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Ese terrible 1 %. La desigualdad económica en Occidente

The Price of Inequality. How Today’s Divided Society Endangers Our Future

Joseph Stiglitz

Londres, Penguin, 2013

592 pp. £ 10.99

Inequality and the 1%

Danny Dorling

Londres, Verso, 2014

256 pp. £ 8.99

Divided. The Perils of Our Growing Inequality

David Cay Johnston (ed.)

Nueva York, The New Press, 2014

352 pp. $18.95

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Ils adoraient l’égalité jusque dans la servitude.
Alexis de Tocqueville, L’Ancien Régime et la Révolution

Uno de los temas más polémicos de la literatura económica de nuestros días es la evolución de la distribución de la renta en los países desarrollados. No es una cuestión nueva, ciertamente. Han transcurrido ya casi doscientos años desde que el gran economista inglés David Ricardo afirmara que el principal problema de la economía política es determinar las leyes que regulan la distribución de la renta. Esta frase se ha interpretado de maneras muy diversas, con frecuencia con un propósito muy diferente del que tenía su autor cuando la escribió. Ricardo estaba interesado, básicamente, en el comportamiento de la renta de la tierra y los rendimientos del capital en los procesos de crecimiento. Pero lo que la mayoría de la gente entiende hoy por distribución de la renta es el reparto del producto de la actividad económica entre los trabajadores y los perceptores de rentas de capital o entre los residentes en diversos países o regiones. Y la mayor parte de los análisis tienen como objetivo la crítica de casos concretos desde un punto de vista ético o político. Así se afirma, por ejemplo, que la distribución de la renta entre determinados grupos sociales es injusta; o que los países ricos perciben un porcentaje excesivo de los ingresos que genera la economía internacional, etc.

En el siglo XIX, la denominada «cuestión social» se planteó, básicamente, como un problema distributivo que, en opinión de algunos economistas, acabaría destruyendo el capitalismo, que no podría resistir el empobrecimiento creciente de una gran parte de la población. Más tarde, cuando se observó que tal empobrecimiento no se producía y el nivel de vida de los trabajadores crecía de forma sostenida, se desplazó el problema desde la explotación de los obreros a la explotación de los países subdesarrollados. Pero es fácil darse cuenta de que esta predicción resultó ser falsa también, ya que, en las últimas décadas, se ha producido un crecimiento económico espectacular en gran parte del mundo subdesarrollado y, gracias a la globalización, centenares de millones de personas han dejado de pasar hambre y han accedido al consumo de bienes que, hasta hace muy poco, les estaban vedados.

Esto ha obligado a replantear muchas cosas y las miradas de los economistas se vuelven hoy otra vez hacia lo que está sucediendo en los países avanzados. Se ha observado, en efecto, que los ingresos de un gran número de trabajadores se han estancado o reducido; y que esta evolución no puede explicarse en su totalidad por la última crisis económica, ya que el fenómeno empezó a producirse bastantes años antes. La publicación del conocido libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, ha convertido la cuestión de la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza en el centro del debate económico, tanto en el ámbito académico como en el político; y los medios de comunicación han dedicado al tema una extraordinaria atención. Los críticos de la política económica que, a lo largo de los últimos treinta años, han aplicado los países europeos y los Estados Unidos encontraron en este libro datos y argumentos para pedir un cambio de modelo y, en muchos casos, volver a los sistemas fiscales de las décadas de 1960 y 1970, que han sido idealizados de una forma bastante sorprendente, al menos para quienes vivimos aquella época y recordamos cómo y por qué el mundo occidental tuvo que cambiar unas políticas que parecían haber llegado a un callejón sin salida. Si algo enseña el estudio de la evolución de la política económica en el tiempo es la idea de que, en cada momento histórico, una parte de la opinión pública –y de la opinión de los economistas profesionales– critica el consenso económico vigente en ese momento por no ser capaz de solucionar los problemas a los que un país –o un conjunto de países– se enfrenta. Lo curioso es que muchas de las «nuevas» ideas no son, con frecuencia, otra cosa que antiguos planteamientos que en su día fueron abandonados por ser considerados ineficientes. Sólo un ejemplo: la política macroeconómica que se diseña en el proyecto de la Unión Monetaria Europea, basada en la renuncia a la soberanía monetaria de los Estados miembros y en el establecimiento de restricciones a los déficits presupuestarios, recupera principios básicos de la gestión de la economía de la época del patrón oro que, tal vez con excesiva ligereza, fueron abandonados durante más de medio siglo. Y hoy no pocos economistas piden que los gobiernos vuelvan a la política que en Maastricht se consideró anticuada e inadecuada para garantizar un crecimiento estable en el seno de una unión monetaria.

