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Cuando los vascos eran de Marte y los catalanes de Venus

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A modo de introducción: el problema catalán es cosa de derechos; el pseudoproblema, de sentimientos nacionales

Durante el llamado «procés» (y quizá como parte esencial de él) se puso de moda la idea ciertamente extravagante de que la ausencia de una solución en el horizonte para el secular «problema catalán» era culpa exclusiva del Gobierno del Partido Popular y que, por encima de todo, hacía falta diálogo ante el golpe de Estado perpetrado en Cataluña bajo el repetido eufemismo de «procés». No seré yo quien elogie el talento o la sutileza política del partido en el gobierno; pero todo parece indicar que, muy al contrario, el PP no ha sido culpable de nada, salvo en la medida en que ya haya dialogado demasiado con el nacionalismo catalán a lo largo de décadas de concesiones constitucionalmente inaceptables, y ello con grave perjuicio para la minoría castellanohablante, sistemáticamente preterida en el debate político, y de la que, sorprendentemente, sigue sin hablarse bajo su genuina denominación de minoría segregadaPor ello no puedo compartir la extrema confianza que Josep Joan Moreso («Lecciones canadienses: sobre democracia, constitucionalismo y federalismo») deposita en el diálogo con las fuerzas separatistas, hasta el punto de sostener, en línea con cierta jurisprudencia canadiense, un deber de diálogo del Gobierno de España contrapesado por un deber de lealtad constitucional de los insurgentes..

Naturalmente, esta grave responsabilidad es extensible al otro partido que ha regido los destinos de la política española durante décadas: el PSOE. Ambos partidos han cedido al chantaje identitario y tribal del nacionalismo catalán al convertirlo en el centro del debate público en lugar de hacerle frente juntos y defender los derechos constitucionales de la minoría castellanohablante, la parte más débil y vulnerable del conflicto. Siendo grave esta dejación en el caso del PP (cuyos mimbres conservadores guardan, después de todo, su sintonía con los nacionalcatólicos de CiU), el abandono con que el PSOE ha pagado a la minoría castellanohablante sus votos al PSC sigue resultando verdaderamente infamante y bochornoso. Ciertamente, no cabe ignorar tampoco la corresponsabilidad de su electorado objetivo, que a menudo ha renunciado a reivindicar sus propios derechos, pero tampoco le era exigible otro proceder, puesto que a los castellanohablantes se les ha negado el reconocimiento previo y necesario para poder ejercer tales derechosSobre la relevancia del paradigma del reconocimiento para la garantía de los derechos fundamentales, véase Betzabé Marciani, Tolerancia y derechos. El lugar de la tolerancia en el Estado constitucional, Barcelona, Atelier, 2016.. Después de todo, su lengua, la castellana, ha sido proscrita de la Administración pública y condenada a la clandestinidad en las escuelas de la comunidad autónoma; aunque quizá la prueba más fehaciente de este menosprecio a la minoría castellanohablante se halle en la reiterada calificación de «fascistas» o «fachas» que han debido soportar quienes se han atrevido a manifestar opiniones perfectamente constitucionales, pero discrepantes del credo nacionalista dominante. Mediante esta calumnia (singularmente baja y vulgar), el nacionalismo ha privado a todo disidente del respaldo moral necesario para participar en igualdad de condiciones en el debate público. Y así es como la castellanohablante ha sido reducida a una minoría silenciosa o «silenciada», como oportunamente subrayó la diputada Inés Arrimadas en el lamentable pleno del Parlament de Catalunya del pasado 10 de octubre. En definitiva, la minoría castellanohablante es una minoría discriminada a la que ni siquiera se le ha permitido ser una minoría. El colmo del ensañamiento.

Dada la abundantísima literatura al respecto, y por tratar de explorar una perspectiva quizá menos trillada, en lo que sigue buena parte de mis reflexiones discurrirán por encima y por debajo de las que suelen formularse a propósito de este asunto. Por encima, porque los derechos de los individuos deben situarse, en efecto, muy por encima de las mezquinas discusiones territoriales que han secuestrado el debate político. Por debajo, en la medida en que voy a detenerme en episodios de mi propia biografía (micro o intrahistóricos, si se quiere) con el fin de ilustrar la irracionalidad instalada en la sociedad catalana. Siempre habrá quien considere estos episodios intimistas algo meramente anecdótico, pero creo que es conveniente airearlos a falta de otro modo más eficaz para mostrar las graves discriminaciones (en forma de menosprecio y falta de reconocimiento) que ha soportado la minoría castellanohablante en Cataluña y que a menudo el resto de España no ha sabido entender en abstracto. En cuanto a los secesionistas, cuando se les hace ver en un espejo su palmaria irracionalidad, suelen apelar a un misterioso sentimiento de agravio. Pues bien, con el relato de algunas vivencias mías en Cataluña desearía demostrar que quienes disentimos de ellos tenemos sentimientos y sufrimos genuinos agravios; aunque, por encima de todo, trataré de ilustrar la tesis de que, frente al discurso de los políticos, obsesionado irracionalmente con sus enjuagues territoriales, es necesario regresar al discurso de los derechos, donde la minoría castellanohablante en Cataluña ha sido sistemáticamente discriminada, con la consabida inacción de sus representantes políticos.

Al contraste con su homólogo vasco, el nacionalismo catalán ha blasonado de una diferencia sustancial: el tan cacareado seny. Se diría que el nacionalismo vasco se radicalizó hasta sostener por acción u omisión la violencia etarra, mientras que el nacionalismo catalán parecía recrearse en un pragmatismo no violento que ha reportado (quizás a cambio de no ser sangriento) no sólo ventajas territoriales considerables, sino también pingües beneficios económicos para su corrupta clase política, como estamos descubriendo ahora. Con todo, tanto el nacionalismo vasco de Marte (atrabiliario y brutal, como saben sus mil víctimas mortales) como el nacionalismo catalán de Venus (sutil y paciente, pragmático y amante de óbolos para la sedicente «madre superiora» Ferrusola) han perseguido un fin (la independencia) espoleados por una causa común (el odio a lo español y el desprecio al charnego), fuera del cual ya sólo han quedado expuestos a la infamia unos medios flagrantemente totalitarios (e. g., el llamado «procés»).

El nacionalismo catalán siempre ha ejercido cierta violencia, más sutil si se quiere, pero violencia al fin y al cabo

Cabría interpretar así que, tras cuarenta años en Venus, el nacionalismo catalán haya mutado de naturaleza para cultivar con entusiasmo los campos de Marte. Sin embargo, esta conclusión sería precipitada e inexacta, pues tan pronto como observamos de cerca sus ardides, descubrimos que, en realidad, el nacionalismo catalán siempre había sido marciano, pese a las ínfulas venusinas de su oportunismo político. En otras palabras, el nacionalismo catalán siempre ha ejercido una violencia, más sutil si se quiere, pero violencia al fin y al cabo. Y cumple aquí a este pobre terrícola, desplazado durante su infancia y juventud a ese Venus amarcianado (del que finalmente se exilió para siempre con su regreso a la Tierra en 1989) la tarea de relatar algunas de sus desventuras allí, por si ello sirviera de guía a otros navegantes que desearan tener alguna noticia de cómo ha ido haciéndose la sinrazón con aquel, en tiempos, refulgente lucero de la mañana que fue Cataluña.

Para comenzar, desearía reiterar mi primera discrepancia con el relato oficial del llamado «problema catalán». Ese relato ha sido impuesto por los grandes partidos nacionales y los medios de comunicación como un «frame»En el sentido popularizado por el bestseller de George Lakoff, Don’t Think of an Elephant. Know Your Values and Frame the Debate, White River Junction, Chelsea Green, 2004. que ha hecho presa en el discurso de los políticos. Tras este discurso de los políticos no hay otra cosa que el silenciamiento del discurso de los derechos. Se trata de una tendencia más amplia que diagnosticaba con preocupación y en los siguientes términos Luis Prieto, filósofo del Derecho, quien algo sabe de derechos fundamentales:

Aunque suene paradójico, si este enfoque se lleva hasta sus más extremas consecuencias, resultaría que, en lugar de decir que los individuos tienen derecho a hablar una lengua, a tener una nación, a practicar una religión o al desarrollo de una cultura, sería más apropiado decir que las lenguas, las naciones, las religiones y las culturas tienen derecho a poseer individuosLuis Prieto Sanchís, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2003, p. 15 .

