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¿Cuánto cuesta el cambio climático?

The Climate Casino. Risk, Uncertainty, and Economics for a Warming World

William Nordhaus

New Haven y Londres, Yale University Press, 2013

378 pp.

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¿Calentando el frío?

La ola de frío polar que en diciembre del pasado año, y en enero y febrero del actual, congeló gran parte de la zona Este de Estados Unidos, así como los temporales que azotaron las costas cantábrica y atlántica de nuestro país, ¿pueden considerarse un desmentido del calentamiento global o, por el contrario, son una confirmación de que en el futuro estaremos más expuestos a fenómenos meteorológicos extremos cuya intensidad y consiguientes daños irán incrementándose? El asesor de ciencia y tecnología del presidente Obama fue rotundo: como consecuencia del calentamiento global en el Ártico, las olas de frío en las latitudes medias y de calor en las más septentrionales se repetirán cada vez con mayor frecuencia. Acierte o no en su pronóstico, lo cierto es que la discusión tanto en la comunidad científica como entre la opinión pública es cada vez más enconadaUn ejemplo: los científicos del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, en California, han publicado un artículo en la revista Nature en el cual argumentan que los modelos a largo plazo utilizados para proyectar la evolución futura de las temperaturas no suelen tener en consideración el enfriamiento que las partículas volcánicas han originado en la troposfera al atenuar la acción del sol sobre nuestro planeta.. Pero los efectos económicos son innegables: los daños rondaron el 3% del PIB de la zona Este estadounidense, mientras que, en España, el Consejo de Ministros aprobó créditos extraordinarios por importe de 150 millones de euros para reparar los destrozos causados por los temporales.

Esas cantidades podrían ser simple calderilla de cumplirse los pronósticos de los científicos del clima y economistas que auguran consecuencias catastróficas si no se adoptan inmediatamente medidas drásticas que reduzcan la intensidad energética y de carbonización que, junto con el crecimiento de la población y del PIB mundial, están acelerando, según el economista energético japonés Yoichi Kaya, las emisiones de dióxido de carbono (en adelante, CO2), principales causantes del calentamiento globalLa llamada «identidad de Kaya», utilizada en los informes del IPCC, suele expresarse de la siguientes forma: CO = Pop x PNB/Pop x Ienergética x ICO2, donde Pop es la población mundial; PNB, el producto bruto global; Ienergética, la intensidad energética o cociente entre energía y PNB, y ICO2 es la intensidad de carbonización o cociente entre el CO2 emitido por cada fuente de energía y las toneladas equivalentes de petróleo de cada fuente de energía producida. La identidad fue utilizada por David Archer, un economista de la Universidad de Chicago, en un modelo global desarrollado por él..

William Nordhaus, catedrático de Economía en la Universidad de Yale, ha destacado desde hace varias décadas como una de las autoridades mundiales en el estratégico campo del estudio de las repercusiones económicas del complejo fenómeno del cambio climático. Su último libro, El casino del clima, lleva un subtítulo muy significativo: Riesgo, incertidumbre y la economía de un mundo que se calienta, pues no en vano insiste en la necesidad de comprender y asimilar la gravedad de los impactos derivados del calentamiento global sobre la humanidad y la naturaleza que le rodea, abogando por la implantación de políticas coordinadas que eleven el precio de las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI en adelante), para insistir, finalmente, en la advertencia según la cual caminar hacia economías bajas en CO2 requiere un cambio tecnológico rápido en el sector energético. Dicho esto, su diagnóstico es claro: «salvo que reduzcamos apreciablemente el impacto de estos gases a finales del presente siglo, el futuro del medioambiente de la tierra es sombrío»William Nordhaus, The Climate Casino, p. 13.. El libro que ahora se reseña no es en modo alguno un libro de texto; más bien cabría considerarlo la actualización de numerosos estudios del autor sobre la situación de una cuestión trascendental para el futuro de la humanidad justo en el momento en que comenzamos a salir de una profunda crisis económica que ha alterado nuestras prioridades para las próximas décadas. Era inevitable que ese cambio de enfoque se reflejase en el libro de Nordhaus y es de temer que, sin proponérselo, vaya a suministrar argumentos al amplio grupo de escépticos que aboga por posponer la adopción de medidas impopulares para detener, desde ahora mismo, el imparable crecimiento de las emisiones de GEI. Pero no adelantemos cuestiones que se examinarán más adelante.

Comprender cómo hemos llegado a este mundo cada vez más cálido es sencillo: el crecimiento económico experimentado en los dos siglos y medio ha originado emisiones de CO2 cada vez más intensas que han cambiado el clima y originado impactos ecológicos y económicos progresivamente mayores y más peligrosos, cuya solución exige la implantación de políticas tendentes a reducir las emisiones de CO2 y otros GEI. ¡Tan sencillo y, a la vez, tan difícil de aceptar!

Por ello acaso convenga comenzar por ofrecer unos cuantos datos expuestos tanto por Nordhaus como, más recientemente, por el Grupo de Trabajo I del quinto IPCC (siglas inglesas del Intergovernmental Panel on Climate Change, un numerosísimo grupo de expertos internacionales creado en 1998 y que trabaja para la Convención sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas), cuyo primer informe fue publicado en 1998. El cuarto y último se publicó en 2007 y durante el año en curso se espera la aparición y discusión del quinto. Empecemos por un breve repaso de los datos ofrecidos por Nordhaus en el primer capítulo de su libro.

En 1750, las emisiones de C02 derivadas del uso de combustibles fósiles eran de 280 partes por millón (ppm), mientras que en 2012 se contabilizaron 390 ppm, habiéndose obtenido mediciones superiores a las 400 ppm en alguna estación del Ártico. Según nuestro autor, varios modelos utilizados para prever el cambio climático señalan que, en 2100, aquéllas estarán entre las 700 y las 900 ppm y provocarán un aumento medio de las temperaturas del orden de los tres a los cinco grados centígrados. En caso de adoptarse las medidas necesarias para reducir las emisiones de CO2  y otros GEI, su coste oscilaría entre el 1% y el 2% de la renta mundial; es decir, en cifras actuales, de 600 a 1.200 millardos de dólares anuales, unos 445-890 millardos de euros.

William Nordhaus

Ahora bien, con ser preocupantes estas cifras, aún lo son más las que pueden encontrarse en el resumen que, para los responsables políticos, hizo público en noviembre de 2013 el Grupo de Trabajo I del IPCC. El resumen se estructura en tres partes. En la primera, de carácter general, se afirma que el calentamiento de la atmósfera es inequívoco, que la influencia humana en el clima es clara y –se añade– es extremadamente posible que esa actividad humana sea la causa principal del calentamiento observado desde 1950. A continuación, el Informe destaca los siguientes datos: el período 1983-2013 ha sido probablemente el más cálido desde 1400; es virtualmente cierto –lo que supone una probabilidad del 99% al 100%– que las capas más superficiales del océano se han calentado entre 1971 y 2010, un fenómeno que es responsable del 90% de la acumulación de energía experimentada en ese período; también puede afirmarse que las capas de hielo del Ártico y Groenlandia han perdido masa en las dos últimas décadas y que el aumento del nivel del mar desde mediados del siglo XIX ha superado la media de los dos últimos milenios. Por añadidura, la concentración de GEI en la atmósfera ha aumentado en niveles desconocidos en ochocientos mil años. Y para concluir las predicciones: la temperatura global de la superficie terrestre a finales del siglo XXI será probablemente –es decir, con una probabilidad de entre el 66% y el 100%– superior en 1,5 °C a la de la segunda mitad del siglo XIX y puede superar incluso los 2 °C; el ciclo global del agua cambiará, produciéndose diferencias entre las regiones secas y húmedas, así como en las correspondientes estaciones, mientras que los océanos continuarán calentándose, transmitiéndose tal calentamiento a sus aguas profundas, lo que afectará a sus corrientes. A ello ha de añadirse que el deshielo en el Ártico, en las capas heladas en el Hemisferio Norte y, en general, en el volumen de los glaciares, unido al aumento en el nivel del mar a ritmos superiores a los de los últimos cuarenta años, reforzarán el ritmo de generación de CO2 y el aumento de las futuras temperaturas en la superficie terrestre, que en 2100 superarán los 1,5 °C. Y ha de resaltarse una vez más que las posibilidades de controlar el cambio climático dependen directamente de detener las emisiones de GEIEs también muy claro el estudio conjunto de la National Academy of Sciences de Estados Unidos y la Royal Society titulado Climate Change. Evidence & Causes. An Overview..

Habida cuenta de que hemos emitido en los últimos doscientos cincuenta años medio billón (en la acepción española de millón de millones) de toneladas de CO2, elevando así el dióxido de carbono existente en la atmósfera en un 40%, nuestro mundo va ahora camino de expulsar otro medio billón de toneladas en las próximas décadas, lo cual tendrá muy probablemente consecuencias como las siguientes: una reducción en el producto medio por cabeza de los países de la zona tropical de un 8,5% o una disminución en la productividad en países tan desarrollados como Estados Unidos del 1,8% por cada grado centígrado que aumente la temperatura entre los 22 °C y los 29 °CMelissa Dell, Benjamin F. Jones y Benjamin A. Olken, «What Do We Learn from the Weather? The New Climate-Economy Literature», así como Solomon M. Hsiang, Marshall Burke y Edward Miguel, «Quantifying_the_influence_of_climate on human conflicto»..