El aumento de la desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza, del que se acusa a las políticas económicas que surgieron en la mayor parte del mundo occidental a partir de la década de 1980, es uno de los argumentos más importantes utilizados por quienes demandan que Europa y Estados Unidos regresen a la política económica de cuarenta o cincuenta años atrás. Los datos que en esta literatura crítica se manejan son, ciertamente, llamativos y no pueden ser echados en saco roto. En el caso de Estados Unidos, el país en que la desigualdad ha aumentado en mayor grado, se apunta que la renta media de los grupos de renta baja no ha crecido, en términos reales, desde la década de 1970; los ingresos de los grupos de renta alta habrían aumentado, sin embargo, de forma significativa. Y esto no habría sido siempre así. Se calcula que los ingresos de los grupos de renta baja se habrían doblado, también en términos reales, entre 1945 y 1973; pero el grupo del 1% de las personas de mayor renta sólo habría visto sus ingresos aumentar en un 33% en dicho período. Es decir, la tendencia habría cambiado desde los años ochenta; y el resultado sería no sólo un menor nivel de vida para buena parte de la población, sino también un crecimiento de las quiebras personales y de la pobreza en el país.

¿Son fiables estos datos? Aunque el cambio de tendencia sea indiscutible, es preciso matizar mucho las cifras y tener cuidado a la hora de sacar conclusiones. Las estimaciones de índices de pobreza son un buen ejemplo de que determinadas cifras deben ser puestas en cuestión. En uno de los libros comentados en este artículo se afirma, por ejemplo, que, entre todos los países desarrollados, sólo Rumanía tiene una proporción de niños pobres mayor que la de Estados Unidos. La afirmación es tan sorprendente que merece ser considerada con mayor cuidado. No voy a discutir la cifra, ya que no se explica cómo se ha obtenido, algo, por cierto, bastante habitual en esta literatura. Pero si pensamos que la mayor parte de los cálculos sobre pobreza se realizan a partir de una cifras medias de renta y se considera pobre a quien no alcanza un determinado porcentaje de dicha media, se entiende que pueda llegarse a este resultado; porque, si crece la renta per cápita de un país y un determinado grupo de personas se mantiene con los mismos ingresos, automáticamente pueden pasar a ser considerados pobres, aunque su nivel de vida no se haya deteriorado.

Hay que analizar los datos con la mayor objetividad posible, cosa que no hace buena parte de la literatura actual sobre desigualdad

Y no es éste el único problema que plantean los análisis de distribución de la renta. Cuando analizamos la evolución de los ingresos de, por ejemplo, el 20% de las personas más pobres de un país, no sabemos si quienes estaban antes en este grupo son las mismas personas que están ahora. Algunos estudios presuponen que lo son, pero pueden estar muy equivocados. En otras palabras, si ha habido movilidad, es posible que, aunque el grupo de los más pobres no haya mejorado en su conjunto, sí lo hayan hecho muchas de las personas que lo formaban, que han sido sustituidas por otras en la cola de la distribución. Y estos nuevos componentes del grupo pueden ser personas cuyos ingresos hayan disminuido. Pero pueden también ser personas que anteriormente no formaran parte del colectivo y se hayan incorporado a él en los niveles más bajos. Si pensamos que, de acuerdo con las cifras oficiales, el número de inmigrantes que había en Estados Unidos en 1970 era de 9,6 millones, y que la cifra había pasado a ser de 41,3 millones en 2013; y consideramos que la mayor parte de estos inmigrantes se encuentran en los niveles de renta más bajos, cabe concluir que un estudio detallado de la evolución de los ingresos de la población norteamericana por percentiles que tomara en cuenta este hecho, ofrecería una imagen bastante diferente de la visión catastrófica que se obtiene de la lectura de gran parte de las obras actuales sobre desigualdad. Y cálculos similares podrían hacerse, desde luego, para otros países receptores netos de inmigración.

Esto no significa, desde luego, negar la existencia de un problema serio. Pero hay que insistir en la necesidad de analizar los datos con la mayor objetividad posible, cosa que no hace buena parte de la literatura actual sobre desigualdad.