El quiasmo resulta tristemente certero. El discurso de los políticos se ha impuesto al discurso de los derechos, en el sentido de que ya no son las personas quienes tienen lengua, cultura o nación, sino que son las lenguas, las culturas y las naciones las que tienen a las personas. La alegre asunción de la prioridad del discurso de las patrias y sus esencias por parte del discurso de los políticos ha tenido como consecuencia inevitable el deterioro del discurso de los derechos, unos derechos que, en feliz expresión de Ronald Dworkin, deberían operar a la manera de «triunfos frente a la mayoría», a la manera de esos naipes que, por pertenecer a cierto palo de especial calidad, se imponen al de mayor guarismoRonald Dworkin, Los derechos en serio, trad. de Marta Guastavino, Barcelona, Ariel, 1984.. Es decir, no debemos olvidar que los derechos han de situarse por encima de los enjuagues de las contingentes mayorías políticas y su primitivo territorialismo, que no es otra cosa que un reflejo de un tosco comunitarismo.

Por tanto, según el discurso de los derechos, las personas tienen lengua, y no a la inversa, y, desde esta perspectiva, el problema catalán adquiere otro cariz, requiere solución y la tiene, pase lo que pase tras estas horas oscuras escritas por gobernantes desleales de baja estofa, héroes de pacotilla e ideales pueblerinos. En un contexto ideal, la fuerza del discurso de los derechos debería imponerse sin fuerza a la paranoica obsesión catalano-nacionalista por laminar la identidad de todo ser viviente en Cataluña. Debería quedarles claro a los nacionalistas que, pase lo que pase, los derechos de la minoría castellanohablante permanecerán incólumes para ser reivindicados ante su sistemática vulneración por la acción sostenida de los gobiernos de la Generalitat y la gravísima omisión de los sucesivos gobiernos de España. Tales derechos son triunfos incluso frente a un hipotético y extracomunitario Estado catalán, que sugeriría llamar ROCE (República del Odio Catalán a España), ROCE que ?claro? no hace el cariño, pues nunca fue ese proyecto distópico obra de amorosos venusinos, sino de gentes atrabiliarias y de poca sofisticación intelectual.

Antecedentes: «Som sis milions», entre el ridículo y la megalomanía

El pasado día 10 de octubre culminaba un acto de habla contradictorio, una declaración de independencia sin efectos. Recuerda a esa «llama que no quema» que, con melancolía, decía Rudolf von Jhering es un Derecho sin eficacia. En realidad, más allá de su obvia nulidad, aquella primera Declaración unilateral de independencia constituía un acto pragmáticamente defectuoso. Es como si un jugador de baloncesto le dijera a su entrenador: «Me retiro del equipo, pero me iré un día de estos». El jugador no se habría retirado (esto es, no habría consumado el acto ilocucionario), pero sí estaría haciendo la pascua a todo el equipo, inquieto por la desazón de no saber si contará con un buen ala-pivot el resto de la temporada (esto es, sí hay efectos perlocucionarios graves). Carles Puigdemont, con su contradicción performativa (recuerda al célebre «el gato está sobre el cojín, pero yo no lo creo», de John Langshaw Austin) nos quiso hacer un lío a todos y en esas sigue ahora desde Bélgica. Me pregunto si no habría leído en esloveno aquella célebre plegaria de San Agustín: «¡Señor, dame castidad, pero todavía no!» A continuación, desearía ilustrar con algunos brochazos impresionistas y autobiográficos los desvaríos que nos han arrastrado a todos hasta aquella escena surrealista, espantoso presagio de algunos de los despropósitos más delirantes que haya registrado nuestra historia reciente.

La verdad es que a mí, llevado a Cataluña en plena Transición a la edad de ocho años desde la infinita América, este «proceso» (que había comenzado por entonces para culminar en nuestros días con la llamada Declaración unilateral de independencia) siempre me pareció ridículamente pretencioso. Ya por aquel entonces se lanzó una de las primeras campañas propagandísticas del pujolismo cleptómano bajo el lema «Som sis milions!» A cualquier persona con criterio, aquel enunciado le resultaba sensiblemente inexacto, pues al menos la mitad de los que por allí nos encontrábamos no éramos catalanes –desde luego, no en sentido nacionalista– ni hablábamos la lengua. Recuerdo perfectamente que, cuando llegamos a Cataluña, lo primero que hizo mi padre (que de niño había sufrido la Guerra Civil en Madrid y vivía con esperanza el espíritu de concordia de la Transición) fue inscribirse en un curso de catalán para aprender la lengua. Sin embargo, no había suficientes matriculados y el curso se canceló. Como nunca necesitó la lengua catalana para su trabajo en una multinacional italiana radicada en Barcelona, tampoco se afanó por estudiarla y esto que cuento será relevante por lo que luego diré.

Al poco de vivir allí, enseguida comenzamos a sorprendernos ante ciertas actitudes de difícil explicación. Por ejemplo, ya en aquel entonces algunas noticias en catalán se referían a los delincuentes individualizándolos por ser «de habla castellana» (aunque nada se precisaba cuando eran catalanohablantes). En otra ocasión, mi hermana menor, muy pequeña por entonces, se asustó a causa de un perro que andaba suelto por el parque. Mi madre le rogó a la propietaria del animal que lo atara y entonces ésta replicó indignada: «Aquest gos [perro] és català!» Comenzábamos a descubrir la importancia de ser un buen catalán en tanto se preparaba aquella primera campaña grandilocuente: «Som sis milions!» ¿Qué quería decirse con esto? Con el tiempo descubriría que habría sido más realista y sincero por su parte el lema fifty-fifty: «Som tres milions de catalans i tres de xarnegos. Què li farem!» (y eso siendo generosos). Concedamos, con todo, for the sake of the argument, que esa masa homogénea de individuos tocados con barretina o sombrero cordobés, según el caso, sumáramos por aquel entonces sis milions. Incluso así, me parecía a mí (un impúber curioso) que, por mucho que se empeñaran las autoridades, ese puñado de individuos apenas alcanzarían para poblar unos barrios de la Ciudad de México.

En éstas, siempre me viene a la mente algo que me contó más tarde, siendo yo un doctorando, Javier de Lucas, filósofo del Derecho, quien anunció en el marco de una reunión paritaria de expertos de la Unión Europea y China su intención de escribir un estudio sobre un grupo étnico (creo recordar que los Zhuang). Al parecer, a los chinos les entró un ataque de risa tan incontenible como incomprensible. Reían y reían sin parar hasta que el profesor De Lucas les preguntó que a qué venía tanta risa y ellos respondieron: «¡Pero, honorable profesor, si los Zhuang tan solo son veinte millones!» No por casualidad, es en China donde se ubica un chiste que el propio Javier me recordaba estos días. Jordi Pujol llega a China y dice «Som sis milions!» El representante chino le responde «¿Y en qué hotel se alojan?» A veces el sentido del humor es la única defensa que le resta al sentido común. ¿No comenzaba ya el catalanismo a violentar el sentido común con aquella propaganda? Hasta en China conocen la respuesta.

Más antecedentes: el catalán, lengua universal en cinco Estados europeos

Pero aquello de los sis milions era sólo el principio. ¿Cuántas memeces no se habrán proclamado en apoyo al nacionalcatolicismo catalán? Recuerdo que en mi colegio de los maristas de Mataró (eran los años ochenta y guardo gran cariño de mis días allí) ya comenzábamos a estudiar que el catalán se había hablado nada menos que ¡en cinco Estados europeos! A saber: primero y principal, el Reino de España, quizá el más obvio y odioso de todos; segundo, lo que el común de los mortales conocemos como «Sur de la República francesa» (y que en clase llamaban «Catalunya Nord»); tercero, ese vastísimo Estado con sus cordilleras, sus tundras y sus taigas sin fin atravesadas por caudalosos ríos y un Transiberiano que viaja durante semanas sin abandonar la madre… Andorra (un Estado tan exiguo como útil para el fiscus pujoliano, confundido con el erario público, al estilo del divino Augusto); cuarto, la República de Italia ?sí, como lo lee?, merced a un pueblecito sardo de algo más de cuarenta mil habitantes, L’Alguero o l’Alguer en catalán, donde algunas personas (apenas un 15% de su población) usan una variedad excéntrica de latín vulgar incomprensible para los alumnos de lengua catalana que escuchábamos a un nativo grabado en vídeo. El quinto Estado es Grecia, donde resulta que hubo alguna incursión catalana en el año de la pera, por no detenernos en detalles históricos. ¿Acaso no es todo esto una forma de violencia contra la mera razonabilidad?

