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Del código genético al código moral. PARTE II: GENÉTICA Y RELATIVISMO MORAL

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En la primera parte de este ensayo, publicada en el número anterior, se perfilaban las líneas generales de lo que se viene denominando en las pasadas tres décadas como una «nueva» naturalización de la ética, donde el referente moral, valga la contradicción, no es el sujeto moral tradicional: la persona. La conducta ética se convierte así en etología. Este es el marco general que se refleja en el análisis de la obra de Robert Wright, El animal moral. De este modo, el «bien» y el «mal» se remiten a una interpretación metafórica de estrategias distintas de supervivencia de entidades llamadas replicadores, que pueden ser genes, partes de genes, grupos de genes, grupos de grupos, incluso, en ciertos casos, individuos propiamente dichos o grupos de individuos. Todo ello se tipifica en el eslogan del «gen egoísta», concepción introducida por el entonces etólogo oxoniano Richard Dawkins. En esta segunda parte se exploran los entresijos argumentales más controvertidos al respecto de los desarrollos de Matt Ridley y Brian Skyrms. La tesis fuerte que se explicita en las dos partes viene, hasta cierto punto, modulada por las matizaciones del filósofo de la biología Elliot Sober junto con el biólogo D. S. Wilson

MÁS ALLÁ DEL DILEMA DEL PRISIONERO

¿Qué más se puede decir sobre las tesis de Wright quien, básicamente, no hace más que abundar en las ideas centrales de Dawkins? Se puede decir mucho más, aunque para ello haya que rizar el rizo del modo tan fascinante como lo hacen Ridley o Skyrms. Ridley, en un estilo muy atractivo, nos ofrece trece capítulos convenientemente cortos para no hacerse tediosos y acertadamente informativos para exponer con largueza los entresijos de la tesis que nos ocupa. El autor nos recuerda, para empezar, la obra El apoyo mutuo, del geógrafo ruso príncipe Pedro Kropotkin, uno de los padres del anarquismo político. El noble ruso, aplicando a su manera el concepto de selección natural darwiniano, concluía que en los seres vivos primaba el altruismo y la cooperación, a expensas del egoísmo y el conflicto, y en su libro ofrece todos los ejemplos imaginables para ilustrar su tesis con la que intenta desbancar el pesimismo de Darwin y de quienes veían en la lucha por la existencia el único factor favorable en la evolución de los seres vivos.

El fundamento de la idea de Kropotkin es lo que se ha denominado «selección de grupo», que tendría lugar a costa de la selección individual o de los replicadores: el grupo cuyos miembros son altruistas sobrevivirá a expensas de los grupos cuyos componentes se hacen la vida imposible entre sí. Ya hemos visto que la interpretación del replicador como unidad de selección va en contra de esa idea. Esto de un modo general, porque como Sober y Wilson ( op. cit.) arguyen, en su brillante elaboración de la paradoja de Simpson (la falacia de la media), puede haber selección de grupo, siempre que las eficacias biológicas relativas de los altruistas en los distintos grupos sean distintas y haya disgregación de individuos y posterior agrupación de los mismos de un modo determinado. A pesar de todo, Ridley manifiesta que en el mundo de los seres vivos, y muy especialmente en el hombre, lo que «se observa» (él observa), a primera vista, es cooperación y trabajo en equipo, todo ello propiciado por el principio smithiano –pero tan viejo como la vida misma– de la división del trabajo. Así, aunque Ridley reconoce que en la base de todo está la actuación egoísta de los replicadores, al nivel del individuo el altruismo brilla por su presencia, especialmente si el individuo, «engañándose a sí mismo», hace de su actuación representaciones genuinamente altruistas. La idea de Ridley es que el egoísmo en el ámbito de los replicadores no implica egoísmo al nivel de los individuos Esta misma idea está en la concepción de Elliot Sober de egoísmo vernáculo, a nivel del individuo, y egoísmo evolucionista, a nivel del replicador (1988: «What is evolutionary altruism?» Canadian Journal of Philosophy, 14, págs. 7599), distinción semántica sobre la que algunos basan un retorno a la ética tradicional (véase, por ejemplo, el muy elogiado Good Natured de Frans de Waal, 1996, Harvard University Press).. Es más, se pueden haber seleccionado replicadores que sobreviven mejor si hacen que sus portadores sean auténticamente altruistas.

Pero Ridley ofrece la solución estándar a la paradoja «egoísmo a un nivel-altruismo a otro nivel» que es la solución del altruismo recíproco. Es decir, los cromosomas son asociaciones de genes cooperantes, como lo son los individuos de un termitero, un hormiguero o una colmena o de la propia sociedad humana. Y esto ocurre así porque los replicadores cooperantes consiguen individualmente más beneficios que actuando en solitario (lo que equivale a un egoísmo racional o, si se prefiere, a un altruismo restringido).