Para analizar estos problemas comentaré en este artículo tres libros. El autor del primero es un catedrático de Geografía de la Universidad de Oxford; el segundo es la obra de un periodista prestigioso, ganador de un premio Pulitzer; y el tercero lo ha escrito un economista galardonado con el premio Nobel y gurú de la izquierda en los medios de comunicación. Podría haber elegido otros, ciertamente, entre la muy abundante literatura que se ha publicado en los últimos años sobre estos temas. Pero creo que estos tres representan bien la literatura que, en el campo de las ciencias sociales, critica tanto la situación actual de la economía de los países occidentales como su evolución en las últimas décadas, con una visión bastante coincidente en sus diagnósticos y propuestas, aunque lleguen a ellos desde enfoques diferentes.

El libro de Danny Dorling es una obra de claro contenido político, en la que los aspectos económicos de la desigualdad constituyen sólo uno de los elementos de un problema más amplio de enfrentamiento entre grupos sociales. Y la lucha de clases que en él se presenta es una guerra entre el 1% de la población, por una parte, y el 99% restante de la gente, por otra. No es preciso decir que los más ricos son los villanos del drama: y no sólo porque exploten al resto de la población. En opinión de Dorling, estas personas tienen la culpa de casi todas las desgracias que en el mundo han sido a lo largo de la historia. Así, dice, por ejemplo, que la mayoría de las guerras las empieza este 1%; y apunta la idea de que la contaminación es el resultado de la acción de los ricos mucho más que de los pobres. Pueden presentarse muchos datos que avalen estas ideas, ciertamente. Pero ambos ejemplos son poco afortunados. En primer lugar, porque si lo que afirma es que las guerras las declaran los gobiernos –y en el pasado lo hacían los reyes–, es razonable pensar que los ricos –que tienen una gran influencia en la toma de decisiones políticas– hayan influido mucho más que los pobres en la mayor parte de las declaraciones de guerra que se han realizado en la historia. Pero también podría decir, por ejemplo, que en los países socialistas, donde, en principio, no son los ricos los que gobiernan, los responsables de la mayor parte de las guerras han sido los jerarcas del Partido Comunista; y lo son no porque tengan más o menos dinero, sino porque tienen el poder, que es otra cosa. En el ejemplo que él utiliza, el hecho de que la Primera Guerra Mundial fuera el resultado de una disputa entre las familias reales y las aristocracias europeas, no tiene mucho que ver con la circunstancia de que la renta estuviera distribuida de una forma más o menos igualitaria. Y, en lo que se refiere a la contaminación, es evidente que –como nuestro autor señala– los ricos viajan en avión más que los pobres; o utilizan más el coche que éstos. Pero la conclusión lógica de este argumento sería que, con una distribución más igualitaria de la renta, los pobres viajarían más en avión y en coche y la contaminación crecería con la igualdad. Y esto sin contar con otros datos relevantes, como el hecho de que los coches viejos contaminan más que los nuevos o el dato innegable de que han sido los países socialistas –al margen de cuál fuera la estructura de su distribución de la renta– los que más contaminación han producido en el mundo en las últimas décadas.

La cuestión relevante para Dorling no es sólo que las diferencias entre los superricos y el resto de la población sean cada vez mayores, sino también que la mera existencia de estas personas de renta muy alta genera costes al resto de la población. Y, a partir de esta idea, calcula lo que denomina «el precio para la sociedad del 1% más rico”. Es curioso el método que utiliza para determinar este «precio». Así, afirma que si el 1% más adinerado obtiene, por ejemplo, el 15% de la renta –como él estima que ocurre en la actualidad en Gran Bretaña– y el capitalismo exige una cierta desigualdad para el funcionamiento del sistema –por ejemplo, que dicho 1% obtenga el 5% de la renta (cifra que fija él de forma arbitraria)–, la diferencia entre este 5% teórico y el 15% real es el precio que la economía paga por mantener a este grupo de elite. Para un economista, este planteamiento tiene, sin embargo, muy poco sentido, ya que estamos ante un problema de desigualdad en la distribución de la renta. Un grupo –el minoritario– tiene una situación mejor que la que tenía antes; y otro –el mayoritario– ha visto que su situación no ha mejorado o, incluso, ha empeorado. Esta situación puede ser poco deseable para la mayoría; pero, técnicamente, no puede considerarse como una pérdida social neta.

