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El Dios de Jesús

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Las fuentes históricas no cristianas sobre la existencia de Jesús de Nazaret no ocupan ni media cuartilla. Casi todas se escribieron algo más de cien años después de su muerte y se limitan a mencionar brevemente los tumultos causados por sus seguidores. Plinio el Joven envía una carta al emperador Trajano, explicando que ha absuelto a un grupo de cristianos, pues no le constan que hayan hecho ningún mal, salvo cantar «himnos a Cristo». Sabemos que en otras ocasiones no fue tan indulgente y les condenó a muerte. Tácito apunta en sus Anales que, tras el incendio de Roma, el emperador Nerón ordenó severas penas para los partidarios «de un tal Cristo que en época de Tiberio fue ajusticiado por Poncio Pilato». Suetonio se basa en una nota policial para referir que el emperador Claudio expulsó de Roma a los judíos por sus «hábitos escandalosos». Instigados por un tal «Cresto», presuntamente causaban disturbios. No explica de qué naturaleza. Se supone que «Cresto» es un error de transcripción de «Cristo», pero no se descarta que en realidad sea el nombre de un agitador judío de la época.

El testimonio del historiador judío fariseo Flavio Josefo es algo anterior. Flavio Josefo luchó contra los romanos, pero logró ser perdonado y escribió varias obras orientadas a mejorar la imagen del pueblo judío, lo cual no evitó que sus compatriotas lo consideraran un traidor. En Antigüedades judías relata la lapidación de Santiago o Jacobo, «hermano de Jesús, quien era llamado el Cristo». Más adelante, habla de «Jesús, un hombre sabio», crucificado por Pilato. Y añade: «La tribu de los cristianos no ha cesado de crecer desde ese día». Se conservan varias copias de la obra. En la versión latina, se describe a Jesús como «hacedor de milagros impactantes», se afirma que «era el Cristo», que «atrajo a muchos judíos y muchos gentiles», y que «resucitó a los tres días». Muchos historiadores consideran que estas observaciones no son auténticas, sino interpolaciones posteriores. De hecho, ninguno de los Padres de la Iglesia cita a Flavio Josefo.

Las fuentes cristianas tienen un valor apologético, no histórico. Los evangelios se redactaron en griego. No ha podido identificarse a sus autores y no se descarta una autoría colectiva. El evangelio de Marcos es el más antiguo. Se estima que se escribió alrededor del año 70 de nuestra era. Las cartas paulinas son anteriores y apenas hacen referencias a la vida de Jesús. Algunas de las epístolas se consideran falsas. ¿Significa todo esto que Jesús de Nazaret es un personaje ficticio, un mito? No parece probable. Para los romanos, Jesús sólo fue un agitador más en una provincia pequeña, bárbara y conflictiva. Es normal que no le presten mucha atención. Su crucifixión sólo acredita el desprecio –o, más exactamente, el menosprecio– que les inspira su figura. En cuanto a los evangelios, hay un indudable contenido mitológico (la anunciación, el parto virginal, la adoración de los magos, la matanza de inocentes, los milagros) que esconde y distorsiona al personaje histórico. La teóloga católica Uta Ranke-Heinemann apunta que «los evangelios divinizaron a Jesús. No quisieron presentar al hombre Jesús ni su vida real. Más bien, su intención fue la de interpretar su figura bajo unas directrices teológicas. Por eso llegó a ser del todo indiferente para ellos, por ejemplo, la evolución psicológica humana de Jesús, vertiente indispensable de toda biografía de Jesús. Este es, pues, en lo que atañe a su vida concreta, el gran desconocido del cristianismo. Como hombre, Jesús se ha perdido o extraviado en el edificio teológico con el que se le ha recubierto» (No y amén. Una invitación a la duda, trad. de Víctor Abelardo Martínez de Lapera, Madrid, Trotta, 1998, p. 276).