De nuevo, Ridley ilustra el panorama con ejemplos paradigmáticos, como es la lucha del feto dentro de la madre para obtener más nutrientes que los que serían deseables para que la madre volviera a quedar en condiciones de procrear, así como la resistencia de la fisiología de la progenitora cuyos intereses, en este sentido, son antagónicos a los del feto. Análogamente, en un hormiguero se da el caso de que potencialmente siempre hay obreras que quieren reproducirse, puenteando a la reina (que es la única reproductora legítima), pero la reina no es otra cosa que una representación reproductora de todas las obreras en sus replicadores, de tal manera que si alguna intenta reproducirse por las malas está haciendo trampa, trampa que normalmente queda abortada por los mecanismos reguladores de la comunidad. Lo mismo ocurre con las células de un organismo; éstas delegan la reproducción en las células sexuales que también son una representación del resto del patrimonio genético de todas las células del organismo. Esto no impide que este equilibrio sea también tenso e inestable, y que constantemente haya células que se desmadran y quieran reproducirse por su cuenta. Esta trampa –cuando tiene éxito– da lugar, por ejemplo, a los desarrollos cancerosos de sobra conocidos.

Los mismos mecanismos policiales que existen en el hormiguero se dan también en el organismo para contrarrestar cualquier acto de independencia que iría en contra del resto de las células. Es decir, a las células «les da igual» la supervivencia del individuo que las integra, el grupo, pero lo que «no toleran» es que haya otras células que se reproduzcan «a su costa». O sea, que prima el altruismo recíproco a todos los niveles, pero un altruismo recíproco que cualquier componente puede traicionar en cualquier momento, por lo que son necesarios mecanismos de represión y control constantes.

Ridley entra en las múltiples variantes que adopta el dilema del prisionero. Pero la cosa va más allá de unas variaciones sobre el mismo tema. Existe todo un desarrollo sinfónico. Para empezar, prácticamente toda relación entre dos seres vivos es ajustable al dilema del prisionero. La base, que se remite a un escenario de altruismo recíproco vigilado, está bien para la presentación temática, pero el problema es que así, en frío, una situación de altruismo recíproco no es evolutivamente estable. La pretensión profunda de la aplicación de la teoría de juegos al dilema del prisionero es descubrir una estrategia de juego (supervivencia) que esté blindada contra cualquier otra estrategia que otro jugador (ser vivo) puede introducir y que, por supuesto, no conduzca a la extinción. Es decir, en una relación de altruismo recíproco puro y duro, por muy vigilado que esté, si uno de los individuos hace trampa, se salga o no con la suya, el oponente responde con la misma moneda, y así comienza una cadena de venganzas y contravenganzas en que los contendientes probablemente, al más impecable estilo siciliano, merman sus posibilidades de supervivencia.

VICIOS PRIVADOS-VIRTUDES PÚBLICAS

Ridley repasa ciertas situaciones, apenas esbozadas por Wright, cuya contemplación por el dilema del prisionero sería demasiado compleja y procede a verlas intuitivamente. Estas situaciones se centran en el contraste entre los denominados bienes públicos y bienes privados. A un cazador primitivo, por ejemplo, puede no compensarle cazar un mamut, pues aunque le proporcione gran cantidad de carne, será a un alto precio (por el tamaño de la presa), máxime teniendo en cuenta que el cazador y su familia no podrán aprovechar toda la carne, y el resto se pudrirá o bien será aprovechada por los congéneres que no se han molestado en tan penosa caza, convirtiéndose así en un bien público.

La solución más socorrida a esta versión del dilema del prisionero es que «hoy he conseguido yo la carne y tú te aprovechas, mañana la puedes conseguir tú y yo me aprovecho». Pero, claro está, eso no excluye que haya alguien que se aproveche siempre de los demás. ¿Qué es lo que impide, según la psicología evolucionista oficial, una gorronería persistente? De nuevo, volvemos a la cuestión del status y a que quien tiene más status se lleva lo mejor del mujerío. Efectivamente, quien caza presas más difíciles es quien tiene más valor, más fuerza, más astucia, más inteligencia y, en consecuencia, constituye el mejor banco de inversión para que la hembra de turno invierta sus replicadores Es seguramente sintomático, como aprecia Ridley, que entre los chimpancés de Gamba los machos ofrecen carne a las hembras lo que propicia que éstas bajen la guardia sexual (trueque: carne a cambio de sexo).. Paradójicamente, este efecto se refuerza cuando el cazador se apropia de la peor parte de su botín e incluso se queda sin nada O, más aún, como en los famosos potlatch de ciertos indios canadienses, los notables de la tribu garantizan y aumentan su importancia destruyendo sus pertenencias más preciadas ya sean bienes perecederos o duraderos., porque esa «generosidad» pasa a engrosar desmesuradamente el prestigio ya adquirido, y de esta manera aumenta el valor procreador del protagonista desde el punto de vista que interesa, el de la hembra. Parejamente, a ese cazador generoso se le considerará como hombre importante del clan, lo que quiere decir que en épocas de escasez extrema sería de los pocos a quien todos ayudarían, porque todos obtendrían beneficios de su supervivencia En realidad, como reconoce Ridley, entre otros autores, existe un trueque de bienes perecederos, como es la carne, por bienes duraderos, como es el prestigio social (esto es lo que Alexander, ya citado, denomina reciprocidad indirecta que implica un trueque de bienes concretos por bienes abstractos).. O sea que la generosidad sería, tanto a gran escala como a pequeña escala, un chantaje: «al regalarte algo, te obligo a que me lo agradezcas, con un regalo o un servicio equivalente». En efecto, en las relaciones sociales, todos llevamos la contabilidad y el que no da su parte equivalente, es un chupón, un aprovechado, en definitiva, un indeseable.