Para corregir esta situación, Dorling –en la línea de la mayor parte de la literatura actual sobre la desigualdad– es partidario de impuestos muy altos sobre la renta y la riqueza. Añora la época en la que, en Gran Bretaña, los tipos marginales del impuesto sobre la renta estaban por encima del 90% y suscribe las conclusiones de algunos informes que señalan que el tipo óptimo en dicho impuesto debería estar hoy por encima del 80% para los más ricos. Volver a este tipo de tributación tendría, en su opinión, no sólo efectos económicos favorables para el conjunto de la sociedad, sino también consecuencias morales positivas. Piensa Dorling que las características dominantes en el comportamiento del 1% de los más ricos son la codicia y la avaricia; y que, con unos impuestos más elevados, el Estado les «ayudaría» a liberarse de tan poco encomiables rasgos y conseguiría así una «lenta revolución en la actitud en relación con la codicia que tiene hoy la gente ».

Margaret Thatcher

Es curioso señalar que, en este libro, el autor muestra una clara nostalgia por la Inglaterra anterior a las reformas de Margaret Thatcher. Y digo curioso porque Dorling habla de un mundo que él realmente no conoció, ya que nació en 1968 y tenía, por tanto, sólo once años cuando Thatcher llegó al poder e inició la transformación de Gran Bretaña, estableciendo los fundamentos del país actual, que a él tanto le disgusta. Habría que recordarle, tal vez, que el Reino Unido se había convertido en los años previos al cambio político en el enfermo de Europa y que su decadencia económica era evidente. Pero Dorling piensa, en cambio, que la década de los setenta fue «la mejor época para las personas normales, no una mala época para los pobres, pero una época terrible para los ricos. La inflación se comió la riqueza». Y añade que hay que rechazar los intentos de lo que él denomina reescribir la historia, presentando aquella década como un período de decadencia, a pesar de que –en su peculiar opinión–, para la mayor parte de la gente, fueron años «muy buenos». El estancamiento, las huelgas continuas o el alza del paro que desembocaron en el famoso invierno del descontento de 1978-1979 bien no existieron, bien no significan nada para nuestro autor, que supongo que aún no entiende por qué los británicos dieron unos meses más tarde el gobierno a los conservadores, que reformarían el país y sentarían las bases para el relanzamiento de su economía. Pero acabarían con los que él considera que fueron años felices para la gran mayoría de los británicos.

Si Dorling se centra en el caso de Gran Bretaña, el libro editado por David Cay Johnston, lo hace en el de Estados Unidos. El objetivo de la obra es ofrecer al lector una amplia selección de textos breves –casi cuarenta– de diversos autores sobre los problemas que la desigualdad plantea en muy diversas esferas de la sociedad norteamericana. Johnston es un periodista muy conocido en su país, que ganó en 2001 el premio Pulitzer por sus trabajos sobre las ineficiencias e injusticias del sistema fiscal estadounidense; y es, además, profesor universitario y autor de éxito. Aunque la variedad de temas que se tratan en el libro es, lógicamente, muy grande, el autor pone en todos los casos el énfasis en la injusticia del actual modelo de distribución de la renta en su país y en el deterioro que la calidad de vida de mucha gente está experimentando como consecuencia necesaria de aquél. Más que en datos absolutos, la selección de textos pone el énfasis en la comparación entre los diversos grupos que conforman hoy la sociedad norteamericana y en la idea de que no sólo importa que la renta de una persona o una familia aumente o se reduzca , sino que es relevante también analizar qué es lo que han hecho las demás familias; y, en especial, ver cómo ha cambiado la posición de los más ricos.

Veamos un ejemplo sacado de uno de los capítulos del libro. La cuestión es muy simple. Suponga el lector dos situaciones posibles; en la primera, tiene una renta anual de 110.000 euros y el resto de las personas que forman su grupo social gana 200.000; en la segunda, sus ingresos descienden a 100.000 al año, pero los de los demás se reducen a 85.000. ¿En cuál de las dos situaciones preferiría estar? No cabe duda de que mucha gente elegiría la segunda, aunque su renta disminuyera. Es decir, la sensación de sentirse en peor situación tiene un efecto sobre el nivel de utilidad que una persona deriva de su renta. Es la vieja idea de «keeping up with the Joneses», tan estudiada en la sociología y en la economía norteamericanas desde hace muchos años.

