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Grandeza y miserias del 98

España ante la historia y ante sí misma (1898-1936)

JULIÁN MARÍAS

Espasa-Calpe, Madrid, 1996

El maldito verano del 98

JOSÉ ANTONIO PLAZA

Temas de Hoy, Madrid, 1997

1895: La guerra en Cuba y la España de la Restauración

EMILIO DE DIEGO (DIR.)

Complutense, Madrid, 1996

El fin del Imperio español (1898-1923)

SEBASTIAN BALFOUR

Crítica, Barcelona, 1997

La España de la rabia y de la idea

JAVIER FIGUERO

Plaza-Janés, Madrid, 1997

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Lo ocurrido desde hace unos meses, a raíz del centenario de la muerte de Cánovas, puede darnos la pauta de lo que nos amenaza cara al 98. La apropiación ahistórica –¡a estas alturas!– del «legado canovista» o la conversión del canovismo en arma arrojadiza en la actual pugna política partidista, a duras penas frenada por el rigor histórico de algunos profesionales, no invitan al optimismo, sino a sumergirnos nosotros también, como nuestros antepasados, en la lamentación sobre qué hemos hecho para merecer esto, no una derrota militar en este caso, sino un desastre de tópicos, oportunismos y tergiversaciones. Aún no hemos llegado y ya se oyen las primeras salvas en esa carrera por utilizar –y sacarle rentabilidad inmediata– al 98 desde la perspectiva actual. Así, se han podido oír y leer cosas tan originales y profundas como que España puede celebrar este nuevo 98 con la cabeza alta y el horizonte bien despejado, en contraposición al último fin de siglo de fracasos y ensimismamiento. Se ha dicho también que con la plena integración política en Europa –y ahora además con la unión económica– ha sido definitivamente superado el déficit histórico que lastró a aquella España aislada y humillada. Sólo faltan alusiones al milagro español o cuasi consignas, como contraponer este 98, en que España va bien, a aquel otro en que España iba fatal.

Puestas así las cosas, habría que empezar por plantearse en serio para qué debe servir un centenario de estas características. Conmemoración, se dice a veces. Si descartamos el aspecto festivo –impropio en este caso– la apelación a la memoria no está mal. Se recuerdan o se reviven los hechos para colocarlos gracias a la perspectiva que da el tiempo en su dimensión adecuada, para extraer lecciones que nos sirvan a todos. Una cierta instrumentalización será siempre inevitable, pero lo esencial está en ese proceso de ampliación de nuestro conocimiento mediante fuentes inéditas, nuevos elementos de análisis, un enfoque más fresco… Si uno no estuviera ya escaldado con respecto a la eficacia de las llamadas a la sensatez, diría que es preciso abrir paso al estudio, a la honestidad profesional, al rigor y a la ponderación. Para esto, sin embargo, lo primero que hace falta es un mejor conocimiento de aquellos hechos, es decir, actualización de lo que ya sabemos y aportación de nuevas perspectivas, actividades todas ellas –¡ay!– que requieren la paciencia y determinación de muchos años, que implican mucho trabajo oscuro de archivos y bibliotecas, y por tanto incompatibles con estar siempre en el candelero. Demasiados hay ya que quieren sacarle rentabilidad al 98 de manera oportunista e inmediata.

Lo peor, con todo ello, es que se siguen repitiendo tópicos o falseamientos posteriores de los hechos con la mayor naturalidad. Así, las menciones al patriotismo exaltado del pueblo español sin matices ni distingos, desde las verduleras a las marquesas (El maldito verano del 98, págs. 72 y 110). Se insiste en la pérdida colonial o El fin del Imperio (¡sorprendente título el elegido por un buen especialista como Sebastian Balfour!), sin que muchos quieran reparar en algo tan obvio como que el imperio se perdió mucho antes: por cierto, ¿por qué tras la pérdida de toda la América hispana no se produjo una conmoción nacional?, ¿por qué extraña razón Cavite o Santiago afectaban a la conciencia nacional y Ayacucho (1824) no? Se sigue hablando del pesimismo tras el 98 y de los propósitos de regeneración tras la derrota (La España del desastre, págs. 340-341), sin contextualizar que el primero es una moda fin de siglo que trasciende el ámbito español, y el segundo un propósito muy anterior al enfrentamiento con los Estados Unidos y a la propia insurrección cubana.

