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Ocas del Périgord

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¿Qué le ha caído a mi hijo en los exámenes de selectividad, sección filosofía? En el haz del impreso (opción A), la cosa iba de Aristóteles. Pase. Da uno vuelta a la hoja y se tropieza, de hoz y coz, con Wittgenstein. ¡Toma castaña! ¡Con Wittgenstein! El texto que había que comentar, ignoro si extraído de una de las traducciones que circulan por ahí o trasladado directamente del alemán, funde en un bloque único, sin puntos y aparte, las proposiciones 6.51 y 6.52 del Tractatus, más, a modo de propina, el párrafo inicial de la proposición 6.521. De nuevo, pase. No vamos a hacernos los estrechos. Preocupa más que la apostilla que orienta al estudiante en la comprensión del texto sea, más que una ayuda, una técnica de estrangulación, de esas que gastan los judokas. El comentador sabe, de Wittgenstein, lo que fray Gerundio de Campazas de teología dogmática. Y queda lo más grave. Lo más grave es que es insensato, ridículamente petulante, pretender que hablen de Wittgenstein unos adolescentes por entero intonsos en materia filosófica. Wittgenstein es un autor difícil, obscurecido por una avalancha exegética de data aún reciente y valor incierto. El Tractatus explota al límite un artilugio russelliano (la teoría de las descripciones y la postulación de objetos metafísicamente simples), y algunas penetraciones de Frege, el fundador de la lógica simbólica moderna. En el Tractatus apenas si aparecen fórmulas. Pero hay que estar familiarizado con la notación lógico-matemática para entender lo que quiere decir el austríaco lunático y desesperantemente oracular. Y, sobre todo, hay que conocer a Frege y Russell. Lo que no sea esto, es como tocar el violín con guantes de boxeo. Que es, por cierto, lo que suele hacerse cuando se alude a Wittgenstein, da lo mismo si a propósito del Tractatus, o las Investigaciones, o las cosas que han ido emergiendo a medida que sus manuscritos cobraban la forma póstuma de libros.

La prensa nos atruena diariamente sobre el desastre educativo español. Se habla de alumnos selváticos, de programas poco ambiciosos, del Untergang de Occidente, de la biblia en verso. Todo esto es cargante y está desenfocado. No quito que los chicos se hayan puesto difíciles. Pero reconstruirlos conforme a los modelos sin consensuar que se lanzan a la cabeza los adultos es infinitamente más complicado que elaborar planes de estudio con un mínimo de sentido común. La cuestión no está en que la enseñanza española sea poco ambiciosa. Ocurre justo lo contrario: en ciencias, en literatura, en filosofía, en lo que sea, se despachan las materias a granel, todo cogido por los pelos, todo montado sobre todo, y empaquetado luego en consignas que permitan memorizar lo que no es posible comprender. Nuestros proyectistas docentes son como granjeros franceses, y han confundido a sus alumnos con ocas del Périgord: les meten sustancia por un tubo, hasta que se les queda el hígado del tamaño de un melón. Lo del melón, claro, es una broma. En porcentaje aterrador, los chicos se escapan por el vomitorio del fracaso escolar.

Un tipo serio, quiero decir, alguien que se acercara al asunto de la educación española con ganas de saber lo que sucede, y no de afirmarse en certidumbres gratuitas, descubriría, para colmo, que nuestro sistema está aquejado de los mismos tics que ya lo afligían hace cincuenta años. Recuerdo, allá a principios de los sesenta, un juego con que distraían la tarde unos niños, de extracción popular y claras y justificadas lagunas en lo más elemental dentro de lo elemental. Por aquellas calendas, dominaba la imaginación de los españoles un programa de la televisión en blanco y negro: Cesta y puntos. El presentador era un señor gordito y de aire autoritario que se subía a una cátedra ataviado con chándal deportivo –no es broma– y, a continuación, formulaba preguntas a dos equipos rivales, compuestos por unas criaturas memoriosas con un futuro distante de abogados del Estado, y la probabilidad inminente de triunfar en la operación Plus Ultra. Saber mucho, saber suelto, deshilado y rápido. Ese era el secreto, y ese secreto había hechizado a mis amigos. Bueno, ahí va el recuerdo. «¿Qué es el nóumeno?», dijo el que oficiaba de profesor. Y respondió otro, de carrerilla: «La cosa en sí». Y adelante con los faroles. Así, de un repelón, hemos llegado a Wittgenstein, sin pasar por las reglas de la ortografía.

¿Les interesa de veras la educación? Les recomiendo la página web del Colegio Libre de Eméritos, donde se pueden leer los ensayos de Julio Carabaña, Antonio Córdoba y Enrique Álvarez. El primero, sociólogo y especialista en temas educativos, por ejemplo, las evaluaciones Pisa –¡se van a quedar pasmados!–, y los otros dos, científicos: uno matemático, y otro físico. Tengo que añadir que yo les encargué el trabajo. Lo señalo, porque no se me diga que llevo las cartas marcadas. Córdoba y Enrique Álvarez se tomaron la molestia de estudiar una serie de textos de física y matemáticas. Ambos son catedráticos en la Autónoma de Madrid y eminentes en su profesión. Pasen y vean, que decían antes en los teatros ambulantes. Para soltar la tarabilla, queda siempre tiempo de sobra.
 

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