Futuribles: El catalán, la próxima lingua franca de Silicon Valley

Pero no era cuestión de regodearse en un pasado glorioso como (con semejante título que los catalanes) quizá pudiéramos sentirnos tentados a hacer otros españoles con portugueses, griegos, persas, mongoles, turcos, británicos o rusos. No. Hay que reconocer que el catalán era sobre todo una lengua de futuro, que para eso los nacionalistas son más europeos que nadie (una gran verdad si Marine Le Pen encarna el arquetipo de esas esencias). De aquellos años de mi mocedad en Cataluña (por entonces ya había comenzado mis estudios de Derecho), recuerdo ahora un encuentro casual con D., un compañero de mis días de bachiller en los maristas de Mataró. Fue en el tren Mataró-Barcelona, que yo tomaba a diario camino a la facultad. Enseguida tratamos de ponernos al día sobre lo que el otro hacía:

– ¡Cuánto tiempo, D.! Me alegro de verte.
– Sí, es verdad. Oye, ¿a qué te dedicas?
– Pues yo estudio Derecho en Pedralbes.
– Pues yo –me cuenta el bueno de D.? estudio Informática.
En aquellos días, aquello era lo más. Algunos chicos presumían de programar en BASIC, otros jugábamos con la ATARI o la Commodore 64 y, en fin, que eso sí que era apuntar alto, no como las medianías que, como yo, se conformaban con una ciencia social como el Derecho. Presumiblemente, me encontraba con una persona inteligente y capaz y en ese convencimiento seguimos conversando animadamente hasta que mi colega D. me espeta con total convicción algo que nunca olvidaré:
– Según unos investigadores, el catalán es la mejor lengua del mundo para las computadoras.

Yo me debí de quedar sin habla. Quizá tosiera o algo así, y cambié de tema por no exteriorizar mi vergüenza ajena. ¿Cómo podía alguien afirmar tamaña estupidez de manera tan impúdica? La realidad es que este tipo de necedades no hacen sino actualizar otras del pasado no menos pintorescasAquel joven era en realidad un digno heredero de Prat de la Riba y para una rápida introducción a las simplezas sobre las que se ha erigido el nacionalismo catalán, basta con leer el certero artículo de Fernando Wulff, «Cuando los catalanes se enfrentaban a los faraones y otras notas tristes»., pero, ¡mucho cuidado con expresar sorpresa o incredulidad! Pues la respuesta era tozuda y rotunda: «¡Ah, con que eres un facha!» ¿No hay violencia acaso en estos prejuicios y en esta tiranía que nos condena al silencio a quienes simplemente tratamos de gritar «¡El rey está desnudo!»Con esta acertada metáfora describía recientemente Francisco Laporta la figura de Félix Ovejero en Doxa 2017 (número especial de homenaje a Francisco Laporta y Liborio Hierro), p. 324. Véase por qué en Félix Ovejero, Contra Cromagnon. Nacionalismo, ciudadanía, democracia.?

«Catalán es el que vive y trabaja en Cataluña»

Hasta exiliarme de Cataluña en 1989, hastiado por lo que habría de venir, de vez en cuando la Administración pública catalana o sus súbditos ovinos pastoreados con subvenciones (que ellos recibían, pagábamos entre todos y sisaban unos cuantos), de vez en cuando alteraban de oficio mi nombre y me transformaban en un nuevo ciudadano. Pronúnciese así: Alfons Jaume Garsíe i Figuerola. Quizá lo hicieran de buena fe y movidos por hacerme un favor, a saber: rescatar a toda costa a este charnego errante de las garras del hambre y la desesperación del sur del Ebro, por expresarlo con la amable ideología pujolferrusoliana. Por entonces –seguimos en los años ochenta-noventa– se estilaba una definición de catalán que ya de adolescente me parecía absurda y carente de sentido en una sociedad moderna: «Catalán es el que vive y trabaja en Cataluña». Esta definición me parecía una de esas solemnes bobadas que la gente se complace en repetir irreflexivamente (¿por qué el político insiste en defender la democracia en nombre del lugar común y en contra de la gente con entendederas? ¿Para cuándo abandonará esa zona de confort?).

¿Qué le parecería a un nacionalista de Vilanova i la Geltrú en edad activa y afincado en Madrid que se convirtiera eo ipso en madrileño de acuerdo con una definición análoga: «Madrileño es el que vive y trabaja en Madrid»? ¿Quizá no le pareciera bien? Todo parece indicar que aquella definición de catalán era cosa de un paleto que cree que los demás son tan paletos como él mismo. Sólo puede persuadir a gente poco viajada y poco cultivada que no contempla algo tan elemental como la globalización, las migraciones o el derecho de cada cual a acumular un conjunto amplio de identidades a la manera feliz y libre de, por ejemplo, Amin MaaloufVéase especialmente Amin Maalouf, Orígenes, trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Madrid, Alianza, 2004 y, del mismo autor, Identidades asesinas, trad. de Fernando Villaverde, Madrid, Alianza, 2004., quien me temo se vería obligado a convertirse en un catalán puro y renunciar a todo su bagaje cultural para poder empadronarse en Tárrega, por ejemplo. Ciertamente, es mucho lo que se pierde con esas exigencias tribales y, sobre todo, no es aceptable imponer tal lío identitario a alguien por trasladarse de un lugar a otro. A veces me pregunto cuál no habría de ser mi confusión tras nacer en Madrid hace casi medio siglo y luego vivir en distintos lugares: ¿acaso habré sido yo sucesiva y excluyentemente madrileño, barcelonés, limeño, toledano, belga, andaluz y sabe Dios cuántas identidades más me tenga reservado aún el futuro a poco que siga trasladando mi residencia? ¿Se habrán convertido en catalanes ex definitione todos los estadounidenses, italianos, alemanes, paquistaníes o nigerianos que viven y trabajan en Cataluña? ¿No debería ser más bien al contrario? ¿No deberían los catalanes haber cambiado algo precisamente al recibir allí a personas de todo el mundo? ¿Tiene el nacionalismo catalán noticia, siquiera breve, de los retos de la llamada globalización?

Los expertos en inmigración suelen decirnos que integración no debería implicar asimilación. Como acabamos de ver, la definición de catalán como el afincado en Cataluña está pensada, sin duda, por alguien lo suficientemente pueblerino –y lo suficientemente interesado– para sostener dos prejuicios infundados, pero oportunamente combinados al objeto de asimilar a toda costa a los llegados de otras latitudes. El primero considera inconcebible que la gente se mueva de su terruño, quizá porque en sus arrobos egocéntricos el nacionalista proyecte sobre los demás su boba creencia de haber nacido en una tierra de promisión que no debe abandonarse ni compartirse por nada; lo cual le incapacita para comprender que alguien quiera, simplemente, cambiar de residencia. Lamentablemente, ese desmesurado valor que el nacionalista atribuye a su mediocre biografía es mal muy extendido hoy en Cataluña y en muchos lugares de Europa.

El segundo prejuicio consiste en pensar que, ya que el pobre desgraciado que se ha movido de su tierra sólo puede haberlo hecho forzado por el hambre y la miseria (what else?), todo el orbe anda queriendo ser catalán y, en un acto de condescendencia muy característico del palurdo, se nos concede al prójimo la gracia de ser catalán y no otra cosa sólo por andar por allí laborando una temporada. La mayor hipocresía de este tipo de argumentación es que, dándoselas de personas abiertas, sus defensores suelen esconder la forma de racismo más nefasta e irreversible: el racismo que ni siquiera contempla la posibilidad de que los demás quieran mantener una cultura diversa, pues sólo merece verdadero reconocimiento en «la nostra terra» un catalán comme il faut o com cal. De nuevo: ¿qué pasaría con un tipo cualquiera como yo, que nació castellano y morirá así viva donde viva, trabaje donde trabaje, muera donde muera? ¿Habría yo de transformarme en catalán para poder trabajar allí? ¿No es exigir demasiado, quizás algo imposible (ad quod nemo tenetur), dado el modo en que se transmiten estos rasgos culturales? Pues bien, ese imposible es lo que un proyecto como el catalanista persigue: uniformizar («normalizar») a todo el mundo y a toda costa bajo lemas aparentemente benevolentes. Todos bajo el mismo palio de La Moreneta, ídolo del que ya en tiempos hacía desternillante chanza el catalán simpar, Albert Boadella. ¿Cabe, por cierto, imaginar mayor violencia que la que ha padecido el autor de ¡Adiós Cataluña!Albert Boadella, Adiós Cataluña, Madrid, Espasa, 2007., perseguido y amenazado en el país donde nació, y todo en nombre de ídolos como La Moreneta?