Y así podríamos continuar, con una mezcla de fastidio y perplejidad. Porque, más que otra cosa, esto último produce ver por todas partes el famoso invento de Azorín, la «generación del 98», cuando uno creía ingenuamente que, desde los remotos tiempos de los Pérez de la Dehesa, Blanco Aguinaga, López-Morillas, Abellán, Inman Fox y tantos otros, aquella etiqueta había sido sustituida, por lo menos historiográficamente, por las más omnicomprensivas «crisis de los años noventa» o «crisis finisecular», con el cambio de óptica que ello conlleva, naturalmente. Por no hablar de otros matices menores, como que se continúe magnificando el nacionalismo de la época (nacionalismo castellano, se dice además con un no disimulado desdén) en un país que no tenía ni un himno nacional para exaltarse, y que a falta de otra cosa tenía que movilizarse con una marcha zarzuelera. De este modo, salvo excepciones (hay que quitarse el sombrero ante el artículo de Jover en Vísperas del 98), la cultura, el ambiente o el espíritu del 98 real, histórico, queda sepultado ante la avalancha de tópicos elaborados posteriormente.

Lo urgente es, por tanto, recuperar aquel 98 real entre tanto oropel, retórica y jeremiada. No es éste el lugar más adecuado para hacer un repaso exhaustivo de todos los temas pendientes o de las simples insuficiencias, pero algo habrá que decir sobre el estado actual de nuestros conocimientos y las últimas contribuciones. Por ejemplo que –miren por donde– en el 98 lo más importante fue que hubo una guerra (mejor dicho, varias guerras), que todo el país permaneció durante la primera parte del año en una tensión brutal, y que durante la segunda mitad sobrevivió en la pesadumbre y en la angustia de los más de 200.000 hombres (se dice pronto, 200.000 para un población total de 18,5 millones) que regresaron de las colonias –los que regresaron– agotados, enfermos, mutilados, marcados de por vida. Contrasta así, en primer término, la relevancia de lo militar con su postergación en la historiografía actual. Un libro cuyo título alude expresamente a La guerra en Cubasólo contiene un artículo sobre las operaciones militares (M. A. Baquer). En otros casos, la desproporción es menor (todo un bloque en La nación soñada; contribuciones de M. Espadas, H. O'Donnell y F. Puell en Vísperas del 98), pero sin que llegue a alcanzar al aspecto estrictamente bélico el estatus del que gozan desde hace tiempo los análisis económicos, políticos, culturales e ideológicos.

Como consecuencia de estas limitaciones, hay importantes aspectos de la política militar, y más concretamente naval, necesitados de una cierta revisión. Se acepta a menudo la inevitabilidad del desastre, acudiendo al expediente de las justificaciones a posteriori, olvidándose que la desproporción de fuerzas existentes entre España y los Estados Unidos justificaría una derrota, pero no exactamente una débâcle de aquellas proporciones. A pesar de algunos esfuerzos aislados, falta un estudio sistemático sobre la política militar desarrollada por España en sus dos posesiones fundamentales, Cuba y Filipinas. Contrasta nuevamente esa laguna con la atención que ha absorbido la política colonial (La nación soñada, págs. 331-442; artículos de Hernández Sandoica y A. Cubano en Vísperas del 98, y preocupación prioritaria en 1895: La guerra en Cuba) o con la importancia que ha adquirido el estudio del contexto internacional a partir de las aportaciones de Pabón y Jover.

A nivel global la historiografía española apenas ha asimilado las interpretaciones de los otros implicados en las hostilidades. Ha habido meritorios intentos de contar con la versión cubana (en especial es notable esa contribución en La nación soñada), mientras que en Vísperas del 98 se incluyen artículos de J. Offner y E. Malefakis sobre los Estados Unidos de la época, pero sin que en ningún caso pueda decirse que tales aportaciones se hayan podido integrar en una visión de conjunto, que resalte y matice los rasgos específicos de la reacción española mediante su comparación con norteamericanos, cubanos y filipinos. A propósito de estos últimos, pese a que cada vez despiertan más interés (artículo de Togores en 1895: La guerra en Cuba, y varios estudios en La nación soñada), siguen siendo la cenicienta del 98, a mucha distancia de los otros protagonistas del conflicto.

