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¿Dónde están los intelectuales?

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¿Dónde están los intelectuales? Esta pregunta se ha hecho frecuente en tertulias y diarios, y más que una pregunta, es una interpelación. El interpelado, por supuesto, es el supuesto intelectual, a quien se reprocha permanecer silente y como escondido en un momento de tribulación nacional. Las instituciones se tambalean, las creencias han entrado en cuarto menguante, el personal anda como azogado. Y miren ustedes por dónde, el que tendría que dar un paso adelante y menudear diagnósticos e ideas, y abrir caminos, y ponerse al frente, no dice «esta boca es mía». Me confieso genuinamente perplejo ante esta petición de socorro, mitad indignada y mitad inspirada por una especie de piedad filial. En efecto, los intelectuales no saben/no contestan… desde hace un cuarto de siglo por lo menos, tirando por bajo. Nadie, de añadidura, los ha echado en falta. Pensemos en la Transición española, nuestro gran momento de transformación colectiva. ¿Qué papel desempeñaron los intelectuales? Ninguno que yo recuerde. La Constitución se ventiló bajo la tutela de Abril Martorell y Alfonso Guerra, dos hombres de partido. El primero se hallaba rigurosamente intonso en materia de lecturas, y el segundo era un aspirante a aspirante a aspirante… (reiteren la cláusula dilatoria todas las veces que les venga en gana) de intelectual. Por allí brujulearon los nacionalistas, y varios expertos en Derecho Constitucional. Se introdujeron artículos que respondían a intereses corporativos o territoriales, y salió lo que salió, no es cuestión ahora de precisar si bien o mal. El caso es que no hubo debate intelectual, ni lo ha habido más adelante. Se trató de un proceso controlado desde arriba por los protagonistas en ciernes de la nueva era política. Ésta se ha ido consumando (y consumiendo) al compás de los acontecimientos, sin que un solo remolino ideológico conmoviera la superficie de las cosas. El resumen más impresionante de esta época que raya ya con lo crepuscular, nos lo ha dispensado Rajoy hace unas semanas, en su visita al papa. Rajoy, en su doble condición de católico y presidente del Gobierno, ha entregado a Francisco I un cachivache simbólico. ¿Cuál era el símbolo? ¿Un recuerdo histórico? ¿Un texto? No, una camiseta de la selección española de fútbol. Cuando nuestro presidente se pone lírico, mejor, espiritual, tremola una camiseta de fútbol. En este panorama, hacer un llamamiento a los intelectuales suena raro: es como implorar un sacerdote en los pasillos de IKEA o mientras se hace cola ante la ITV.

Cuando nuestro presidente se pone lírico, mejor, espiritual, tremola una camiseta de fútbol. En este panorama, hacer un llamamiento a los intelectuales suena raro

Vuelvo a nuestra Transición. ¿Por qué no han dado palotada los intelectuales? Pensemos, a modo de contraste, en otras coyunturas históricas de carácter intersticial. El orden civil inglés es inimaginable sin el debate de ideas que anuda (y opone) a Hobbes con Locke; la Constitución americana debe mucho al fermento literario de los federalistas en 1787-1788; en los salones aristocráticos, y por medio de publicaciones incesantes, se preparó la Revolución francesa durante los reinados de Luis XV y Luis XVI; la intelligentsia rusa contribuyó decisivamente a crear el clima de opinión que derribaría al zarismo; Mussolini había leído a Pareto y Nietzsche y Le Bon; D’Annunzio, además de poeta (e histrión), fue un héroe nacional; incluso en España, tan adversa a la ideas desde mediados del siglo XVII, asistimos a debates encendidos entre integristas y liberales antes y después de la Revolución del 68. ¿Cómo es que se ha pasado del franquismo al posfranquismo sin asistir a la redacción de obras políticas dignas de nota, quitando tal cual excepción? Existe una respuesta correcta, aunque parcial: en España no hubo contraste de ideas porque todo el mundo estaba de acuerdo sobre lo que había que hacer. Había que asimilarse a Europa, había que potenciar el Estado de bienestar, y había que asentar la democracia. Ni siquiera los comunistas discutieron que lo pertinente era traer la democracia. Sobre esta unanimidad de fondo, sólo resaltaron discrepancias menores, impulsadas por la estrategia nacionalista o el oportunismo electoral. Las pequeñas cosas generan con frecuencia, con el correr del tiempo, grandes efectos, y discrepancias menores han terminado por minar el orden aún vigente. Pero las pretensiones nacionalistas, o el modo de contar los votos, son caza menor, si por «mayor» entendemos los ejercicios venatorios en que se han empleado los europeos en innúmeras ocasiones a lo largo de los últimos siglos. No olvido, claro, el montón de muertes acaecidas al amparo de las consignas cerriles, sórdidas, salvajes, revenidas, de ETA. Ahora bien, los cadáveres no son conceptos. Éstos brotan bajo la presión de la desavenencia intelectual, y en lo gordo, lo básico, quitando algunas voces periféricas, estábamos avenidos por entero.

