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Dietrich Bonhoeffer, una teología sin Dios

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Dietrich Bonhoeffer es uno de esos espíritus que invitan a la esperanza en los momentos más oscuros de la historia. Bonhoeffer nace en Breslau (Alemania; actualmente Breslavia, Polonia) en el seno de una familia de la alta burguesía prusiana. Su padre, Karl Bonhoeffer, fue un notable psiquiatra y neurólogo; su madre, Paula von Hase, una brillante pianista, nieta del teólogo Karl von Hase e hija de Klara von Hase, discípula de Clara Schumann y Franz Liszt. En 1906, el padre obtiene una cátedra de Psiquiatría y Neurología en la Universidad de Berlín y la familia cambia de residencia, integrándose en la elite cultural de una de las ciudades más dinámicas y creativas de Europa. Entre sus nuevos vecinos se encuentra el ilustre teólogo Adolf von Harnack, famoso por sus investigaciones sobre el Jesús histórico. Con sólo ocho años, Dietrich conoce los estragos de la Gran Guerra. Durante el conflicto, uno de sus hermanos y tres de sus primos pierden la vida. A los diecisiete años, inicia sus estudios de Teología en la Universidad de Tubinga. Se doctora en la Universidad de Berlín con una tesis (Sanctorum communio) que Karl Barth considera un «milagro teológico». En 1931 adquiere la condición de pastor luterano. Tiene veinticinco años.

Su oposición al nazismo se manifiesta apenas llega Hitler al poder. En febrero de 1933 afirma durante una intervención radiofónica que el culto a la personalidad de un líder político es una forma de idolatría. Los que exigen ese tributo son simples embaucadores. La emisora interrumpe bruscamente la emisión por miedo a las represalias. En abril, Bonhoeffer participa en Berlín en un ciclo de conferencias de pastores luteranos, incitando a la resistencia intelectual contra la recién nacida dictadura. Participa en la creación de la Iglesia Confesante, con Martin Niemöller, Karl Barth y Gustav Heinemann. La Iglesia Confesante se pronuncia contra las «doctrinas falsas» que pretenden usurpar el lugar de Dios, incumpliendo la obligación de promover la paz, la justicia y el bienestar. En 1935 Bonhoeffer viaja a Londres con el propósito de movilizar a las iglesias reformadas contra el hitlerismo. Vuelve a Alemania ese mismo año, reclamado por Barth para formar a los nuevos pastores de la Iglesia Confesante en un seminario clandestino ubicado en Finkenwalde (Pomerania). El seminario es rápidamente clausurado y se prohíbe a Bonhoeffer enseñar, predicar y hablar en público. En 1939 acepta la invitación de dictar unos cursos en Estados Unidos. Lejos de aprovechar la posibilidad de escapar definitivamente al hostigamiento de los nazis, regresa a Alemania en uno de los últimos barcos que cruzan el Atlántico antes del comienzo de la guerra. No ignora los riesgos, pero desea afrontar «la prueba» junto a sus compatriotas. Se relaciona con los escasos núcleos de resistencia, afirmando que el deber de un cristiano no se limita a socorrer a las víctimas de un conductor enloquecido. Además, debe hacer lo necesario para retirarlo de la circulación. El 5 de abril de 1943 es detenido y confinado en la prisión de Tegel, acusado de alta traición y derrotismo. Tras el fallido atentado del 20 de julio de 1944 se descubren papeles que lo relacionan con los conspiradores. Es deportado a Buchenwald y, más tarde, a Flossenburg, donde es ahorcado el 9 de abril de 1945. Sus restos son incinerados. Actualmente, una placa evoca su martirio: «Dietrich Bonhoeffer, testigo de Cristo entre sus hermanos».

La teología de Bonhoeffer parte de una especie de «amor fati» de raíz estoica. Hay que aceptar el destino y amarlo, aceptando nuestras circunstancias personales e históricas: «No es mi intención despreciar la tierra en la cual tengo la posibilidad de vivir. Le debo fidelidad y agradecimiento. […] Debo ser huésped con todo lo que esto implica. No debo cerrar mi corazón a la participación en mis deberes, a los dolores y a las alegrías de la tierra». La vida espiritual no consiste en cultivar el retiro, sino en abrirse al mundo, celebrando sus dones y curando sus heridas. No debemos reprimir nuestra dimensión corporal. El cuerpo es nuestra forma de inserción en la realidad física y espiritual. Bonhoeffer no siente aprecio por el ascetismo. De hecho, describe a quienes cultivan el sacrificio y las privaciones como «hijos infieles de esta tierra». El cristiano no debe vivir en las nubes. El cristianismo debe vivir en el centro del mundo, asumiendo su mayoría de edad, lo cual significa «vivir como hombres capaces de enfrentarnos a la vida sin Dios». Ser cristiano no significa cumplir con una rutina de plegarias, ritos y sacramentos, sino «ser hombre», es decir, libre, responsable y racional. El Dios cristiano no es un gigantesco paraguas que nos protege de cualquier inclemencia: «El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante el cual estamos permanentemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios».