El catalán, lengua para la incomunicación

¿Y en qué ha quedado mi relación con la lengua catalana? Resulta que yo la estudié en los maristas de Mataró con algunos filólogos: a uno, que era hermano marista, mis compañeros lo llamaban (a saber por qué) «El Titola» (el pichita, cabría traducir), cosa que me parecía graciosa pero poco respetuosa; el otro, seglar y de fisonomía herderiana, se llamaba «Màrius» y me encantaba su buen conocimiento del idioma. Con ellos leí las espléndidas Cròniques de la veritat oculta, de Pere Calders, la melancólica Aloma, de Mercè Rodoreda, o el perturbador L’Escanyapobres, de Narcís Oller. Con buenos docentes como ellos aprendí algunas cosas asombrosas sobre los orígenes, la fonética y la dialectología del catalán que revivo, no sin emoción, cuando me encuentro con algún antiguo poema trovadoresco de la corte de Leonor de Aquitania en occitano (la afín lengua del sur de Francia donde se afirma con «oc» en lugar del más septentrional «oui») o cuando, de paso por Aix-en-Provence, leo que «calle», «carrer» en catalán, se torna en provenzal «carriero», ya más cerca del italiano; o cuando, más recientemente, citaba yoAlfonso García Figueroa, Praxis. Una introducción a la moral, la política y el Derecho, Barcelona, Atelier, 2017, p. 247. a mis estudiantes a Ramon Llull en su lengua maternaRamon Llull, Llibre dels mil proverbis i Llibre de la primera i segona intenció, versión moderna de Joan Gelabert, Publicacions Illes sobre el mar, 2016.. Son experiencias y emociones que debo al estudio escolar de la lengua catalana, pero que a menudo se tornan agridulces, puesto que aquella lengua que pude y debí amar se me negó. Y se me negó desde el propio momento en que fue secuestrada e ideologizada por los nacionalistas con el fin de imponerla como dogma de un programa más amplio de adoctrinamiento. ¿Debería extrañarme entonces de no hablarla con fluidez? ¿Adolecería yo acaso de alguna carencia intelectual que me lo impidiera? Por falta de amor a los idiomas no será; puesto que, al fin y al cabo, durante mi carrera académica he estudiado con desigual fortuna inglés, francés, italiano y alemán, además de unos rudimentos de árabe clásico moderno. Por tanto, debo concluir que, en efecto, mi problema fue más bien otro: si hablar en catalán constituía algo más que hablar un idioma; si hablar catalán representaba un acto político cotidiano, entonces yo no podía adherirme a él. ¿Cómo puede alguien pretender seriamente que se hable con agrado la lengua con que (y en nombre de la cual) se nos desprecia a los llegados de fuera? ¿Qué falta de dignidad nos atribuyen tan equivocadamente estos pobres hombres y mujeres del nacionalismo catalán cuando piensan que un castellano va a emplear sumiso la lengua en que se le desprecia y a través de la cual se le desprecia, precisamente por usar la suya propia? ¿Cómo darles la razón en su propósito de condenar a la clandestinidad la lengua que hablan la mayor parte de los catalanes mediante la expulsión del castellano de escuelas, Administraciones y espacios públicos? ¿Cuán conscientes son los nacionalistas de que expulsar de la sociedad la lengua castellana es una forma de expulsar a sus hablantes?

Pero, en realidad, algunas de estas cosas han sucedido porque no todo el mundo ha estado en condiciones de hacer frente al chantaje nacionalista. Sin duda no lo han estado las personas más vulnerables, es decir, la mayor parte de los españoles venidos del sur que, marcados ya en origen con el estigma de quien emigra, no han podido ya sobreponerse al déficit de reconocimiento adicional impuesto a su llegada por los nacionalistas. Quizá la mayor parte de esos hombres y mujeres del sur (y también la gente sin dignidad que se acerca al fuego que más calienta) consideraron que lo mejor era renunciar a su propia cultura, a veces guiados por la dicotomía hobbesiana del Leviatán con barretina o bien el estado de naturaleza de la Guerra Civil (quizá fuera el caso de mi padre). Este incondicionado afán de integración por el amor a nuestros hijos puede comprenderse en algunos casos. A veces se ha dicho que la verdadera patria de uno no es la de nuestros padres, sino la de nuestros hijos, y puede que sea cierto (que por eso yo ya me siento un andaluz de adopción, gozo y honor donde los haya); pero ello no debiera hacerse jamás en desprecio de los padres de uno. ¡Qué grave indignidad la de quienes caen en esa trampa para estómagos agradecidos, ojos sin pupilas y corazones putrefactos!

Los nacionalistas catalanes (y los bobos que viven fuera de Cataluña y no ven más allá del próximo congreso nacional o del siguiente comité federal) suelen negar de oficio cualquier conflicto lingüístico, pero en mi familia sabemos bien de experiencias propias y ajenas que luego a nadie extrañaban por esos pagos y, claro, se ignoraban por insignificantes o incómodas para el credo oficial que impone el monolingüismo catalán. No quiero extenderme, pero recuerdo algún incidente en el patio de colegio, donde se nos llamaba despectivamente sureños, o cuando mi hermana Almudena se vio obligada a dejar de ir al colegio durante varias semanas por xarnega. Hoy hablaríamos de un bullying lingüístico, negado durante décadas por gentes biempensantes que nunca han vivido allí, como si los afectados mintiéramos o fuéramos ciudadanos de segunda cuyos sentimientos y dignidad no merecieran consideración. ¡Qué poca importancia tiene el desprecio cuando políticamente no conviene airearlo! ¿No hay acaso violencia en esa consciente ignorancia que soportan las reivindicaciones del castellanohablante cuando estas podrían ensombrecer prejuicios políticamente oportunos?

Normalización lingüística: el arte de quedarse ciego por dejar al otro tuerto

Cuando se observan con perspectiva, los hechos resultan mucho más explicables, y es una verdadera lástima que se haya perdido la perspectiva. Siempre recordaré a una amiga de mi madre, la señora V., bendecida con un sinfín de apellidos catalanes. Se trataba de una vecina, amable por lo demás, que en alguna ocasión (eran los años setenta) se había declarado ante nosotros nada menos que franquista. Sin embargo, con el correr de los años corrigió su posición (quizá menos de lo que ella pensaba) hacia el pujolferrusolismo. Este tipo de mutaciones pueden parecer extravagantes, pero no lo son tanto cuando advertimos que la ideología política de buena parte de la gente consiste, llanamente, en arrimarse al poder de turno. El caso es que un día, muy al principio de los ochenta, la señora V. llama a mi madre y le presenta a su nietecito, hijo de un ya alto cargo de la Generalitat. Mi madre lo saluda y con su dulce acento limeño comienza a hablarle cariñosamente, tal y como era su costumbre en esas circunstancias. El niño parece autista o sordo, pues no reacciona. Alarmada por una posible deficiencia del niño, mi madre se vuelve a su amiga. Ella no se inmuta y sonríe muy complacida: «María Teresa, no te entiende. Sólo habla catalán…»

Obviamente, la que padecía una deficiencia, y grave, era la abuela, y no creo que una actitud tan inteligente merezca mayor comentario. ¿Es esto violencia por parte de los nacionalcatólicos catalanes? No (salvo contra sí mismos y sus hijos), pero esta estupidez hizo posible la violencia venusina y marciana que ahora padecemos. Aquel niño monolingüe tendrá hoy cuarenta y tantos años y me lo imagino portando una cacerola, bien para repicarla, bien para llenarla (de mica en mica, concretamente a ritmo vivace de tres por cien). ¿Y a qué pueden deberse estos cambios tan bruscos de ideología en una señora que lo tenía todo para poder ser razonable? Es difícil saberlo, pero recuerdo ahora que en el colegio habíamos estudiado alguna obra de Santiago Rusiñol donde los señores hablaban en castellano mientras los criados hablaban en catalán y esa división sociolingüística del trabajo ha venido rigiendo durante siglos hasta no hace mucho en Barcelona, donde mis compañeros más pijos de la Facultad de Derecho en Pedralbes eran claramente castellanohablantes. Luego, aquellos criados catalanoparlantes progresaron socialmente, se convirtieron en la burguesía catalana del siglo XX, y fueron capaces de contratar castellanohablantes en sus telares. Ha bastado adobar ese resentimiento social con una mezcla de presunto vanguardismo antiespañol y leyenda negra para confirmarnos algo que la gente quizá repita con algo de razón: «No sirvas a quien sirvió…»

¿Por qué somos menos europeos al sur del Ebro?

Quizá el prejuicio más asentado de la ideología pujolferrusoliana sea la convicción, ya digo, de que quienes pasamos por Cataluña lo hacemos huyendo de la miseria y la esclavitud de un Sur que sólo resulta así de tenebroso en la mezquina imaginación del nacionalista. Ante este panorama, nunca he entendido por qué unos tipos tan pueblerinos se las daban de gente tan europea. ¿Quizá porque actualmente la cultura europea se identifica a su vez con una cultura terruñera aherrojada a la era? Quizá. A mí nunca me pareció que mis amigos catalanes respondieran a una condición más europea que la mía propia, sea cual fuere el significado de «europeo». Desde luego, si ser europeo significa en alguna medida abogar por el cosmopolitismo y por sociedades abiertas, hace tiempo que las sociedades vasca y catalana han sido convertidas por obra de cuarenta años de dictadura nacionalista en las menos europeas de toda España. Y esto es algo que ya comienza a saberse en toda Europa, donde la paranoia megalómana de los nacionalistas catalanes no sólo no ha pasado inadvertida, sino que ya está exasperando a todo el mundo sin apenas haberla padecido.