Por otro lado, a menudo, una presa de caza mayor que se consigue en grupo disminuye el riesgo personal y todos se benefician. Pero sobre todo disminuye la adquisición de demasiado prestigio. De hecho, en muchas poblaciones humanas existe un tabú sobre la acumulación de riqueza. En quien acumula riqueza se adivina la pretensión de querer ser más que los demás, lo que va en detrimento del status ajeno y por lo tanto es censurable y punible, en muchos casos hasta con la muerte. En el mundo occidental se da un fenómeno parecido cuando el triunfador disminuye el alcance de su propio éxito: «he tenido suerte», «me han ido las cosas bien», «estaba en el lugar justo en el momento apropiado», etc.

Seguidamente, Ridley intenta conciliar la antinomia entre las tesis de las dos obras capitales de Adam Smith: La teoría de los sentimientos morales (1759) y La riqueza de las naciones (1776). Según la primera de ellas, el sentido moral del hombre (su conciencia) le obliga a hacer el bien a los demás (altruismo puro y duro: el germen de Kropotkin); de acuerdo con la segunda de esas obras, el egoísmo a ultranza actuaría como una mano invisible por el bien común (el germen de Darwin).

La sustancia del argumento es que, normalmente, los tratos no suponen una reciprocidad inmediata. Es decir, alguien hace su parte del trato y la otra parte se efectuará en un futuro más o menos inmediato o, quizá, más bien lejano. Por lo tanto, si no hubiera confianza en las relaciones humanas no habría tratos posibles. Esta confianza viene avalada por la conciencia, por las emociones sentimentales. Así es como actuamos. Si no honro un trato me siento mal, y si lo hago siento que he hecho lo que debo hacer Recuérdese que Freud resuelve este conflicto, en su florido esquema naturalista, con el concepto de culpabilidad que controla la tensión entre el ego y el superego, lo que, justo es decirlo, tiene su raíz en la conjetura que explora Nietzsche, en su Sobre la genealogía de lo moral, acerca del origen de la «mala conciencia» en el hombre.. Dicho de otro modo, el haz bien y no mires a quién es algo que compensa sobre todo a medio y largo plazo. Es como cuando se deja propina en un sitio al que no se va a volver, o se entrega una cantidad para una obra social en un país remoto o se dona sangre, etc. Todos estos actos de altruismo aparentemente no recíproco, en contra de la tesis general, serían en realidad anuncios publicitarios sobre la propia persona que proclama así: «¡Observad lo altruista que soy, confiad en mí!» Claro está que aquí caben múltiples interpretaciones. Yo puedo dejar una propina a donde nunca voy a volver porque piense, como a menudo es así, que la propina es parte del pago del bien consumido, y puedo dar sangre u otros bienes a desconocidos del tercer mundo, para mostrar a los de mi entorno que parte del pago de mi bienestar relativo lo hago de ese modo.. Esta estrategia emocional es el resultado, como de costumbre, de que los replicadores que hayan favorecido, por azar acumulado (selectivo), esta característica en sus portadores son los que salen adelante a expensas de los que confieren a sus contenedores comportamientos alternativosEsta tesis se ha desarrollado especialmente por el economista R. H. Frank (1988) en su Passions within Reason (Norton) e, independientemente, se ha visto refrendada por el criminólogo J. Q. Wilson (1993) en su The Moral Sense (Free Press), y en el best-seller reciente de A. Damasio (1995) Descartes’ Error (Picador)..

En suma, los tratos son el resultado de decisiones y las decisiones se llevan a cabo sobre bases emocionales Ciertas lesiones cerebrales que dejan al paciente sin reacciones emotivas, también anulan su capacidad de decisión (véase, Ridley, op. cit. , cap. VII).; de hecho, estas bases son las mejores garantías de cumplimiento de los tratos, aunque luego dichas garantías se complementen con contratos propiamente dichos, con su letra pequeña, garantías pignoradas, penalizaciones por incumplimiento, etc. La emoción es, pues, instintiva, irracional, y así es la persona virtuosa. Ridley nos recuerda la similitud de esta idea con el concepto agustiniano de gracia: la virtud es la gracia que nos concede la Providencia. Es más, hoy día la teoría de juegos (ver más adelante) queda ya relegada a un caso particular de la teoría de metajuegos, o teoría de dramas, en cuanto a que existen situaciones en que un comportamiento irracional es más rentable que uno racional (véase «N-person soft games» de Nigel Howard, 1998, en Journal of the Operational Research Society, 49, pág. 144, y, sobre todo, su libro, de próxima aparición, Oedipus, Decision-Maker: Using Analytical Drama Theory to Resolve Conflicts).