Contorno del intelectual

Pero no podemos, lo reitero, conformarnos con esta explicación. Los intelectuales han perdido presencia e importancia en todas las democracias occidentales. Lo último no significa que al mundo se le haya secado el cerebro de improviso y como por arte de magia. Han sucedido fenómenos más complejos, e íntimamente relacionados con la economía interna de la democracia. Sea como fuere, así están las cosas: no hay intelectuales, o son escasos y no forman masa crítica. Reparemos en Rawls, un hombre que ha influido poderosamente en el pensamiento académico desde, más o menos, la muerte de Franco (A Theory of Justice se publicó en 1971). ¿Qué le falta a Rawls para ser un intelectual? Proyección pública. Rawls, al revés que John Dewey, no ha sido nunca una figura popular, o mejor, un maestro popular. A Theory of Justice es un libro prolijo, que no cabe recorrer con provecho sin entrar en matices técnicos de inserción imposible en una conversación entre no iniciados. Se trata de un producto universitario, con lo bueno y lo malo que ello entraña. Tomemos a Isaiah Berlin. ¿Es un intelectual? Sí, un intelectual… reticente. ¿Fue más listo que Bernard Shaw? Sin duda. Pero nunca habló desde el púlpito. Nunca se autorizó a decir a sus contemporáneos dónde estaban el bien y el mal. ¿Y Bobbio? Tira más a profesor que a intelectual. ¿Y qué decir de Francia, nicho ecológico, por antonomasia, de los intelectuales? El episodio francés es significativo. Tony Judt, uno de los últimos intelectuales, hizo en Past Imperfect un recorrido literalmente tremebundo por las vilezas y tonterías perpetradas por la clase intelectual francesa durante la posguerra. En mi opinión, es difícil salir de ese libro sin experimentar la sensación de que Sartre, percibido en su momento como un súmmum moral, ha constituido, sin embargo, vistas las cosas con perspectiva, una de las expresiones más bajas de que es susceptible la naturaleza humana. Pero ser intelectual no equivale a tener razón, o, tan siquiera, a ser intrínsecamente decente. Ser intelectual significa desempeñar un rol… y ser aceptado en tanto que ejecutor de ese rol. Sartre infundía un respeto sacral, y él mismo se sentía a sus anchas envuelto en ese aura trascendente. A su lado, Bernard-Henri Lévy, incluso Finkielkraut, representan poco más que fenómenos mediáticos. Aparecen en televisión, dicen esto o lo de más allá, y tornan a evaporarse en la nada. Entre Sartre y estas anécdotas del pensamiento, nos encontramos con Foucault, un intelectual genuino que no me inspira especial simpatía, y con Derrida, un hierofante antes que un intelectual. No conviene, con todo, perder el sentido de las proporciones. A diferencia de Sartre, novelista, dramaturgo, amigo de chansonnières y muy comprometido con las tácticas de un partido importante (el PCF), Foucault impartió doctrina a través de la universidad, sobre todo, de la americana. No fue, exactamente, un agente social, y por lo mismo no fue un intelectual con todos los requilorios que exige la cosa. ¿Es posible infundir en eso que acabo de llamar «la cosa» un poco más de precisión? Sí, creo que sí. Y creo que el procedimiento histórico nos viene aquí de perlas.

