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Digital Lovers (II): el mensaje

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Aunque hay quienes creen que se ha exagerado la cualidad revolucionaria de las tecnologías de la información, basta darse un paseo para estar en desacuerdo: veremos a los demás pendientes de su teléfono móvil, que es lo que haremos también nosotros cuando dejemos de mirarlos. Sean cuales sean las consecuencias que la digitalización traiga consigo en la esfera económica, sus efectos sobre la vida social son ya extraordinarios: no estamos en el mundo de la misma manera, ni lo percibimos del mismo modo, igual que nos percibimos a nosotros mismos de otra forma. Todo el universo de la experiencia cotidiana ha cambiado a gran velocidad, sin que seamos capaces todavía de decidir cómo ni hayamos desarrollado el vocabulario necesario para describir esa transformación. Somos, hasta cierto punto, otros; o empezamos a serlo. Pero no acabamos de darnos cuenta.

También en esta dirección apunta Jacob Mikanowski en un artículo que acaba de publicar en la revista británica Prospect. Invocando a Virginia Woolf, que decretó que el carácter humano cambió en torno al mes de diciembre de 1910, debido al impacto del cine sobre la percepción de la realidad, Mikanowski sospecha que estamos viviendo un momento similar. A su juicio, vastas áreas de la experiencia están viéndose alteradas de manera sustancial, a medida que una identidad tradicionalmente entendida hacia dentro se vuelca hacia el exterior. Y demanda una nueva fenomenología capaz de arrojar luz sobre este proceso y sus consecuencias.

Pues bien, si la identidad se había venido entendiendo en términos introspectivos, asumiendo un proceso de desarrollo que tenía en la lectura una de sus técnicas primordiales, lo mismo puede decirse de la intimidad: tanto de la personal como de la amorosa. ¿Qué significa para la intimidad estar ahora permanentemente expuesta a la interrupción exterior? ¿Qué efecto producen las nuevas tecnologías sobre las relaciones sentimentales? ¿De qué manera cambia la naturaleza del deseo con la proliferación de unas pantallas que son también, intrínsecamente, invitaciones al voyeurismo? Son más preguntas de las que podemos intentar responder aquí, pero algo vamos a decir.

Habrá quien se sienta inclinado a pensar que no estamos sino envasando el vino viejo de las pasiones humanas en los odres nuevos de las tecnologías móviles. Y algo de eso hay: un hilo invisible conecta a Helena con Beatriz y a Beatriz con Ada Veen. Pero hay razones para pensar que los cambios en las estructuras lingüísticas, los contextos sociales y las herramientas comunicativas afectan al modo en que deseamos y amamos. No es indiferente que el vino repose en unos u otros odres; algunos parecen poder cambiar ciertos aspectos de su composición química. Ahí estriba, precisamente, una de las dificultades que comporta cualquier análisis de la digitalización de las relaciones amorosas: en saber distinguir las continuidades sin dejarse cegar por el brillo auroral de la novedad. Algo parecido a lo que sucede a los propios enamorados cuando empiezan a serlo. Y es que el amor es demasiado importante para dejarlo en manos de los amantes.

Banksy identifica, en su Mobile Lovers, una de esas novedades. Pero se trata de una novedad que no hay por qué restringir a la esfera amorosa: la compulsión con que consultamos el teléfono mientras estamos acompañados. De hecho, esa compulsión suele restringirse voluntariamente en mayor medida cuando estamos en presencia de nuestro significant other, por emplear la elíptica expresión anglosajona; acaso porque la etiqueta de la seducción –al menos en los meses inaugurales– así lo exige. Tal vez por eso Banksy ha elegido a unos amantes (que podrían ser adúlteros, a juzgar por el oscuro callejón elegido para su obra) en lugar de a unos amigos: para subrayar la patología. Si bien se piensa, se trata de una patología peculiar, ya que estamos compulsivamente en contacto digital con otros mientras estamos en presencia de aquel con quien deseamos estar. Y la ironía estriba en que, cuando dejamos a uno para estar con los demás, volvemos a estar pendientes de la pantalla, como si fuese con ella con quien en realidad queremos estar. Esta última lectura parece implícita en Mobile Lovers, donde Banksy destaca en la penumbra unas pantallas que se iluminan como ídolos, la paradójica luz antiplatónica de una tecnología que nos ensimisma en lugar de liberarnos.

Sucede que la emancipación posee contornos borrosos. La obra de Banksy nos muestra el reverso de una digitalización que también comporta ventajas en la organización colectiva de los sentimientos. Pensemos en las posibilidades de conexión que ofrece a los tímidos, a los solitarios, a los avejentados; pensemos en los pueblos y las provincias, no en el brillo hipster de las grandes capitales; pensemos en cómo facilita la comunicación entre los amantes a distancia. Por eso parece preferible hablar de amantes digitales antes que móviles, porque la movilidad es sólo un aspecto –aunque fundamental– de la digitalidad.

