vez que situaba una novela fuera del Perú. Ambientada en Brasil y basada en un hecho histórico, tuve que consultar muchos libros y fue un desafío utilizar el español para narrar una peripecia que había discurrido en otra lengua. Creo que Conversación en la Catedral es mi mejor novela, pero elegiría La historia del fin del mundo por el esfuerzo que me exigió.

-En Conversación en la Catedral se nota la influencia de Joyce y Faulkner, pero en La guerra del fin del mundo escribe como si fuera un novelista del siglo XIX, un cronista de la estirpe de Tolstoi. ¿Por qué ese cambio de registro?

La guerra del fin del mundo es una novela histórica y yo de una manera deliberada escribí con el estilo de las crónicas. Leí las crónicas de la época de la conquista de América, del Descubrimiento. Mi trabajo con el historiador Raúl Porras Barrenechea, que fue mi profesor en la Universidad de San Marcos, me reveló la riqueza de la crónica como género. Años más tarde, pensé que era el género que mejor podía explicar la guerra de Canudos. Conversación en la Catedral es un libro más personal y demandaba otro estilo, más próximo a la forma de narrar de Joyce y Faulkner.

-He leído que cuando empieza un libro le asalta la inseguridad. ¿Después del Nobel se puede experimentar inseguridad?

-Sí, yo creo que el Nobel aumenta la inseguridad. A los escritores les pone sobre la espalda una responsabilidad mucho mayor. Yo he sentido una presión muy grande y una inseguridad muchísimo mayor. Parece que has alcanzado lo máximo en literatura y te preguntas: ¿y ahora qué hago? Con el Nobel da la sensación de que uno ya está muerto y enterrado, y que hay que colgar la pluma, pero yo me he negado a hacerlo. He seguido escribiendo. La literatura sigue siendo un gran desafío en mi vida y seguiré escribiendo hasta que la salud me lo permita.

-Después del Nobel ha escrito una novela extraordinaria, Tiempos recios, que a mí me recuerda poderosamente La fiesta del chivo.

-Sí, es cierto. Están muy relacionadas. Es la intervención de Trujillo en la historia de Guatemala. Cuando escribí La fiesta del chivo, no sabía que Leónidas Trujillo se había involucrado tanto en la historia reciente de Guatemala. Se desconoce hasta qué punto su influencia fue decisiva en el asesinato de Castillo Armas, el militar que derrocó al presidente Jacobo Árbenz con el apoyo de la CIA y de Trujillo, pero es muy curioso que el asesino favorito de Trujillo, Johnny Abbes García, fuera agregado militar de la embajada dominicana en Guatemala y escapara del país la misma noche en que asesinaron a Castillo Armas, acompañado… por la amante de Castillo Armas. La amante de Castillo Armas se convirtió en una estrella de la radio en la República Dominicana y, desde las ondas, se dedicó a exaltar la figura de Trujillo. Nunca sabremos lo que pasó en realidad. No se puede descartar que Trujillo ordenara el asesinato de Castillo Armas por considerar que no había cumplido las promesas que le hizo.

-Sus tres primeras novelas tienen un fondo trágico, pero con Pantaleón y las visitadoras cambia de registro, pasándose al terreno del humor. ¿Por qué ese giro hacia la comedia?

-Influido por Sartre, había prescindido del humor en mis primeras novelas. Sartre era un hombre muy serio. No sé si en la vida cotidiana era un hombre risueño, pero a la hora de escribir nunca había una sonrisa. Al menos en sus libros. Con Pantaleón, descubrí que ciertas historias no se podían contar sino con el humor. Y la historia de Pantaleón no podía narrarse con un humor sutil, sino con un humor explícito, un humor de carcajada. Por eso, le estoy muy agradecido a esa novela, pues ensanchó mi orbe literario.

-¿Y cuáles fueron sus modelos literarios en ese campo? Le he oído citar alguna vez a Wenceslao Fernández Flórez.

-Sí, leí a Wenceslao Fernández Flórez. En una edición de libros muy baratos que se publicaban en Argentina.

-Hace tiempo leí su Carta a un joven novelista, un ensayo sobre el arte de escribir novelas. ¿Qué consejo le daría a un escritor que está empezando?

-Yo le recomendaría que no escuche consejos. Es muy importante que cada uno descubra el tipo de escritor que quiere ser. En todo caso, le recomendaría que leyera la correspondencia de Flaubert con Louise Colet. Durante los cinco años que duró la elaboración de Madame Bovary, Flaubert comentaba casi a diario la construcción de su novela, explicando los modelos que utilizaba y cómo buscaba la palabra exacta. Nos cuenta que leía en voz alta cada página para detectar si había una nota que desentonara. Los novelistas primerizos deben averiguar cuál es su personalidad literaria. Es un paso fundamental. Víctor Hugo fue un escritor muy prolífico y creó escuela. En cambio, Borges escribió mucho menos y no dejó discípulos. Su estilo y su mundo son tan personales que no pueden copiarse. Borges mata a sus discípulos, pues el que lo imita, cae en la parodia. En cambio, Víctor Hugo fue muchos escritores a la vez. En sus novelas, hay aventura, religión, problemas sociales. Es un buen autor para aprender.

-¿En qué está trabajando ahora?