El término «intelectuales», cuya autoría se atribuye a Clemenceau, fue acuñado en realidad por Maurice Barrès en 1898, al filo del caso Dreyfus. Como bien se sabe, Dreyfus, un militar judío, fue acusado de filtrar secretos al enemigo alemán. La acusación era infame, y el proceso se amañó con pruebas falsas. Pero la derecha reaccionaria francesa (un lío legitimista, nacionalista y católico) necesitaba una plataforma desde la cual expresar sus sentimientos hostiles a la Tercera República, y transcurrido un poco de tiempo, importó menos lo que hubiera hecho Dreyfus que los alegatos a que daba pie su presunta felonía. De manera que Francia se dividió en dreyfusards, y antidreyfusards (los lectores de En busca del tiempo perdido de Proust, judío y dreyfusard, saben bien a qué me refiero). Émile Zola abrazó la causa dreyfusarde y publicó en 1898, en L’Aurore, su artículo célebre “J’accuse…!”. Proliferaron manifiestos y peticiones de firmas, entre otras, una promovida por Léon Blum, quien solicitó su apoyo a Barrès. Barrès contestó que nones y adornó a Zola, Blum y compañía con el epíteto que se haría pronto famoso. Barrès era un reaccionario, o, quizá, un protofascista: en 1899 pronunciaría un discurso («La terre et les morts») que se anticipa al lema «Blut und Boden» («La sangre y la tierra») de Walther Darré, nazi de mucho provecho (la expresión había pasado antes por las manos de Spengler). Bref, repito que Francia se dividió en dos, y como el drama de la vida no se separa demasiado del drama del teatro, y es irresistible la tendencia a comprimirse en papeles asegurados por la tradición (se es Aquiles o Héctor, Antígona o Creonte, don Quijote o Sancho), unos se pusieron de parte de la tierra sagrada y la iglesia y la Francia vulnerada por la vesania revolucionaria, y otros se identificaron con las luces y los principios emancipatorios que a la revolución iban asociados. Que los intelectuales fueran los campeones de la causa ilustrada no significa que sus antagonistas no supieran hacer la «o» con un canuto. Cézanne, Renoir, Degas, Rodin, Paul Valéry, Julio Verne, formaron en las filas de los antidreyfusards. Lo importante es que había que elegir entre una categoría o su opuesta, y que elegir una categoría era lo mismo que asumir una tradición. Un intelectual propendía a declararse heredero de Voltaire y Rousseau y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Un antidreyfusard elaborado prefería remontarse a de Bonald o de Maistre. Esto, desde la perspectiva asumida por los actores del drama. Desde fuera, o desde una atalaya escuetamente sociológica, se observan una serie de puntos altamente significativos:

1) La existencia de medios de comunicación de masas (los diarios). Esas masas están culturalmente muy por encima de las clases rurales del Antiguo Régimen, aunque también por debajo del «mundo de los lectores» a que alude Kant en su opúsculo sobre la Ilustración. Y es que, a lo largo del XIX, Europa se industrializa, urbaniza y alfabetiza, pero no logra universalizar los estándares que habían prosperado en el XVIII entre las minorías selectas. Me refiero a los salones en la Francia de Voltaire, o, dos generaciones más tarde y en clave burguesa, al tipo de sociedad literaria en que echó pelo el propio Kant.

2) La existencia de discursos normativos fuertes. Por el lado de los dreyfusards, un discurso progresista. Por el lado opuesto, un discurso antiprogresista.

3) El reconocimiento social de autoridades. Maurras, Barrès, el arzobispo de París, eran autoridades. Zola, Anatole France, Henri Poincaré, también lo eran.

4) Una correlación estrecha entre discurso y autoridad. Las autoridades se expresaban a través de un discurso aceptado, ya de un signo, ya de otro. En particular, las autoridades chocaban porque chocaban los discursos.

