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Ciudad de ángeles (II)

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«Y a ti, ¿no te daría corte que te viesen conmigo tus amigos? La gente que nos rodea, ¿no te tomará por lo que no eres?», le pregunto a una amiga tai, antigua estudiante mía, con la que estoy cenando esa noche. «Somos como tantas parejas de ésas que pasean por Sukhumvit, un farang entrado en años con una chica que podría ser su hija pequeña, si no su nieta. ¿Acaso la gente no pensará que lo único que nos une es la pasta que quieres sacarme y que te dedicas al amor venal?», le digo en broma.

Y le cuento algo que me pasó en Vietnam hace unos años, cuando estaba en Hanoi con un sabático. Yo quería visitar Sa Pa, una ciudad en las montañas de Hoang Lien Son que cierran parte de la frontera con China. Sa Pa era en tiempos una pequeña aldea, enclavada en un lugar pintoresco adonde los coloniales franceses llevaban a sus familias para librarlas del calor agobiante que se pega a Hanoi como un sinapismo en cuanto llega la estación de las lluvias. Unos pocos pasos por la calle y la ropa se adhiere al cuerpo como si entrases vestido en un hammam. Muchos años más tarde, Sa Pa se ha convertido en una ciudad de tamaño medio en la que los hanoianos ricos se han hecho con muchas de las antiguas villas coloniales, los menos adinerados se conforman con pasar un fin de semana, y los ecologistas encuentran todo lo que les priva: naturaleza imponente, escasa civilización y muchos grupos étnicos distintos de los kinh, que son los que nosotros conocemos como vietnamitas y representan un 86% de la población. La cosa esa de la diversidad sostenible.

El decano de mi facultad en Hanoi, amable pero también excesivamente protector, creía que los extranjeros terminamos siempre por meternos en líos por desconocer la lengua local; así que se empeñó en que no podía ir solo y me colocó bajo la protección de una estudiante. Mai, que así se llamaba, era un encanto, simpática y servicial, y me ayudó a pasar cuatro días estupendos a pesar de que para ella el plan resultase una mortificación sin fin. La cosa empezó en el tren que lleva de Hanoi a Lao Cai, al pie de las montañas, desde donde un autobús renquea por unas aviesas cuestas y otras no menos torvas curvas hasta Sa Pa. Como el viaje duraba toda la noche, íbamos en una cabina de cuatro camas que compartíamos con una pareja francesa de mediana edad. Ella me mostraba un profundo desprecio de feminista ortodoxa y se refería a Mai sin dignarse mirarla y dirigiéndose a mí, para zaherirnos a ambos, como votre jolie copine o votre égérie de luxe (posiblemente era una feminista universitaria) y así hacerme pagar mi presunta desvergüenza de viejo rijoso. Tuvimos unas palabras. En el hotel de Sa Pa, el hombre de la recepción insistía en que tomásemos una habitación juntos, con una confortable cama de matrimonio y animaba a Mai en su lengua, logrando subirle el pavo, porque a las señoritas vietnamitas de provincias –y Mai lo era de cuerpo entero– la mera mención de esas cosas les nubla la vista y piden el frasco de las sales. Nos costó una incómoda discusión sacarle de sus trece. A la vuelta a Hanoi tuvimos que esperar largo tiempo en la estación de Lao Cai, porque el tren llegaba con retraso, y un grupo de hombres jóvenes nos invitó a unirnos a ellos. A medida que corría la cerveza, su imaginación iba calentándose y miraban a Mai con una insolencia cada vez más agresiva. «Están preguntándome cuánto me pagas y me dicen “Deja a ese vejestorio y vente con nosotros, so puta. Una mujer vietnamita decente no se acuesta con guiris. Te vamos a enseñar lo que es un hombre”». Y ahí pasó lo que el decano quería evitar cuando obligó a Mai a acompañarme. Que me metí en un lío. Si hubiera dejado a Mai quedarse tan a gusto en su casa…

«Vaya un antiguo, y menuda historia de romanos que me estás largando», salta mi ex estudiante tai. Lo de antiguo me lo dice en español, que duele más. Acaba de volver de unos meses en Madrid, donde ha aprendido cuatro expresiones injuriosas y le encanta usarlas con desparpajo cuando se le presenta la ocasión. «Tu guía, una cursi sin sentido del humor; tú, de hidalgo, por si no hubiese mejores causas. A la francesa le hubieras hecho un corte de mangas y a los bandarras de la estación ni maldito caso. ¿Todavía te crees lo del honor de las mujeres? ¿Por qué piensas que Mai no podría defenderse sola, ¿eh? Si a mí me hacen eso, se iban a enterar». «Ya veremos», le digo, «porque eres una chica atractiva y te puede pasar cualquier día».

[Mi amiga tai es una mujer guapa, algo que no sorprende en Tailandia. Mujeres guapas las hay en todas partes, pero con una diferencia a favor de ese país: la densidad. El número de pibones por metro cuadrado es altísimo. Basta con subirse al tren elevado de Bangkok y sentarse a mirar. El mayor espectáculo del mundo cuando llegas a la tercera edad, me decía un amigo. Además de guapas, las tais saben acicalarse y vestirse al filo de la moda. En eso no les gana nadie en el sudeste asiático y, en el resto de Asia, rivalizan dignamente en sofisticación con Hong Kong y sólo se dejan ganar por las tokiotarras que bullen por Omotesando y Takeshita Dori. Por muy poco.]

«Mira, ya no soy una niña. Estoy más cerca de los cuarenta que de los treinta, así que dudo que vaya a causar estragos entre los hombres. Vuestra torpe estrategia reproductiva hace que os encandiléis sólo con las más jóvenes. Además, la belleza pasa, aunque te da muchas ventajas mientras dura. Sí, tienes más opciones y puedes encontrar un marido que te mantenga. Ya lo he tenido y no quiero repetirlo. Lo que cuenta es trabajar y tener ingresos propios. Ahora hago de agente libre para varias compañías de publicidad de ésas que están ayudando a cambiar las mentes de los consumidores y, de paso, al país. Mi trabajo es lo que único que me interesa. A mí y a muchas otras. Y si por el camino me encuentro con alguien que me gusta, pues… eso. Y no es asunto de nadie meterse en si él es joven o viejo. Ah, por cierto, no te hagas ilusiones por esto último», remata con una sonrisa.

Espero que algún día se encuentre con la feminista francesa del tren y se lo explique igual de bien.

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Ficha técnica

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