¿Qué puede suceder?

Los anteriores constituyen una simple muestra de los datos geofísicos que permiten a Nordhaus anticipar sus impactos sobre los sistemas humanos y naturales, así como valorar la pugna entre fuerzas del cambio climático y la capacidad de nuestras sociedades para adaptarse a ellas, subrayando de paso cómo, al analizar esos equilibrios, es preciso tener presente que las medidas para aminorar el calentamiento global implican costes y suponer que las políticas adoptadas deben armonizar costes y beneficios. El economista de Yale parte para ello de una distinción clave: la de los que califica como «sistemas manejables», es decir, aquellos derivados de la actividad humana que se ven afectados por el clima, tales como la agricultura y la salud, y los «sistemas inmanejables» –huracanes o subidas del nivel de mar–, que quedan fuera de nuestro alcance.

El análisis dedicado a la agricultura y a la salud es optimista. Es cierto que, en el caso de la primera, sus conclusiones se basan en un doble supuesto: a saber, un aumento sostenido de la productividad de los sectores agrícolas y otro, bastante más dudoso, que el aumento de las temperaturas no sobrepasen los 3 °C. De cumplirse ambas premisas, los cálculos indican que la capacidad de adaptación de los sistemas agrícolas de las diversas regiones del planeta permitirá que el calentamiento global incremente, en lugar de reducir, las producciones y presione a la baja sus precios en las próximas décadas. Eso sí, el pronóstico cambia radicalmente de signo en caso de producirse un incremento de las temperaturas superior a los 3 °C, pues entonces los pronósticos se tornan mucho más inciertos, ya que los riesgos derivados de cambios en los esquemas estacionales de los monzones o en las corrientes marinas hacen que los impactos resulten imposibles de prever.

Si hablamos de la salud pública, esos impactos pueden ser aún más peligrosos al agravar la malnutrición, la contaminación del aire, las tensiones ocasionadas por el calor excesivo y la propagación de enfermedades tropicales como la malaria. Al igual que sucedía en el caso de la agricultura, las opiniones de Nordhaus respecto a sus consecuencias sobre la salud tienden a ser optimistas, porque –afirma– se verán aliviadas por los efectos del crecimiento económico (un incremento del 10% en la renta por cabeza se asocia a un aumento en la esperanza de vida de 0,3 añosNordhaus, op. cit., p. 95.) y los avances en las tecnologías médicas.

Basándose en un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicado en 2003Anthony J. Michael et al. (eds.), Climate Change and Human Health: Risks and Responses,., y utilizando el concepto de años de vida ajustado por discapacidades (DALY por sus siglas inglesas), que mide la pérdida en años de salud debida a diferentes enfermedades, Nordhaus proyecta las pérdidas originadas por el calentamiento global a mediados del presente siglo, tanto en África como en los países desarrollados, en caso de enfermedades diarreicas, malaria y otros trastornos ocasionados por deficiencias nutricionales, obteniendo los siguientes resultados: en África, el cambio climático acortaría la vida de una persona en cinco días, siendo la malaria y las enfermedades diarreicas las causantes en partes iguales de esos riesgos. Expresados en DALY, esos resultados suponen, según Nordhaus, que el total de las pérdidas debidas al cambio climático suponen casi el 3% del total de los DALY originados por el conjunto de todas la enfermedades. Como es lógico, las estimaciones ofrecen resultados despreciables en el caso de los países desarrollados: un 0,01% del total de los DALY perdidos. En conclusión, «en el caso de los riesgos por enfermedades, la estimación del impacto más elevado del cambio climático es un pequeño aumento»Nordhaus, op. cit., p. 94..

No era tan optimista la visión de la OMS a finales de 2013, pues en el período comprendido entre la década de los setenta y el año 2004 atribuía al calentamiento global ciento cuarenta mil muertes anuales, dato que, proyectado hasta el año 2030, se cifraba en un gasto sanitario anual de entre dos a cuatro millardos de dólares (uno y medio a tres millardos de euros). Además, puesto que enfermedades como la malaria, la malnutrición, el dengue y las diarreicas están estrechamente relacionadas con el clima, las variaciones de éste las potenciarán, especialmente en el caso de los países en desarrollo, deficientemente dotados de las infraestructuras sanitarias e incapaces, por ende, de responder a estos desafíos sin ayuda externa. La OMS pronosticaba igualmente que los mayores impactos provendrán de fenómenos como calores extremos (y recordaba que en Europa, en 2003, setenta mil fallecimientos se debieron a la elevación de las temperaturas) y los desastres naturales (subida del nivel del mar, huracanes, lluvias torrenciales, inundaciones, sequías), la acción conjunta de los cuales provocarán anualmente la muerte de unas sesenta mil personas, la mayoría en países en desarrollo.

Estas sombrías estimaciones mezclan, es cierto, impactos incluidos en los calificados por Nordhaus como sistemas manejables con los inmanejables. Se habla de fuerzas que los humanos no podemos controlar y cuyos efectos son especialmente dañinos, y ante los cuales los esfuerzos para adaptarse son formidables. Pero entre las dos categorías quedan intersticios que no sabemos bien cómo llenar. No queda muy claro, por ejemplo, qué estatus conceder a las emigraciones. Estas, pronostica Nordhaus, afectarán a un millardo de personas desplazadas entre 2012 y 2050 por causas relacionadas con el cambio climáticoEn un trabajo titulado «On the Spatial Economic Impact of Global Warming», dos economistas de la Universidad Carlos III de Madrid  y la Universidad de Princeton, Klaus Desmet y Esteban Rossi-Hansberg, exploran una alternativa a los efectos catastróficos del cambio climático: a saber, adaptarse cambiando la distribución geográfica de la producción, ya sea a través del comercio internacional o por medio de la emigración. En otros términos, movilidad de los bienes o de las personas –o ambos–, analizando el impacto cuantitativo del calentamiento global sobre el bienestar y la distribución de la población y de la actividad económica.. ¿Cambio manejable? Según, ya que el autor añade casi inmediatamente que es probable que sobreestimemos los impactos económicos de la emigración, sobre todo si incurrimos en el error de calcular los efectos de los cambios climáticos estimados sobre la plantilla de las sociedades actuales y pasamos por alto que la mayoría de los países serán mucho más ricos que hoy en día y, por ende, más capaces de proteger a sus sociedades de toda clase de efectos adversos.

Mucho más compleja es la tarea de evaluar los costes provenientes de los impactos ocasionados por los «sistemas inmanejables», de los cuales Nordhaus se concentra en cuatro: aumento del nivel del mar, intensificación de los huracanes, acidificación de los océanos y daños en los ecosistemas. Me limitaré a ofrecer unas escuetas cifras relativas a los dos primeros.

Admitiendo que no se controlan los GEI, y manejando dos hipótesis relativas al posible incremento de las temperaturas respecto al año base (1900), el nivel del mar aumentaría unos sesenta centímetros si aquella no superan los dos grados centígrados. Si el horizonte temporal se alarga cinco siglos, y las emisiones de GEI siguen sin controlarse, lo cual supone que las temperaturas ascienden entre los tres grados y medio y los cuatro grados centígrados, el nivel del mar subiría algo más de siete metros en el año 2500. Por el contrario, la puesta de marcha de medidas disuasorias de las emisiones ofrecería resultados menos preocupantes: un aumento de las temperaturas menores o iguales a los dos grados centígrados y una subida del nivel del mar del orden un metro y medio.

¿Y cuál sería el impacto económico? Nordhaus parte de un dato: en 2005, un 4% de la población y el producto mundial se localizaba en zonas cuya elevación sobre el nivel del mar no superaba los diez metros, contabilizándose diez países con una población de 108 millones de personas situadas en esa zona de extremo peligro. Además, si nos fijamos en los diez países más poblados del mundo, casi 347 millones de personas –esto es, un 8% de la población mundial– estarían en peligro ante subidas del nivel del mar. En todo caso, Nordhaus precisa que las pérdidas económicas y de terreno no tendrían que ser demasiado elevadas.

Examinemos ahora el caso de intensificación de los huracanes. Centrándose en Estados Unidos y en el siglo XXI, y aceptando que el calentamiento provoca que se hayan duplicado los daños causados por huracanes entre 1900 y 2012, el resultado citado por Nordhaus se sitúa alrededor del 0,08 del PNB del último año, esto es, unos doce millardos de dólares anuales, o unos 8,9 millardos de euros a precios de ese año. También aquí Nordhaus se inclina por anunciar costes de adaptación relativamente modestos en caso de que se adopten las oportunas medidas de realojo de las estructuras productivas y viviendas en las zonas de su país más expuestas a ese fenómeno climático; concretamente, un 0,01% del PNB anual durante los próximos cincuenta años.