Nuevamente, el espectro de Kropotkin se queda en eso, en espectro. Porque el altruismo tendría sentido dentro del grupo en que se vive. La publicidad es para los miembros de ese grupo, no para terceros. Esta situación genera un nosotros frente a los otros, es decir, el espíritu tribal donde se gestan todos los conflictos entre grupos. La cohesión grupal se ve también reforzada por lo que Boyd y Richerson denominan el «principio de conformidad» que se da en especies de comportamientos muy variables. El hombre vive en multitud de hábitats y el «en Roma haz como los romanos» tiene su razón de ser porque cuando un individuo que ha vivido en un cierto hábitat quiere integrarse en otro, las costumbres del otro hábitat es lo que funciona para la supervivencia. Improvisar en un hábitat nuevo o vivir como en otro hábitat no es adaptativo. Este principio de conformidad hace que todos nos conformemos a las costumbres y hábitos de nuestro grupo, y que el que no se conforme, además, se considere como un inadaptado, como parte de los otros. Por lo tanto, el conformismo refuerza la identidad de ese nosotros, como también la refuerza la imitación y modos de los que tienen más status en el grupo en cuestión. Esta es una manera no solamente de conseguir status, por imitación de lo que todos admiran, sino de pensar que el que está arriba por algo será y lo mejor es imitar sus maneras de ser y estar.

Este sentido de identidad se sublima en el pensamiento religioso, siendo ese nosotros el pueblo elegido, bien de un modo directamente místico o indirectamente divinizable, como sucedió, por ejemplo, con el nacionalsindicalismo. El resultado es el mismo: nosotros somos los mejores. Y aquí el espectro de Kropotkin desaparece para siempre.

LA SOLUCIÓN DE RIDLEY

La cuestión de fondo vuelve a plantearse: ¿para qué sirven, en la práctica, todas estas disquisiciones, aparte de dar coherencia empírico-explicativa a la cosmovisión que se presenta? Lo que está claro es que, en el mejor espíritu autorreferente, a Ridley le sirven para promover su ideal político, la democracia liberal.

Ridley proclama que entre seres sociales lo que florece desde un principio es el comercio. Poniendo como ejemplo conductor la sociedad sumamente beligerante de los yanomani amazónicos, destaca cómo para éstos, en sus lizas bélicas, es importante establecer alianzas complejas, es decir, alianzas de alianzas. En primer lugar está la alianza que constituye la misma tribu del individuo de que se trate, y luego la alianza de la alianza de esa tribu (equipo) con otras. Para alcanzar este objetivo se empieza comerciando. Las tribus renuncian a una supuesta autarquía aplicando el sentido común económico más elemental que, traducido al lenguaje económico moderno, sería la ley de la ventaja comparada de David Ricardo. Esta actividad comercial, que, como de costumbre, beneficia en principio mutuamente a sus participantes, conduce a fiestas comunes –para conmemorar el negocio recíproco– aunque las celebraciones desemboquen en alianzasAl parecer, la facultad para establecer estas alianzas complejas depende del tamaño relativo del neopalio cerebral, tamaño crítico que se da en los seres humanos, en el chimpancé y en ciertas especies de delfines (Ridley, op. cit., cap. X). con fines belicistas.

La otra cara de la actividad comercial, donde fracasa estrepitosamente la noción de mano invisible de Smith, aparece en la explotación de los bienes sin dueño . Por ejemplo, si la pesca en el mar es libre para todos, ¿por qué voy a restringir mis necesidades de pesca con el objeto de que se recuperen los bancos explotados? Qué garantías tengo de que el que venga detrás de mí no se hará con lo que yo he cedido para esa presunta recuperación? La metafórica mano invisible funcionará siempre y cuando los bienes que yo exploto me pertenezcan de alguna manera, siempre y cuando yo tenga un control sobre ellos, sin interferencias imprevisibles de terceros. Por esto Ridley piensa, basándose en el famoso artículo de 1968 de Garrett Hardin, «La miseria de los comunes»Science, 162, págs. 1.243-1.248., que toda nacionalización es una invitación al despilfarro y a la destrucción incontrolada; la historia ecológica del hombre jalonada de extinciones de especies, destrucción de suelos y desastres ecológicos varios daría fe, más que sobradamente, de esa tesituraVéanse, como muy buenos ejemplos, Ponting, C. (1991): A Green History of the World. (Penguin Books), y Arnold, D. (1996): The Problem of Nature (Environment, culture and European expansion) Blackwell. ejemplificada en el que venga detrás que arree (los que vienen detrás, claro está, son las generaciones venideras).

O sea que aquí volvemos a tener dos fuerzas en direcciones opuestas, en lo que se refiere a la supervivencia a medio y largo plazo de los replicadores. En efecto, por un lado estaría la sanción social contra la acumulación de riqueza, y por otro lado se tendría que la riqueza que nadie posee acaba desapareciendo porque a nadie le interesa gestionar algo que no tiene dueño, o si se gestiona se hace, sin que lo parezca, en provecho propio.