De todos los aspectos de aquella España finisecular es, sin duda, el ámbito cultural –entendido en sentido amplio y cronológicamente flexible– el que a estas alturas guarda menos secretos. De ello se aprovecha legítimamente Javier Figuero en su España de la rabia y de la idea, utilizando el recurso de hilvanar manifestaciones de los grandes escritores de la época, como si de una serie de modernas entrevistas al uso se tratara. Hay que hacer notar sin embargo que este noventaiochismo retrospectivo poco tiene ya que ver, como advertíamos al principio, con el 98 real, porque se utilizan declaraciones de Azorín, Baroja o Machado de muy entrado el siglo XX. Para la caracterización cultural de ese 98 auténtico, que es el que de verdad nos interesa, mucho mejor resulta el breve artículo de V. Cacho en Vísperas del 98. Y para la estela posterior, la magnífica síntesis que Julián Marías escribió para el volumen XXXIX de la Historia de España de Menéndez Pidal, y que ahora se reedita en volumen independiente: España ante la historia y ante sí misma es una breve historia cultural de España en el primer tercio del siglo XX, escrita con rigor y elegancia.

Siguiendo con el protagonismo cultural e intelectual, hay que decir que sorprende en un libro con tan buenas aportaciones y tan estimable globalmente como 1895: La guerra en Cuba deslices tan graves como el que cometen L. de Llera y M. Romero afirmando taxativamente que Unamuno «pocas, muy pocas veces, escribió sobre el problema colonial entre 1895 y 1898» (pág. 290). No hace falta que se vayan al periódico bilbaíno Lucha de clases, donde está el Unamuno furiosamente antibélico y socialista del período, sino simplemente a la recopilación de artículos que hizo Pérez de la Dehesa para las Obras Completas (vol. IX, Madrid, 1966), para constatar que el catedrático de Salamanca fue uno de los que más fuerte e insistentemente se opuso a las guerras coloniales en la España de la época.

A un mayor y mejor conocimiento de ese ambiente intelectual va a contribuir, sin lugar a dudas, una de las más felices iniciativas de este centenario, la colección «Cien años después» que, dirigida por J. P. Fusi, y con estudio introductorio de diversos especialistas, está apareciendo en la editorial Biblioteca Nueva. Con una presentación elegante y atractiva, se están poniendo al alcance del público actual un conjunto representativo de obras que, por diversos motivos, desde los estrictamente literarios a los de aguda denuncia de los «males de la patria», marcaron un hito en la España de entresiglos. Se trata de libros tan indiscutibles, y tan provechosos para el lector de hoy, como el Idearium español de Ganivet, En torno al casticismo de Unamuno, La voluntad de Azorín, El problema nacional de Macías Picavea, Hacia otra España de Maeztu y La moral de la derrota de Morote. Así sí que se puede conmemorar el 98. Ya que antes nos lamentábamos de lo malo, aplaudamos esta contribución que viene a añadirse a la magnífica exposición que pudimos ver en Madrid hace unos meses, organizada por J. Tusell y A. Martínez-Novillo (Paisaje y figura del 98). Esto es acercar el 98 al público culto en general sin trivializaciones vacuas.