Omito cualquier referencia a las dos restantes causas –acidificación de los océanos y daños en los ecosistemas– para resumir los costes totales de los daños causados en el año 2070 por el cambio climático si el aumento de las temperaturas se mantiene en torno a los dos grados centígrados y medio en esa fecha: aproximadamente un 1,5% del producto mundial. En caso de ascenso hasta los cuatro grados centígrados, se aproximarían al 5%, lo cual pone de relieve un hecho preocupante, puesto que a partir de los dos grados centígrados el coste incremental derivado del aumento de un grado en la temperatura casi duplica el coste de los daños estimados.

La pérdida de años de salud imputable al cambio climático equivale al 3% de la que provoca el conjunto de todas las enfermedades

Llega el momento de enfrentarse a la espinosa cuestión de cómo combatir el cambio climático. A la mayoría de los lectores, este aviso acaso les recuerde el archiconocido Protocolo de Kioto, con las esperanzas que despertó y el penoso fracaso en que concluyó. Y es que contener, primero, y reducir, después, los riesgos inherentes al aumento de las emisiones de CO2 y otros GEI es realmente difícil. Difícil, ante todo, porque resulta costoso y ello favorece a los partidarios de adoptar ya sea medidas más modestas –adaptándonos al fenómeno del calentamiento–, ya más fantasiosas como las presentadas en la atractiva envoltura de la geoigeniería.

Y es que, en principio, adaptarse a cambios climáticos aparentemente asequibles – por ejemplo, aumentos de las temperaturas menores a los dos gados centígrados– puede resultar factible siempre que las medidas se pongan en práctica por la mayoría de los países –comenzando por China y Estados Unidos, responsables de algo menos de la mitad de las emisiones de CO2– y admitamos que ello supone convivir y no combatir el cambio climático y los consiguientes riesgos. En cuanto a la geoingeniería, hemos de admitir que son posibles soluciones audaces (retirar CO2 de la atmósfera o poner en marcha proyectos para devolver al espacio la luz solar y el calor, compensando de esta forma el calentamiento originado por la acumulación de dióxido de carbono en aquélla). A ello se añade que, en general, esta clase de proyectos resultan más baratos que los de reducción de CO2, pero su efectividad es más dudosa y sus efectos colaterales son, a día de hoy, imprevisibles: podrían modificar, por ejemplo, los monzones estivales en África y Asia. Por tanto, y sin descartar este tipo de soluciones, conviene concentrarse por el momento en la acumulación del CO2 y otros GEINo me atrevería a incluir la fracturación hidráulica para la extracción de gas de enquisto –conocida en inglés como fracking– bajo la etiqueta de geoingeniería, pero sería un imperdonable olvido no reconocer su potencial para modificar las actuales perspectivas de la producción de energía. Y es que no sólo puede permitir a algunos países –Estados Unidos es el caso más destacado– alcanzar la autosuficiencia en el campo de gas natural, sino que, y esto es lo más pertinente respecto a la reducción de las emisiones de CO2, permitiría sustituir al carbón en la obtención de energía y, por ende, ayudar a contener el aumento de las temperaturas en el futuro. A cambio no cabe ocultar algunos posibles efectos riesgos anejos a esta actividad: contaminación de las aguas, fugas de gas metano, peligro de actividad sísmica, empobrecimiento del medio ambiente y destrucción de paisajes naturales..

Nordhaus recuerda que, en Estados Unidos –en todo el mundo y, más cercanamente, también en España–, el carbón y el petróleo son las dos fuentes principales de emisión de CO2. No es, pues, difícil concluir que la forma de reducir esas emisiones sería disminuir el uso del carbón, sustituyéndolo por gas natural, que reduce a la mitad las emisiones de CO2, pero que a corto plazo es aproximadamente el doble de costoso. Podrían citarse en ese empeño técnicas tales como la captura y almacenamiento de emisiones, pero estos procesos añadirían inevitablemente costes a la generación de energía eléctrica (según un estudio citado por Nordhaus para Estados Unidos, el encarecimiento del KWh sería de un 60% respecto al obtenido con las tecnologías actuales).

Los economistas echan cuentas

Hemos llegado a la pregunta fundamental: ¿cuál sería el coste de reducir las emisiones de CO2 con las tecnologías actuales? Se mencionan brevemente las estimaciones preferidas por los ingenieros para todo el planeta y para Estados Unidos. En caso de fijar un porcentaje de reducción de las emisiones de dióxido de carbono en un 30% en el año 2025; con este supuesto, los resultados arrojarían un coste aproximado algo superior al 0,5% de la renta mundial, es decir, 100 millardos de dólares anuales para Estados Unidos. Pero Nordhaus prefiere confiar en los modelos diseñados por los economistas como él, ya que son más precisos, sobre todo a la hora de establecer los supuestos de cálculo. En primer lugar, parten de una condición básica: cumplir con el objetivo de no incrementar las temperaturas más allá de los 2°C y suponer que, una vez elegidas las políticas más eficaces de reducción de las emisiones, estas son aplicadas por todos los países. En tal caso, el coste sería «modesto», pues equivaldría a un 1,5% de la renta mundial anualmente, es decir, aproximadamente el crecimiento anual medio de la renta mundial. Por el contrario, si las políticas adoptadas no son las más adecuadas  y, además, únicamente las implementan la mitad de los países, resultaría imposible alcanzar el objetivo de limitar en dos grados centígrados las temperaturas. Pero aún hay más: para detener la subida de esa últimas en los 3,5 °C, se necesitaría invertir el 3% de la renta mundial y, para mejorar algo el calentamiento –bajar, por ejemplo, a los 3,25 °C–, el coste saltaría por encima del 4% de la renta mundial.

Dos conclusiones pueden extraerse de los cálculos de Nordhaus: primera, que la coordinación entre los países es imprescindible para limitar las emisiones de CO2 con las tecnologías existentes hoy en día; y, segunda, que un coste entre el 1 y el 2% de la renta mundial no es un precio exagerado para asegurar el futuro de nuestros nietos.

Nicholas Stern

Esta referencia al futuro permite un breve excurso a propósito de la cuestión de la tasa de descuento, una discusión que encierra connotaciones más allá de las puramente académicas y que, en el caso de Nordhaus, es aprovechada en este libro para ajustar cuentas con el economista inglés Nicholas Stern, director del archiconocido Informe Stern sobre la economía del cambio climático. Refiriéndose a este último, y a los costes de combatirlo, se plantea el dilema de cómo comparar los costes de reducir ahora las emisiones de CO2 con los beneficios futuros derivados de esa reducción; por tanto, cuando se construye un modelo para calcular los costes actuales de disminuir la reducción de emisiones, es obligado «descontar» los beneficios futuros de esa decisión. La cuestión es espinosa: de entrada, conviene utilizar tipos de interés reales –es decir, corregidos por la inflación– y decidir a continuación en qué medida tomamos en consideración el bienestar de las generaciones venideras. Y se trata de, por respetar verdaderamente el bienestar de esas generaciones, no echarse atrás al proponer ahora sacrificios. Stern utiliza concretamente una tasa de en torno al 1%. Nordhaus critica esa decisión y argumenta a favor de una cifra más elevada –alrededor del 4%–, basándose en que «la tasa de descuento debería depender sobre todo de los beneficios presentes que las sociedades pueden obtener de inversiones alternativas»Nordhaus, op. cit., p. 187..

Después de mencionar los cálculos anteriormente citados, Nordhaus se adentra en el análisis de las consecuencias del cambio climático, terreno de los economistas en su papel de consejeros sobre cómo combinar costes y beneficios de políticas alternativas. Lo hace comenzando con un repaso a los acuerdos internacionales sobre el cambio climático desde la Convención de las Naciones Unidas en 1994, pasando por el Protocolo de Kioto (1997) y la adopción en la reunión de Copenhague de 2009 de un límite al aumento de las temperaturas de dos grados centígrados respecto al nivel alcanzado al comienzo de la Revolución Industrial (se fija, por convención, en el año 1750). Según el autor, las bases de estos acuerdos «no son realmente muy científicas», aun cuando cabe sospechar –añade– que se basa en tres consideraciones: primera, se trataría del aumento global máximo experimentado en el último medio millón de años; segunda, que, de superarse dicho límite, sería muy difícil llevar a cabo ajustes ecológicos; y, tercera, que esa subida de las temperaturas podría provocar fenómenos meteorológicos extremos al superarse los conocidos como «puntos de inflexión».

Aplicando el enfoque coste-beneficio a sus modelos, Nordhaus llega a unos resultados detallados que permiten comparar qué objetivo de aumento de temperaturas minimizaría costes, o la suma de las inversiones precisas para reducir las emisiones y los daños causados por el cambio climático. En los dos cuadros que siguen he resumido cuáles serían las temperaturas minimizadoras de costes, medidos estos en términos de porcentaje de la renta mundial y siempre que se cumplieran ciertas condiciones: adopción , total o parcial, de las tecnologías más eficaces; grado de participación de los países en las medidas de corrección de emisiones de CO2  y otros GEI; inclusión, o no, de una tasa de descuento; y toma en consideración de la aparición de situaciones extremas.