Pero la utilización de este tipo de argumentos en el caso que aquí estudiamos –las grandes diferencias que existen en los niveles de renta y consumo de la mayoría de la gente, por una parte, y de los superricos, por la otra– plantea algunas dudas. Una persona puede atribuir gran importancia a «keeping up with the Joneses», pero no está claro que le produzca una gran pérdida de utilidad no ser capaz de «keeping up with the Rockefellers». Las comparaciones las hacemos, habitualmente, con aquellas personas o familias que tenemos cerca y que consideramos que pertenecen a nuestro grupo social, no con aquellas cuyos niveles de gasto están muy lejos de nuestras posibilidades. Cada persona, o cada familia, se sitúa en un determinado nivel de consumo, que puede ser, sin duda, en ciertos momentos, algo superior al que sus ingresos le permiten; pero el problema de las diferencias que el ciudadano medio observa entre su gasto y el gasto del 1% –o incluso del 10%– de los más ricos es bastante distinto.

Esta idea de la comparación de niveles de rentas se utiliza en otro de los textos del libro para criticar un concepto importante de la teoría económica, el denominado «óptimo de Pareto». En economía, una asignación de recursos se considera eficiente en el sentido de Pareto si cualquier cambio en ella tiene como resultado que una de las partes implicadas vea empeorar su situación. Es decir, una distribución en la que la persona A tenga 100 y la persona B tenga 10 es inferior a otra en la que A tenga 100 y B tenga 12; o a otra en la que A tenga 150 y B tenga 11. Pero no es comparable a una tercera situación en la que A tenga 98 y B tenga 20, ya que aquí una de las personas queda en una situación peor que la que tenía en la distribución inicial. En un capítulo muy expresivamente titulado «Cómo la ciencia económica está sesgada a favor de los ricos», Moshe Adler critica el concepto de eficiencia de Pareto como si los economistas no fuéramos conscientes de que tal enfoque deja fuera de su campo de análisis cualquier posibilidad de redistribución de la renta quitando algo a los ricos y dándoselo a los pobres. Pero lo que su ensayo indica es que Adler no entiende realmente la idea ni sabe para qué se utiliza en economía. Todos los economistas somos conscientes de que los procesos redistributivos existen; y sabemos perfectamente que no pueden explicarse en términos de óptimos de Pareto. Pero hay muchas otras formas de hacerlo; por ejemplo, a partir de los modelos de toma de decisiones colectivas. Lo que el criterio de Pareto niega es que podamos decir que la redistribución de la renta eleva per se el nivel de bienestar de una sociedad porque la ganancia de utilidad que consiguen los pobres cuando obtienen un euro más es superior a la pérdida de utilidad que los ricos experimentan cuando se ven privados de dicho euro debido a la utilidad marginal decreciente de la renta. Esto es lo que defendían Jeremy Bentham y los primeros utilitaristas: y es lo que a Adler le gusta. Entre otras cosas, seguramente, porque un modelo de distribución basado en la utilidad marginal decreciente de la renta tiene su equilibrio en el punto en que todas las rentas –tras haber aplicado la política de redistribución– son iguales, ya que bastaría que una persona tuviera un euro más que otra para que no lográramos la utilidad social máxima, que conseguiríamos sólo si la primera diera cincuenta céntimos a la segunda. Podemos discutir estos modelos y muchos otros criterios alternativos que habitualmente se utilizan en economía. Pero no es cierto que los economistas utilicemos el concepto de óptimo de Pareto para justificar una determinada situación de la distribución de la renta y oponernos a que pueda modificarse.

El tercer libro, de Joseph Stiglitz, es, sin duda, el más técnico y el más interesante para los economistas. Creo que muchos de los profesionales que hemos seguido la evolución de la teoría económica en las tres o cuatro últimas décadas pensamos que el Stiglitz actual muestra muchas diferencias con respecto al economista brillante que fue en el pasado, antes de haber trabajado en el Banco Mundial y de haber obtenido el premio Nobel. Abandonada su obra científica, Stiglitz es hoy, ante todo, un personaje mediático, que se ha convertido en el economista oficial de buena parte de la izquierda por su oposición a las políticas económicas ortodoxas y sus críticas a la economía de mercado a lo largo y a lo ancho de nuestro mundo.