Los evangelios no profundizaron en la psicología de Jesús, pero nos han transmitido sus enseñanzas. Se trata de un mensaje innovador y original, que convoca a vivos y muertos para disfrutar de una plenitud cósmica, donde las heridas serán reparadas y la justicia no será una meta inalcanzable, sino una realidad efectiva. No parece probable que esa doctrina surgiera como fruto de una falsificación colectiva. Todo indica que detrás había un hombre, que expresó su idea del bien y la justicia. Todos los testimonios apuntan que Jesús de Nazaret mostró preferencia por el débil, el enfermo, el pobre y el oprimido, que exaltó el perdón sin límites y la reconciliación con el adversario, que se rebeló contra las normas e instituciones que actuaban como un yugo y no como un servicio, que predicó la fraternidad universal y el desapego a los bienes materiales, que afirmó que Dios es Padre y que como tal sólo busca el bien del hombre, no una adoración servil. El amor cristiano no es –según Hans Küng– «sensiblería ni sentimentalismo, sino una decidida actitud de efectiva benevolencia hacia el prójimo, incluido el enemigo: un estar alerta, con apertura y disponibilidad, en el marco de una actitud creadora, de una fantasía fecunda y de una acción que sabe amoldarse a cada caso y situación. En él caben todos: hombre y mujer, amigo y amiga, compañeros, vecinos, conocidos y extraños» (Ser cristiano, trad. de José María Bravo Navalpotro, Madrid, Trotta, 1996, p. 596). La piedra angular del mensaje de Jesús es la fraternidad, la comunión con el otro, particularmente cuando sufre las formas más graves de precariedad. «Quien niega al hermano –escribe Leonardo Boff– niega la causa de Cristo, aun cuando tenga siempre a Cristo en los labios y se declare públicamente a su favor» (Jesucristo el Liberador. Ensayo de cristología crítica para nuestro tiempo, trad. de Jesús García-Abril, Santader, Sal Terrae, 1984, p. 109). Seguir a Jesús significa caminar con los excluidos y marginados, compartiendo sus penas y humillaciones. Seguir a Jesús no implica abominar la carne, el sexo, el placer, cultivando un ascetismo absurdo y estéril. «Dios –apunta Boff– amó de tal modo la materia que quiso asumirla, y de tal modo amó a los hombres que quiso ser uno de ellos a fin de liberarlos» (op. cit., p. 185). El Dios de Jesús «no es únicamente el Dios trascendente e infinito, llamado Ser o Nada, sino el Dios que se hizo pequeño, que se hizo historia, que mendigó amor, que se vació hasta el anonadamiento (Filipenses 2, 7-8)». El Dios de Jesús conoció la desesperanza y el desamparo. De hecho, murió de una forma particularmente indigna y, probablemente, sus restos acabaron en una fosa común, confundidos con los de otros crucificados.

Las enseñanzas de Jesús son incompatibles con el pecado original y el infierno. Un pecado original que se hereda como una mancha indeleble y sólo desaparece con el holocausto de un dios, únicamente puede formar parte de una mitología bárbara e inhumana. El pecado no es un acto de desobediencia, instigado por la ambición de poder, sino un acto de violencia contra el otro. La muerte de Abel simboliza el primer pecado, pues niega al otro hasta el extremo de acabar con su vida. No es un hecho histórico, sino el punto de partida de la historia, pues Caín experimentó cierta culpa y se escondió, fundando la primera ciudad. Cada crimen y cada guerra profundiza esta afrenta, pero el responsable no es Satanás, una figura inexistente, sino el hombre concreto que opta por la violencia. La Historia, con sus crestas de infamia (Auschwitz, Hiroshima, el archipiélago Gulag o el genocidio de Ruanda), sugiere que Dios –al menos, el Dios de Jesús– no es omnipotente, providente e inmutable. El rasgo esencial del Dios de Jesús es la misericordia, no el poder. Por eso, la redención de la humanidad no se produjo en la cruz, sino en el sermón de la montaña, cuando Jesús abolió el ojo por ojo, estableciendo un nuevo horizonte moral: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen» (Lucas 6, 44). Estas palabras nunca han dejado de escandalizar e irritar. Ninguna Iglesia ha respetado este mandato. Por el contrario, se ha invocado el nombre de Jesús para torturar, quemar y exterminar.