Recuerdo que, no hace mucho, un candidato nacionalista catalán participaba en uno de esos debates electorales de Televisión Española para las elecciones europeas. Adornaba cada intervención con una mención a lo que se hacía en Finlandia, Suecia o Noruega. La verdad es que la cosa tenía gracia, porque parecía sermonear al resto de candidatos desde una atalaya escandinava a la que se había encaramado en un ataque de misticismo de Kalevala (supongo que el resto seríamos «sureños», o moros, o algo en todo caso poco europeo para él). Cada argumento comenzaba alardeando con extraño narcisismo de lo que se hacía por Finlandia, Noruega o Suecia, como si él fuera finlandés, noruego o sueco y viniera a decirnos qué hacer con nuestra vieja piel de toro, que ha visto nacer, crecer y caer los mayores imperios de la historia. Pero, ¿por qué ese individuo se creería más europeo que el prójimo? Y –no olvidemos la mayor–, ¿por qué un escandinavo debería ser europeo con mejor título que un andaluz?

Otro caso de normalización lingüística por parte de genuinos europeos

Hace unos cuatro o cinco años vivía, gracias a mi mujer, en un barrio sensiblemente chic de Bruselas, Trois Couleurs, entre Woluwe-Saint-Pierre y la Forêt de Soignes (lo digo porque no parece privilegio que merezca un charnego tan poco europeo). Un día llama a la puerta un joven que aún no tendría veinte años. Entendí que era un empleado de la compañía del gas y que venía a hacer la preceptiva revisión anual de nuestra instalación. Le di la bienvenida en francés, a lo que él respondió: «Français non, français, non…» Supuse, con razón, que era flamenco y neerlandófono, así que le propuse proseguir en alemán, dado que es lengua oficial de Bélgica y más próxima al flamenco:

– Würden Sie vielleicht mit mir auf Deutsch sprechen? ?dije como pude.
– Deutsch, no. Deutsch, no.

Confieso que en algún momento sospeché que él pudiera preferir el castellano (¡o incluso, quién sabe, si el catalán, presente en tantos Estados europeos!). Es más: aunque soy absolutamente incapaz de hablar en árabe, barajé divertido la probabilidad, seguramente inquietante para él, de decirle algo en una lengua de uso habitual en Anderlecht o en Molenbeek: Bi l-`arabiyya? Pero eso podría haberlo confundido gratuitamente. Renuncié, en fin, a esas aventuras lingüísticas y le propuse comunicarnos simplemente en la lingua franca actual: en inglés, aunque nunca hay que decirles a estos tipos del nacionalismo flamenco que es franca, no sea que la confundan con la lengua verdaderamente franca, la de Francia. Así que le digo simplemente:

– How about English?
– English, yes. English, yes.

Pues bien, tras estos prolegómenos, bajamos al sótano, donde los contadores, y ante una cara de incomprensión total, voy señalándole someramente cómo son; que están anticuados, pero que todo parece en orden. Él se pone a trabajar y lo dejo con sus tareas; aunque, como digo, no suelta prenda a mis indicaciones. Al cabo de un rato, me llama y de nuevo trato de entablar comunicación con él en inglés, pero el suyo es tan malo que a duras penas consigo entenderlo. Le respondo muy lentamente en inglés. Él sigue sin entender nada a su vez. Se me ocurre entonces volver al principio y trato de explicarle en francés. Por fin, para mi sorpresa, ¡comprende y habla el francés mejor que yo! Me temo –dije para mí– que he sido objeto de una maniobra de normalización lingüística flamenca. Esto me confirmó algo que era tristemente obvio: el nacionalismo catalán es muy europeo, tan europeo como ese pobre infeliz que seguirá recorriendo los contadores de Trois Couleurs con el propósito vano de normalizar lingüísticamente en flamenco a las sucesivas colonias de expatriados que pasarán por el barrio sin saber apenas algo de flamenco, pues –con el debido respeto– no es lengua que el común de los expatriados se entretenga en aprender en un lugar como Bruselas para pasar unos pocos años destacados en un organismo internacional anglófono. Quizá distinto sea el caso del expresident Puigdemont, que aparentemente aspira a residir allí una buena temporada, e imagino que se habrá inscrito ya en algún curso de neerlandés en su variedad flamenca para promocionarlo casa por casa a la manera de aquel revisor del gas.

La corrupción nacionalista

Lo bueno, en fin, de tener ya casi cincuenta años es que los oportunistas de la política ya no pueden engañarte. Bien es cierto que, victimizándose sin razón, pueden engañar a terceros bienintencionados y a generaciones de jóvenes adoctrinados en la tergiversación de una historia de héroes y villanos imaginarios. Afortunadamente, existe un personaje a quien debemos agradecer su claridad de ideas ante la pertinaz ambigüedad en que se instaló durante décadas el nacionalismo catalán de Convergència i Unió. Estoy refiriéndome, naturalmente, a la primera dama del imperio catalán, Marta Ferrusola, madre superiora y sisante del erario público (al que contribuíamos también los charnegos, no vayan a creerse). La madre superiora siempre me pareció la quintaesencia del nacionalismo catalán. Aquella inefable florista convertida en abadesa ecónoma de la corrupción, reverenda madre priora de las órdenes del calçot i l’espardenya, decía en alto lo que sus votantes pensaban y comentaban en la intimidad: que cómo podía haber tanto negro en Cataluña, que cómo iba a ser president de la Generalitat un andaluz y otras lindezas propias de una gran estadista en la sombra. Juicios que, en cualquier democracia occidental, habrían bastado para condenar al ostracismo a alguien, sonaban entonces como si se oyera llover mientras se nos llamaba «fachas» a quienes osáramos replicar. Pero además, con el correr de los años, mi intuición ha ido confirmándose en los tribunales: parece ser que la madre superiora ha estado sisando de aquí y de allá gracias al buen puesto de su marido y, además, todo parece indicar que ha estado instruyendo en el arte de la sisa, en su variedad del 3%, a sus vástagos –pues, por no respetar, la sedicente madre superiora no ha respetado ni siquiera el voto de castidad–. Al final los nombres tienen su aquel. La verdadera «Convergència» se refería als calers, als cèntims, a les pesetones, als diners (al dinero en catalán le pasa lo que al blanco con los esquimales: que tiene nombres sin cuento). El caso es que todos aquellos dineros convergían donde tenían que converger. También en aquellos retoños pujolferrusolianos bien numerosos a fin de repoblar ellos solos el territorio catalán tan necesitado de verdaderos catalanes con ADN y RH del bueno. Unos vástagos que, además, aprenden rápido las artes recaudatorias. Dado que, en mi condición de charnego, cuya familia pagaba allí sus impuestos, les he robado tanto durante siglos, ¿cómo no mirar con simpatía tanta sisa?

«A Alfonso no lo veo en la meseta»

¿Y cómo no marcharse de un lugar dominado por gentes de ese jaez? Al final –1989– lo hice acompañando a mis hermanas y a mi madre, que volvió a su ciudad, Aranjuez, tras separarse de mi padre, que decidió quedarse en Mataró. Por aquel entonces, un hermano marista de mi colegio le dijo a mi madre, por elogiar mi inclinación al estudio, que «no veo a Alfonso en la meseta». Que este tipo de juicios se expresen abiertamente, insinuando que el resto de España es un una planicie intelectual, un erial de retrasados, es algo sencillamente delirante; pero carece de calificativo el hecho de que tantos cristianos y tantos sedicentes progresistas aprueben esas actitudes racistas, olvidando que siempre deberían estar junto a la parte más débil, es decir, la minoría castellanohablante, tan necesitada del imprescindible reconocimiento de su dignidad para ejercer sus derechos. En Cataluña hace ya mucho que la izquierda ha abjurado del internacionalismo, como la Iglesia católica lo ha hecho del universalismo. Caiga ahora sobre esos sedicentes hombres y mujeres de Cristo y de izquierdas la vergüenza por las amargas consecuencias que han estado padeciendo las víctimas del nacionalismo catalán.

