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Fernando Rivas Rebaque: Padres de la Iglesia, médicos del alma

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Los libros de espiritualidad casi siempre se han dirigido a los cristianos que daban los primeros pasos en la fe o los que deambulaban por las cumbres, rozando la experiencia mística. Casi nunca han reparado en quienes caminaban por las planicies, contemplando desde lejos la montaña. Fernando Rivas Rebaque (Torre de Juan Abad, Ciudad Real), sacerdote diocesano y profesor de Historia Antigua de la Iglesia y Patrología de la Universidad Pontificia de Comillas, se planteó la necesidad de escribir una guía para transitar por esa «zona intermedia» tras leer un libro de Javier Garrido, Ni santo ni mediocre. Ideal cristiano y condición humana (1998), en el que se apuntaba que «la meseta es áspera y prolongada. Necesitamos la paciencia que consolida la fidelidad, para que nuestra esperanza no quede defraudada». Rivas Rebaque señala que hemos pasado de una pedagogía autoritaria a una pedagogía sin directrices, donde el individuo se siente abandonado y perdido. Este giro ha creado una sensación de desamparo particularmente aguda en las mentes afligidas por cualquier forma de sufrimiento. Se olvida que el cristianismo nació como «una tradición salvadora y saludable». La salvación no es un concepto estrictamente teológico, sino una vivencia que se materializa como salud psicofísica, bienestar interior y exterior, alegría y plenitud.

En el monacato oriental de los siglos iv a vii, se practicó la introspección en el marco de la vida comunitaria para alcanzar el equilibrio y la armonía entre el cuerpo y el alma. No se trató de una búsqueda reservada a los creyentes, sino de un camino abierto a todos, en el que cada individuo –con independencia de su posición o estado dentro de la Iglesia o la sociedad– podría llegar a encontrar las claves para vivir en paz, educando a sus emociones. Rivas Rebaque rescata esas enseñanzas, actualizándolas a las circunstancias del presente. Ya no se habla de pasiones, sino de enfermedades o patologías. Al margen de los términos, persisten el dolor y la necesidad de hallar alternativas. Las terapias espirituales de los Padres de la Iglesia no son dogmas, ni preceptos, sino pautas con el grado de flexibilidad necesario para que cada uno trace su ruta, ajustándose a lo que León Felipe pedirá varios siglos más tarde: «Nadie fue ayer / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino / que voy yo. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol… / y un camino virgen / Dios».

Lejos de cualquier presunción, Fernando Rivas Rebaque invoca una cita de Juan Clímaco, que en su Escalera espiritual recomienda no enjuiciar con severidad «a los que enseñan grandes cosas con palabras, si los ves menos apresurados a ponerlas en práctica». No es el caso de Jesús, un sanador cuyas obras son fiel reflejo de sus palabras. No podía ser de otra manera, pues «Jesús» significa «Yavé salvará» o, lo que es lo mismo, «cura». Rivas Rebaque nos recuerda que «para el mundo bíblico, el nombre de una persona no sólo sirve para diferenciarla de otras, sino que expresa su vocación, es decir, aquello para lo que está designada». Jesús se presenta a sí mismo como un «sanador». No utiliza remedios externos, sino la fuerza que desprende su persona. Sus curaciones se llevan a cabo mediante la palabra o la imposición de manos. Su vocación de sanador contrasta con el rechazo de sus coetáneos hacia las enfermedades. Frente a la exclusión social, Jesús se acerca individualmente a los enfermos, cara a cara, de persona a persona, escuchando sus cuitas, buscando la cercanía de quienes se habían resignado a la marginación: «Cura desde el centro de lo humano, y no desde la periferia, pues los milagros no están hechos para ser vistos desde fuera, sino acogidos en la fe, ya que sólo así curan de verdad».

Jesús cura con el perdón y la ternura de Dios, invitando a los hombres a convivir fraternalmente. «El Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido», leemos en Lucas 19, 10. «Yo he venido para que tengan vida (zôên), y vida en abundancia». Rivas Rebaque nos recuerda que el evangelio de Juan diferencia entre bíos, «vida natural», y zôê, «vida plena». Jesús busca «la sanación integral de la persona», liberando al hombre de lo que lo esclaviza y responsabilizándolo de su propia vida, de su propia salud. El mal no es algo ineludible, sino una cadena que puede romperse. Etimológicamente, lo «diabólico» es «aquello que separa, aleja». Lo diabólico nos aleja de Dios, de los otros y de nosotros mismos, causándonos un intenso dolor. Perdemos el control de nuestras vidas y la capacidad de disfrutar de las cosas. El mundo se convierte en un lugar hostil, donde nada tiene sentido. «Jesús trae la paz y la armonía (el Shalom). La persona vuelve a ser dueña de su propia existencia». La salud no es un absoluto o un ídolo. Siempre debe estar al servicio de la vida. En el mensaje de Jesús, no hay hostilidad hacia el cuerpo. «La carne es el quicio de la salvación», escribe Tertuliano.