Incremento de temperaturas que minimizarían costes en reducción de emisiones y daños originados por el cambio climático

Cuadro 1

Cuadro 2

    * 50%
    ** 4%
    Fuente: William Nordhaus, The Climate Casino. Risk, Uncertainty, and Economics for a Warming World, pp. 207-215.

En el primer cuadro, se adopta inicialmente como objetivo minimizador de costes una temperatura de 2,3 °C y, partiendo de la base de que se han puesto en práctica las tecnologías más eficaces y que participan todos los países, no se aplica tasa de descuento en los cálculos ni se incorporan situaciones extremas. Así, nos encontramos con que alcanzar prácticamente el objetivo de Copenhague tendría un coste bastante asequible: el 2,9% de la renta mundial. Adviértase también que, en caso de adoptar tecnologías que no fuesen óptimas y que la participación fuese sólo del 50% (modelo 2), habría que aceptar una subida adicional en las temperaturas de 1,5 °C y el coste ascendería hasta un 3,8% de la renta mundial.

El segundo cuadro nos presenta un abanico de opciones más variadas, ya que en el modelo 3 sería necesario emplear un 2,5% de la renta mundial para compensar las ineficiencias en la tecnología, la limitada participación y la aplicación de una tasa de descuento del 4%, que es la preferida por Nordhaus en sus modelos. Y no se extrañe el lector si observa que, con una temperatura superior (4 °C), el coste descienda a un 2,5% de la renta mundial cuando en el modelo 2 era del 3,8%; ello se debe a la inclusión de una tasa de descuento que reduce el valor actual de los daños futuros. Para concluir, el cuarto y último modelo ofrece tres combinaciones en las cuales se ha añadido la aparición de situaciones extremas, pero debe tenerse muy presente que, a partir de un incremento de las temperaturas de 3,5 0C, los fenómenos extremos que ese calor adicional puede producir añaden costes a los indicados en los tres modelos anteriores. Nos enfrentaríamos así a la peor combinación de circunstancias imaginables –tecnologías deficientes, participación limitada, situaciones extremas–, lo cual explica el rapidísimo aumento de los costes a partir de una temperatura de 3,5 0C hasta el límite angustioso de un 29% de la renta en el supuesto de alcanzarse un aumento de 4,25 0C en las temperaturas.

La lectura de estas páginas puede dejar a muchos lectores un tanto preocupados. Es razonable afirmar que «el mejor objetivo dependerá de lo que cueste alcanzarlo», pero las interpretaciones de la siguiente afirmación pueden ser peligrosas: «Deberíamos proponernos una temperatura baja como objetivo si ello no es costoso, pero tendríamos que convivir con un objetivo más elevado si los costes son altos o las políticas ineficaces […] no es sensato fijar objetivos de política climática olvidando los aspectos económicos»Nordhaus, op. cit., p. 198.. Dicho en otros términos, Nordhaus da la impresión de confiar en exceso en la capacidad de nuestras sociedades tanto para crecer ininterrumpidamente como en la eficacia de nuestra tecnología para ofrecer instrumentos capaces de sortear las amenazas que los científicos del clima temen que puedan producirse si no reducimos rápidamente las emisiones de GEI. Aun dejando a un lado de momento la experiencia que para la tesis del crecimiento constante ha supuesto la gran crisis de la cual apenas hemos comenzado a salir, la pregunta que muchos economistas no parecen dispuestos a plantearse es si nuestras sociedades serán capaces de mantenerse tal y como son hoy en día si los impactos del cambio climático originan consecuencias mucho más dramáticas que las evocadas al comienzo de esta reseñaComo muestra de las preocupaciones de este grupo de economistas puede ser útil la lectura de las opiniones de Nicholas Stern, David Roberts y Martin Weitzman..

… y proponen soluciones

Asegurar que las emisiones de GEI constituyen un ejemplo claro y muy actual de lo que la teoría económica califica como «externalidad» supone afirmar lo que conoce cualquier lector mínimamente interesado en la discusión sobre los efectos del cambio climático. Está diciéndose, sencillamente, que quienes generan esas emisiones no pagan por ello y quienes las sufren no reciben compensación alguna. El economista inglés Arthur Cecil Pigou la definió por primera vez con gran precisión: es la diferencia entre el coste marginal neto privado y el coste marginal social de una actividad, indicando también que se produce en el momento en que las transacciones del mercado no reflejan las actividades que provocan efectos sobre otros agentes económicos. En el caso que nos ocupa, estos mercados sin regular producirán demasiados GEI porque no existe un precio que pagar por los daños externos provocados por esas emisionesEn un trabajo publicado en 2008 por el Colegio Libre de Eméritos con el título Costes económicos del cambio climático: una posible aproximación al caso de España, Miguel Córdoba y este reseñista realizamos un análisis bastante detallado de las externalidades provocadas por el cambio climático..

Cinco son los enfoques existentes para atenuar el problema de las externalidades causadas por las emisiones de GEI:

1) Imposición de tasas: es la solución propuesta por Pigou en 1920 y consiste en un impuesto directo sobre el causante que origina la externalidad.

2) Derecho de propiedad: este sistema pretende transferir derechos sobre la propiedad entre agentes causantes de las externalidades. Exige el funcionamiento de un mercado eficiente que comercialice esos derechos e implica que la formación de precios viene dada por la oferta y la demanda de permisos para emitir, lo cual no siempre es cierto, dado que los gobiernos pueden conceder los permisos con un amplio margen de subjetividad.

3) Restricciones cuantitativas: se imponen restricciones para limitar el volumen de emisiones, creándose un organismo de control y vigilancia con capacidad de sancionar a las empresas que no observen las limitaciones impuestas. La Clean Air Act de 1977 implantó este modelo en Estados Unidos para el control de las emisiones de azufre en las nuevas plantas que se ponían en explotación.

4) Sistemas de responsabilidad civil: inscritos en el marco de la legislación de responsabilidad civil, el causante de las externalidades estaría obligado por ley a pagar los daños que hubiera causado a terceros.

5) Negociaciones privadas: desarrolladas en el marco de las leyes de responsabilidad civil, evitarían recurrir a la intervención directa del Estado.

Nordhaus parte de una premisa sencilla. El mecanismo que incentiva la reducción de emisiones de CO2 es claro: imponer un precio a esas emisiones, con lo cual se elevarían los precios relativos de los bienes intensivos en CO2 y descenderían los precios relativos de aquellos con poco o nada. A continuación, nuestro autor centra su análisis en las dos primeras de las alternativas antes descritas; es decir, un impuesto sobre el dióxido de carbono y la negociación de permisos limitados de emisión en un mercado organizado, también conocida como «limitar y negociar», o cap and trade en inglés.

La implantación de renovables a gran escala precisa de cuantiosas subvenciones

Pero, sea cual sea el sistema preferido para establecer el precio adecuado del CO2, no es una tarea fácil. Puede utilizarse un precio calculado por un organismo público competente en estos menesteres, como ha sucedido en Estados Unidos, donde se recomendó un precio de 25 dólares (18,5 euros) por tonelada para el año 2015 o, como parece preferir Nordhaus, utilizar modelos que determinen los precios por tonelada de CO2 compatibles con la consecución de un objetivo limitador del incremento de las temperaturas. De acuerdo con sus cálculos, y para un límite de 2,5 0C en el aumento de la temperatura, los precios adecuados de la tonelada de CO2 en Estados Unidos comenzarían siendo de unos 25 dólares por tonelada en 2015 y ascenderían a 53 dólares en 2030 y a 93 en 2004, entendiendo por «adecuados» los precios que contendrían el rápido aumento de las emisiones de gas. Si se traslada el efecto de ese impuesto de 25 dólares a los precios mayoristas de la energía en 2015, se observa cómo la generada por el carbón sería la más afectada, mientras que la basada en el petróleo se situaría en el extremo opuesto. Por añadidura, la entrada en vigor en 2015 de ese impuesto reduciría en casi un 12% las emisiones de CO2 y engrosaría las arcas del Gobierno federal estadounidense en una cantidad equivalente al 1,25% del PNB previsto para el año 2030.

El modelo alternativo de «limitar y negociar» no se basa en la imposición de un precio, sino en la limitación de las cantidades emitidas que después se negocian en un mercado supuestamente eficiente para equilibrar oferta y demanda de permisos para emitir CO2 mediante la fijación de un precio. La Unión Europea estableció un mercado como este, pero nació con una grave malformación, puesto que el número de permisos concedidos gratuitamente por los gobiernos a las empresas superó a las emisiones efectivas y, aun cuando la evolución de los precios de los permisos negociados refleja bastante bien tanto la crisis financiera y económica de estos años, así como las dudas respecto a la eficacia de los acuerdos internacionales sobre limitación de emisiones, el precio registrado en el mercado a mediados de 2013 (en España, según SENDECO2, la Bolsa Española de Derechos de Emisión de Dióxido de Carbono, entre tres y cuatro euros por tonelada) refleja el fallo inicial del diseño del mecanismo. Con semejantes antecedentes, la puesta en marcha de lo que se denomina European Union Trading Scheme, y que pretende ser un nuevo método de asignación de derechos de emisión –con un techo a escala comunitaria– mediante subasta y asignación gratuita a ciertos sectores, sólo puede ser recibido con escepticismoVéase el documento, publicado en mayo de 2013 por la Oficina Española de Cambio Climático, con el título EU ETS. Situación Actual & Evolución de Precios. Además, eurófilos y euroescépticos pueden entretenerse leyendo dos documentos de la Comisión Europea de los años 2010  y 2011..