Vivir ante Dios sin Dios parece una contradicción insostenible. Se ha especulado mucho sobre estas reflexiones de Bonhoeffer, que pertenecen a su última época. Aparentemente, Bonhoeffer rechaza la idea de un Dios todopoderoso y providente que encarna la ilusión de un padre cósmico. Ese Dios nace del miedo a la muerte y el desamparo. Su función es disolver nuestros temores e incertidumbres, reduciéndonos al papel de hijos dóciles y obedientes. Según Bonhoeffer, ese concepto de la divinidad procede de las religiones primitivas, que rinden culto a un tótem para suplicar bienes y favores. Nada puede estar más alejado del Dios cristiano, que fracasa y sufre, sucumbiendo al poder político de Roma. En apariencia, el Dios cristiano nos abandona, pero ese abandono es su peculiar forma de estar con nosotros. Mientras se prepara para morir en el huerto de Getsemaní, Jesús pide al ser humano que participe en su impotencia. Ese gesto es una forma de comunión con lo sagrado que reconoce la autonomía del mundo y la responsabilidad del hombre: «El mundo adulto –escribe Bonhoeffer– está más sin Dios que el mundo no adulto, y precisamente por esto quizás más cercano a Él». Las distintas iglesias deben funcionar como comunidades, no como instituciones: «Jesús no llama a una nueva religión, sino a la vida». Esa nueva vida consiste en «estar-para-los-otros». La verdadera trascendencia acontece en esa relación. Cristo murió para compartir los dolores del mundo, para ser una presencia viva y esperanzadora en mitad del sufrimiento, no para exaltar el poder de Dios, exigiendo humildad, paciencia y oración: «Jesús, hombre para los demás», escribe Bonhoeffer. La vivencia religiosa no es el culto a lo infinito, sino la comunión con lo finito, con el semejante, particularmente cuando se halla en situación de penuria o persecución, como los judíos europeos durante los años de dominación del nazismo.

El obispo anglicano John Arthur Robinson suscribió veinte años más tarde la teología de Bonhoeffer: «El Tú eterno se encuentra sólo en, con y bajo el Tú finito». Lo cristiano es la entrega al prójimo, no el éxtasis místico, que sitúa a Dios en un infinito inalcanzable. Cristo se halla en todos los que sufren, especialmente en los pobres, locos, parias, enfermos y excluidos. Dios no está fuera, sino en el centro de nuestro existir: «El encuentro con el Hijo del Hombre –afirma Robinson– se manifiesta en términos de una preocupación, del todo “secular” y mundana, por las comidas, las provisiones de agua, la casa, los hospitales y las prisiones; precisamente tal como Jeremías había definido el conocimiento de Dios, como un hacer justicia al pobre y necesitado».

Bonhoeffer cuestionaba que la Biblia fuera la palabra de Dios y no el testimonio humano de la revelación divina, no creía en el nacimiento virginal de Jesús ni en los milagros, negaba la resurrección de Cristo como acontecimiento histórico y la omnipotencia de un Dios con los rasgos de un emperador romano. No admitía los mandatos morales absolutos y universales, pues entendía que la ética siempre se plantea en situaciones particulares. No puede decirse que robar siempre es malo, pues el hambre y la necesidad de sobrevivir pueden justificar la apropiación de lo ajeno, especialmente en una sociedad escandalosamente injusta y desigual. Para algunos, los impuestos son un acto confiscatorio; para otros, una medida solidaria y redistributiva. Matar es un mal objetivo, pero acabar con un tirano como Hitler es una aspiración legítima, pues en este caso prevalece el derecho a la vida de los pueblos deportados y exterminados. Lo que caracteriza al cristiano no es la obediencia a un Dios todopoderoso, sino el amor a sus semejantes. Bonhoeffer admiraba el trabajo del teólogo luterano Rudolf Karl Bultmann, que había llevado a cabo un riguroso ejercicio hermenéutico del Nuevo Testamento, separando los mitos del núcleo esencial del kerigma. La desmitologización de Bultmann le parece insuficiente a Bonhoeffer, que se muestra partidario de desarraigar hasta el último mito de los Evangelios, obras colectivas con los prejuicios y errores de su tiempo.

Ernst Bloch afirmaba que «lo mejor de las religiones es que producen herejes». El último Bonhoeffer se mueve en esa posición marginal y maldita. Ni católicos ni protestantes reivindican su teología, pero es innegable que constituye una admirable aventura intelectual, concebida para crear un escenario de encuentro racional y creíble entre el ser humano y Dios. Al igual que Jesús en la parábola del joven rico (Mateo 19, 16-30), Bonhoeffer postuló un seguimiento radical: «La iglesia sólo es iglesia cuando existe para los demás. Para empezar, debe dar a los indigentes todo cuanto posee. […] La iglesia ha de colaborar en las tareas profanas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa “ser para los demás”». El joven rico se marchó apenado, incapaz de renunciar a sus bienes. Las distintas Iglesias han actuado del mismo modo. Muchos opinarán que ha prevalecido la sensatez. No lo dudo, pero la insensatez ha inspirado algunos de los gestos más nobles de la historia de la humanidad. Pienso en Irena Sendler, Martin Luther King, Sophie Scholl, Óscar Romero, Melchor Rodríguez o Jean Moulin. El heroísmo de Simone Weil, Edith Stein y Dietrich Bonhoeffer resulta escandaloso para la mayoría de los hombres. De hecho, intenta rebajarse su mérito, vinculándolo a cierta inestabilidad emocional. Puede ser, pero sus vidas nos ayudan a soportar el caudal de horror del siglo XX, demostrando que el compromiso y el coraje no son fantasías románticas, sino virtudes que se hacen carne y perduran en la memoria como signos de vida y esperanza.

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