Resumiendo: la Francia del affaire Dreyfus era una sociedad democrática, plural, desacordada sobre los principios que habían de orientarla, y sensible aún a las jerarquías, en un doble sentido: se admitían valores superiores, y se admitían hombres moralmente superiores. No todos los perfiles que en Francia adoptó la disputa son útiles para entender al intelectual como tipo históricamente emergente. En particular conviene, a fines analíticos, rehuir la identificación mecánica entre intelectual y progresista. Funcionalmente, esto es, contenidos aparte, Barrès o Maurras desempeñaron el mismo papel que Zola. Fueron, pues, intelectuales puros, por mucho que defendieran visiones reaccionariasEn La terre et les morts, Barrès evoca elogiosamente los esfuerzos prusianos de 1806 para levantar la patria caída. Y refiriéndose a Heinrich Friedrich Karl von Stein, el gran reformador prusiano, afirma: «No habría podido llevar nada a término sin los poetas, sin los literatos, sin los críticos, sin los filósofos…». El ralliement del mundo de la cultura al servicio de una causa, fue una técnica muy usada por la Komintern. Pero el que habla aquí, o se anticipa aquí, es el ultranacionalista Barrès. Señalo esto para poner de relieve que la coloración ideológica del intelectual no afecta a sus métodos ni a sus instintos.. Lo que aconteció en Francia, volvería a suceder en España o Italia. Giovanni Gentile, Curzio Malaparte o Giuseppe Bottai fueron fascistas, aunque se desempeñaron como intelectuales en no menor medida que Gramsci o Benedetto Croce. En 1931, en España, la Agrupación al Servicio de la República encarnaba una posición, por así llamarla, progresista. Pero los colaboradores de la contemporánea Acción Española (Maeztu, Ledesma Ramos, etc.) tienen el mismo derecho a reclamar el título de «intelectuales» que Ortega o Machado o Pérez de Ayala. La situación se complica un poco cuando introducimos una nueva variable: el poder. Se diría que el intelectual florece de modo más natural cuando se pronuncia contra el poder, que cuando lo defiende. En el segundo caso, deriva o se atenúa en intelectual orgánico. Durante el affaire Dreyfus, Zola se pronunció contra los poderes constituidos de la Iglesia y el Ejército, con la resulta de que no le quedó más remedio que exiliarse a Inglaterra a fin de evitar el año de prisión a que lo habían condenado los tribunales. Zola fue un progresista mártir (ejem, no tanto). ¿Es posible ser un mártir antiprogresista? También: cambia el escenario, y se invierten inmediatamente los signos. Solzhenitsyn fue intelectual y enemigo del comunismo, y un tipo muy poco popular entre los compañeros de viaje del PC hasta después de la caída del muro. Para que el intelectual colme su categoría, para que llene el escenario, basta con que se oponga a un paradigma oficialmente dominante, venga el viento por barlovento, o por sotavento. Lo último me lleva a recuperar una figura que me he dejado en el tintero y que ha movido mucho las ideas hasta hace aproximadamente veinticinco años: la del liberal. Von Mises o Hayek han sido intelectuales indudables (e importantes), no meramente porque tuvieran cosas notables que decir, sino por el contexto histórico en que las dijeron (el arco que se abre entre los años veinte del siglo pasado y el ascenso de la Thatcher en Gran Bretaña). En efecto, nos encontramos por aquellas calendas con una vigencia cuasi hegemónica de los modelos keynesianos en economía y del socialismo o la socialdemocracia en política. Mises y Hayek elaboran una filosofía adversativa a la que muy pocos se sumaron en un comienzo. Hacia mil novecientos cincuenta y tantos, o, incluso, mil novecientos sesenta y tantos, los dos austríacos encajan más en la estampa de Jeremías y sus profecías lúgubres, que en la del intelectual reglamentario. Rayando los setenta sobreviene el éxito, propiciado por la calamidad comunista y el impasse socialdemócrata, y los viejos liberales amplían portentosamente el círculo de sus devotos. Tenemos ya al intelectual ad usum: el discurso es reconocible e imponente, y se esgrime contra un poder adherido a recetas del pasado. De ahí el tono oracular, el prestigio de quien amonesta y predica lo que los peces gordos no se atreven todavía a pensar. Hasta donde se me alcanza, los austríacos (entre los que habría que incluir a Popper, tardíamente incorporado al liberalismo económico, aunque anticomunista precoz) han representado la última gran irrupción de la casta intelectual en la vida pública. La adopción por los gobiernos de varias de las recomendaciones de Hayek y compañía, y, más adelante, los desórdenes anejos a la desregulación financiera, terminarían por hurtar su magia a la revolución liberal. Greenspan ha sido al liberalismo ideológico… lo que el ministerio Villèle al legitimismo borbónico.

Para que haya intelectuales, basta con que exista «opinión», y la opinión, como fenómeno político, antecede a la democracia