Desde el siglo primero, los Padres de la Iglesia conciben a Cristo como un médico y sanador: «Jesús es el único Médico de nuestras heridas», afirma Tertuliano. La parábola del buen samaritano es una emotiva escenificación de un Cristo que viene hasta nosotros para curarnos. Johann Baptist Metz ha repetido muchas veces que lo primero en lo que reparó Cristo fue en el sufrimiento y no en el pecado. Jesús no se dirige al ser humano para reprobar y aleccionar, sino para aliviar y liberar. ¿Podemos actualizar estas enseñanzas? ¿Es posible trasladarlas a nuestros días? Rivas Rebaque entiende que sí, pues la enfermedad no es una simple cuestión técnica, sino una vivencia de tanta densidad y profundidad que desborda la simple praxis médica. La enfermedad es «un momento de prueba», un punto crítico de nuestra vida donde la relación cuerpo-alma adquiere la máxima tensión. No son suficientes las terapias de carácter científico, por muy sofisticadas y avanzadas que sean. Por supuesto, sólo un insensato cuestionaría su utilidad, pero la enfermedad, que remueve nuestras convicciones y somete a examen la sinceridad de nuestras creencias, debe abordarse también con apoyos afectivos y sociales. En esos momentos, la ternura, la cercanía, la solicitud, son particularmente necesarias y actúan como un verdadero bálsamo. El Jesús samaritano nos enseña que la enfermedad es «una nueva situación» llena de «posibilidades». El ser humano «vislumbra» en su cuerpo dolorido que «hay un más allá». O dicho de otro modo: descubre el espesor de lo real. Rivas Rebaque destaca que la misión de la Iglesia es continuar la tradición del «Cristo médico», acogiendo, cuidando y confortando a los enfermos. Quien incumple esa tarea, especialmente si es sacerdote, comete una grave infidelidad, apartándose del camino señalado por Cristo. El evangelio de Marcos no es el evangelio de los milagros, sino de las curaciones. Jesús limpia, sana, consuela, reconcilia, ocupándose de quienes hasta entonces habían sido postergados y olvidados.

Las terapias espirituales de los Padres de la Iglesia se basan en un modelo tricotómico del ser humano. Frente al dualismo clásico, que habla de cuerpo y alma, incorporan un tercer elemento: el espíritu. El espíritu es la facultad más elevada del hombre, donde se consuma la unión completa entre el cuerpo y el alma. Es el lugar donde la persona se relaciona con Dios, eligiendo libremente un proyecto de vida, que puede tomar como referencia –o no– el modelo cristológico. La caída original arrojó al ser humano al tiempo, donde nada perdura, lo cual creó un persistente malestar en la conciencia y un anhelo de trascendencia. «El alma humana tiene sed de infinito –escribe Nicolás Cabasilas– y el mundo que pasa, ¿cómo sería suficiente?». Puede rehuirse este conflicto, desplazando nuestros anhelos a los bienes materiales o a las formas elementales de placer, pero el hombre no puede borrar el horizonte de la finitud. Debemos afrontar esa perspectiva con esperanza o angustia, serenidad o desesperación. La fe no es el recurso del miedo, sino una forma de salud que procura un equilibrio entre el alma, el cuerpo y el espíritu. Los Padres de la Iglesia estiman que no es posible la salud sin el amor virtuoso a uno mismo, sin el cual no puede amarse al prójimo. Si no nos respetamos a nosotros mismos, no respetaremos al otro, al que degradaremos a la condición de objeto, percibiéndolo como mera resistencia a nuestros deseos egoístas. Las enfermedades espirituales son una forma de desorden interior que destruye nuestra libertad, encadenándonos a compulsiones ciegas. Ser esclavo del dinero o el placer afecta gravemente a nuestro yo, creando servidumbres dañinas. Nuestra realización personal se malogra cuando nos dejamos arrastrar por impulsos que no brotan del afecto o la razón. Sólo podemos considerarnos enteramente humanos cuando «el otro es comprendido en su realidad fundamental de persona, por encima de la oposición y el dominio». La finalidad del amor no pueden ser las gratificaciones inmediatas, sino la experiencia de la complementariedad en toda su plenitud. El desprendimiento y la compasión nos liberan de una mirada estrecha sobre la realidad, en la que prevalece un apego irracional a pasiones estériles, absurdas y engañosas.