En un sentido análogo, hay que cuidarse de confundir lo digital con lo virtual, como suele hacerse cuando se clama contra las «relaciones virtuales» que entablaríamos a través de la red, en oposición a las «relaciones auténticas» que tendrían lugar fuera de ella. Sucede que ni estas últimas son tan auténticas, ni aquellas otras son tan virtuales. Porque hay personas al otro lado, no avatares; a menudo, son las mismas personas con que tendremos trato directo pasado un rato. Y, en no pocas ocasiones, la distancia implícita en la relación digital permite mayores ejercicios de sinceridad o desenvoltura –sobre todo para los caracteres apocados– que la exigente presencia del otro. Es verdad que también podríamos subrayar otros aspectos de la digitalidad, más cercanos al pesimismo de que Banksy parece hacer gala: su carácter intrusivo, la vigilancia asociada a la disponibilidad permanente, la distracción perpetua. De donde se deduce que hacer juicios redondos sobre la bondad o la maldad de las nuevas tecnologías no tiene demasiado sentido. Son como la vida misma: una pura ambivalencia sin solución posible.

Pero bien es cierto que Banksy apunta hacia una esfera de las relaciones personales –el amor y sus satélites– en la que la concentración en el otro parece un requisito innegociable. Ya dijo Ortega que el enamoramiento es «un fenómeno de la atención», a saber, un proceso mediante el cual concentramos nuestra atención durante un tiempo variable pero prolongado en otra persona, que se convierte en aquello que vemos porque no queremos ver ninguna otra cosa. Sólo mediante un arrebato filosófico puede verse el enamoramiento genuino como un ejercicio de libertad, siendo como es exactamente lo contrario: un verse arrastrado por la fuerza centrípeta de otro. De ahí el consejo que Claude Lévi-Strauss diera a su hija: «No dejes que el amor gobierne tu vida». Pero no le hizo caso; nosotros tampoco.

Y si el amor, antes de convertirse en una versión desapasionada de sí mismo, tiene que ver con la atención, ¿da Banksy en el clavo? ¿Desatendemos al objeto de nuestro amor para atender a la pantalla? Probablemente no. No, al menos, en el curso de eso que hemos llamado más arriba un enamoramiento genuino que, además, resulte ser recíproco; en todos los demás supuestos, así como en la fase declinante de una relación amorosa plena, la digitalización parece modificar algunos aspectos de la experiencia amorosa: para bien y para mal.

¿Recuerdan Vértigo, la película de Alfred Hitchcock? El director británico sintetizó con su característica flema el argumento diciendo que «trata sobre un hombre que quiere acostarse con una muerta», refiriéndose a la obsesión de Scottie, el protagonista, por recuperar a Madeleine, la mujer que amaba y perdió. Pero la película es inigualable en su capacidad para mostrar el proceso de enamoramiento como la proyección imaginaria de un sujeto sobre otro. Scottie no sabe casi nada de Madeleine, a la que debe seguir por indicación de su marido; y cuando la persecución ha terminado, sin que sepamos todavía que ella es en realidad una actriz que interpreta a Madeleine como parte de una inverosímil trama criminal urdida por su cónyuge, todos estamos fascinados por esa mujer cuyo misterio mismo sirve de vehículo para la obsesión amorosa. Desde ese punto de vista, quizá Hitchcock no estaba siendo tan literal cuando hablaba del deseo por una muerta; quizá todos seamos cadáveres a ojos de quienes nos aman, que son los que nos insuflan vida imaginando quiénes somos, es decir, quiénes somos para ellos. La soberanía de la percepción individual, que suele tener consecuencias fatales cuando la realidad se cobra su venganza, fue subrayada sarcásticamente por Luis Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo, haciendo que dos actrices distintas, Ángela Molina y Carole Bouquet, interpretasen a Conchita, la mujer que quiere conquistar el personaje interpretado por Fernando Rey. Por supuesto, podría desecharse todo esto como mera jerga lacaniana; pero sólo a condición de que desechemos a Dulcinea, entre otras muchas, como precedente.

Más bien, hay que preguntarse qué hace Internet con esa cualidad imaginada del amor y, no digamos, del deseo. Si el amor es siempre una fantasía organizada a partir de los datos que nos proporciona la realidad, ¿qué efectos producen la irrupción de las identidades digitales y la generalización del contacto frecuente a distancia?

Dejando a un lado aquellas relaciones que puedan todavía tener origen y, sobre todo, desarrollarse sin interferencias digitales, cabe pensar que éstas tienen efectos ambiguos sobre todas las demás. Principalmente porque, al convertirse las redes sociales en un espacio donde construimos una identidad a la carta para relacionarnos con los demás, identidad que suele ser potenciadora de nuestras virtudes y atenuadora de nuestros defectos (¿miran los amantes de Banksy la pantalla para reconocerse a sí mismos?), el subsiguiente yo sublimado que ofrecemos a los demás se convierte en una fuente de información para el festejante que aspira a ser enamorado: allí buscamos para mejor conocer. O, mejor dicho, para conocer antes de conocer. Inadvertidamente, el complejo proceso mediante el cual integramos aquello que íbamos sabiendo de la otra persona en la imagen que nos habíamos formado de ella se habría trasladado ahora en parte a la esfera digital, donde entramos en contacto con el yo construido antes de poder indagar en el yo real del ser amado.

