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El aeropuerto Dun Dun (Calcuta)

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John William Waterhouse,

Esta es una narración por entregas. El hemisferio doliente es aquel en el que habitan los más desfavorecidos de este planeta. El narrador cuenta como conoció a Sara en Madrid y  quedó prendado de ella, justo antes de que esta se adentrara en el mencionado hemisferio y él se marchara a una universidad americana. En sucesivos episodios el uno y la otra se irán enfrentando a distintos aspectos de la difícil relación de los afortunados con los que no lo son.

Complicidad

Topología sobre Dinámica

Si percibimos el agua en el diluvio
o sentimos su leve caricia entre los labios,
pensamos que todos los destinos le son propicios.
Pero el paisaje, aunque herido, siempre logra cautivarla.
Cada molécula vive las tres dimensiones de su libertad
mientras el río cumple su ley hacia el mar.

Así el quebrado vuelo del pájaro, aparente azar
que disimula rendida querencia por el humedal.

Y así la Vida, mera ilusión de contingencia,
contenido y contexto bailando un alocado vals
mientras conspiran para encubrir la dictadura
de la forma que cambia sobre el movimiento.

Francisco García Olmedo, Natura según Altroío
(Madrid, Huerga & Fierro, 2002)

Un espeso olor la asaltó a la misma salida del avión. El aeropuerto Dun Dun olía a una mezcla de desinfectante fénico, podredumbre, cigarrillos apagados, cebolla frita, queroseno y humanidad; un olor a almacén de ropa usada que su sensible olfato aprendería más tarde a aceptar como normal y a distinguir en sus numerosas modalidades. Olvidando que Silvia ya le había advertido de que en la India tendría que arrinconar sus exagerados remilgos olfativos, fue a ella, que la estaba esperando, a quien se dirigió en actitud de reclamación.

Había sido precisamente Silvia quien la había animado a hacer el viaje; primero enganchándola de un modo indirecto, contando con entusiasmo su propia experiencia del año anterior y, luego, cuando mostró interés, haciéndole una promesa muy atractiva: «Ya verás, practicarás medicina sin red», le había dicho, con una amplia sonrisa, sabiendo que Sara se quejaba a menudo de lo poco práctica que era la medicina que le enseñaban en la universidad.

En la tercera semana de junio de aquel año de 1991, las lluvias monzónicas cumplían puntuales su función y las dos amigas tuvieron dificultades para conseguir un taxi. Silvia le había advertido que llevara sandalias de plástico, el único calzado fácil de secar, pero ella había olvidado cambiarse las zapatillas deportivas y sólo recordó el consejo cuando ya las tenía mojadas, mientras hacían señales a los taxis que pasaban veloces, sumidos en un ruido ensordecedor de timbres y bocinas. En la India, el sentido del oído sustituye al de la vista a la hora de conducir cualquier tipo de vehículo. Ya estaban por completo empapadas cuando del vigoroso caudal rodante se desprendió una especie de avispón que frenó bruscamente al tiempo que su conductor las invitaba a subir. La reencarnación del Morris Oxford en una fábrica india había dado lugar al modelo Ambassador, popularmente llamado «el Amby», cuyo cambio más notable con respecto a su vida anterior había sido la carrocería pintada de amarillo con una raya longitudinal negra, una presencia ubicua en la ciudad. Silvia hubo de apelar a las pocas palabras que sabía de bengalí para dar la dirección y para convencer al taxista de que hiciera funcionar el taxímetro, lo que aceptó con cierto enfado.

Middleton Row esquina al bazar, le había dicho Silvia, pero el taxista no debió de entender bien, o tal vez quiso vengarse por la imposición del taxímetro, y las dejó en el extremo equivocado del dédalo de pequeñas tiendas que constituían el chowk, ya convertido en una paupérrima Venecia cuya travesía emprendió Sara con el agua hasta la rodilla y la mochila a la espalda, ineficazmente protegida por un exiguo plástico. Tropezaba de vez en cuando con sólidos sumergidos, ya duros, ya viscosos, que no le era posible identificar por la turbiedad del agua. Ahora al menos parte de los desechos van al río, pero no hay drenaje general, dijo Silvia. En la estación seca los desagües de estas tiendas van a parar al canal central de la calleja y allí el agua estancada se evapora al sol, añadió. En ese momento Sara empezó a llorar con desconsuelo, mansamente, sin dejar de andar detrás de Silvia mientras la lluvia lavaba sus lágrimas y confería un brillo especial a su hermoso rostro. Se había sentido de pronto pequeña y derrotada ante el mundo complejo y exótico que percibía borroso a través del filtro esmerilado de la lluvia y había tenido la sensación de que nada se le había perdido en ese mundo, de que nada tenía ella que ofrecer para mitigar sus males, de que ese mundo nada esperaba de ella.

Sara recuerda vivamente su viaje a Calcuta, o Kolkata, como la llaman los que allí viven, pero no sabe reconstruir los verdaderos motivos de ese viaje. Es posible que ni siquiera se encuentren entre la multitud de sólidas razones que aduce ahora para justificar su trayectoria. Con la misma naturalidad que respiramos, sentimos la capacidad de influir en nuestro futuro; estamos seguros de que lo que será no está determinado y de que podemos dirigir el curso de nuestra vida en una dirección u otra. Esta doble sensación de libertad y responsabilidad, que quizá no sea sino un espejismo, es la sal del devenir diario y, sin embargo, dicen quienes lo han investigado que el cerebro toma las decisiones unos segundos antes de que seamos conscientes de ello y es obvio que cualquier acción depende de causas que la preceden. Si es así, me pregunto qué ha habido de plenamente consciente en nuestros comportamientos, qué decisiones y qué contingencias me inclinaron a Sara y, una vez echados los dados, qué oportunidades de cambiar de rumbo desaproveché. No sé contestar a estas preguntas que me obsesionan.

Silvia, mi último refugio, ha insistido en que, si reduzco esa triste historia a las palabras justas, tal vez pueda drenar su veneno. Silvia suele dar este tipo de consejos, aunque como psiquiatra es de quienes sostienen que la Psiquiatría no es sino una rama oscura de la Fisiología y que Freud y sus herederos jamás han curado a nadie. Aquí escribo lo que he llegado a saber por Sara o he vivido directamente, además de lo averiguado por el valioso testimonio de Silvia y lo que en su día imaginé, que ha acabado integrado en los azarosos veneros de mi memoria sin distinciones ni matices. Silvia me ha prometido leer el borrador de esta historia y darme su opinión por escrito cuando la termine. Supongo que así me convertiré en su escéptico paciente por correspondencia.

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Ficha técnica

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