¿Es agible introducir una nueva laxitud en la foto fija que nos proporciona el esquema dreyfusard? Formulado con mayor exactitud: ¿es útil o sensato indagar intelectuales en momentos históricos anteriores a la consolidación de la democracia? Sí y no, o, si se prefiere, sí… hasta cierto punto. Para que haya intelectuales, basta con que exista lo que los tratadistas clásicos llamaban «opinión», y la opinión, como fenómeno político, antecede a la democracia. La opinión se da en aquellos casos en que la estabilidad y orientación de los gobiernos es sensible o vulnerable a ideas ampliamente divulgadas en el cuerpo socialMe remito de nuevo al discurso de Barrès, pronunciado ante la Ligue de la patrie française: «No nos hemos reunido, ni disponemos de medios, para designar a los jefes del Estado: nada nos impide, sin embargo, preparar a la opinión para que prefiera a hombres de una cierta laya. Igualmente, podemos inclinar a los profesionales de la política hacia nuestro proyecto».. En sentido lato, ha habido siempre opinión. Había opinión en tiempos de Lutero; la hubo en la Inglaterra de Hobbes; la hubo durante los reinados de Luis XV y XVI. Pero los intelectuales de entonces lo son sólo por aproximación. Prueba de ello es que los revoltosos escribían por lo general en latín (incluso Hobbes redactó en latín De Cive; no así Leviathan), esto es, se dirigían esencialmente a los doctos o iniciados. Es cierto que los radicales franceses usan ya la lengua vernácula, prueba de que estaba apuntando algo parecido a la opinión moderna. Pese a todo, afirmar que Voltaire, insuperablemente dotado para ser un intelectual, haya operado, de hecho, como un intelectual, supone estirar demasiado las cosas. No imaginamos a un intelectual moderno eligiendo, a modo de interlocutor privilegiado, a un monarca absoluto. Que es lo que era Federico II de Prusia, el más aprovechado y diligente de los lectores de Mr Arouet. Ocurrida la enorme convulsión revolucionaria del 89, los gobiernos, incluso en contextos conservadores, van sucesivamente abriéndose a formas de parlamentarismo cada vez más abiertas. El censo limita el número de electores y las elecciones están trucadas, pero no se pueden ganar sin entrar en debates que comunican la Cámara Baja con lo que se defiende o fustiga en los periódicos. Los que se hayan entretenido leyendo a los liberales doctrinarios, enormemente esquivos a la universalización del censo, podrán confirmar que se concede al pueblo, si no representación política estricta, sí al menos el derecho de influir en el curso de las cosas a través de lo que Guizot llamaba la publicité. Eso es la «opinión»: una forma admitida de poder cuya expresión son las ideas. Y ahí el intelectual se hace presente en una acepción que no es sólo aproximativa. Esta nueva suerte de poder, un poder que, como he recordado, no tiene por qué traducirse en escaños o carteras ministeriales, imprimió movimiento y atrajo a todos los elementos pensantes del Estado liberal predemocrático, sin excluir a los que estaban sentimentalmente en contra de la propia libertad política. En España, junto a Sanz del Río y su escuela, fértil en elementos progresistas, tropezamos a numerosos apologistas católicos, a reaccionarios puros, a tradicionalistas y neocatólicos. En Europa hemos causado más sensación gracias a los segundos, que a los primeros. Guizot, en el prefacio a la sexta edición de Historia de la civilización en Europa, menciona sólo a tres de sus críticos, entre los cuales constan Donoso Cortés y M. l’abbé Balmès [sic]. Ambos ejercieron el periodismo, pese a que Donoso Cortés lo condena a las llamas y al palo en Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Donoso fue, en esencia, un político profesional, por mucho que su integrismo radical de última hora le llevara a fulminar también la política. Otro tanto cabe decir de Menéndez Pelayo, diputado neocatólico a la par que enemigo declarado de todas las manifestaciones de la política moderna. Y es que el órgano crea la función, y apenas la libertad abre horizontes o dispensa medios para promover fines, se valen de ella unos y otros, tanto para exaltarla como para destruirla. Resumiendo: no fue preciso que España ingresara en una democracia de veras para que algunos escritores se revistieran con las pompas y los atalajes bélicos del intelectual. La democracia dio un impulso mayor, hizo más visible, al intelectual. Pero no lo inventó. No lo inventó, si por «inventar» entendemos un proceso estricto de causa/efecto. Otra cosa es que el intelectual haya surgido a lo largo de un movimiento que apuntaba hacia la democracia. Opino, en efecto, que la fuerza que está detrás de los intelectuales es una fuerza cuya conclusión lógica es la democracia. Guizot y compañía, intelectuales donde los haya, confiaron en congelar las formas políticas subsiguientes a la caída del Antiguo Régimen en fórmulas intermedias: parlamentarismo con prerrogativa regia; libertad económica compatible con la estabilidad de una nueva casta de notables, las famosas –y restringidas– classes moyennes de Guizot; voto, pero censitario; libertad de cultos con predominio espiritual del cristianismo. El proyecto doctrinario gozó de vitalidad hasta la revolución del 48. La crecida histórica atropelló a continuación con todo y el papel del intelectual se hizo más arriscado, más emocionante, para lo bueno y para lo malo.