El precio de la desigualdad muestra que, al margen de que estemos o no de acuerdo con sus ideas, su autor es un hombre inteligente y un economista competente. Pero el libro no está bien escrito. Se nota demasiado que se compone de una serie de textos que han sido puestos juntos y ordenados con bastante prisa. Así, a lo largo de sus más de quinientas páginas, el lector encuentra muchas repeticiones. Hay frases, en efecto, que parece que le ha leído ya antes (y realmente lo ha hecho); y hay notas a pie de página que dicen casi exactamente lo mismo que otras situadas en capítulos anteriores. Pero para quien busque argumentos en defensa de los impuestos altos, de una mayor intervención del Estado en la economía o de un control más estrecho de las relaciones económicas internacionales, éste es, seguramente, su libro.

La tesis de Stiglitz es que una de las causas principales de la desigualdad que actualmente existe en Estados Unidos es la política del Gobierno

En mi opinión, una de las ideas más interesantes de la obra es su análisis de la desigualdad a partir de un modelo de búsqueda de rentas. Con este término, los economistas designamos aquellas estrategias dirigidas a obtener ingresos sin crear riqueza, por lo general mediante favores del gobierno o de una reglamentación que impide la competencia y permite fijar precios más altos u obtener subsidios, que elevan los beneficios particulares. Stiglitz dedica todo el capítulo segundo de la obra a establecer la correlación que, en su opinión, existe entre la búsqueda de rentas y la desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza; y se encuentran, además, diversas referencias a esta cuestión en otros pasajes del libro. De hecho, su tesis es que una de las causas principales de la desigualdad que actualmente existe en Estados Unidos es la política del Gobierno. Y el argumento es interesante porque es habitual encontrar también críticas a la búsqueda de rentas en economistas muy alejados de las ideas de Stiglitz; entre ellos –por mencionar sólo un caso muy destacado–, Milton Friedman, uno de los villanos del libro, a quien el autor denomina explícitamente en una nota a pie de página «sumo sacerdote de una religión denominada Escuela de Chicago». Alguna diferencia tiene que existir entre unos y otros, sin embargo.

Las discrepancias no están en los orígenes doctrinales. Tanto los economistas liberales como Joseph Stiglitz toman como punto de partida de sus análisis la obra de Adam Smith, que, interpretan, eso sí, de manera diversa. En la obra de Smith encuentra Stiglitz una teoría de los fallos de mercado. Para él, el pensador escocés no sería tanto el autor de una teoría de la mano invisible, que justificaría el principio del laissez-faire, como un economista consciente de que, en muchos casos, el mercado no funciona bien y es preciso corregirlo para elevar el bienestar social. Como en otras ideas expuestas en el libro, Stiglitz tiene, en este caso, parte de razón, pero comete errores de bulto. La interpretación de La riqueza de las naciones como un libro en el que se analizan numerosas situaciones en las que la mano invisible no funciona poco tiene de nueva. Y un liberal convencido, como George Stigler, la presentó de una forma muy clara hace ya bastantes años. La diferencia entre uno y otro es que, mientras que Stiglitz ve el tema como un problema de fallos de mercado que podrían solucionarse con una mayor intervención del Estado en la economía, la visión de Adam Smith que ofrece Stigler es justamente la contraria, y creo que bastante más fiel a las ideas originales del pensador escocés. Smith pensaba que la mano invisible no funcionaba con frecuencia en la economía de su época porque lo impedían la política del Estado y regulaciones de todo tipo. Y este es el verdadero sentido de su apoyo a la economía de mercado. El mercado, para Smith, es una barrera frente al poder público que protege a las personas que no tienen acceso a los centros de poder, que, en el siglo XVIII, eran las cortes de los reyes y las corporaciones y hoy son las administraciones públicas; es decir, esos organismos que amparan y fomentan las formas de enriquecimiento que Stiglitz tanto critica. Si observamos las estrategias de búsqueda de rentas que él mismo denuncia –regulaciones que favorecen a determinadas empresas o grupos de interés, subsidios estatales, compras que realiza el sector público en condiciones no competitivas etc., etc.–, veremos que quien está detrás de todas ellas es el Estado. Es posible, sin duda, que el Estado actúe de otra manera. Pero la idea de que determinados grupos –la «derecha», en sus propias palabras– tienden a aprovecharse del poder público si controlan el gobierno, mientras que otros grupos –la izquierda– actuarían de forma altruista y ejemplar al conseguir el poder, refleja una visión de las sociedades humanas no sólo ingenua, sino también falsa, como demuestran muy numerosas experiencias históricas.