En todo caso, ambos sistemas –bien impuestos, bien el que hemos llamado «limitar y negociar»– son perfectamente equivalentes y deberían tener los mismos efectos sobre la reducción de emisiones, los precios del CO2, el comportamiento de los consumidores y la eficiencia económica. Existen, no obstante, diferencias señaladas por Nordhaus, entre las cuales me permito recalcar dos: las limitaciones cuantitativas del mercado de permisos de emisión propician fuertes oscilaciones en el precio de la tonelada de CO2 y pueden desorientar a quienes adoptan las decisiones en el sector privado, lo que no sucede en el caso de los impuestos; por otro lado, en el sistema de negociación europeo, y habida cuenta que una proporción no despreciable de los permisos se concedió gratuitamente a las empresas, fueron estas, y no el Tesoro Público, las que obtuvieron un beneficio anejo a un bien costoso, lo cual no sucede con el sistema de impuestos. Este panorama está cambiando en una coyuntura caracterizada por un riguroso escrutinio de las finanzas públicas y un celo creciente por allegar recursos con los cuales financiar un gasto público que parece insaciable: de ahí la tentación de establecer nuevos tributos medioambientales que podrán ayudar eficazmente en la cruzada por contener las emisiones de GEI.

Para poner fin a la cuestión de las externalidades y la conveniencia de fijar un precio a las emisiones de GEI, la discusión respecto al método más eficaz para conseguirlo –impuestos o negociación de permisos de emisión en un mercado– comienza a parecer ociosa si tenemos en cuenta, como advierte Nordhaus, la existencia de sistemas combinados que aúnan los elementos más significativos de ambos. Queda, sin embargo, un último obstáculo por franquear y se trata, sin duda, del más difícil, pues deriva del carácter global que plantea la lucha contra el cambio climático, lo cual nos recuerda que el calentamiento global es una externalidad global y es de todos conocido el escaso éxito que han tenido los acuerdos internacionales puestos en pie a tal efecto, empezando por el Protocolo de Kioto. Nordhaus emplea todos sus conocimientos para presentarnos un sistema basado en un acuerdo suscrito por todos los países a fin de implantar un precio mínimo del CO2, permitir la transferencia de derechos de emisión entre países y un calendario flexible en sus fechas de entrada en vigor, dependiendo de la renta de los países, que debería ir acompañado de sanciones a los países «gorrones». Pero también es realista y se plantea seriamente la posibilidad de que fracase ese nuevo esquema de cooperación internacional para enfrentarse al calentamiento global. Y de ahí surge su última propuesta y cabe sospechar que la única en que, a pesar de todo, deposita alguna confianza, pues «a menos que pongamos en práctica una política efectiva de precios al dióxido de carbono, es casi seguro que no disminuiremos el cambio climático». O lo que es lo mismo, superaremos el límite de los dos grados centígrados. Ese as que guardaba en la manga son las nuevas tecnologías para «descarbonizar» la economía: el término ICO2 de la Identidad de Kaya.

La explicación del esquema y sus detalles, advierto, se basa –con alguna excepción menor– en la situación actual de Estados Unidos que, como es obvio, el autor conoce perfectamente. Recuerda que el presidente Obama propuso reducir las emisiones de CO2  y otros GEI, tomando el año 2005 como punto de partida, en un 17% en 2020 y un 83% en 2050. Sin embargo, los datos demuestran que en estos últimos años la intensidad del CO2  se ha reducido en torno al 2% anual, con lo que, para alcanzarse los «objetivos Obama», el ritmo de descarbonización del país debería situarse en un 6% de media anual. Si se ampliase el cálculo a todo el planeta, esa tasa sería algo menor, un 4%. La conclusión es inmediata: se precisarían cambios tecnológicos nunca vistos en sector industrial alguno del país. Es este convencimiento el que lo lleva a examinar la situación actual (2009-2010) del origen de la energía en Estados Unidos para estimar después el coste de la generación eléctrica. Utilizando la conocida figura del «quesito», tan empleada por nuestras compañías eléctricas en sus facturas, se observa que la primera es el carbón (30%), seguida por el gas y el petróleo (cada una con un 19%), la nuclear (un 11%), las renovables (un 8%) y, en menores proporciones, las restantes, empezando por la hidráulica. Una estructura bastante diferente de la que teníamos en España en 2013, ya que los porcentajes de las renovables y la nuclear eran más altas que en Estados Unidos y la del carbón, más baja.

Los siguientes datos son, si cabe, más interesantes por cuanto relacionan la estimación oficial de costes de una modalidad concreta de generación de electricidad con el grado de desarrollo de la tecnología correspondiente. Puede comprobarse que las modalidades menos costosas entre las de pleno funcionamiento son actualmente las convencionales de ciclo combinado con gas, seguidas por la de carbón y la eólica, mientras que las más caras son las dos solares. Entre las del futuro, la más costosa sería la del carbón con captura y almacenamiento, y la más económica la de alta eficiencia de gas, también con captura y almacenamiento. Queda por saber cómo se pasaría de los modelos actuales de generación de energía a una economía ideal baja en CO2. Para ello se remite a los modelos que dos institutos, el Joint Global Change Research Institute y los National Renewable Energy Laboratories, han puesto en pie para examinar qué cambios tecnológicos en el sector eléctrico estadounidense facilitarían una estabilización de las temperaturas. Lo más destacable es la similitud de los resultados obtenidos en ambos y que Nordhaus resume así:

1) Las dos tecnologías actualmente más utilizadas –carbón convencional y gas natural– desaparecen en 2050.

2) La energía nuclear apenas crece y mantiene su participación actual en el total de generación, alrededor de un 11%.

3) En 2050, la tecnología de carbón y de gas con captura y alimentación acaparará casi la mitad del mercado de generación de electricidad.

4) La tecnología eólica atraerá más o menos el 20%.

5) Y las renovables avanzadas o de alta eficiencia –solares, biomasa y geotermales– aportarán el resto.

Nordhaus extrae tres conclusiones no muy optimistas de los resultados de los modelos. Según la primera, únicamente con precios muy altos del CO2  –entre 150 y 500 dólares por tonelada en 2050– las compañías generadoras de electricidad se decantarían por reestructurar sus instalaciones a fin de conseguir la reducción de emisiones propuestas como objetivo en los modelos.

De acuerdo con la segunda, ello implicaría reemplazar totalmente las plantas de carbón y gas natural que hoy en día funcionan en Estados Unidos, a lo cual se une que, por ejemplo, las tecnologías de captura y almacenamiento, necesarias para la captura y almacenamiento de toneladas de millardos de CO2 emitidas anualmente (5,4 en 2013) precisarían entre veinte y treinta años para funcionar a pleno rendimiento.

En tercer lugar, habida cuenta de los recelos que despierta la energía nuclear, las renovables se presentan como la alternativa más atractiva. Su inconveniente reside
en que, al parecer, su implantación a gran escala precisa de cuantiosas subvenciones.

El colofón es una frase desalentadora: «Mi conclusión provisional es que en el futuro inmediato no existen tecnologías maduras que puedan alcanzar de forma económica los objetivos ambiciosos de reducción de emisiones»Nordhaus, op. cit., p. 283., lo cual le reafirma en su creencia respecto a la necesidad de imponer un precio a las emisiones de CO2 y otros GI, ya que «si el precio del dióxido de carbono es cero, los proyectos para desarrollar tecnologías prometedoras de CO2 bajo, tales como las CCS [siglas inglesas de «captura y almacenamiento»], no llegarán a las salas de los consejos de administración de ninguna compañía que busque obtener beneficios»Nordhaus, op. cit., p. 287.. Dicho de otra forma, Nordhaus apuesta a medio plazo por las nuevas tecnologías, y a corto por un precio para el CO2 .

La referencia que hace Nordhaus en las conclusiones antes citadas, y en relación con Estados Unidos, a las energías renovables permite enlazar con lo sucedido en España con estas modalidades de generación de energía, mencionando de paso el caso de las centrales de ciclo combinado y cerrando con el broche de oro que supone el déficit tarifario, ejemplos todos ellos de las consecuencias a que puede dar lugar una planificación equivocada.