Y es que el autor de estas líneas no comparte la displicencia con que el mundillo universitario suele despachar aquí, en España, a las obras de divulgación. Como nos demuestra continuamente la historiografía anglosajona, e incluso la francesa, los buenos libros divulgativos son necesarios para que los investigadores puedan llegar al gran público, o simplemente aquella parte de la población interesada en la historia, pero no a nivel profesional. Mientras que la divulgación científica cuenta ya en nuestro país con algunos nombres relevantes, no estamos aún al mismo nivel en el gremio de los historiadores. Como todo vacío tiende a llenarse del modo más fácil, ese hueco está siendo llenado por periodistas o publicistas aficionados, a veces con una dedicación digna de encomio, pero con el riesgo de simplificaciones, o incluso errores, que un profesional juzgaría inaceptables. Muestra de lo que decimos es el –por otra parte– ameno y meritorio libro de J. Eslava Galán y D. Rojano Ortega, que afirma (pág. 219) que el ejército disponía en Cuba de un total de 115.000 hombres (eran casi exactamente el doble) o que llega a la caricatura en esta descripción impagable de la España decimonónica: «Triste retablo de las maravillas, con un pueblo castizo esmeradamente mantenido en la superstición y el analfabetismo, una acomodaticia burguesía, unos monarcas impresentables, unos gobiernos incompetentes, unos generales golpistas, un clero ignorante y retrógrado y un funcionariado concienzudamente vago» (pág. 17).

Otro tanto podíamos decir de El maldito verano del 98, en el que J. A. Plaza queda prisionero de su propia originalidad como supuesto corresponsal de guerra en Cuba. Es un libro que se lee con mucha facilidad, pero que cae en errores involuntariamente cómicos como, por ejemplo, en la descripción del asesinato de Cánovas (págs. 26-27), al llamar más de una vez a su esposa, Joaquina de Osma, doña Angustias (se supone que por la ídem del momento); peor aún es que deje en el poder al gobierno Sagasta ¡durante cuatro años más! (pág. 309) cuando, como se sabe, cae en el 99 para dar paso al regeneracionismo de Silvela. Mucho más cuidado y elaborado es La España del desastre, de J. Figuero y C. Santa Cecilia, aunque muchas veces el lector no puede sustraerse a la impresión de que se encuentra ante largos párrafos tomados en préstamo de los más diversos autores e historiadores, como una materia prima que se ha quedado sin elaboración; el resultado más inmediato de todo ello es que lo trivial y lo anecdótico se funden con lo grave y trascendental, sin que nadie parezca tener el menor interés en poner orden –y jerarquía– en ese maremágnum. Parece así que no hay más remedio que recordar cosas elementales: la historia no es una simple acumulación de hechos, del mismo modo que la sociedad no es un rebaño.

El libro de S. Balfour es ya algo muy distinto, pese a discutibles simplificaciones, como atribuir sin más matizaciones el fin del régimen en 1923 a la «pérdida del imperio» (?) en 1898 (pág. 9), o como la sugerencia de que España hubiera podido detener el incendio cubano combinando la guerra total de Weyler con «reformas radicales» (págs. 31-32), sin caer en la cuenta de que eso era una contradicción en sus propios términos. No obstante, la obra de Balfour presenta una gran lucidez en el análisis, una no menor brillantez en la exposición y una incuestionable habilidad para exponer las grandes líneas de evolución política y económica con gran eficacia (véase por ejemplo el sugestivo capítulo 2, págs. 59-73). Todo ello –y además unas citas muy bien escogidas, dentro de un magnífico empleo de la abundante bibliografía– da como resultado un libro al que sólo se le puede reprochar el que, por cierta inseguridad o miedo a contradecir las verdades establecidas, se quede a medio camino en algunas interpretaciones. Así, por citar un caso relevante, el autor inglés cuestiona la supuesta abulia de la España del momento –el famoso «sin pulso»–, pasando revista a los motines y las agitaciones sociales, pero no saca de ello conclusión alguna: ¿hubo realmente relación de causaefecto entre la guerra y la conflictividad social?, ¿por qué ésta no tuvo mayor incidencia en la vida nacional?, ¿por qué se agotó en su propio impulso de mera oposición?, ¿por qué no dio lugar a formas o actitudes políticas definidas?, etc.

Globalmente, la interpretación del 98 que se va a imponer en este fin de siglo tiende a restar dramatismo a aquel momento histórico: desastre militar y colonial, sin duda, pero no catástrofe nacional, podríamos decir en síntesis.