Hay otra contradicción que se manifiesta a menudo entre quienes, desde la izquierda, critican la política económica de la mayor parte de los países occidentales de nuestros días, y de la que Stiglitz no está libre. Por una parte, señalan que las políticas monetarias de los bancos centrales en los años de la crisis han tenido como uno de sus objetivos mantener elevado el valor de los activos, tanto reales como financieros, mediante fuertes inyecciones de liquidez. Sería un elemento más de la conspiración de los más poderosos para enriquecerse. Y algo de verdad hay, sin duda, en la idea de que los precios de determinados activos habrían caído más –o habrían tardado más tiempo en recuperarse– con políticas monetarias menos expansivas. Cabe por ello defender con fundamento la idea de que las políticas monetarias aplicadas después de la crisis han favorecido a los propietarios de acciones e inmuebles. Pero, ¿esto es bueno o es malo? Parece que el corolario de este tipo de argumentación sería que los bancos centrales deberían llevar a cabo políticas monetarias neutrales y no expansivas. Tal estrategia sería rechazada, sin embargo, por los economistas que se oponen al actual modelo, por ser uno de los componentes de esa política de austeridad contraria al crecimiento que tanto critican. En diversas partes del libro, el autor insiste en que los banqueros centrales han exagerado el peligro de un rebrote de la inflación y señala que deberían hacer todo lo posible para facilitar el crédito a las empresas y los particulares, lo que permitiría un mayor crecimiento y una elevación de los salarios de los trabajadores. En algún momento llega a decir: «Si las autoridades monetarias actúan para mantener los salarios bajos (aunque lo hagan por miedo a la inflación), los salarios no crecerán».

Como es lógico, Stiglitz no piensa que las políticas que han buscado el crecimiento con estabilidad de precios son las únicas responsables de los salarios bajos y del empobrecimiento de los trabajadores. De hecho, tras analizar el papel de los bancos centrales, sugiere otro tipo de medidas para elevar los ingresos de los trabajadores, que irían desde la necesidad de reforzar el poder de los sindicatos a la ya tantas veces mencionada estrategia de subir los impuestos a los ricos y a las empresas. Pero me temo que, en su modelo, la cuestión de los efectos redistributivos de las políticas monetarias, que es un tema ciertamente complejo, queda sin resolver.

¿Tienen, para nuestro economista, solución estos problemas? La tienen, sin duda, al menos si hacemos caso del título del último capítulo de la obra: «Otro mundo es posible». En esta parte final del libro, el autor vuelve a plantear las medidas, que, de una u otra forma, han ido mostrándose a lo largo de las páginas del libro. La idea básica es que hay que reducir el poder de los ricos, y en especial de quienes controlan el sistema financiero, y que el Estado debe diseñar políticas económicas que favorezcan a la gran mayoría de la población. Un principio básico de su argumentación es que la política debe controlar la actividad económica y poner ésta al servicio de la gente de la calle. No se plantea, sin embargo, la pregunta que a cualquier economista con un mínimo conocimiento del mundo real se le ocurre: ¿qué sucedería si, una vez que hemos dado todo el poder a los políticos, estos actúan en su propio interés, y no en el de la gente, como sucede en la mayor parte de los países que han permitido que sus gobiernos ejerzan un control total sobre la actividad económica privada?

Los aspectos más destacados de sus propuestas son, como ya se ha repetido en varias ocasiones, un sistema fiscal diferente, fuertemente progresivo, una legislación laboral con mayor regulación estatal y más poder para los sindicatos, una política monetaria orientada al crecimiento y gestionada por unos bancos centrales más «democráticos», y el final de la «austeridad» mediante un fuerte crecimiento del gasto del Estado en servicios sociales y en inversión pública. Naturalmente, Stiglitz es consciente de los problemas que plantearían este tipo de políticas en el marco de economías abiertas, como las que existen en la actualidad. Por ello pide «moderar» la globalización, con el objetivo de reducir la competencia entre naciones y terminar con lo que en la literatura se denomina la «carrera hacia el fondo», en lo que se refiere tanto a la regulación como a la presión fiscal.

