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Byroniana 2003

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Desde mucho antes de que descubrieran para el mundo la Navidad tal como ahora la conocemos –la fiesta familiar, el árbol, el muérdago, la comilona, los regalos: todo perfectamente acorde con el espíritu victoriano–, los británicos han sido excelentes inventores de tradiciones. Y estupendos vendedores de su pasado, cualquiera que sea la forma en que se manifieste. Contemplando el fabuloso partido turístico que han sabido extraer de las decrépitas ruinas de los castillos de Cornualles, o de ciertas fantasmales minas de Gales –abandonadas hace menos de medio siglo, y hoy santuarios de lo que han llamado «arqueología industrial»–, uno no puede por menos de imaginarse la que habrían organizado si formaran parte de su patrimonio, por ejemplo, algunas de las iglesias románicas o góticas que dormitan casi ignoradas en pueblos de la España interior o de la Italia meridional. En ambas penínsulas mediterráneas la abundancia de vestigios materiales del pasado ha explicado, hasta hace bien poco, cierta indiferencia indígena hacia lo que no fuera considerado excepcional. Los tramos de calzadas romanas, las viejas iglesias, los lienzos de murallas medievales, los portales barrocos, se daban por supuesto y, durante muchos años nadie se había ocupado de ellos. Los coleccionistas británicos y norteamericanos supieron aprovechar la incuria y el despilfarro del patrimonio europeo: ahí está, por ejemplo, el museo de los Cloisters, cuya visita siempre me ha producido una impresión deprimente.

Los británicos también saben vender la asistencia periódica a sus museos. Se inventan exposiciones baratas y temáticas que conectan con aspectos significativos de la sensibilidad colectiva en un momento dado; las publicitan inteligentemente y consiguen que la gente acuda una vez más al museo del que se trate. Recientemente he tenido ocasión de visitar de nuevo la National Portrait Gallery londinense con el reclamo de una exposición en torno a Byron que lleva por título Mad, Bad and Dangerous, que es precisamente la frase con que la ardiente Lady Caroline Lamb describió al poeta en su diario el día mismo en que lo conoció. La muestra, a la que han subtitulado «el culto a Lord Byron» no puede ser más sencilla: en la primera parte, media docena de cuadros de desigual calidad –la mayoría provenientes de fondos propios–, algunos grabados, pocas cartas y objetos, algunos mechones de pelo de Byron y de alguna de sus múltiples amantes, y poco más. En la segunda sala se despliega una muestra del mimetismo provocado por el «héroe byrónico», tanto en sus propios contemporáneos como a través del tiempo: hay menciones gráficas, entre muchos otros, a Pushkin, Heine, Berlioz, Delacroix, a Oscar Wilde, Auden, Rodolfo Valentino, Che Guevara (un póster sobre la famosa fotografía de Alberto Korda), Martin Amis e incluso a algunas estrellas del rock. Todos ellos poseedores, de acuerdo con los curators responsables de la diminuta muestra, de rasgos de byronismo. Una exposición barata, inteligente y llena de visitantes (que luego recorren otras salas del museo y adquieren memorabilia y souvenirs, contribuyendo a que la institución sea un organismo siempre vivo).

La exposición (que se mantendrá hasta mediados de febrero) coincide con la publicación de nueva biografía del poeta –Byron, Life and Legend, de Fiona MacCarthy (editorial John Murray, 674 páginas, 25 libras)– que ha venido a renovar la curiosidad acerca de la desmelenada y breve existencia del autor, sobre su extraordinaria promiscuidad, sus «heterodoxos» gustos sexuales, sus infidelidades y adulterios, su sodomía, su incesto con su medio hermana Augusta, sus borracheras, sus extravagancias. En una época en que hasta la pornografía ha entrado a formar parte de la corriente cultural dominante, todavía hay quien se escandaliza de las hazañas de uno de los poetas más influyentes del romanticismo europeo. La culpa de ello hay que atribuírsela sin duda al morbo resultante de la decisión, tomada por su editor (precisamente un tatarabuelo del último John Murray) y sus amigos, de no publicar y destruir las Memorias que el propio Byron dejó escritas y que, al parecer, eran pura dinamita. Aquella decisión, cuyo fin era preservar la imagen póstuma del genio, fue fundamental para que la leyenda derivara en un mito cuyo atractivo sigue vivo dos siglos más tarde. Gracias a ella, varias generaciones de investigadores se han dedicado a especular sobre lo que pudieron haber revelado.

El interés por el personaje es tan intenso que sólo en los últimos cuatro años han aparecido dos notables y voluminosas biografías del poeta. Tanto la arriba mencionada, como la de la norteamericana Benita Eisler (Byron,Child of Passión, Fool of Fame, publicada por Afred Knopf en 1999) han sido escritas por mujeres. Y ambas han mantenido, con matices, una sintomática posición más bien crítica o distante respecto a su biografiado: el réprobo, mal padre, abusador, promiscuo y sádico George Gordon, sexto lord Byron (1788-1824). El último descubrimiento –según MacCarthy– es que el poeta no era, como se creía hasta ahora, bisexual (nunca ocultó su afición a los «pajes»), sino claramente gay. Un homosexual que en el fondo odiaba a las mujeres, a las que, más o menos conscientemente, utilizaba para enmascarar su verdadera inclinación. Lo cual, cuando menos, no se compadece mucho con sus grandes y conocidas pasiones femeninas –incluyendo a esas más de doscientas mujeres con las que presumió de haberse acostado en doscientas jornadas consecutivas en Italia–. Fuera cual fuera su preferencia, Byron amó también a las mujeres. Para comprobarlo basta con leer la apasionante colección de cartas Débil es la carne (Tusquets, 1999; edición de Eduardo Mendoza sobre selección de Gil de Biedma), que recoge parte de su correspondencia de los años pasados en Venecia (1816-1819).

Byron es, en todo caso, la más genuina encarnación del «héroe byrónico» –mezcla de poeta y hombre de acción– plasmado en sus grandes poemas. En 1812, cuando publicó las dos primeras partes de Las peregrinaciones de Childe Harold, el primero de sus best-sellers, ya era una leyenda. El éxito de la obra, lo convirtió, además, en el primer escritor superstar europeo (de El corsario se vendieron 10.000 ejemplares el mismo día de su aparición). Rebelde y libertino, su apoyo a Napoleón –y a los logros de la Revolución– le granjeó la enemistad de buena parte de su propia clase. La buscada publicidad de su escandalosa vida amatoria, su asumido «malditismo», su melancolía elegante y estudiada, su gusto por la pose y su preocupación por la propia imagen lo convirtieron en una especie de precursor del «héroe» moderno que se desplegaría –ya sin épica– a partir de Baudelaire, y entre cuyos posteriores avatares literarios encontraremos al Leopold Bloom joyceano y a las larvas infrahumanas de Beckett. Pero ésa es otra historia más cercana.

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Ficha técnica

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