La patria no estaba postrada, exangüe, como creían o decían los intelectuales con la retórica del momento: lo prueban la temprana reacción económica (análisis no totalmente coincidentes de Velarde Fuertes en 1895: La guerra en Cuba y de Gómez Mendoza en Vísperas del 98), el desarrollo urbano y la modernización en distintos órdenes (varios artículos en La nación soñada) o, todavía más contundentemente, el esplendor de las letras y las ciencias del primer tercio del siglo XX. Otra cosa era que la herida no terminara de cicatrizar y, sobre todo, que el país no llegara a ser consciente de su propio potencial y de su riqueza («España como nación no vive a la altura de sí misma», dice J. Marías en España ante la historia…, pág. 74). Historiográficamente el 98 queda desdramatizado en dos sentidos diferentes: primero, todo el 98 –por decirlo con su carga paradójica– existe antes del desastre: la crisis política, el pesimismo y hasta el regeneracionismo son realidades anteriores al conflicto colonial. En segundo lugar, en su proyección hacia el futuro, el 98 fue magnificado: sin embargo la exageración por las consecuencias de la derrota (algo que afectaba al mismo ser de España) sólo tuvo parangón con la rapidez con que en la práctica se olvidaron los propósitos regeneracionistas. Al examen de conciencia y al dolor patrio –conceptos de la época– siguieron el olvido y la inconsciencia, cuando no la reinterpretación interesada del pasado inmediato, como hizo la burguesía catalana, o la exégesis retórica del pasado lejano (los intelectuales).

A propósito de esto último, habría que consignar que el regeneracionismo, en todas sus vertientes y con todas sus contradicciones, es uno de los fenómenos de fin de siglo que quedan más desdibujados en las obras aquí reseñadas. Unos no entran en el análisis o lo tratan de refilón, porque se quedan en las vísperas o en 1895, y otros los despachan con los tópicos consabidos –La España del 98–. En La nación soñada –a nivel de investigación el más completo de los libros aludidos– tampoco aparece. Ni siquiera El fin del Imperio, que debía tenerlo como tema central, acierta a explicar adecuadamente el fracaso de los movimientos regeneracionistas, más allá de los socorridos recursos a sus contradicciones internas y a la flexibilidad del sistema de la Restauración. Es necesaria una reflexión más profunda o quizás mayor audacia: ¿no sería quizás que el regeneracionismo fracasó porque en el fondo no hacía falta regeneración? El país estaba vivo y seguía avanzando en todos los terrenos, aunque no lo percibieran así unas élites que tenían una aguda sensación de decadencia. Había una crisis política, indudablemente, pero… ¿implicaba ello una urgente necesidad de regeneración nacional, o más bien una simple reforma del sistema que diera cabida a los nuevos movimientos sociales y políticos?

En cualquier caso, debemos ser cautos: las hipótesis son sólo eso, mientras no puedan ser contrastadas. De hecho, el riesgo más acusado del actual acercamiento al 98 es que, en la onda de la revisión que los contemporaneístas están haciendo de la historia inmediata de España, caigamos ahora en el polo opuesto. Así como éstos están sustituyendo en el examen de nuestro siglo XIX las nociones tradicionales –fracaso (político) o atraso (económico)– por avances y hasta éxito moderado, los analistas del 98 sienten la tentación de usar, y hasta abusar, de la perspectiva actual y trivializar la crisis de fin de siglo. Corremos así el riesgo de pasar bruscamente de la búsqueda metafísica del ser de España, de los lamentos por la desvertebración y la decadencia secular, a un planteamiento acientífico y paternalista (ya hay indicios de ello), según el cual, aquellas mentes del 98 se empantanaron tontamente en una serie de problemas sin sentido y perdieron el tiempo dándole vueltas a cuestiones que no tenían solución. Pero los autores del 98 no tienen que hacerse perdonar nada. Simplemente su realidad era distinta de la actual, del mismo modo que nuestro horizonte nos permite atisbar lo que ellos no podían ver. Intentemos, pues, poner las cosas en su sitio sin bascular hacia otro de los extremos. El 98 no fue el Finis Hispaniae pero tampoco pudo ser lo que hubiera debido, la crisis de crecimiento del régimen de la Restauración. El gran trecho que el país avanzó en otros órdenes a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, no supo o no pudo hacerlo a nivel de las estructuras políticas. En este sentido, los 98 que siguieron fueron mucho peores. Pero eso no lo podían saber los autores y protagonistas de la época.

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