-Estoy leyendo a Pérez Galdós. Había leído Fortunata y Jacinta en la universidad, pero ahora he leído todos los Episodios Nacionales y la mitad de sus novelas. Creo que es el gran escritor del siglo XIX. Es un escritor de otra época. Nunca llegó a resolver el problema del narrador. Galdós no sabe cómo justificar su presencia, lo cual desorienta al lector. Es curioso, pues había leído Madame Bovary. De hecho, en Tormento escribió una parodia del suicidio de Emma. Amparo, una joven desairada, intenta quitarse la vida con cianuro, pero un criado cambia el contenido del frasco, colocando una pócima vegetal. No muere, pero sufre un fuerte desarreglo intestinal. Pese a todo, hay que leer a Galdós. Es el gran novelista del XIX español.

-¿Se ha planteado escribir un ensayo sobre Galdós?

-Tal vez. De momento, solo estoy tomando notas. Me queda para largo, pues Galdós escribió muchísimo: novela, teatro, artículos. Eso sí, no corregía. La primera versión era la definitiva. Era la que enviaba a la imprenta. En una ocasión, llegó a escribir una novela con dos finales distintos para que el lector escogiera el que más le gustara. Es algo que no tiene precedentes en la historia de la literatura.

Ambos nos reímos. Se acerca el final de la entrevista. El tiempo ha pasado volando. Vargas Llosa es un gran conversador. En ningún momento muestra signos de fatiga y su palabra chispea llena de humor e ingenio. Le pregunto si tiene alguna novela entre manos.

-No, por ahora no. Ahora estoy muy concentrado en Pérez Galdós, que habla tanto de Madrid. Por cierto, hace poco leí un libro precioso. Me refiero a Madrid, de Andrés Trapiello. Nunca pensé que leería de principio a fin la guía de una ciudad. En realidad es una guía que incluye una autobiografía del autor. Leonés, Trapiello llegó a Madrid de joven y pasó muchas penalidades. Cuesta trabajo imaginarlo como vendedor ambulante de libros. En su guía, habla de Madrid con enorme cariño. Maravillosamente escrito, el libro resulta muy entretenido. Madrid adoptó a Trapiello, como ha adoptado a todos los que han venido de fuera. Trapiello es un hombre modesto, un rasgo poco común entre los escritores.

-Seguiría hablando con usted toda la tarde, pero tenemos que terminar. Ya he abusado bastante de su tiempo. Un par de preguntas más. ¿Le siguen gustando las películas de tiros?

-Sí, sí. Me gustan mucho, empezando por el western, especialmente si es de John Ford. No podría rechazar esa pasión, que viene desde mi infancia. Siempre me han gustado mucho las películas con muchos muertos.

-Por último, ¿ha leído cómics cuando era niño?

-No, cómics no. No sé si había cómics en esa época. La verdad es que nunca llegaron a mi casa. Sí recuerdo las revistas infantiles con historias por entregas. Yo esperaba con impaciencia cada semana El Peneca, que se publicaba en Chile, y Billiken, una revista argentina, más variada y mejor presentada, con páginas de deportes. En esos años, había películas de dibujos animados, pero a mí no me llamaban la atención. Prefería los westerns.

-Hemos llegado al final. Muchas gracias por esta hora de conversación.

Vargas Llosa sonríe y se despide agitando la mano. He disfrutado muchísimo, escuchándole. Hable de lo que hable, es un narrador nato. Se puede estar de acuerdo o no con él, pero es difícil resistirse a su encanto personal. Sus detractores suelen tener una cosa en común: una proverbial falta de sentido del humor, una severidad jacobina y un verbo farragoso que suscita un tedio infinito.

Lamento mucho no haberle podido pedir que me firmara uno de sus libros, pero Fiorella se ha ofrecido a hacer de intermediaria para que mi incurable fetichismo se pueda ver satisfecho. Soy un gran amante del libro como objeto y, especialmente, de los libros dedicados, que dejan de ser simples ejemplares para transformarse en obras singulares, con una historia irrepetible y con la temeraria pretensión de sobrevivir a su propietario, ocupando un lugar destacado en la biblioteca a donde el azar los lleve. Hace más de veinte años, Vargas Llosa me dedicó Carta a un joven novelista en la Casa de América. En esas fechas, impartió un curso de tres días dedicado a tres de sus novelas: Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Acudí como crítico literario de El Cultural, pero mi timidez me impidió despegar los labios. Solo hablé para pedirle una firma. Más tarde, mi amigo Alberto Cañizares, maestro encuadernador, convirtió el libro en una obra de arte, con una piel verde salpicada de adornos dorados y unas guardas de papel pintado. Espero con impaciencia los libros que entregué a Fiorella para que me los dedicara Vargas Llosa. El maestro Cañizares se encargará de añadirles ese toque de belleza que hace de cada libro una pieza artística. También aguardo con muchas ganas nuevas obras de Vargas Llosa, pues sé que me proporcionarán grandes momentos de dicha, reflexión y regocijo. Todos los lectores están en deuda con los autores que les han hecho disfrutar, obligándoles a reflexionar y a contemplar el mundo desde una perspectiva inédita. Mi deuda con Vargas Llosa es inmensa. Por eso, finalizo esta entrevista, deseándole que cumpla cien años con la misma lucidez que Claude Lévi-Strauss y que escriba un hermoso discurso, celebrando su largo y fructífero idilio con la literatura y exaltando la invención del libro, la obra maestra del ingenio humano.

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