Esto no significa que el primero sea menos real que el otro; es una manufactura basada en los anhelos expresivos de quien lo elabora. Y tampoco se sugiere aquí que no construyéramos al personaje social antes de Internet; por supuesto que lo hacíamos. Pero la abundancia de la información que solemos verter en las redes sociales impone significados allí donde antes sólo había indicios. ¿Se desvanece así el misterio que supone el otro? ¿Nace una nueva clase de misterio, cifrado en la distancia entre el yo digital y el yo presencial? ¿O la producción de un yo manufacturado en el sosiego de la sala de estar proporciona atractivo a quien de otro modo no sería tan capaz de generarlo?

Es sabido que nadie es infeliz en Facebook, Instagram, o Twitter: todos somos hermosos, irónicos, alegres. Y aun quien escoge el malditismo en el mercado de las identidades logra también soberbios resultados digitales. Internet es la democracia de la escenificación, las luces de candilejas del yo. Esta proliferación de identidades glamurosas, que se añade a la estetización que ya el cine y la televisión habían intensificado, provocan una sensación de abundancia de oportunidades amorosas y eróticas que, por lo demás, no es falsa. Su causa no es otra que la volatilidad de las relaciones sentimentales contemporáneas. Que traería causa de la fracturación de las biografías, llenas ahora de redefiniciones personales, así como del fin del sentido tradicional del matrimonio; si sumamos a eso la revolución femenina, encontramos un mercado amoroso en constante movimiento. Y en su interior, ahora que la red nos ha convertido en voyeurs de las existencias ajenas, esto es, de su reflejo manufacturado, aumentan las tentaciones maximizadoras: estamos bien, pero podríamos estar mejor. ¿No están mejor todos los demás? Las vidas ajenas tienen una cualidad eminentemente estética, por ser ajenas; porque nos asomamos a ellas desde fuera. Y lo mismo sucede con los amores hipotéticos, por oposición a los amores vividos. Sabido es que una hipótesis permanece intacta mientras no intente demostrársela.

Ni que decir tiene que aquí también hay más continuidades que novedades radicales. En principio, la red es otra galería de espejismos, en absoluto la primera; ahí está el folletín, en todas sus formas, para atestiguarlo; ahí está Madame Bovary. Pero quizás Internet sea una galería especial, distinta a las anteriores, debido a su poder para intensificar esos espejismos y desdibujar las líneas que dividen la realidad de su recreación. Y lo mismo podría decirse de la hipersexualización contemporánea: se ha producido porque podía producirse; la existencia de los medios necesarios para su potenciación es la que ha producido su potenciación. ¡Así de sencillo! Porque la Biblia ya habla de la resurrección de los cuerpos gloriosos. Siempre ha habido cuerpos gloriosos, aunque la variable cultural haya señalado en cada época como gloriosos unos y no otros, mientras la variable institucional ha otorgado un valor distinto a esos atributos –el ahora llamado capital erótico– en distintas épocas: no es lo mismo lucir belleza a los veinte para casarse y tener hijos que lucirla a los cincuenta para volver a casarse tras el segundo divorcio.

Para terminar, una nota sobre los servicios de mensajería instantánea. En la medida en que permiten un contacto permanente y gratuito con los demás, se han convertido en un recurso habitual para el cortejo amoroso. Es habitual entablar una larga conversación con alguien a quien se ha conocido, antes de volver a verlo, -a; esa conversación tiene, a menudo, la función de convencer a la persona de que ese reencuentro es deseable. Esto tiene un evidente peligro cuando la presencia real no está a la altura de lo que la imaginación ha prometido a partir de las palabras. Y puede modificar sustancialmente los ritmos del conocimiento recíproco, cuando todo ha quedado hablado antes de empezar a hablar. Así que la posibilidad comunicativa lleva aparejada su aprovechamiento, pero no hay que descartar que las restricciones previas alimentaran el juego del deseo de manera más provechosa. Pensemos en la pobreza del erotismo cinematográfico tras el fin de la censura.

En todo caso, la mensajería instantánea digital puede también contemplarse como un útil instrumento de seducción para quien sea capaz de aprovecharlo; absténganse quienes cometen faltas de ortografía. Mediante el contacto habitual, los escritores habilidosos pueden hacerse presentes en la vida ajena y lograr sus propósitos allí donde antes habrían tenido que limitarse a esperar la ocasión propicia. ¿Antes? Quizá sólo durante la era de los medios de comunicación de masas, ese interregno durante el que la comunicación interpersonal perdió fuerza ante los medios unidireccionales. Porque, si bien se mira, ¿es que el vizconde de Valmont, protagonista de Las amistades peligrosas, la memorable novela epistolar de Choderlos de Laclos, hace otra cosa que enviar carta tras carta, varias veces al día, a la doncella que quiere seducir?

También esa novela tenía un mensaje, como la obra de Banksy. Y es uno que no ha perdido vigencia, aunque pueda parecer lo contrario, aunque propendamos a olvidarlo, con la digitalización de la intimidad: que el amor es peligroso.

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