Comencemos por el tratamiento de las energías renovables. Allá por el año 1998 un entusiasmo gubernamental irreflexivo propició apostar por estas energías a través de un sistema de financiación que se ha convertido a la postre en uno de los mayores problemas económicos que afronta el país, contribuyendo a la generación de unos 30 millardos de euros de déficit tarifarioSe denomina déficit tarifario a la diferencia entre los costes (en la actualidad son, principalmente, transporte, distribución y subvenciones a las energías renovables) y los ingresos (recaudados mediante las tarifas) del sistema eléctrico. No obstante, de esos treinta millardos de euros, sólo una parte (¿algo más de un 20%?) puede atribuirse a las subvenciones a las energías renovables, correspondiendo el resto, entre otros, a las reiteradas decisiones adoptadas por diferentes gobiernos desde 2002 cuando establecieron una tarifa eléctrica para los consumidores por debajo de su coste de generación, quién sabe con qué propósitos.. Y es que, animados por la euforia económica del momento, se decidió arriesgar por las «energías verdes», garantizando unas tarifas lo suficientemente subvencionadas como para compensar los elevados costes de unas tecnologías por aquel entonces incipientes Si bien ello nos llevó a lo más alto de la lista de los países productores de energía por medio de fuentes renovables, se cometió lo que a la postre se ha confirmado como un doble error. En primer lugar, financiar las subvenciones con cargo a la tarifa eléctrica, subvención que se calcula como la diferencia entre el precio del mercado y los ingresos necesarios para recuperar la inversión y obtener una rentabilidad razonable. En segundo lugar, garantizar a los promotores de las instalaciones renovables la obtención de ayudas durante toda la vida útil de las plantas –aproximadamente veinticinco años– sin establecer un mecanismo de revisión de las subvenciones en función de la evolución de las tecnologías –y, por ende, del abaratamiento de las mismas– o de las necesidades del sistema eléctrico. La combinación de ambos errores ha resultado nefasta: la crisis económica ha reducido significativamente la demanda y, por tanto, el precio del mercado. incrementando con ello la parte de la subvención que asume la tarifa eléctrica, sin disponer de los mecanismos por medio de los cuales pudieran revisarse las subvenciones.

Tres factores reducen y pervierten la acción de los gobiernos: el nacionalismo, la obsesión por el presente y el partidismo

Las soluciones que nuestros gobiernos tenían a su disposición eran, por un lado, incrementar la tarifa eléctrica o, por otro, modificar con efecto retroactivo las subvenciones: Nordhaus habría apostado por la primera con toda seguridad. Como era de suponer, y en la medida que el primer escenario supone para cualquier gobierno un precio político, se ha optado por la segunda, con consecuencias muy graves a medio y largo plazo. Para empezar, porque supone una quiebra de los principios de irretroactividad (por más que el Tribunal Supremo haya decidido, se dice, amparar la decisión con unas construcciones jurídicas un tanto dudosas) y, sobre todo, de seguridad jurídica, con el evidente perjuicio para la imagen de España de cara a los inversores, una buena parte de ellos extranjeros (está por ver el resultado de los procedimientos arbitrales que muchos han planteado ante diferentes organismos internacionales). Y a ello se une el último recorte que está en ciernes y que, probablemente, supondrá la quiebra económica de una parte importante del parque de renovables del paísOtra de las críticas que podrían formularse a los diferentes gobiernos es su falta de rigor y decisión respecto a los recortes. Si bien no es fácil estar de acuerdo con la política energética seguida en el caso de las renovables, resulta evidente que los errores deben corregirse y, si se opta por el recorte de subvenciones, ello debería haberse realizado desde el primer momento en que se vislumbró el problema –allá por los años 2009 y 2010– y no, como se ha hecho, por medio de continuos parches (hasta ocho en los últimos cuatro años).. O, lo que es lo mismo, que España perderá el estatus de país puntero en producción de energía eléctrica y nuestros nietos deberán pagar los errores (¡el déficit tarifario se liquida por medio de la tarifa eléctrica de los próximos veinte años!) de una política energética en las antípodas del realismo y la eficiencia que una y otra vez pregona nuestro autor.

Otra muestra de errores palmarios de planificación la encontramos en las llamadas centrales de ciclo combinado –generadoras de electricidad a partir de gas natural–, consideradas más eficientes y menos contaminantes. El espejismo de una demanda que parecía crecer indefinidamente (¡eran los tiempos en que íbamos a superar las rentas por cabeza no sólo de Francia, sino también de Alemania!) explica que se invirtieran en ellas más de 15 millardos de euros, todo ello alentado por los poderes públicos. Llegaron los años de la crisis económica y actualmente funcionan en torno al 10% de su capacidad, con algunas de ellas cerradas temporalmente –en «hibernación», se dice–, por lo cual las empresas propietarias, con la justificación de su «infrautilización», presionan a los poderes públicos para que sean los consumidores quienes, una vez más, paguen una posible compensación por la «sobreinversión» en que incurrieron.

La parte final de su libro sirve a Nordhaus para reafirmar frente a escépticos e interesados en difuminar o negar los peligros del cambio climático su existencia y el inmenso coste que ocasionaría posponer en medio siglo las medidas de control de emisiones de GEI: de acuerdo con sus modelos más recientes, ¡los daños ascenderían a 6,5 billones [1012] de dólares!Nordhaus, op. cit., p. 300.

Me atrevo a pronosticar que el libro reseñado, y por razones a las cuales me referiré al final, quizá refuerce las dificultades inherentes a todo intento de ofrecer una exposición equilibrada de esta cuestión. Quiero decir con ello que respaldar la denuncia de los peligros del cambio climático para, a continuación y como prudente economista, proponer medidas para reducirlos adornadas de numerosas cautelas, probablemente se traduzca en una posición insostenible. Aunque pueda resultar injusto, no es del todo sorprendente que nuestro autor se haya visto obligado a defenderse de la utilización de su nombre por un grupo de científicos que en 2012 firmaron un manifiesto aparecido en The Wall Street Journal en el cual pretendían tranquilizar a la opinión pública afirmando que no existía calentamiento global y que los modelos mediante los cuales se llegaba a esa conclusión eran erróneos, al tiempo que recomendaban retrasar cincuenta años las medidas para contener el cambio climático, pues ello no originaría consecuencias económicas o medioambientales serias.

Pero los políticos decidirán

Si existe una afirmación en el amplio vocabulario económico utilizado para discutir sobre el cambio climático, ésta es «externalidad global». Quiere decirse que la lucha contra el calentamiento global necesita ser general, lo cual supone que los participantes en los acuerdos adoptados al efecto sean lo más numerosos posibles, que aquellos resulten coherentes entre sí y respaldados por sanciones – preferiblemente comerciales– si uno de ellos, o un grupo, se siente tentado de incumplir su compromiso sin renunciar a los beneficios inherentes al mismo.

El ejemplo más claro de fracaso de ese enfoque ha sido el Protocolo de Kioto. Concebido en 1990 para cubrir dos tercios de las emisiones mundiales de GEI lanzadas a la atmósfera, la ausencia de países tales como Estados Unidos, Canadá o China rebajó ese objetivo a una quinta parte en 2012, con la Unión Europea como único bloque de países fieles al compromiso. La experiencia de ese amargo fracaso explica la importancia otorgada a la convención que en 2015 se celebrará en París con el objetivo de alcanzar un acuerdo general sobre el cambio climático y las luchas desatadas en la conferencia de las Naciones Unidas celebrada el pasado mes de noviembre de 2013 en Varsovia. Escenario de las habituales estrategias negociadoras –abandono aparatoso de las ONG, amenazas de retirada de los países menos desarrollados, reproches chinos y resistencia a comprometer más fondos por parte de los países que disponen de ellos–, en la Conferencia de Varsovia los ciento noventa y cinco países participantes se comprometieron a presentar en la Conferencia de París sus «contribuciones» (¡que no son compromisos formales!) en forma de objetivos nacionales de reducción de emisiones a partir de 2020. Está claro que el objetivo final no se conseguirá sin el compromiso de China y Estados Unidos, pues entre ambos suman el 41% del total de emisiones de GEI; pero tampoco se logrará el objetivo de que, al final de este siglo, la temperatura media del planeta no haya aumentado en más de 2 OC sin la cooperación de los países en vías de desarrollo. Ello explica los siguientes compromisos:

1) Establecer un mecanismo internacional dirigido a asegurar que las poblaciones menos protegidas puedan defenderse de los daños causados por fenómenos climáticos extremos, cuyo comienzo está previsto en 2014.

2) Noruega, Reino Unido, la Unión Europea, Estados Unidos, Corea, Japón, Suecia, Alemania y Finlandia aportarán fondos para apoyar las medidas que los países en vías de desarrollo adopten para reducir las emisiones de GEI y adaptarse el cambio climático.

3) Estados Unidos, Noruega y el Reino Unido comprometieron 280 millones de dólares para ayudar a los países que reduzcan las emisiones de GEI y el deterioro de los bosques, dado que este causa una quinta parte del total de emisiones procedentes de actividades humanas.

4) Cuarenta y ocho de los países más pobres del planeta acordaron planes para paliar los impactos inmediatos del cambio climático y un grupo de ocho países europeos ha aceptado financiar con 100 millones de dólares el Fondo de Adaptación, que ha comenzado ya a financiar proyectos nacionales dirigidos a este fin.

