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El bardo sin rostro

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La National Portrait Gallery (NPG) es una institución verdaderamente singular. Desde 1856, el célebre museo –uno de los más visitados de la capital británica– se ha especializado en coleccionar imágenes y retratos de todos aquellos personajes que han sido y son «significativos en la historia británica», desde Enrique VIII o John Donne hasta la difunta Lady Diana, el galáctico David Beckham, o la escritora anglojamaicana Zadie Smith.Algo fundamental en un país que siempre ha rendido culto a lo que las guías turísticas llaman sus «hijos ilustres», y que encuentra en el monumental Oxford Dictionary of National Biography (más de cincuenta mil entradas) su máxima expresión bibliográfica.Ahora, y para conmemorar orgullosamente el 150º aniversario de su fundación, la NPG ha montado con toda pompa y circunstancia, y gran cobertura mediática, la exposición Searching for Shakespeare, en la que se celebra al máximo icono de la cultura británica.

Los retratos de Shakespeare, como los de Cervantes, constituyen un género pictórico más bien especulativo: nadie ha podido probar la autenticidad de ninguno de los que se les atribuye. Y es que los dioses no tienen rostro: esa es la única manera de que su imagen pueda pertenecer a todos, acomodarse a los prejuicios y las ideas preconcebidas de cada uno de sus fieles y admiradores. En el caso del inglés, objeto de una adoración sin fisuras que sus mismos compatriotas caracterizan como «bardolatría», y piedra angular de un pingüe negocio turístico y cultural que mueve cada vez más dinero, la búsqueda de un retrato autentificado constituye una obsesión que se remonta a tres siglos. La exposición de la NPG viene a satisfacer el morbo de esa demanda contradictoria: encontrarle un rostro al genio.

Hay algo de religioso en esta exposición, organizada en torno a los seis retratos más conocidos que se atribuyen al bardo de Stratford.Y ese carácter no sólo reside en el efectismo de su montaje y de su tenue iluminación de santuario de culto. Su comisaria, Tarnya Cooper, explica en el catálogo el modo en que las nuevas pruebas «científicas» –desde rayos X y ultravioletas a la macro y micro fotografía y el análisis de muestras pictóricas– han ido descartando las posibilidades de cinco de los «aspirantes» a reflejar el auténtico rostro de Shakespeare. Según el dictamen de los expertos, el único con posibilidades –aunque «nunca estaremos del todo seguros»– es el llamado «retrato de Chandos» que, miren qué apropiado, es, precisamente, el cuadro que inició, hace siglo y medio, la hoy enorme colección de la NPG.

En él, como apreciará el lector en la imagen que se reproduce en esta misma página, se representa a un hombre de treinta y tantos o cuarenta y pocos años, con notable alopecia y ataviado con un jubón de cuello abierto –con el lazo suelto– y un pequeño pendiente en su oreja izquierda. Se trata de un Shakespeare de piel oscura, lo que nunca ha acabado de convencer a muchos de sus admiradores. George Steevens, un crítico del siglo XVIII , señaló que el personaje en él retratado mostraba la apariencia de un «deshollinador con ictericia», una afirmación que hoy mismo subrayarían muchos espectadores si todavía recordaran el aspecto de los trabajadores de aquel tan noble como obsoleto oficio. En el rostro del «Chandos» se ha querido apreciar, entre otros rasgos, una nariz «judía», una boca «lasciva» o una expresión de «ligera melancolía y delicada ironía». La pasión nacional británica por Shakespeare no tiene parangón en otras culturas nacionales. Y parte de esa «bardolatría» se alimenta merced al enigma que rodea al personaje. Incluso todavía hay biógrafos e historiadores que ponen en duda la autenticidad de su existencia, atribuyendo el apellido «Shakespeare» a un seudónimo adoptado por personajes históricos que querían disimular su avatar de dramaturgos. Así se ha atribuido –en realidad, con poco éxito– la autoría de sus obras a nobles como el diplomático sir Henry Neville o a Edward de Vere, XVII conde de Oxford.Y, antes –y a pesar de las evidentes contradicciones cronológicas–, a un clandestino «heterónimo» de los mismísimos sir Francis Bacon o Christopher Marlowe.

Con todo lo poco que sabemos de Cervantes, ignoramos aún más de Shakespeare. De nuestro primer novelista se conservan al menos fragmentos de posibles autorretratos literarios, esos que Jean Canavaggio llamó «disfraces del raro inventor». El más importante, y menos «novelesco», de esos testimonios autobiográficos –que constituyen el armazón referencial de todos los posteriores retratos pictóricos– es el que se encuentra en el famoso «Prólogo al lector» (1613) de las Novelas ejemplares: «Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada…». Una autodescripción en la que, como ha señalado Jorge García López en su edición (Galaxia Gutenberg) de las novelas breves cervantinas, se distinguen tópicos del retrato y del (auto) elogio, como, sin duda, demuestra esa nariz corva, pero «bien proporcionada», que la aleja de la que se atribuía a los judíos.

Conocemos mejor el aspecto físico de Cervantes que el de Shakespeare.Y también sabemos más datos acerca de su vida personal. Es curioso: del autor del Quijote se conservan más testimonios biográficos y menos documentos administrativos o comerciales, justo al contrario de lo que sucede con el autor de Hamlet. De Cervantes, dice Canavaggio, sabemos bastantes cosas, «aunque ignoramos todo sobre las motivaciones subyacentes a la mayoría de sus decisiones». De Shakespeare, paradójicamente, se han escrito muchas más biografías, a veces organizadas en torno a un nuevo «descubrimiento» de escasa entidad. Se trata de narraciones más bien especulativas en las que el énfasis suele ponerse, más que en el biografiado, en su entorno cultural o histórico, como sucede en la muy reciente de Peter Ackroyd Shakespeare: The Biography, en la que el «ambiente» ocupa mucho más que el personaje. Hay, incluso, quien busca la biografía de Shakespeare como código oculto en sus obras y procede a distorsionar su sentido, leyendo Hamlet o Lear como si se tratara de El código Da Vinci.

Shakespeare sigue siendo un enigma. La exposición de la NPG lo subraya una vez más. Su rostro es todos los rostros, lo que permite no sólo adecuar su imagen física a los gustos o proyecciones de cada cual, sino también su imagen moral. Históricamente, ha habido un Shakespeare conservador y otro revolucionario, uno criptocatólico que enmascara su fe para evitar la represión isabelina, y otro adalid de la causa de la religión nacional, uno romántico y otro racionalista, uno misógino y un gay que entorna suavemente la puerta de su armario en los Sonetos, un Shakespeare racista y otro «compasivo», un Shakespeare imperialista y otro «intercultural».

Y, sin embargo, el Shakespeare auténtico sólo reside en sus obras y en cómo las leen –cada vez de un nuevo modo y recogiendo toda la tradición– las sucesivas generaciones. En cuanto a su rostro, yo prefiero quedarme con la réplica de lady Macbeth a su marido (Macbeth, I, V): «vuestro rostro, thane mío, es un libro donde los hombres pueden leer extrañas cosas».

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Ficha técnica

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