Pero claro, la riqueza siempre se acumula, porque si yo cedo mis bienes, de una manera u otra, debido a la sanción social al respecto, en realidad lo que estaría realizando es un trueque de unos bienes tangibles (concretos) por otros intangibles (abstractos), es decir, estaría acumulando prestigio. No hay que engañarse ya a estas alturas de la película: la selección natural entre replicadores, tal y como la plantea la psicología evolucionista, ocurre precisamente por las diferencias en capacidad de supervivencia, y la adquisición de status, de una manera u otra, sería una de las constantes de este ejercicio.

Es verdad que la capacidad de simulación de futuro que el hombre ha adquirido, seguramente por selección natural, aunque haya sido en detrimento de su capacidad instintivaVéase Castrodeza C. (1993): «De la epistemología popperiana a la epistemología darwinista» en Encuentro con Popper. Comp. de P. Schwartz et. al. Alianza Universidad (Madrid, págs. 132-164), le facilita el verlas venir y, por tanto, le impulsa a tratar de evitar su propia extinción causada por la destrucción del medio que le sustenta. Ridley compara el norte de Italia, comercial y próspero, con el sur, empobrecido y relativamente autoritario. Y piensa que la solución está en diseñar una sociedad en la que prime el comercio y la autoridad gubernamental sea cada vez más simbólica. Toda intervención gubernamental sería una nacionalización encubierta y por lo tanto una invitación a la miseria de los comunes. Además, Ridley, en el espíritu más afín al despotismo ilustrado, piensa que hay que mentir a las masas en lo que se refiere a la verdad de fondo de la psicología evolucionista, para que todos se conformen y practiquen el altruismo a ultranza mediante la confianza en el prójimo y en el género humano en general. Esta sería para Ridley la verdadera receta para el progreso.

Pero Ridley se olvida de la mayoría del género humano, de los desheredados que habitan por doquier entre nosotros, especialmente a una prudente distancia. Está muy bien decir, ¡fuera el gobierno, viva la libertad y muera el despilfarro!, ¿pero qué se hace con los replicadores de la mayoría de los seres humanos? Es de sobra sabido, que si los 6.000 millones de almas del planeta (y suma y sigue) tuvieran que vivir con los recursos que consume el americano medio, el europeo medio, el japonés medio, etc., la «civilización» tal y como la conocemos tendría los días contados. Sencillamente, no hay para todos sin renunciar a nada. El gobierno es, pues, un arma de dos filos nada desdeñable, porque aunque, por un lado, sea una invitación al despilfarro, por otro es un muro de contención para paliar la voracidad de los necesitados –que es nuestra propia voracidad– y aplacar una situación potencialmente explosiva que a la postre acabe con el bienestar de unos pocos, seguramente en detrimento de todos (que va uno a decir).

LA REALIDAD AMORAL

Pero demos un paso más. Skyrms manifiesta, en el prefacio de su libro, que su preocupación estriba en la descripción de lo que pueden ser la ética y la política, y no en la prescripción al respecto, es decir, en la reglamentación de lo que dichas actividades deben ser. Tan a rajatabla lleva a cabo esta empresa que en el epílogo reconoce, no sin razón, que algunos lectores pueden preguntarse que, en efecto, qué tiene que ver el libro con la ética y la filosofía política. Skyrms afirma con contundencia: «No he dicho nada acerca de cómo los seres humanos deben vivir sus vidas, o de cómo se debe organizar la sociedad». Y el autor añade que lo único que «la teoría desarrollada predice, es lo que los antropólogos siempre han sabido: que son posibles muchas alternativas de vida social». El epílogo, y por ende el libro, se cierra con un broche de oro: «Incluso a aquellos que pretenden cambiar el mundo les conviene, antes que nada, aprender a describirlo» (¡Si Karl Marx levantara la cabeza!).

Ya no se trata de contemplar el mundo cambiando una historia moral tradicional por otra historia posmoderna en la que el bien y el mal no son lo que siempre han parecido ser. Ahora tenemos, simplemente, la presentación de estrategias de supervivencia que prosperarán o no según las interacciones que se den entre ellas, y términos como altruismo, egoísmo, justicia, bien común, imperativo categórico, ayuda mutua, conocimiento, compromiso, racionalidad, etc., quedan reducidos al rango de etiquetas mnemotécnicas para catalogar estrategias de supervivencia que pueden recordar lo que alguna vez significaron estos términos, significados que, en el tratamiento de Skyrms, pierden ampliamente su sentido.