Estasis

Riattacco il discorso (que dicen los italianos): el intelectual es un bicho que sólo puede vivir en un entorno social donde se verifiquen estos tres requisitos (antes enumeré cuatro, pero da lo mismo): 1) La existencia de un público amplio e ilustrado, o, por lo menos, semiilustrado; 2) La existencia de discursos dominantes y enfrentados; 3) Autoridades morales.

Nos encontramos con que, desde hace unos años, el panorama está casi limpio de intelectuales. ¿Por qué?

Parece razonable centrarse en los dos últimos puntos, puesto que nuestras sociedades, pese a que la alta cultura no atraviese su mejor momento, aventajan infinitamente a las del pasado en ilustración media. De modo que habría que buscar las causas en la carestía de discursos dominantes y de autoridades que los expongan. Al pluralizar «discurso» –y «dominante»– he puesto en cursiva la «s» por la sencilla razón de que los intelectuales se desenvuelven como eso, como intelectuales, debatiendo, y no puede haber debate si no chocan los discursos. La desaparición del intelectual constituye, por tanto, la señal inequívoca de que sólo resta un discurso, si es que resta alguno.

Pero, ¿no estoy exagerando un poco? Sí, un poco, aunque sólo un poco. Centrémonos en España. El debate, en rigor, persiste. En el terreno de la política pura, debaten los partidarios de la recentralización con los que instan el federalismo (whatever that may mean). O, en el de la moral, los que propugnan el matrimonio gay, con los que lo han recurrido al Tribunal Constitucional. El último pulso, además, encuentra su sitio, su acomodo, es una disputa más vieja: la que de cuál es el límite de las libertades individuales, disputa que a su vez nos remite al Derecho Natural, o, por contraposición, a la capacidad del hombre para crear en términos absolutos ciertos valores o categorías éticas. Así, a ojo de buen cubero, cabría decir que estamos donde estábamos hace dos siglos. Pero no. Apenas se aplica la lupa con un mínimo de rigor histórico, se observa que las diferencias que nos separan ahora son tenues en términos comparativos. Hacia 1880, Marcelino Menéndez Pelayo escribió un libro que proscribía la civilización moderna y proponía, como alternativa, el magisterio y la autoridad de la Iglesia, con todos los contenidos del Syllabus incluidos. Tenía, enfrente, a liberales, republicanos y socialistas. En los treinta del siglo pasado, mientras iba preparándose nuestra Guerra Civil, los conservadores, con pasado monárquico o no, hubieron de vérselas con los campeones de la revolución social. Todavía a principios de los sesenta, Francia estaba saturada de númenes que estimaban indecoroso sumar dos y dos y admitir que el estalinismo había sido tal como había sido. Y así sucesivamente. Estos enfrentamientos eran reales y agónicos, y generaron, con frecuencia, multitud de muertos. Y los encontronazos no eran meramente dialécticos: los partidos se alineaban con las ideas, los ciudadanos con los partidos, y el horizonte aparecía difractado en futuros contingentes (tomo el término de los escolásticos) que se excluían dramáticamente entre sí. No aprecio nada equivalente ahora. ¿Qué es lo que hay, en vista de que ha dejado de haber eso que había?

En esencia, una práctica dominante y un texto, o subtexto, que ha terminado por entrar en alianza con esa práctica, pese a que, en teoría, no sea compatible con ella. Voy por partes.

La práctica dominante es la socialdemocracia, por deteriorada que esté (y lo está asaz). A la hora de la verdad, de la verdad ejecutiva, la socialdemocracia ha dejado de constituir un principio para convertirse en una técnica de conservación del poder: consiste en retener el voto dándole a la manivela del gasto, esto es, facilitando servicios financiados mediante la redistribución o el aumento de la deuda (que es lo mismo que redistribuir en perjuicio de los que no han nacido, no votan todavía, o son jóvenes y no han empezado a pensar seriamente en sus pensiones). Todo el mundo agradece lo que no paga o no sabe cómo paga: turismo subvencionado para los ancianos, festivales para los músicos y los que acuden a oírlos, noches blancas de la cultura en Madrid, cambio gratuito de sexo en tal o cual región, e così via. Y más cosas, muchas de ellas necesarias. No importa que un partido sea de izquierdas o derechas, o, en España, nacional o nacionalista. Todos acaban haciendo lo mismo, o incluso rectificando de modo parecido cuando las circunstancias así lo imponen.