Pasada la euforia navideña, las promesas dejaron paso a la política y a la fijación de objetivos «realistas», y fue la Unión Europea la primera en anunciar las líneas generales de lo que serán sus compromisos en los próximos años. Europa se compromete a reducir en 2030 sus emisiones de CO2 en un 40% respecto al nivel de 1990 y a alcanzar un porcentaje mínimo del 27% en las energías renovables. Con una peculiaridad: ese 27% es general y no se divide en objetivos nacionales vinculantes para los países miembros, insistiéndose por parte de la Comisión en la necesidad de aprobar por parte de los parlamentos nacionales sus propuestas para que puedan entrar en vigor en 2015. Lejos ha quedado la famosa trinidad del 20% establecida en 2007 para cumplirse en 2020: 20% de reducción de las emisiones de GEI, 20% de energía procedente de fuentes renovables y 20% de ahorro en el consumo energético. Con una lenta salida de la gran crisis, las aspiraciones se materializan en mayor crecimiento, más ahorro –venga de donde venga– y un mayor peso de la energía nuclear: en una palabra, pasa a primar en enfoque meramente económico.

Postrimería

Si tuviera que resumir mis impresiones respecto a la situación actual de la polémica acerca del cambio climático después de leer el libro de Nordhaus objeto de esta reseña y el abundante material repasado con ese motivo, diría que es de perplejidad ante la certeza.

Certeza, porque la comunidad científica, con contadas excepciones, afirma que el calentamiento de la atmósfera y el sistema oceánico es inequívoco, y las consecuencias observadas desde 1950 carecen de antecedentes históricos registrados. A ello se añade con parecida seguridad que la actividad humana es la causa de esos cambios. Cambios que afectan a todo el planeta y cuyo origen –la emisión acelerada de GEI– perdurará durante siglos y provocará consecuencias –«impactos», en la jerga especializada– que pueden ser incalculables en términos de pérdidas de vidas humanas, desaparición de animales y ecosistemas, así como de daños colosales en nuestras ciudades y paisajes, porque, de no adoptarse medidas inmediatas para aminorar rápidamente la subida de las temperaturas, nos arriesgamos a agudizar los fenómenos climatológicos extremos, con la consiguiente perturbación –o, en algunos casos, fractura– del habitual desarrollo de nuestros sistemas de vida. La ola de frío polar sufrida este mismo año en algunas regiones de centro y noroeste de Estados Unidos, los temporales que azotaron nuestras costas cantábricas y gallegas este invierno, el huracán Sandy o el tifón Haiyan son avisos que no conviene ignorarSegún las compañías aéreas norteamericanas, en esas fechas se suspendieron setenta y cinco mil vuelos. Las consecuencias de fenómenos extremos sobre el transporte, la producción y el comercio de bienes y servicios se encuentran bien resumidas en el artículo de Anders Levermann, «Make Supply Chains Climate-Smart».. Pero también perplejidad cuando se observa cómo gobiernos y opinión pública parecen cada vez menos dispuestos a tomar en consideración esas advertencias de los científicos del clima y trivializan las causas de estas catástrofes. ¿A qué se deben tales actitudes?

La comunidad científica, con contadas excepciones, afirma que el calentamiento es inequívoco

Nordhaus ha identificado perfectamente las fundamentales. Los gobiernos, indica, son prisioneros de tres crasos errores: el nacionalismo, la obsesión por el presente y el partidismo. En cuanto a la opinión pública, que participa al menos parcialmente en ellos, incurre además en el que califica como miopía del coste de la energía. Describámoslos muy sumariamente.

Los gobiernos de nuestros países se enfrentan al espinoso dilema de reducir en su propio ámbito las emisiones de GEI, lo cual es costoso y puede debilitar sus apoyos electorales tanto más cuanto que, dado el carácter global del cambio climático, de esas impopulares medidas se beneficiarán naciones que no han adoptado medida alguna. A ello se añade que los costes generados por la lucha para reducir las emisiones se perciben de forma inmediata, mientras que de los beneficios gozarán las generaciones futuras. Y para complicar aún más el problema, toda política climática comporta pérdidas –a veces muy elevadas– para sectores industriales muy poderosos y bien capacitados para retrasar o impedir la aprobación de tales medidas. Todos esos obstáculos se alzan principalmente ante los responsables de adoptar las oportunas decisiones de carácter general, pero tampoco la opinión pública es inmune a sus consecuencias y tiende a olvidar –voluntaria o involuntariamente– las ventajas, por ejemplo, de invertir en tecnologías que ahorren energía en el futuro, incurriendo en lo que Nordhaus califica acertadamente como «miopía del coste de la energía».

Quizá sea este el momento oportuno para detenerse y conocer con cierto detalle lo que la opinión pública española piensa respecto a estos problemasEl Centro de Investigaciones Sociológicas se ha ocupado de sondear la opinión de nuestros compatriotas sobre el medio ambiente en diversas encuestas y barómetros realizados en marzo de 1996, junio de 2000, febrero de 2004, enero de 2005 http://www.cis.es/cis/export/sites/default/-Archivos/Marginales/2580_2599/2590/Es2590.pdf, marzo de 2007, mayo de 2010 y julio de 2013.. Los problemas medioambientales –una denominación amplia que acoge cuestiones que van desde el calentamiento global a la contaminación de las aguas, pasando por la sequía y el tratamiento de los residuos– nunca han figurado entre los problemas prioritarios para los españoles, quienes una y otra vez reiteran su escasa información respecto a los mismos. Es más, en ocasiones (junio de 2000) llegan a afirmar que «nos preocupamos demasiado por el futuro del medio ambiente y no lo suficiente por la situación de los precios o el empleo». No obstante ello, el interés de quienes respondían en las encuestas parece acrecentarse con el paso del tiempo, al igual que la información que dicen recibir. No puede, pues, extrañar que las opiniones respecto a las causas y las soluciones de los calificados como «problemas medioambientales» sean difusas y a veces cambiantes. Por ejemplo, en 1996, 2000 y, en parte, en 2012 predominaba la corriente de opinión según la cual el crecimiento económico era perjudicial para la conservación del medio ambiente; sólo en 2010 y, parcialmente, en 2012 un sector de encuestados manifiesta que «el medio ambiente estaría más protegido si hubiera crecimiento económico en España» y señalaba la superpoblación del planeta como el factor decisivo para «destruir la Tierra».

El abanico se ampliaba e incluía el calentamiento global causado por las emisiones de GEI, la actividad industrial, el funcionamiento de las centrales nucleares o los automóviles. Ahora bien, no cabe descartar la sospecha de que esa confusión –si es que así podemos llamarla– respecto a causas y soluciones se deba en parte a defectos en la formulación de las preguntas, como sucede en 2010 cuando se pide al encuestado que responda si considera peligroso «el aumento de las temperaturas de la tierra, originado por el cambio climático», a lo cual dos tercios de los encuestados contesta afirmativamente.

No es esta, por fortuna, la tónica dominante. En 2007 se encuentran respuestas concretas respecto a las actividades que requieren mayor consumo de energía, aquellas que ofrecen un margen de ahorro más elevado, al tiempo que se señalan a la energía nuclear, el petróleo y el carbón como las modalidades cuyo uso debería reducirse, pero también erróneas, como cuando se indica que las renovables son, simultáneamente, eficaces y baratas. A lo largo de estos diecisiete años se mantiene inalterable un rasgo que me parece relevante: a saber, la negativa a aceptar el pago de precios o impuestos más elevados para proteger el medio ambiente. Protección que, dicho sea de paso, se estima que requiere la acción legislativa del Gobierno y los acuerdos internacionales, al tiempo que, paradójicamente, se confía más en la iniciativa de «las gentes» que en la de «las empresas». Por último, una respuesta que cada uno debe interpretar como desee: en 2010, un 50% de los encuestados a quienes se les pregunta sobre la solución de los problemas medioambientales responden asegurando que «no se confiaba lo suficiente en los sentimientos y en la fe» para encontrarla.

Llega el momento de concluir. La crisis, de la que parece que empezamos a salir lentamente, ha cambiado las prioridades: lo demuestra, como he dicho, el giro dado por la Unión Europea. Ese cambio en el enfoque y el vigor de las políticas climáticas no son fruto de la casualidad, pues en buena parte responden y han encontrado eco en los trabajos de muchos de los más destacados economistas del cambio climático, entre los que se encuentra William Nordhaus con su último libro, objeto de esta reseña. No se trata, en absoluto, de que este autor se «haya pasado» al campo de quienes, obtusa o interesadamente, niegan los grandes riesgos encerrados en la actitud manifestada por algunos de nuestros compatriotas en el año 2000, cuando aseguraban que nos preocupábamos demasiado por el futuro del medio ambiente. ¡Nada de eso! Nordhaus asegura una y otra vez que la ciencia y la economía del calentamiento global son explícitas y que, si no se adoptan pronto medidas eficaces, el planeta seguirá registrando temperaturas cada vez más elevadas, con los riesgos que ello comporta. Pero después de repetir en decenas de ocasiones esas advertencias, la conclusión de su libro es que la solución radica en «poner en práctica un mecanismo económico que penalice las emisiones de dióxido de carbono, y en esforzarse en desarrollar tecnologías bajas en dióxido de carbono. Adoptando posiciones podemos proteger y preservar nuestro precioso planeta»Nordhaus, op. cit., p. 326.. ¿Eso es todo?