Para Skyrms, nuestros replicadores nos dotan de ciertas predisposiciones comportamentales. Estas predisposiciones pueden verse alteradas por la acción de otros replicadores que cambien por mutación o por recombinación, y naturalmente, por aprendizaje (lo que equivale a una mutación y recombinación, no ya de los replicadores propiamente dichos, sino de las predisposiciones mismas). Cada predisposición es, en efecto, una estrategia de supervivencia. Entonces los organismos «juegan» con sus estrategias (en realidad «se la juegan», porque les va la vida en ello). Y según las proporciones de los mismos que se encuentren en juego, florecerán unos y sucumbirán otros, es decir, no hay estrategias más fuertes, o más abocadas al éxito, que otras; todo depende de qué otras estrategias estén en juego y en qué proporción. Dicho con crudeza, y en un lenguaje que todo el mundo entienda, a veces compensará ser «bueno», en el sentido más tradicional de la palabra, claro está, y a veces no; a veces, la virtud será la mejor estrategia, a veces, el vicio y la corrupción serán, valga la contradicción, lo moralmente más rentable. Que nadie se engañe: lo que se quiere decir en el lenguaje más llano posible, se insiste, es que, a veces (o siempre, según los casos) los malos irán al cielo y los buenos al infierno. Como proclamaba Eddie Murphy en su papel de Nosferatu en Un vampiro en Brooklyn, disfrazado de reverendo, y confundiendo en un principio a toda la comunidad de fieles implicada, «viva el mal porque sin mal no podría haber bien», a lo que dicha comunidad contestaba enfervorizada: «¡el mal es bueno, el mal es bueno!».

Para estudiar este tipo de interacciones entre distintos contendientes se utiliza, en efecto, la llamada «teoría de juegos», que no es más que la aplicación de la teoría de probabilidades en una situación en que cada contendiente quiere obtener un máximo beneficio de la situación a expensas de los otros (como en el dilema del prisionero). Entonces dependiendo de la estrategia que use cada contendiente aumentará, o no, su probabilidad de obtener dicho beneficio, es decir, de ganarles «la partida» a los demás. Lo que ocurre con los organismos es que, normalmente (y sobre todo en una situación instintiva), sus estrategias están fijadas por la predisposición biológica (genética) que tengan al respecto. Aunque, también normalmente, como la estrategia aplicada es el resultado de una interacción entre el patrimonio genético que se posea y el medio, dicha estrategia puede ser distinta en medios distintos. Pero en cualquier caso, el resultado general es que las mejores estrategias son las que prosperan y se instalan en la población por selección natural. Juguemos pues.

En el primer juego contemplado por Skyrms, en las relaciones entre los seres vivos en general, y humanos en particular, se ve cómo ciertas propensiones comportamentales parejas establecen equilibrios más o menos justos (nadie sale beneficiado a expensas de nadie), y que, en efecto, en condiciones generales el equilibrio más verosímil es el más justo, independientemente de su deseabilidad. En el segundo juego –lo toma o lo deja– más que propensiones parejas tenemos propensiones múltiples –situación más realista– y en este caso el equilibrio más verosímil puede ser cualquiera: ahora una situación justa es un equilibrio entre muchos otros que también pueden darse, a no ser que los individuos no interaccionen al azar, en cuyo caso la cooperación –para bien o para mal– prima sobre las otras situaciones.

En el juego siguiente tenemos, de nuevo, una situación con dos estrategias, de manera que el recurso a repartir se hace al azar si la interacción es entre dos individuos pacíficos («palomas»), o lo consigue siempre uno de los contendientes, el agresivo («halcón»), si interacciona con un pacífico, o si dos agresivos interaccionan, lo esperable es que queden malheridos y ninguno pueda disfrutar del recurso. En este caso, la correlación preferencial no procede, porque el recurso está ahí para el que llegue a por él. Ahora, un reparto justo es improbable y lo que sí se da es un reparto dependiente del nivel de violencia. Si éste es muy alto, predominarán las palomas, porque los halcones se destruyen entre sí. O sea, que resultará una sociedad pacífica no porque la paz pueda ser el bien más deseable, sino porque en ciertas situaciones pueda ser el desenlace más estable. Por el contrario, si el nivel de violencia no es muy acusado, podrá resultar una sociedad relativamente más violenta que en el caso anterior porque, de nuevo, será el equilibrio más estable resultante dadas las circunstancias.

Cuando –como resultado de mutaciones acumuladas, o de recombinaciones entre replicadores– un halcón se puede convertir en paloma, y viceversa, obtenemos por ejemplo la llamada estrategia del burgués, como es el caso cuando el individuo que defiende su territorio adopta la estrategia del halcón y el invasor la de paloma, o al revés, como ocurre en algunos arácnidos. Es decir, las propensiones podrán alterarse, o intercambiarse, pero lo deseable no es nunca lo que prima, sino que puede coincidir con lo más estable en ciertas circunstancias, sin más. El concepto mismo de deseable es ambiguo en el sentido de que una deseabilidad para todos no sería más que una proyección de la deseabilidad personal, con las contradicciones que esto implica cuando todos entramos en juego.