Pero vuelvo al comienzo para insistir en que el verdadero problema catalán no es que los secesionistas hayan conseguido imponerse por la vía del victimismo. Más allá de eso, debemos evitar yacer en su lecho de Procusto. El problema catalán no es, como se pretende, cosa de esencias patriasAludo aquí al espléndido libro de Fernando Wulff, Las esencias patrias. Historiografía e historia antigua en la construcción de la identidad española (siglos XVI–XX), Barcelona, Crítica, 2003. Francamente, su ecuanimidad hace de este estudio un texto de obligada lectura en estos tiempos de sinrazón., y el mero hecho de que los críticos del catalanismo inmoderado seamos ipso facto tachados de nacionalistas españoles por algunos tiene verdadera graciaUna contundente crítica a este argumento nos la ofrece Félix Ovejero en «¿Es Francisco Laporta un nacionalista banal?» y en «¿Todos los nacionalismos son iguales? Para una crítica al banal nacionalismo banal» (agradezco a Pablo de Lora que me indicara la oportunidad de estas dos fuentes)., porque si hay algo que se nos da verdaderamente mal a los españoles es ser nacionalistas. A veces me da incluso por pensar si los nacionalistas catalanes no quieren ser españoles precisamente por nuestro déficit de nacionalismo, que ellos han decidido cultivar por su cuenta en su minifundio. La realidad es que, durante nuestra más reciente historia constitucional, ser nacionalista español en España ha resultado sencillamente imposible, y hasta hemos asumido gustosos la penitencia de la Leyenda Negra, la cual representa, a su vez, una premisa entimemática del relato nacionalista catalán, tal y como dejaba traslucir en sus juicios aquel amable clérigo que con tan buenos ojos me veía.

Aunque se trata de un tema inabarcable y propio de otros expertos, que siguen preguntándose por qué nuestra leyenda negra «sobrepuja a las otras tanto en el espacio como en el tiempo»Juan Eloy Gelabert, «Imperiofobia: luces, sombras y claroscuros», p. 15., desearía sólo apuntar dos elementos para la reflexión. En primer lugar, una de las múltiples teorías sobre el origen de la Leyenda Negra afirma que ésta habría nacido en Italia a causa –pásmese el lector– de los mercaderes catalanes a quienes sus pares italianos habrían atribuido mala fe, carácter fullero y afán de rapiña. Es decir, con sus malas artes, los comerciantes catalanes habrían sido tomados –¡pars pro toto!? por el arquetipo aragonés e hispánico de la épocaVéase Antonio Sánchez Jiménez, Leyenda Negra. La batalla sobre la imagen de España en tiempos de Lope de Vega, Madrid, Cátedra, 2016, p. 31.. Si fuera cierto, cabría concluir ?¡cosas de la vida!? que los catalanes fueron los españoles culpables de la Leyenda Negra para siglos después apoyarse en ella con el propósito de separarse del resto de España.

Quienes nos oponemos al nacionalismo catalán anteponemos el discurso de los derechos al discurso de las naciones, sean estas cuales fueren

Pero no es esta cuestión la que importa ahora, sino más bien el hecho de que los españoles nos hemos mostrado incapaces de ser nacionalistas salvo en alguna hora oscura, sin tomarlo muy en serio y cuando menos razones había para serlo. Y es que lo primero que los españoles hacemos ya en el Siglo de Oro ante la Leyenda Negra orquestada por los enemigos del imperio español es un ejercicio de «autoetnografía». Ejercicio de autoetnografía es, por ejemplo, la estrategia de «selling hot pussy»Ibídem, p. 16. que siguió en su día Tina Turner: ¿así que ustedes, supremacistas y trumpitos de mi país, gozan con el cliché de la mujer negra supererotizada y supersexualizada? Pues bien, yo se lo voy a vender. Y lo que hizo en su día la divina Tina Turner lo había ensayado mucho antes entre nosotros Lope de Vega: ¿así que les encanta leer la Brevísima relación de las Indias escrita por Bartolomé de las CasasBartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Madrid, Sarpe, 1985.? ¿Así que disfrutan viéndonos a los españoles jactanciosos, codiciosos, fanáticos, pendencieros, pérfidos, soberbios, crueles, lujuriosos, bárbaros y, por cierto, marranos de sangre semíticaAntonio Sánchez Jiménez, op. cit., pp. 39 y ss.? Pues así voy a representárselos en mis obras. Lo que quiero decir es que la acusación de nacionalismo español lanzada contra millones de españoles que discrepan de los nacionalistas catalanes constituye una respuesta sencillamente absurda. Los españoles son antinacionalistas españoles casi por naturaleza, y su extremo celo y discreción les ha llevado a no atreverse hasta hoy ni a mostrar su bandera constitucional salvo en sagrado, es decir, en los campos de fútbol, esos templos posmetafísicos donde los perseguidos buscan el amparo de lo sacro con el fin de salvar el pellejo. No es verdad, pues, que quienes nos oponemos al nacionalismo catalán seamos nacionalistas españoles. Quienes nos oponemos al nacionalismo catalán anteponemos el discurso de los derechos al discurso de las naciones, sean estas cuales fueren. Más bien, los españoles no nacionalistas somos constitucionalistas y europeístas convencidos, y también, por cierto, (ibero)americanistas a los que tampoco nos molestaría en absoluto unirnos a Portugal en un solo Estado. Lo que no se le ocurriría nunca a un constitucionalista español es abogar por cualquiera de estas cosas infringiendo los procedimientos de nuestra Constitución. Los adversarios del nacionalismo catalán no son nacionalistas españoles, sino demócratas españoles.

Así pues, por más que se haya impuesto mediante un tozudo «frame» asumido irreflexivamente, el problema catalán real no es un problema de territorios, ni de sentimientos nacionales, ni de agravios históricos. Es un problema de conculcación de derechos constitucionales elementales de las personas integrantes de la minoría castellanohablante y es un problema que tenía y tendrá solución si esta vez, por fin, se ponen los medios y se reflexiona con claridad. ¿Qué izquierda ha sido esa que, entre la estirpe sisante pujolferrusoliana y cualquier andaluz que trabaja decentemente en Cataluña de sol a sol, antepone la ideología y los intereses de la primera? ¡Cuán ciegos no habrán estado algunos!

Más aún, cabría añadir que el problema catalán real es que la minoría castellanohablante es una minoría a la que los partidos dominantes no han permitido ser una minoría. El lugar común de que España ha tenido un «discurso débil»Por ejemplo, Antonio Valdecantos en Lucía Méndez, «Los intelectuales y España. Antonio Valdecantos». pone el carro delante de los bueyes porque lo que se nos ha impedido a la minoría castellanohablante es, previamente, ser una minoría que pudiera articular su discurso, el discurso de los derechos. Ciertamente, suena paradójico que se trate de una minoría conformada por una mayoría de la población catalana (un 50,7% de castellanohablantes más un 13% perfectamente bilingüe frente a un 36,3% de catalanoparlantes, según datos de 2103Agradezco a Ricardo García Manrique que me llamara la atención sobre esta encuesta de usos lingüísticos del Institut d’Estadística de Catalunya.). Pero es perfectamente posible que una minoría sea demográficamente mayoritaria. No otra cosa se predicaba de la minoría negra de la Sudáfrica del apartheid, que era la mayoría de la población, puesto que la noción de «minoría» no se define por la cantidad de sus miembros, sino por una cualidad: la de sufrir discriminación. La responsabilidad por esta grave discriminación de la minoría castellanohablante no sólo es imputable a la alianza secesionista de CiU, sus sucesores y sus adláteres de izquierda; también incluye al PSOE y al PP. Ninguno de estos partidos ha permitido jamás a la minoría castellanohablante ser una minoría que pudiera reivindicar sus derechos. No hemos sido sino moneda de cambio de los sucesivos gobiernos del PP y el PSOE, que han entregado a nuestros hijos al proyecto de unidad de destino en lo universal de los secesionistas, por decirlo con expresión joseantoniana muy adecuada al caso. Cada vez que hemos intentado levantar la voz, se ha insinuado que no éramos demócratas, que no éramos tolerantes, que éramos unos fascistas. Se nos ha dicho que no teníamos derecho a protestar por no poder educar a nuestros hijos en la lengua cooficial de más de la mitad de la población, aunque podríamos llevarles, si tuviéramos el dinero, a cualquier Liceo Francés o al Colegio Alemán, pues quizá sólo con dinero pueda el castellanohablante defenderse en Cataluña de la discriminación que ha padecido durante décadas. ¿No es esto violencia, y la más deplorable, es decir, la que se ejerce contra el menor y el más desfavorecido, excluyéndolo del debate público con difamación y privándolo de todo reconocimiento como participante de pleno derecho en la conformación de la voluntad general?