Hay un solo discurso, cuya manifestación es el mercado. El intelectual ha sido desalojado… por las reglas del mercado

La socialdemocracia nunca ha alcanzado, en rigor, el rango de ideología. La socialdemocracia, en su acepción contemporánea, fue una adaptación del socialismo al mercado y las instituciones parlamentarias. El socialismo, en su encarnación socialdemócrata (estoy hablando de los años cincuenta), no renunció, teóricamente, a sus fines. Se suponía que podría propiciar la igualdad o aproximarnos a ella por medios pacíficos, fundamentalmente, la imposición progresiva (o progresivamente progresiva, y pido disculpas por la redundancia). Pero el mecanismo se encasquilló técnicamente, primero en Gran Bretaña y Suecia, y luego por doquier. A la consigna antañona, sucedió otra de signo conservador: hagamos lo necesario para que esto dure. Al romperse el resorte revolucionario y escatológico del socialismo, emergió lo que éste llevaba potencialmente dentro: un paternalismo protector, un dirigismo templado por propósitos benevolentes. Esta posibilidad había sido denunciada por muchos pensadores con la vista larga, especialmente, por Tocqueville. Para Tocqueville (como para sus padres doctrinarios), la libertad no consistía en que hiciera cada uno lo que le petara. La libertad era participación política, participación en el poder: de ahí el elogio tocquevilliano al federalismo estadounidense, un elogio que era como un traslado del que Guizot había hecho de las comunas, les communes, de la Baja Edad Media. Se aprende la libertad en contextos reducidos y familiares, y a continuación, mediante un esfuerzo de la imaginación moral, y casi por analogía, se aprende a ser libres dentro del espacio nacional, un espacio más capaz. Tocqueville temió siempre que la centralización apresurada, al desconectar al ciudadano del gobierno, reiterase, dentro de una situación democrática, los males que había padecido Francia durante el Antiguo Régimen: desasimiento de la cosa pública, repliegue en la esfera privada e irresponsabilidad cívica. No tuvo ocasión de conocer las virtudes estupefacientes del Estado Benefactor contemporáneo. Si las hubiera previsto, se le habrían puesto los pelos de punta.

En una palabra: el socialismo ha dejado de ser revolucionario para hacerse paternalista, los partidos no socialistasSería inexacto olvidar que el Estado Benefactor es un artificio excogitado históricamente por los conservadores, y aplicado en todo regla por los regímenes fascistas o seudofascitas: el mussoliniano, el nazi, la Francia de Vichy, la España de Franco. Pero estoy hablando ahora del orden posterior a la Segunda Guerra. han copiado en buena medida las prácticas socialistas, y el ciudadano se ha desmovilizado… sin que nadie le obligara a desmovilizarse desde arriba. Cabría compendiar nuestra extraña coyuntura afirmando que la democracia, que es el gobierno de todos, se ha convertido en un régimen social donde nadie gobierna de veras. Los ciudadanos de a pie, porque se han convertido en consumidores. Los que mandan, porque saben que perderían el poder si no garantizasen que se continuará consumiendo. Por supuesto, la política está enormemente corrompida. Pero esto no representa una novedad histórica. Estamos de otro lado, en varios aspectos, mucho mejor que antes. En primer lugar, por el desarrollo vegetativo de la sociedad, que ha sido portentoso. En segundo lugar, porque el paternalismo imperante no se parece nada al despotismo antiguo. Los que mandan son amovibles, y, más o menos, funciona the rule of law, el imperio de la ley. Lo que no hay, lo que no se aprecia en absoluto, son discursos, debates públicos serios sobre lo que la sociedad debería intentar. Vamos tirando a la baja, y no nos sentimos tan mal, que haya llegado a ser eficaz, entiéndase, realmente activa, la tentación de revolverse y salir del álveo político vigente. ¿Ha de extrañarle a alguien que en este clima público, en este impasse de las ideas, el intelectual no tenga pito que soplar? Lo verdaderamente extraño sería lo contrario. No hay intelectuales… porque ha sido suprimida la función propia del intelectual. No hay intelectuales, porque la sociedad no les concede ningún papel. La situación, es verdad, empieza a cambiar, por efecto de la crisis y del desgaste institucional. Se trata, sin embargo, de una agitación preliminar y aún confusa. El margen de maniobra, para los intelectuales, es todavía muy reducido.