El último juego es literalmente el juego final o «la madre de todos los juegos», porque en él confluyen los demás juegos. Así, toda interacción consumada entre dos o más organismos se basa en la transmisión de un mensaje (por un primer jugador) y en la recepción del mismo (por un segundo jugador). Por ejemplo, el altruismo «desinteresado» que se practica entre los miembros de una familia, o de un clan, puede depender de los síntomas de inquietud por parte de uno de sus miembros causada por la aparición de un depredador, lo que puede traducirse como un mensaje de alarma a los otros miembros del entorno (porque los individuos del entorno serán, en general, parientes). La interpretación correcta del mensaje sería una ocurrencia aleatoria en un principio y aquellos replicadores que confirieran a sus miembros la interpretación «correcta» («hay que poner pies en polvorosa») son los que sobrevivirán. Es decir, la interpretación «correcta» surgiría simplemente por selección natural. Y lo mismo es aplicable al lenguaje humano. No hay que buscar más misterio donde no tiene por qué haberlo.

Según la naturaleza del depredador en cuestión, la inquietud del emisor podrá ser diferente, de manera que la emisión del mensaje irá aparejada a un nivel de peligrosidad que, de nuevo, «correctamente» interpretado incentivará en el receptor el comportamiento adecuado. Análogamente, el método de «ensayo y error» propiciado por la selección natural sería una interpretación necesaria y suficiente del fenómeno de la comunicación más matizada. En estas diferencias, más o menos sutiles, estaría la base del significado, de lo que significan las cosas.

El significado puede darse en un contexto instintivo. Es decir, como se viene aduciendo, la inquietud inicial aludida podrá o no importunar a los demás miembros, o hacerlo de muy distintas maneras –de un modo aleatorio– de tal forma que, por selección natural, la supervivencia de aquellos miembros que interpreten el mensaje, es decir, su significado, correctamente, será promocionada.

En una situación no instintiva, donde la comunicación instintiva evoluciona al lenguaje consciente, el proceso es análogo sólo que más rápido ya que el significado del mensaje se puede indicar, es más, se puede simular a modo de ensayo para estar preparado cuando la contingencia se presente.

Obviamente, el juego de la comunicación no sólo funciona entre altruistas o entre cooperantes en general, sino también cuando los intereses de los participantes están enfrentados, como es el caso típico de un depredador que mimetiza el mensaje de solicitud sexual de un miembro de otra especie, de tal manera que, mediante este engaño, el cazador se hace con su presa. Lo mismo sucede con el engaño en general y su detección.

La eficacia de la comunicación, sincera o engañosa, altruista o egoísta, depende de su éxito en la supervivencia de los que la practican. Los replicadores que por azar consiguen que sus portadores sean más eficaces en el juego de la comunicación, serán los que estén más representados en las generaciones subsiguientes. La selección natural no tiene nada de sobrenatural. Y el significado, el concepto quizá más misterioso del quehacer filosófico, tendría así, como la ética misma, una raíz biológica que rayaría en la simplicidad misma de un proceso que se autorrefuerza en todos los sentidos posibles por selección natural, aunque siempre, claro, debe estar en un contexto mediático.

CONCLUSIÓN GENERAL Y REFLEXIONES VARIAS

En todo este proceso de «legitimación» genética quedan desbancados modelos muy conocidos como el del famoso genetista actual, y antiguo clérigo, F. J. Ayala, según el cual «para decidir qué códigos morales deben ser aceptados, la biología de por sí es, a todas luces, insuficiente» Pág. 250 de «The biological roots of morality», Biology and Philosophy, 2 (1987), págs. 235-252..

Pero, en definitiva, ¿cuál es la relación conceptual entre las ideas supuestamente nuevas y las más tradicionales que constituyen el pensamiento todavía ortodoxo?

Al analizar un sistema ético en sus diversas manifestaciones históricas (llámese ética tradicional –platónica, aristotélica, tomista, kantiana–, ética protestante, ética de situación, ética basada en el altruismo recíproco derivado de una perspectiva sociobiológica, etc.) se trata, por una parte, de cotejar si existen contradicciones dentro del sistema y, por otra, de justificar el sistema. Pero esta justificación se hará con arreglo a unas normas que servirían a su vez para justificarse a sí mismas. O sea que, en última instancia, todo sistema ético se remite irremisiblemente a un sistema de creencias más o menos coherente Claro está que lo mismo ocurre con cualquier sistema axiológico, ya sea ético o epistémico (referido a las virtudes o valores de la praxis científica: simplicidad, coherencia, falsabilidad, etc.).. Sistema de creencias que, desde una perspectiva naturalista, se puede legitimar empíricamente del mismo modo que se legitima cualquier proceder epistemológico (científico). Esto por un lado.

Por otro lado, desde la perspectiva más científica –llámese positivismo lógico, concepciones no enunciativas de la ciencia, psicología cognitiva o sociología del conocimiento Véase cualquier tratado general de filosofía de la ciencia, como pueda ser W. González (compilador, 1990, 2ª ed.) Aspectos metodológicos de la investigación científica (Un enfoque multidisciplinar). Universidades de Murcia y Autónoma de Madrid. – la palabra «ética» sería ya un término anacrónico debido a su contaminación «metafísica» adquirida a lo largo de su prolongada historia, y se debería sustituir (según un criterio afín al que, por ejemplo, Paul Churchland aboga en su Materialismo eliminativo Véase P. Churchland. 1984: Matter andConciousness: A Contemporary Introduction to the Philosophy of Mind. Cambridge (Massachusetts): MIT Press. ) por «hábito comportamental», sea éste racional, o políticamente correcto, o ajustado a derecho, etc., sentidos todos que nos remiten, ¡qué ironía!, al significado etimológico original griego del término denostado (otro tanto se puede decir de la palabra moral, remisible a su referente etimológico latino).