Puede aceptarse que Jesús es un personaje histórico, con unas fuentes que exigen una exégesis crítica, pero la razón científico-instrumental nunca admitirá que era el Hijo de Dios. En este terreno, hay que seguir los pasos de Kant. No podemos conocer a Dios, pero podemos pensar en su existencia, postulando su necesidad. Puede parecer un procedimiento arbitrario e inaceptable, pero es la única alternativa para librar al mundo del azar y la necesidad como únicos ejes del devenir. No se trata de asegurar nuestra inmortalidad, negando la finitud mediante una pirueta metafísica, sino de abrir el horizonte a una eternidad, que rescate del olvido el rostro de las víctimas. Escribe el teólogo católico Johann Baptist Metz: «La muerte de los demás mantiene despierta la inquietud del final de los tiempos en nuestros corazones» (Por una mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad, trad. de Bernardo Moreno Carrillo, Barcelona, Herder, 2013, p. 31). Metz propone una «mística de los ojos abiertos» que «nos vuelve libres para atender a los padecimientos y esperanzas del pasado, para hacer frente al reto de los muertos, para no perder la solidaridad con ellos, de cuyo número formaremos parte nosotros mismos pasado mañana» (op. cit., p. 33). El Dios de Jesús no pide que nos arrodillemos, sino que abramos los ojos al sufrimiento ajeno: «Como cristianos no deberíamos olvidar que, según el mensaje de Jesús, es el encuentro con los rostros ajenos lo que “interrumpe” en nosotros la idea pura del amor a Dios como amor al prójimo» (op. cit., p. 57). A veces se ha dicho que el budismo y el cristianismo albergan el mismo mensaje, pero no es cierto: «Buda medita, Jesús grita» (op. cit., p. 95). Buda intenta superar el dolor que le produce la enfermedad, la miseria y la muerte, aniquilando su deseo y buscando la unidad con una totalidad mística. Su utopía es la disolución del yo y el fin de la historia. Siddhartha busca su liberación, no la liberación de los otros. La «mística de los ojos abiertos» de Jesús se opone al «camuflaje metafísico de las desgracias que claman al cielo en el mundo y el transcurso de la historia universal para de este modo tornar a las víctimas invisibles, y sus gritos inaudibles» (op. cit., p. 98). El objetivo no es liberarse del sufrimiento, sino solidarizarse con él y soportarlo como propio. Jesús no fue el Cordero inmolado para borrar el imaginario pecado original, sino la evidencia del compromiso de Dios con los más infortunados. La cruz no debe ser uno objeto de veneración. No hay nada deseable en ella. La mortificación de la carne es una tradición pagana que no aporta nada al mundo. Lejos de mitigar el dolor de las víctimas, lo escarnece con una violencia que roza lo patológico y narcisista. La cruz es un testimonio que manifiesta el anhelo de un mundo sin cruces ni injusticias. Escribe Metz: «Jesús no fue un político.

Pero, ¿quién se atreve a afirmar que su mensaje es apolítico? Sin duda, la política no lo es todo. Pero todo puede ser político» (op. cit., p. 78). La eternidad puede interpretarse como ese «reino de los fines» del que habló Kant. Es el lugar donde las víctimas son rescatadas del olvido y la historia supera todos sus fracasos. Nunca podremos demostrar su existencia mediante la experiencia, pero si eliminamos su posibilidad Auschwitz no será una hora trágica, sino el fin de la historia para los deportados que murieron entre sus alambradas. La experiencia tampoco podrá probar que Jesús de Nazaret, predicador de Galilea ajusticiado por Poncio Pilatos y no por el imaginario encono del pueblo judío, es el Hijo de Dios, pero sólo un Dios que se hace humano, que nace en un lugar pequeño, humilde y oprimido –como la actual Gaza–, de padre y madre humanos, con hermanos biológicos y con una vida de servicio al pobre, el paria, el enfermo y el marginado, puede encarnar «el triunfo de la víctima sobre los verdugos» (Jon Sobrino), de la mesa compartida sobre el escándalo del hambre y la indigencia, de la esperanza sobre la desolación y el miedo, de la paz sobre la espiral de la violencia. «Jesús no tiene mucho que decir sobre la cuestión de Dios hoy si ésta es vista puramente desde el ateísmo, desde la existencia o no existencia de Dios –escribe Jon Sobrino–. Pero tiene mucho que decir, hasta el día de hoy, si preguntamos quién es Dios y qué hacer con Dios. Jesús no ilustra el que haya Dios, pero sí ilustra qué Dios hay» (Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Madrid, Trotta, 1991, p. 250).

«Al que venga a mí, no le echaré fuera», leemos en el evangelio de Juan (6, 37). Sin embargo, algunas parroquias advierten antes de la eucaristía: «No se acerque a comulgar el que no esté en gracia de Dios, haya cometido pecados graves o no acuda a misa regularmente». No se me ocurre nada más opuesto al talante de Jesús histórico que conocemos de forma incompleta. A pesar de los graves problemas que ha sufrido con la Iglesia católica, Hans Küng se muestra partidario de permanecer en su seno, alegando que es la «patria espiritual» del cristiano. Casi siempre suelo darle la razón, pero desde que escuché esa advertencia no he vuelto a pisar una parroquia: «Dios es el que viene» (Rudolf Karl Bultmann), no el que levanta muros y cierra puertas.

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