La tristeza es una de las enfermedades espirituales más extendidas. Amarga y descorazonadora, nos paraliza y nos llena de rencor. Suele estar causada por una frustración o un fracaso. Cuando no es así, cuando carece de motivo aparente, se convierte en acedía, un tormento no menos implacable. No hay que rehuir las lágrimas, consideradas por algunos Padres de la Iglesia como «un segundo bautismo», especialmente si surgen como un acto de solidaridad hacia el sufrimiento ajeno. Las lágrimas más sinceras nacen de un auténtico amor y constituyen una expresión espiritual particularmente necesaria en Occidente, que inhibe las emociones en nombre del decoro. Nada más opuesto a las lágrimas que la ira o cólera. La ira es una expresión de odio hacia el otro. Es un sentimiento extenuante, que concentra nuestra atención en las ofensas recibidas, incitándonos a buscar una forma de venganza. La cólera es sana cuando nace del imperativo de protestar contra la injusticia, pero cuando aparece como la respuesta a una ofensa o una contrariedad, debe combatirse con dulzura, siguiendo la enseñanza del evangelio de Mateo: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy dulce y tímido de corazón y encontraréis descanso en vuestras almas» (11, 29). «La dulzura –apunta Rivas Rebaque– es una de las formas de la caridad más cercanas a Dios». De hecho, Jesús la exalta en el sermón de la montaña: «Bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra». No hay que responder a las provocaciones, ni siquiera de palabra, pues «el silencio de los labios, cuando el corazón se encuentra agitado, contribuye a aplacar la ira del otro». La dulzura implica paciencia, calma, reposo, paz interior. Es una disposición de ánimo alabada en los Proverbios: «Más vale en un hombre paciente que un héroe, más vale quien se domina a sí mismo que quien conquista ciudades». La dulzura no es indolencia, pasividad o timidez, sino una actitud «profundamente activa y, sobre todo, positiva de cara al prójimo». Neutraliza el rencor, la envidia, el despecho, el resentimiento. En la Primera Epístola a los Corintios, escribe Pablo de Tarso: «El amor es paciente; es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso» (13, 4).

La dulzura es una herramienta de transformación: «Introduce un cambio de raíz, porque sólo se puede construir algo duradero sobre la ternura, que es la que en realidad mantiene el mundo». La dulzura «es una de las más importantes contribuciones del cristianismo al proceso civilizatorio», por su capacidad de crear, cuidar y velar por la vida. Contribuye a la cohesión social, a una relación armónica con la naturaleza y el cosmos, generando un efecto «balsámico y curativo». La dulzura siempre comporta humildad. La humildad no comporta menosprecio de uno mismo, sino un estado de apertura, de silencio ante Dios, de obediencia. Obediencia en el sentido etimológico: ob-audientia, «escucha ante alguien». La apertura a Dios significa asumir «que tenemos que cargar con la realidad si queremos que forme parte de nuestro ser». La humildad cristiana representa «el poder de lo débil, […] el dejarse hacer». Frente a la vanagloria y el orgullo, «la paz, la pobreza a todos los niveles, la grandeza de corazón, la sencillez y la ausencia de dolor ante la pérdida de protagonismo».

Quizá las páginas más hermosas del libro de Fernando Rivas Rebaque se hallen en su estudio del papel del maestro o acompañante espiritual. No debe confundirse con la figura del director que exige un acatamiento incondicional, anulando la libertad personal. El maestro espiritual lee en los corazones, detecta las heridas –incluso las que pasaban inadvertidas a la conciencia–, escucha con paciencia, ayuda a verbalizar los conflictos, nos enseña a convivir con el dolor como una posibilidad de crecimiento personal, nos muestra claramente –sin paternalismos condescendientes– que la cruz es un aspecto inevitable de toda realidad. Su labor exige fidelidad, confianza, no sumisión. Sin respeto mutuo, el acompañamiento espiritual no dará frutos. El maestro espiritual imita al Cristo médico. Su finalidad última es curar, sembrando la paz interior, la caridad y la esperanza (o conocimiento de Dios). En último término, «la fe en Dios no debe ser contemplada sólo desde la perspectiva de protección (¿engaño?) frente al poder del sufrimiento, la soledad y el sufrimiento, sino precisamente como una liberación». Terapia de las enfermedades espirituales en los Padres de la Iglesia puede leerse como un ensayo, pero su sentido último es de carácter práctico y pedagógico. Fernando Rivas Rebaque es un animal pedagógico, un maestro de la fe, pero no incurre en un torpe didactismo fundado en un diálogo asimétrico. Su intención es recordarnos una sencilla frase de la Primera Carta de Juan: «Quien no ama, permanece en la muerte» (3, 14).

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