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El dios de Juan Ramón Jiménez

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Me gustaría comenzar esta exploración de un posible nuevo canon entrando directamente en un libro de Juan Ramón Jiménez recién publicado. Se trata de un extraordinario volumen publicado por Pre-Textos y titulado Vida. Volumen 1. Días de mi vida, que reúne (¡es el volumen primero!) cientos y cientos de páginas autobiográficas que Juan Ramón fue reuniendo a lo largo de su vida con destino a la creación de esos libros futuros que sólo existían en la nebulosa infinita de su imaginación y que nunca llegaban a concretarse. Hace unos años, Gredos publicó otro volumen no menos extravagante titulado Prosa, de más de dos mil setecientas (sic) páginas, que reúne, en increíbles ediciones críticas maravillosamente anotadas, otra montaña de proyectos de libros de los cuales sólo unos pocos –como Platero y yo, por ejemplo– resultarían publicados. El hecho es que la inmensa obra poética publicada de Juan Ramón no es más que la punta de un enorme iceberg de textos en constante revisión. Libros extraños y obsesivos llenos de subsecciones internas que los subdividen ad infinitum, que se entrecruzan entre sí, que se antologizan mutuamente. Escribir siempre ha sido cosa de locos. Pocos locos ha habido en la literatura tan locos (literariamente locos, quiero decir) como Juan Ramón Jiménez.

Quisiera citar un texto de Vida que me parece que reviste una enorme importancia para conocer el pensamiento del Juan Ramón último, el que estaba escribiendo los deslumbrantes poemas de Dios deseado y deseante y el resto de los últimos libros, cimas de la poesía de todos los tiempos. Pertenece al libro Sazón y fue escrito en 1949. Se titula «Las dos eternidades de cada hombre».

Nuestro dios, esto es, el dios mío de hombre, hombre en este planeta tierra con esta atmósfera de aire, quiere decir, me parece a mí, la conciencia superior que un hombre igual o parecido a mí crea con su sensibilidad y su intelijencia más o menos claripensante, clarisintiente. Dios, para mí, quiere decir conciencia universal presente e íntima; como un gran diamante de innumerables facetas en las que todos podemos espejarnos lo nuestro diferente o igual, con semejante luz; entendemos por encima de todo lo demás; digo por encima, porque todo lo demás no puede ser sino el fundamento de este Dios.

Si el fin del hombre no es crear una conciencia única superior, el dios de cada hombre, un dios de cada hombre con el nombre supuesto de dios, yo no sé lo que es.

Pero sí, yo sé lo que es. Que nuestro dios no es sino nuestra conciencia. Por ella, por él, podemos ser desgraciados o felices en nuestra vida; tener dios o no tenerlo; tenerlo de modo más o menos consciente; junto o separado, sólo o dividido.

Y esta conciencia nuestra puede darnos la eternidad figurada primero; luego la real, con nuestra alegría de permanecer, por dios, en nuestra acción y nuestra obra a través de lo posible venidero.

Añadamos dos citas más, tomadas del mismo libro: «Mi solución: una religión de la conciencia». Y un poco más abajo: «Esta es mi religión: la religión de la conciencia humana superior».

Nuestro dios, dice Juan Ramón, no es sino nuestra conciencia. En las notas del volumen, debidas a la inteligente y erudita pluma de las editoras, Mercedes Juliá de Agar y María Ángeles Sanz Manzano, se insiste que esta visión que Juan Ramón tiene de Dios es deudora de la de Spinoza.

Sin embargo, afirmar que Dios es nuestra conciencia es exactamente lo mismo que sostiene el hinduismo, la filosofía vedanta y el yoga. Es inútil buscar a Dios, nos dicen una y otra vez los autores antiguos y modernos, ya que Dios eres tú mismo. Nuestra conciencia es, precisamente, Shiva. En la tradición de Siddha Yoga, la afirmación principal es «Dios existe en ti bajo la forma de tu yo». En el vedanta no dualista de Shankaracharya, el yo verdadero no es otro que el Testigo eterno y universal, es decir, el Atman, que no es otra cosa, en realidad, que brahman, el Absoluto.

Hace unos cuantos posts recordábamos aquel pasaje asombroso, incomparable, del fin de la Divina Comedia, cuando Dante, traspasados todos los cielos, se enfrenta directamente al origen de la luz, a la divinidad. Y lo que ve es una esfera en cuyo interior encuentra una efigie –explica el poeta– que nos representa a nosotros. ¿A nosotros, al ser humano, o a él mismo, al ser humano Dante Alighieri?

Dante descubre al final de su inmenso viaje que Dios no tiene otro rostro que su propio rostro, del mismo modo que, setecientos años más tarde, Juan Ramón descubriría que Dios no es otra cosa que la propia conciencia. Dios existe en ti mismo bajo la forma de tu yo.

Esto no quiere decir que Dios sea una mera idea, una ilusión o una «creación» de nuestro deseo o nuestro miedo. Ya imaginamos que nuestro posible lector comprenderá que no es en ese nivel pedestre en el que estamos hablando y que, desde luego, no es en ese nivel en el que habla Juan Ramón.

Llamamos «Dios» a la totalidad de la conciencia humana, a todo aquello a que la conciencia puede aspirar. Llamamos Dios a una posibilidad de conocimiento que excede los límites de nuestro intelecto y de nuestro yo psicológico y al que sólo podemos acceder mediante el lenguaje de la imaginación, el arte y los sueños.

«Una religión de la conciencia», escribe Juan Ramón. Quitemos, quizá, la dolorosa y problemática palabra «religión». Un estudio de la conciencia. Una exploración de la conciencia. Una geografía de la conciencia, quizá.

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Ficha técnica

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