La miocidad del odio o la inviabilidad psicosocial de una hipotética y extracomunitaria República Catalana (ROCE)

El problema catalán no es un problema de identidades, sino de derechos y la víctima en estos cuarenta años ha sido la minoría castellanohablante, despreciada en Cataluña, abandonada por el resto de España y condenada al servilismo político. Nuestros victimarios (a menudo los hijos mimados y consentidos de otras genuinas víctimas, que nunca habrían actuado así) han acallado toda crítica señalándonos a los castellanohablantes con una cruz gamada en el brazo. Pero cuando una ideología como la nacionalista ya no debate sobre ideas, sino que se limita a descalificar a la minoría disidente, ha levantado acta de su propia defunción. Sin ir más lejos, es lo que hacía Carles Campuzano, del PDeCAT, en el Congreso de los Diputados el 11 de octubre, cuando acusó al diputado Albert Rivera de actuar «como un falangista». A los disidentes nos comparan con «falangistas», por no llamarnos «franquistas»; y «franquistas» por no llamarnos «fascistas»; y «fascistas» por no llamarnos «charnegos»; y «charnegos» por no llamarnos otras cosas. Pero, sobre todo, nos llaman «charnegos» quienes se apellidan «Campuzano», de sonoridad poco catalana (al son nacionalista). Y quizá sea eso lo que más odien al fin y al cabo los nacionalistas más comprometidos. Muchos lo son por odio al diferente y por el odio a sí mismos cuando son conscientes de no responder a los cánones de catalanidad de sus correligionarios. Por tanto, los nacionalistas no deberían achacar a otros un problema íntimo: el del odio al otro cuando se apellidan Junqueras; el del odio a sí mismos cuando se apellidan Campuzano. Lanzar sobre los demás un problema que no es de los demás ha sido, en suma, una estrategia del catalanismo. Se trata del problema del odio, pues he ahí ese sentimiento inefable y «nacional» (esa «incomodidad» en España) que los nacionalistas no saben explicar a los demás, pero que es el único aglutinante capaz de unir a un nacional-católico catalán del PDeCAT con un simpatizante de la CUP. En definitiva, el problema catalán tendrá solución cuando los nacionalistas miren dentro de sus corazones y dejen de arrojar al prójimo ese sencillo problema. Durante meses han buscado mediadores internacionales para ocuparse de su odio. Previamente han violentado a toda la nación española con pretensiones absurdas azuzadas por el odio. Antes aún habían quebrado la convivencia en Cataluña con su odio. Pocas veces miran en su interior para comprender cuál es la auténtica génesis del problema, del llamado problema catalán.

Por eso, nada bueno cabe esperar ya de ese mezquino proyecto que los independentistas han ido pergeñando, y ello por una razón fundamental: su único contenido es el odio, el odio a lo español. Pero el odio es mal consejero. Francisco Umbral decía, con esa ironía tan suya, que no odiaba «porque da cáncer», y el psiquiatra Castilla del Pino lo expresaba de forma más sofisticada, aludiendo a lo que él denomina «la miocidad del odio». Es decir, el odio convierte en mío lo que más odio. En sus propias palabras:

El objeto odioso […] pertenece a nuestro mundo, hemos de convivir con él, y la amenaza es constante, lo es incluso con su mera presencia. Nos agredió y nos agrede en una parte decisiva de nuestra constitución como sujetos, por ejemplo, nos ha deparado una humillación, o una herida a nuestra estima, es decir, un atentado narcisistaCarlos Castilla del Pino, Teoría de los sentimientos, Barcelona, Tusquets, 2000, p. 293..

El problema del odio es, por tanto, que hacemos nuestro lo que más deploramos y lo portamos con nosotros adondequiera que vayamos. El odio a España condena al nacionalista y su narcisismo a vivir en constante españolidad. Me pregunto, por cierto, si no valdrá en Cataluña también la conversa. Es decir, que algunos odien aquello que les es más propio, justo por resultarles ineludiblemente propio, porque sea imposible desprenderse de ello. Por llamarse Campuzano, por ejemplo. Ahora sabemos que Carles Puigdemont tiene ancestros andalucesVéase, por ejemplo, «El abuelo desertor de Puigdemont» y «Los cuatro apellidos andaluces de Puigdemont: el abuelo se casó con la charnega». y, con ello, un honroso legado cultural (y genético, apostillaría la doctrina Junqueras-Goebbels-Arana), del que, por cierto, haría bien en enorgullecerse. Y si bien algo me dice que no es cosa que deba de hacerle mucha gracia, parece indudable que nunca podrá zafarse de esa carga, incluso si a tal fin lograra fundar con sus secuaces ese Estado extracomunitario que tanto anhela. Desde luego, si tanta porfía obedeciera al propósito íntimo de sublimar la mácula andaluza de su catalanidad, entonces habría errado el camino. El odio a lo andaluz y lo español lo atará para siempre y de manera irremediable justamente a lo que odia.

En suma, es bien triste el destino de quien odia, y es ese triste destino el que aguardaría a esa hipotética República del Odio Catalán a España, cuyo idóneo acrónimo es ROCE (que no hace el cariño). ¿Y a quién odiarían entonces los habitantes de la extracomunitaria ROCE? ¿Quizá podrían reorientar ese odio contra los disidentes más o menos conversos que permanecieran en Cataluña, en el improbable caso de consumar la locura que pretenden? En realidad, por más que consiguieran algún día consumar el absurdo proyecto secesionista, nunca alcanzarían la independencia real, la independencia sentimental. En la hipotética ROCE seguiría habiendo charnegos susceptibles de desprecio, aunque ya no sería posible identificar en ellos la opresión del odioso Estado español. Es de imaginar, en fin, que ROCE se convertiría ya abiertamente en el Estado extracomunitario y totalitario destinado a aplastar sin obstáculo alguno a la minoría castellanohablante una y otra vez abandonada a su suerte.

El enigma catalán en una lágrima

¿Y yo –se preguntará el lector– odio a los catalanes? Mi respuesta es rotunda. Por mi propio bien, nunca podría cometer tal tontería y basta con leer a Castilla del Pino para comprender la razón:

Cuanto más cerca está de nosotros [lo odiado] más se experimenta la necesidad de expulsión, más se la rechaza. Lo opuesto, naturalmente, a lo que ocurre con el objeto amado, que lo anhelamos tan cerca de nosotros que desearíamos interiorizarlo, hacerlo nuestro, y cuanto más cerca esté de nosotros, mayor placer nos deparaCarlos Castilla del Pino, op. cit., p. 293..

Del mismo modo que con el odio hacemos nuestro lo que más detestamos, cuando amamos, nuestro espíritu se llena de la alegría que nos da vivir en compañía de quien más queremos. Los españoles sólo sabemos amar a Cataluña, de ahí que nos guste nuestra Constitución. Personalmente, algunas de las personas que más he apreciado son de allí, seguirán allí por siempre y guardaré una inmensa deuda de gratitud con ellas. Dejo para el final de estas impresiones terrícolas mías el episodio más emotivo, más duro, pero también el más aleccionador de mi vida en Cataluña, esa Venus repoblada con marcianos.

Tendría veintiocho años y ya residía en Toledo cuando me llamaron desde Mataró. Mi padre se encontraba muy grave. Él estaba solo, y como era urgentísimo que fuera a su lado, tomé de inmediato un avión del puente aéreo y acudí directamente a los servicios médicos de urgencias de Mataró, donde él residía. Todo se desarrolló muy deprisa. Nada más llegar, los médicos me advirtieron de que la isquemia que sufría mi padre en su pierna derecha era muy grave, estaba expuesta a gangrena y había que tratarla en un hospital. El dolor que estaba padeciendo a causa de la falta de riego sanguíneo comenzaba a ser insoportable. Nos subieron a una ambulancia y llegamos con el sonido estridente de las sirenas a Can Ruti, un hospital de primer nivel de Badalona. Por el box pasaron varios doctores. Mi padre, un hombre de sesenta y siete años acostumbrado a sufrir intensos dolores por otras dolencias suyas, ya gritaba con desesperación. Yo le tomaba de la mano y trataba de mantener la calma. Entonces apareció una doctora que comenzó a hacerle preguntas sobre su estado. Le hablaba en catalán. Mi padre respondía en su propia lengua, entre dolores, sin poder apenas concentrarse. Para comprender el dolor isquémico es útil atender a una analogía que me contó un médico tiempo después: imagínese el dolor de un dedo al que privamos de riego estrangulándolo con un hilo y luego multipliquemos ese dolor por el que sufre la pierna entera. En fin, la doctora siguió hablando en catalán y mi padre llegó a un punto en que me preguntaba, confuso y aturdido por el dolor: «¿Qué dice?», «¿qué significa tal palabra?» Impávida, la doctora seguía hablando en catalán y yo trataba de traducirle a mi padre, que seguía gritando de dolor. Como dije antes, él apenas estuvo en contacto con la lengua catalana. Era abogado de una multinacional italiana radicada en Barcelona y, a pesar de haberse inscrito en un curso que nunca llegó a celebrarse (y de pagar –¡mira por dónde!? sus cuotas a Òmnium Cultural, pues le dijeron que era conveniente), nunca habló ni comprendió bien la lengua. Y la doctora seguía preguntándole en catalán sin inmutarse. Y yo seguía traduciendo. Y mi padre seguía gritando de dolor a la espera de que llegara la morfina que le habían prescrito para aliviar aquel dolor insoportable. La doctora se fue. La morfina no llegaba. Yo preguntaba y me decían que había numerosos trámites porque se trataba de morfina. La doctora volvió. Yo le traducía a mi padre mientras ella hablaba fríamente. Y así prosiguió todo hasta que conseguimos la morfina y mi padre fue trasladado a una planta de Can Ruti de donde nunca habría de salir tras pasar allí sus últimos cuarenta días de vida entre graves padecimientos que no habré de narrar aquí. Sólo diré algo relevante. Resultó que la doctora catalanófona que nos atendió en urgencias sabía hablar castellano perfectamente y lo supe porque luego habría de atender a mi padre durante las largas semanas de ingreso allí hasta su muerte irremediable. Pues bien, a pesar de aquella inhumanidad tan poco hipocrática, nunca pude odiar a esa doctora por tres razones. La primera ya la sabe el lector, y es la miocidad del odio: el odio da cáncer. La segunda es que, en momentos de tal angustia, y ante el sufrimiento de un ser humano cualquiera (no digamos si es el padre de uno), en el corazón ya no queda espacio sino para la tristeza y una pena indescriptible. Tercero, y esto es lo más importante: la historia no acaba aquí.