Pero entonces, ¿en qué se diferenciaría básicamente un comportamiento aconsejable dentro de un esquema humanista (religioso o secular) de otro «genuinamente» científico (donde el humanismo se sustituiría por un «animalismo» o, si se prefiere, por un biologismo, si no se excluye a los seres vivos no animales)? Ambos extremos se refieren a la instrumentación de la supervivencia personal según las normas del esquema que, a su vez, se apliquen.

Lo que se pretende decir es que las éticas tradicionales tienen un carácter normativo, mientras que la intención de la psicología evolucionista sería sólo describir (explicar) el comportamiento de los seres humanos. Ahora bien, en la práctica, en la descripción de un comportamiento siempre se incluye lo que es el comportamiento normal y lo que es el patológico. Y esta discriminación constituye otra manera de ser normativo.

Es decir, que si afirmo que mi comportamiento debe ser de cierta manera, de acuerdo con ciertas concepciones humanistas (teológicas o no, se subraya), estoy diciendo, en la práctica, lo mismo que si alego que mi comportamiento se ajusta a determinadas pautas porque existe un imperativo biológico que así lo exige. Actuar de modo distinto al requerido sería, en el primer caso, pecar contra Dios, o contra la humanidad (según convicciones); y en el segundo caso, significaría ser presa de una determinada patología que haga que mi comportamiento se desvíe del «normal» (aunque lo pecaminoso también tenga connotaciones patológicas cuando se hace referencia, por ejemplo, a la salud del alma: maneras de hablar).

¿Quiere esto decir que los presupuestos de la ética tradicional y los derivados de la psicología evolucionista están a la par? O de otro modo, ¿que no ha habido ningún progreso entre unos presupuestos y otros, y que ambos son igualmente arbitrarios? No se pierda la perspectiva. El hombre tiene un comportamiento con unos aspectos que le interesa incentivar y otros que le interesa minimizar (estando la base del interés en cuestión en los «móviles» de los replicadores, según lo comentado). Dichos aspectos están justificados en la teoría general vigente del comportamiento humano. O sea que, independientemente de que el comportamiento del hombre varíe, en el sentido de que cambien sus prioridades, de acuerdo con las circunstancias imperantes, la justificación de la conducta se atendrá al marco teórico científicamente más aceptable. De la misma manera, el movimiento de un proyectil se justifica de modo distinto en la física de Aristóteles, en la galileana o en la actual. O sea, que si creemos que el conocimiento científico nos explica cada vez mejor cómo es el mundo, la justificación del comportamiento humano que ofrece la psicología evolucionista será la mejor explicación existente hasta la fecha (pero el proyectil seguiría moviéndose como siempre y el hombre comportándose como lo que le hace ser hombre).

Por el contrario, desde la perspectiva de la sociología del conocimiento más radical se puede entender que todo conocimiento es arbitrario, que es pura literatura. En este sentido, los presupuestos de la ética tradicional y los que se derivan de la psicología evolucionista sí están a la par. (En cualquier caso, tanto el sociólogo más radical como el realista científico más conservador podrían estar de acuerdo en que, por medio de la tecnología, hoy día se resuelven mejor ciertos problemas que, por ejemplo, en el siglo pasado. Lo que diferenciaría sus posturas sería entonces si la base teórico-científica de esa tecnología es un indicador fiable para comprender mejor lo que es el mundo.) Además, desde el punto de vista de la antropología actual, como desde el de la psicología evolucionista, el relativismo cultural (incluyendo el moral, claro está) queda en cierta medida devaluado, porque si el ser humano tiene un origen común y reciente, sus predisposiciones comportamentales serían básicamente las mismas; solamente variaría su expresión en los diferentes medios. Y esa variación, debido a ese origen reciente y común, sería un tanto superficial, lo que haría del relativismo cultural algo igualmente superficial, a no ser que se incluyeran diferentes culturas, admítase el dislate, a nivel «interplanetario».

En resumen, en la «nueva» ética, las exigencias comportamentales son como en la ética más tradicional; sólo la justificación sería distinta. Y esa justificación sería arbitraria o relativamente mejor según fuera el marco referencial adoptado. Recurriendo finalmente a Freud, las exigencias comportamentales estarían en el inconsciente (los replicadores), mientras que la justificación se ubicaría en la parte consciente del organismo humano. Esto último, a su vez, no podría ser otra cosa que una expresión fenotípica, adecuada a los tiempos, propiciada por dichos replicadores mediante, no hay que olvidarlo, un proceso de selección natural.

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Ficha técnica

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