Tal planteamiento y su «comprensión» de los movimientos antiglobalización no es algo novedoso en este tipo de libros. La globalización se ha convertido, en efecto, desde hace ya bastantes años, en la bestia negra de los enemigos de la economía de mercado. Y no les faltan motivos para ello. La apertura de las economías al comercio exterior y el libre movimiento internacional de los capitales suponen una limitación sustancial de los poderes discrecionales de los gobernantes. Con comercio e inversiones internacionales libres, los políticos ven reducidas sus posibilidades de controlar la economía y favorecer a determinados grupos o empresas. Es decir, «moderar» la globalización facilita el diseño de esas estrategias de búsqueda de rentas que ataca Stiglitz en su libro. Y, además, la apertura de las economías no permite llevar a cabo, sin costes significativos, políticas macroeconómicas como las que se defienden en este libro, ya que el mercado internacional reacciona rápidamente y penaliza a los países que lo hacen.

Lo más sorprendente de estos argumentos a favor de una globalización controlada por los poderes públicos es que quienes los defienden olvidan que lo que perjudica a los políticos irresponsables beneficia, sin embargo, a la gran mayoría de los ciudadanos, que –gracias a la apertura de las economías nacionales– pueden comprar mejores productos a precios más bajos e invertir sus ahorros donde consideren conveniente. Y no parecen darse cuenta tampoco de que frenar la globalización sería especialmente perjudicial para los países en vías de desarrollo. Es curioso que esta apelación a mayores restricciones en las relaciones internacionales se haga, generalmente, en nombre de los intereses de los más desfavorecidos. Porque son ellos precisamente quienes obtienen mayores beneficios de la globalización, ya que la internacionalización de la economía está teniendo como uno de sus principales efectos una reducción espectacular de la pobreza en el mundo subdesarrollado, con una intensidad y una rapidez como nunca se ha visto en la historia de la humanidad.

Cuando se consulta esta literatura, se saca la impresión, en resumen, de que se presenta el problema de una forma parcial, ya que en este tipo de obras suele dejarse a un lado una cuestión fundamental: la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza entre grupos sociales ha aumentado en el interior de muchos países, ciertamente; pero si consideramos el mundo en su conjunto, la desigualdad se ha reducido de forma significativa. Y, lo que es más importante, los dos fenómenos no son independientes. Por ello, el problema tiene una solución difícil. Tratar de volver al modelo de los años sesenta en las circunstancias actuales es inviable, porque las condiciones en que funciona hoy la economía mundial son muy diferentes de las que existían entonces.

El crecimiento del comercio y las mayores facilidades a la inversión exterior han modificado de forma significativa la retribución de los factores de producción tanto en los países avanzados como en los que se encuentran en vías de desarrollo. En concreto, en economías abiertas, los salarios de los trabajadores de baja cualificación de los países avanzados sólo pueden elevarse de forma generalizada al precio de mayores tasas de paro, ya que estos trabajadores deben competir con los del resto del mundo. Y lo que estas reflexiones ponen de manifiesto es que la vuelta a la socialdemocracia anterior a los años ochenta puede ser incompatible con la apertura internacional de las economías actuales y la industrialización de países entonces atrasados y hoy muy competitivos. Me temo que mientras no se aborde de forma clara esta cuestión, no será posible encontrar la solución al problema de la desigualdad en Europa y en Estados Unidos, porque no sabemos realmente cuál sería el precio –medido en términos de menor renta y nivel de bienestar– que habría que pagar por tener una sociedad más igualitaria en los países de Occidente. Y es muy probable que pagar tal precio no compense en absoluto a quienes vivimos en los países desarrollados, incluso a esa mayoría de personas a las que los autores críticos del proceso de globalización afirman querer ayudar.

Francisco Cabrillo es catedrático de Economía en la Universidad Complutense y director del Colegio Universitario Cardenal Cisneros. Sus últimos libros son Economistas extravagantes, Retratos al aguafuerte (Madrid, Hoja perenne, 2006), Libertad económica en las comunidades autónomas (Madrid, Marcial Pons, 2008), Libertad económica en España 2011 (Madrid, Civitas, 2011), Principios de economía y hacienda (Madrid, Civitas, 2011), Libertad económica en España 2013 (Madrid, Civismo, 2013). Es el editor del volumen La economía de la administración de justicia (Madrid, Civitas, 2011).

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