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100 y Sartre

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Alguien que no recuerdo –quizás un francés– ha empleado la expresión «bulimia conmemorativa» para describir nuestra extravagante y muy contemporánea pasión por los aniversarios. Con frecuencia, a los grandes hombres y mujeres muertos –especialmente a aquellos que gozaron de reconocimiento en vida-se les entierra, se les envía al Purgatorio, se les resucita con el pretexto de alguna fecha «significativa» y se les vuelve a dar sepultura hasta la próxima vez. Se les fagocita y digiere con la misma celeridad con que lo hacemos todo en esta época en que la lentitud ha llegado a ser uno de los bienes más escasos, al menos en los países con más vistoso PIB. En el mejor de los casos, a los temporalmente exhumados se los «revisa», escrutando su ejecutoria a la luz del Zeitgeist de la nueva generación: aquel error de entonces puede ser ahora un acierto retrospectivo o, viceversa, cierta clamorosa intuición puede haberse convertido en un espanto de incorrección política. Al final uno no sabe muy bien a qué carta quedarse.

 

Quizás ahora ha llegado el gran momento póstumo de Jean-Paul Sartre (1905-1980), de quien este año se celebrará, con la pompa y circunstancia con que nuestros vecinos suelen alimentar la grandeur nacional, el centenario del nacimiento. Atrás quedará, seguramente, un cuarto de siglo de sartrofobia en el que el nombre del último maître à penser se invocaba como ejemplo del intelectual que se «había equivocado en todo» y que adolecía de «pasión por el error». Lo cierto es que la presumible «rehabilitación» comenzó hace unos años, cuando Bernard-Henri Lévy, antes conspicuo antisartriano (cuando era discípulo de Foucault y antes de convertirse en una de las cabezas pensantes de la derecha francesa «sin complejos»), se descolgó con su apologético El siglo de Sartre, en el que no sólo reivindicaba la figura del filósofo (especialmente como fenomenólogo), sino su «pasión por la verdad» y su valentía en los compromisos políticos y morales.

El imperialismo moral ejercido por Sartre en la posguerra, y al menos hasta finales de los cincuenta, fue absoluto (en España se prolongó: la noción de compromiso –engagement– fue uno de los banderines de enganche en la lucha de los intelectuales contra la dictadura de Franco hasta, por lo menos, mediados de los sesenta). Sartre ha sido, casi sin discusión, el intelectual más escuchado del siglo XX . Hubo, incluso, quien llevado del entusiasmo, llegó a decir que prefería no tener razón con Sartre, que tenerla con Camus. La hegemonía de su pensamiento y de su ejemplo fue tan exhaustiva que justifica el rechazo a que le sometió la siguiente generación, la que se aferró al estructuralismo y reprivatizó la literatura, rescatándola de una década en que había sido abrumadoramente invadida por lo colectivo y la urgencia del compromiso político. Las razones del éxito fulgurante de Sartre se nos aparecen ahora claras. Tras los años de guerra y Ocupación, y en plena euforia de la Liberación, su pensamiento –La náusea apareció en 1938, El ser y la nada en 1943– se presentaba bien adobado con una mezcla de frenesí por la vida y de pesimismo ante las interrogaciones que planteaba la Historia (arma atómica, guerra fría, esfuerzo de la reconstrucción; hasta un lustro más tarde muy pocos fueron conscientes de la Shoah). El hombre es radicalmente libre para aceptar o rehusar una situación, pero también es absolutamente responsable de su elección. Nadie puede sustraerse a esa necesidad de escoger constantemente, pero tampoco se puede esquivar la angustia que tal imperativo provoca: «Somos jansenistas porque nuestra época nos ha hecho así». La división del mundo en dos bloques antagónicos irreconciliables –el mal y el bien, fuera cual fuera la perspectiva adoptada– hacía casi imprescindible el compromiso con uno de ellos. La fortuna de Sartre como guía moral tuvo que ver con la situación de los intelectuales franceses en 1945. La derecha –en muchos casos sospechosa de colaboracionismo o, cuando menos, de tolerancia con el invasor– se puso a hibernar con pocas excepciones, como la de Mauriac. Los intelectuales estalinistas dominaban las organizaciones de escritores, rentabilizando el prestigio de su combate en la Resistencia y la aureola de Stalingrado (casi nadie se acordaba del pacto germano-soviético ni de las grandes purgas de los años treinta). Los seguidores de Mounier (el grupo en torno a la revista Esprit), que podrían haber sido una alternativa a la bipolarización de los intelectuales, también consideraban que no se podía criticar a los comunistas, lo que les valió la censura de Camus, que siguió clamando en el desierto.

Frente a todos ellos, Sartre ofrecía dos ventajas: no era comunista –nunca lo fue– y matizaba su apoyo a la Unión Soviética con una versión muy sui generis del compromiso: el monolitismo ideológico del militante debía atemperarse con una dosis conveniente del espíritu crítico –e irónico– del aventurero (según el modelo Malraux, una de sus grandes influencias). La segunda ventaja es que Sartre era un intelectual «total» (Foucault lo llamaría «generalista»): filósofo y escritor, novelista, dramaturgo, ensayista, hombre de cine, autor de reportajes, estaba en todas partes a la vez, y supo utilizar los medios con una soltura hasta entonces desconocida. Y, como dijo alguien, consiguió llevar la metafísica a los cafés, convirtiendo Saint-Germain-desPrès en el primer destino de turismo cultural de una Europa que comenzaba a limpiar los escombros acumulados por el siglo.

A Sartre le odiaron muchos: la derecha, primero y, después, los comunistas, sobre todo a partir de su vitriólica crítica a la invasión de Hungría por los tanques soviéticos (1956). A partir de entonces sus encuentros fueron coyunturales y sus desencuentros más bien sonados. Sartre siguió equivocándose, desde luego, pero acertó muchas veces. Y no tuvo ningún reparo en cambiar y desmentirse: los diez volúmenes de sus Situations (Gallimard) permiten seguir la compleja trayectoria ideológica de un pensador que nunca se dio cuartel en su obsesión por entender el mundo en que vivía.

Sartre fue muchos. Y lo cierto es que hubo muchos Sartre. Por eso su próxima «rehabilitación» permite que cada cual busque el suyo. Yo me quedo con el Sartre rabiosamente antiburgués que utiliza la literatura para explicarse: La náusea y, en menor medida, la serie de Los caminos de la libertad, me atraen, además, por esa carencia de «estilo» que permite que el autor se esfume ante unos personajes concretos que, sin embargo, están «hechos de todos los hombres y que valen lo que todos y lo que cualquiera de ellos». Pero me interesa aún más el Sartre que se hizo biógrafo (como Antoine Roquentin, el protagonista de La náusea) para «vivir con los grandes hombres» (Baudelaire, Genet, Flaubert), y autobiógrafo para poder explicarse a sí mismo en uno de los textos de memorias más deslumbrantes del siglo pasado: Las palabras. A ese Sartre, todo hay que decirlo, nadie se ha atrevido a mandarlo al Purgatorio.

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