A lo largo de su obra, Nordhaus ha llevado a cabo un análisis brillante de los problemas, ha propuesto soluciones razonables insistiendo en la necesidad de imponer precios mucho más elevados a quienes generan CO2 con sus actividades y ha subrayado la necesidad de establecer acuerdos internacionales para remediar una externalidad global, tal y como es el alza de las temperaturas, cuyas consecuencias, no conviene olvidarlo, recaerán desproporcionadamente sobre los más desprotegidos. Pero cuando se adentra en los detalles parece caer en la tentación de confiar demasiado en el crecimiento económico sostenido –¿no nos ha enseñado nada lo sucedido entre 2008 y 2012?– y en las mejoras tecnológicas como medios eficaces de aminorar, o incluso mejorar, lo que califica de impactos del cambio climático. En campos tan sensibles como la salud, su optimismo no está respaldado en absoluto por los estudios y las previsiones de organismos especializados como la Organización Mundial de la Salud; sin olvidar que acaso infravalora, a través de sus cálculos de la tasa de descuento, la seguridad y el bienestar de las generaciones futuras. Pero la laguna más relevante en la actitud que mantiene Nordhaus respecto a las posibilidades de enfrentarse con éxito a los desafíos del cambio climático acaso resida en que reconociendo, como hace frecuentemente en su obra, las imprevisibles consecuencias derivadas de acontecimientos climáticos extremos –sus tipping points–, los incorpora sólo de forma tangencial en sus cálculos de los daños ocasionados por el cambio climático, escudándose en que se trata de «sistemas inmanejables». En definitiva, ¿no estará incurriéndose en un optimismo excesivo al confiar en la eficacia de una combinación de mejoras en la tecnología y precios «realistas» del CO2 como medio para reducir en las próximas décadas la temperatura del planeta?

Nada de todo esto debe ocultar, no obstante, la importancia de un libro como el escrito por Nordhaus, con cuya lectura muchos gobernantes obtendrían una visión más clara de lo que debe hacerse, por ejemplo, para equilibrar costes y beneficios de políticas que harían bien en meditar antes de adoptarlas de manera apresurada.

Post scriptum

A finales de marzo de este año, el Grupo de Trabajo II del IPCC publicó un informe titulado Cambio climático 2014. Impacto, adaptación y vulnerabilidad, en el que se afirma que los efectos del cambio climático ya están produciéndose en todos los continentes y océanos. Destaca entre ellos los experimentados en las precipitaciones, deshielos y alteraciones en los sistemas hidrológicos de numerosas regiones, así como los observados en muchas especies terrestres y marinas, y añade que los impactos negativos de todo ello sobre las cosechas sobrepasarán a los de carácter positivo. Y añade: «Los impactos climáticos extremos […] revelan la vulnerabilidad y riesgos de ciertos ecosistemas y numerosos sistemas humanos a la actual variabilidad climática».

En general, las incertidumbres respecto a las futuras debilidades de los sistemas humanos y naturales interrelacionados son considerables. Ello aconsejaría, indica el informe, explorar un amplio abanico de escenarios futuros a la hora de evaluar los riesgos. La lista de éstos se detalla en ocho grandes grupos que comprenden las muertes, enfermedades y daños en las zonas costeras y pequeñas islas, las enfermedades en núcleos urbanos, los fenómenos climatológicos extremos que pueden destruir infraestructuras y servicios esenciales tales como electricidad, agua, servicios sanitarios y de emergencias, la alta morbilidad como consecuencia de olas de calor extremo, así como las sequías y pérdidas de biodiversidad en el planeta, entre otras angustiosas situaciones.

El informe resume cuán difícil resulta cifrar las consecuencias económicas del cambio climático –el ámbito de especialización de Nordhaus–, pero indica que un incremento de 2 0C en la temperatura ocasionaría pérdidas estimadas de entre el 0,2 y el 2% de la renta global, con diferencias apreciables entre y en los diversos países. No son tampoco muy tranquilizadoras las conclusiones en cuestiones tan concretas como la salud –cuyos problemas se exacerbarán a lo largo del siglo XXI–, la seguridad de nuestras poblaciones –expuestas a grandes desplazamientos de sus pueblos y a riesgos inducidos por conflictos violentos– o el crecimiento económico –cuya pérdida de ritmo dificultará la reducción de la pobreza–.

Ahora bien, como «los riesgos del cambio climático provienen del solapamiento entre la vulnerabilidad (falta de preparación) y la exposición (de personas y bienes en situación de riesgo) y los peligros (que desencadenan fenómenos o tendencias climáticos)», los autores del informe concluyen: «Cada uno de esos tres componentes puede ser objeto de medidas selectivas que reduzcan los riesgos». ¡Así sea!

Aproximadamente un mes después, el Grupo de Trabajo III, reunido en Berlín, dio a conocer su informe sobre mitigación y cambio climático. El documento comienza subrayando el rapidísimo incremento de las emisiones de GEI durante el período 1970-2010: a una media de una gigatonelada de CO2 equivalente (GtCo2 eq) en la década comprendida entre los años 2000 y 2010 (frente a 0,4 GtCO2eq en los treinta últimos años del pasado siglo), siendo los combustibles fósiles y las actividades industriales responsables del 78% del incremento observado entre 1970 y 2010. A ello se añade otro motivo de inquietud: el 50% de las emisiones de CO2 registradas en los últimos doscientos sesenta años son de carácter antropocéntrico, y los factores impulsores de estas son el crecimiento económico y de la población mundial. Habida cuenta de todo ello, y salvo que se adoptasen medidas moderadoras, se incrementaría la temperatura media en la superficie terrestre, llegando en el año 2100 a ser superior entre 3,7 0C y 4,8 0C a la registrada en los inicios de la Revolución Industrial.

El documento resume un amplio abanico de opciones combinadas de comportamientos sociales y utilización de tecnologías a largo plazo que aseguren un desarrollo sostenido, compatible con diferentes niveles de moderación. Los límites de concentración atmosférica de GEI en el año 2100 varía entre los 430 ppmCO2eq (partes por millón de dióxido de carbono equivalente) hasta algo más de 720. En caso de intentar mantener un aumento de la temperatura inferior a los dos grados centígrados respecto a los niveles del inicio de la Revolución Industrial, la concentración de GEI en 2100 debería contenerse en torno a las 450 ppmCO2eq. Dejando a un lado escenarios más o menos probables, y fijándonos en el antes citado, el Informe del Grupo de Trabajo III advierte que alcanzar el objetivo de incremento de temperatura de tan solo dos grados centígrados exigiría reducciones sustanciales de las emisiones a mediados de este siglo, reducciones mediante cambios a gran escala en los sistemas energéticos y en la utilización potencial de los suelos. En concreto, si esos esfuerzos no se añadiesen a los ya emprendidos con el horizonte 2030, la consecución de aquel objetivo de reducción en 2100 sería muy difícil.

Las estimaciones del coste económico global de esas políticas de mitigación están, como es lógico, íntimamente ligadas a los modelos utilizados y a sus supuestos de tecnologías y calendarios de puesta en práctica. Concretamente, si se desea mantener niveles de concentración atmosférica de 450 ppmCO2eq en 2100, la reducción en el consumo mundial se cifraría entre el 1% y el 4% en 2030, del 2% al 6% en 2050, y del 3% al 11% en 2100 (es decir, una reducción anual media del crecimiento del consumo entre el 0,04 y el 0,1%) respecto a la evolución del consumo en los escenarios considerados de referencia, en los cuales esa magnitud económica –el consumo– crece entre un mínimo del 300% hasta más del 900% a lo largo del presente siglo. Por el contrarío, si se permitiesen concentraciones mayores –por ejemplo, de 580 a 650 ppmCO2eq–, las reducciones del consumo respecto a los escenarios de referencia serían lógicamente menores: 0,3% en 2030, 1,3% en 2050 y 2,3% en 2100.

Además de los informes del IPCC que acaban de resumirse, en esta misma revista se ha publicado el pasado mes de abril un ensayo muy sugerente de Manuel Arias Maldonado que, con el título de Antropoceno: el fin de la naturaleza, analiza la muy posible e irreversible transformación de la naturaleza como consecuencia de la influencia humana y su sustitución por el medio ambiente puramente humano, que inauguraría un nuevo período denominado «Antropoceno». Pero lo peligroso es que no podemos estar seguros de que semejante conquista no comporte el peligro de destruir lo que Francisco García Olmedo, en una entrada de su blog titulada Noticias del paleoclima, califica como la «milagrosa burbuja de bonanza climática» en que hemos vivido aproximadamente desde hace doce o trece mil añosAgradezco muy sinceramente las observaciones y la documentación facilitada para esta reseña por Francisco García Olmedo, José Massa y Raimundo Ortega Bueno..

Raimundo Ortega es economista.

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