Mi padre siguió siendo tratado en Can Ruti con la mayor diligencia, y entre los doctores que se ocupaban de él figuraba la doctora de urgencias, quien supo que éramos de Madrid y que tratábamos de llevar a papá con nosotros, cosa que se reveló finalmente imposible por su gravísimo estado de salud. Y mi padre pasó por varias intervenciones muy serias y por varias estancias en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y ya casi nos conocíamos todos. La doctora nos trataba incluso con familiaridad y afecto. ¿Cómo era eso posible? Es tentador recordar aquel episodio célebre en que Hannah Arendt contempla por vez primera a Adolf Eichmann y, en lugar de encontrarse por fin ante el monstruo que cabía esperar del organizador del Holocausto, ve aparecer en la sala a un ancianito inofensivo que bien podría venir de pasear a sus nietecitosHannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, trad. de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen, 2009.. Ésa es la cuestión: ¿no es acaso perfectamente posible que incluso personas de bien acaben cayendo en las garras de una ideología fascista? Después de todo, es lo que estamos presenciando en el escenario poselectoral alumbrado por la mayoría secesionista del 21 de diciembre. Pero el caso de mi doctora va algo más allá todavía. Y aquí llega el final de la historia.

Cuando un día mi padre murió en aquel hospital, la doctora se acercó a vernos para expresarnos su pesar. Yo alejé de mi mente el nefando recuerdo de desamparo en aquel box de urgencias y le agradecí su ayuda. Sin embargo, entonces pasó algo. Descubrí en los ojos de aquella doctora, que había tratado a mi padre con suma inhumanidad en urgencias, una lágrima de tristeza por su fallecimiento justo cuando parecía haber salido de la gravedad, cuando parecía que iba a salvarse. ¿Cómo era posible que aquella doctora que había exhibido tal inhumanidad ?la de no hablar en una lengua común, pudiendo hacerlo, a un paciente moribundo y entre dolores insoportables? se emocionara ahora sinceramente ante la muerte de un paciente entre tantos? Nunca habría podido imaginar yo que todo el enigma catalán, pero también su solución, pudiera manifestarse en unos ojos. Pero eso fue precisamente lo que sucedió en aquel momento. Y he aquí la esperanza. Porque a veces, sólo a veces, es posible hallar concentrada en una lágrima el enigma de toda una sociedad, pero también la solución a sus más oscuros misterios: por encima de los tribalismos, al final están los individuos. Y por encima de las lenguas, al final están las personas. En realidad, no existe alternativa a mantener nuestra fe en los derechos, por más que cambien las naciones y sus administradores. Y si bien es cierto que los más nobles sentimientos y las más elevadas disposiciones pueden verse oscurecidos y sepultados por ideas tan nefastas como las del nacionalismo, creo asimismo que existirá esperanza mientras podamos preservar el discurso de los derechos frente al discurso de los políticos. En otras palabras: siempre nos quedará la esperanza de que la relación del médico con su paciente se imponga a la que algunos preferirían describir como la relación entre dos países, dos culturas, dos lenguas, dos razas; entre una defensora de esencias patrias en bata blanca frente a la presunta amenaza española encarnada en un moribundo. Quizá sea esta la enseñanza principal que me deja aquel triste episodio en el hospital de Badalona donde mi padre falleció y quedó para siempre en algún lugar perdido entre Venus y Marte. Y debo detenerme aquí. Que no prosiga yo ahora quizá le parezca natural a mi desprejuiciado lector (y sólo a tal aspiro a estas alturas). Al parecer fue un charnego que escribía muy bien quien describió en una canción mis sentimientos al concluir estas líneas:

Ya no les pienso pedir
más lágrimas a mis ojos,
porque dicen que no pueden
llorar tanto y ver tan pocoLlego a esa canción gracias a la emocionante interpretación de la soprano Raquel Andueza..

Aquel charnego se llamaba don Pedro Calderón de la Barca. Por si no fuéramos bastantes los exiliados en vida, parece que ahora andan en algún lugar de Cataluña queriendo expulsarlo del callejero local. Será por decir estas cosasAgradezco a José Calvo haberme dado noticia de la intención de desalojar del callejero de Sabadell a Calderón de la Barca. Supongo que era de esperar. Como todo el mundo sabe, no era más que un pobre charnego franquista..

El procés sense procediments. Postdata a modo de conclusión

Desde la amable aceptación de este artículo por Revista de Libros, a principios del mes de octubre, hasta su publicación, hemos asistido estupefactos a una sucesión de maniobras disparatadas por parte de los dirigentes nacionalistas que son difícilmente explicables. A estas alturas, resulta tentador suponer que, tras la propia denominación elegida por el tardopujolismo para su proyecto, el «procés», se adivina la manifestación de su mala conciencia. Dejando a un lado las especificidades técnicas del término «proceso» en el ámbito jurisdiccional, y también otras más adecuadas connotaciones kafkianas en el ámbito literario, quizá los secesionistas catalanes quisieron llamar «proceso» a su proyecto por revestirlo con un aire de inevitabilidad, de indefectibilidad. Sin embargo, también el cáncer puede ser descrito como un proceso que tiende a un resultado fatal, pero que, afortunadamente, no siempre conduce a la muerte. Ahora sabemos que si respetamos los procedimientos, ese proceso canceroso del independentismo es perfectamente reversible. Mientras que el término «proceso» evoca una indefectibilidad ciega a las razones, el término «procedimiento» alude más bien a la esencia de la racionalidad y la justiciaPermítaseme una nueva remisión a una introducción a esta cuestión en el capítulo 12 de mi citada Praxis. Una introducción a la moral, el Derecho y la política.. Significativamente, la injusticia se vuelve habitual allí donde no se respetan los procedimientos, dondequiera que unos tiranos quieran imponer un «proceso». Algo tendrán las palabras, cuando llamamos «proceso» a una metástasis sin remedio y cuando, en cambio, a nadie se le ocurriría hablar de un procedimiento canceroso. Así pues, hicieron bien los catalanistas en llamar «proceso» a su enloquecida empresa ajena a todos los procedimientos. Afortunadamente, el artículo 155 de nuestra Constitución ha permitido restaurar con los procedimientos de la legalidad y la justicia una racionalidad despreciada por los golpistas. Alguna vez se ha dicho que «aceptar la derrota es merecerla»Véase María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, Madrid, Siruela, 2017, 14ª ed., pp. 445 y ss. y de ello se han servido los independentistas para ahogar a toda una comunidad lingüística durante cuarenta años. Los recientes resultados electorales tienden a persuadirnos de que la lucha que allí comienza para revertir este proceso de aniquilación cultural al que la minoría castellanohablante ha sido sometida, bien puede llevarnos otros cuarenta años, pero será una lucha digna de emprenderse si en algo estimamos aún el valor de la justicia.

Alfonso García Figueroa es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Castilla-La Mancha. Sus últimos libros son Criaturas de la moralidad. Una aproximación neoconstitucionalista al Derecho a través de los derechos (Madrid, Trotta, 2009) y Praxis. Una introducción a la moral, la política y el derecho (Barcelona, Atelier, 2017).

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