A continuación, el subtexto dominante. Hasta hace dos días, o incluso ahora por incomparecencia del contrario, el subtexto dominante ha sido el del mercado. El señor Krugman, y tal cual otro señor, escriben, es verdad, columnas incendiarias… sobre la oportunidad de que la Reserva Federal inyecte en el sistema una liquidez prodigiosa. He escrito «incendiarias», por supuesto, en un registro irónico. El señor Krugman no pide la supresión de la propiedad privada; ni recomienda que se suspenda la globalización para que las naciones puedan ejercer la redistribución acudiendo a la vía indirecta del peaje aduanero o los impuestos sobre las importaciones; el señor Krugman no pone en duda, en fin, que el mercado sea un asignador eficaz de recursos, con algunas salvedades. Lo que pasa con el señor Krugman, no es que sea un antiliberal en economía, sino que no es tan uniforme en su liberalismo como otros economistas liberales. En suma, ha triunfado hasta hace poco, en cierto modo sigue triunfando, el paradigma del mercado. Y esto tiene más miga de lo que parece.

El intríngulis, inapreciable por los más, es el siguiente: cuando se asevera que el mercado es un asignador eficiente de recursos, lo que entre otras cosas se está diciendo es que los ciudadanos, en su condición de consumidores, se sentirán más satisfechos en una economía de mercado que en un régimen económico distinto. ¿Qué significa aquí «satisfacción»? ¿Cómo sabemos que un consumidor está satisfecho? La respuesta es rotunda: el consumidor está satisfecho cuando él se declara eso, satisfecho. Más a más: el consumidor expresa su satisfacción monetariamente, es decir, comprando lo que le gusta, o pagando más por lo que más le gusta. ¿Adónde nos lleva esto? Conviene volver a los fundamentos. Von Mises, retomando un neologismo antiguo, denominó «praxeología» a la ciencia económica elevada a superciencia, a una ciencia que abarca a las demás ciencias del hombre. En la introducción a Human Action, escribe:

Para el hombre, decidir es escoger. Al decidir, el hombre no escoge sólo entre varios bienes materiales o entre tales y cuales servicios. Todos los valores humanos están sometidos […] a su capacidad de elección. Todos los fines y todos los medios, tanto lo bajo como lo sublime, lo innoble lo mismo que lo noble, se despliegan a lo largo de una escala única y aguardan, pongámoslo de esta manera, a que el sujeto se decida por lo que fuere y aparte lo restante. Nada que los hombres puedan desear o perseguir queda excluido de este ordenamiento a lo largo de una sola escala, una escala en que las preferencias, por así decirlo, están graduadas. La teoría moderna del valor amplía el horizonte de la ciencia y, con él, el de los estudios económicos. De la economía política de la escuela clásica emerge la teoría general de la acción humana o praxeología.

La praxeología, está claro, aspira a ser, en lo relativo al comportamiento humano, tan capaz como la física en lo que hace a la materia y el movimiento. En principio, atrapa al hombre en su integridad. Desde un punto de vista históricamente objetivo, lo que está detrás de la praxeología es el utilitarismo. No es difícil, sin embargo, imprimir un giro a la praxeología y reelaborarla en clave libertaria. En efecto, no tendría sentido decir que el mercado asigna bien los recursos, si no se entendiera que el consumidor sabe mejor que nadie cuándo se han satisfecho sus intereses. Mientras limitemos el concepto de “mercado” al de un mecanismo que permite la circulación de mercancías y el intercambio de ciertos servicios, la carga libertaria del mercadismo no pasará a mayores. Imaginemos, no obstante, que, mediante un ejercicio de abstracción, y siguiendo las consignas praxeológicas, llegamos a la conclusión de que no hay cosa que el mercado no pueda distribuir o generar, o, expresado lo mismo de otra manera, que no existe diferencia alguna entre ciudadano y consumidor. Franqueado ese paso, un paso crucial, no queda otra que reinterpretar la sociedad como un mercado gigantesco, en que cada cual se dedica a trocar, a través de la moneda, unos bienes por otros. En ese paraíso libertario, se desvanece la política como un hecho peculiar; se desvanece la familia como un hecho impuesto por la naturaleza; desaparece la religión en el sentido convencional del término, ya que la Palabra Revelada se concibe como algo que el fiel discrecionalmente acepta o no acepta (o compra o no compra); igualmente, los principios se compran o no se compran; y al cabo nada conserva su estimación antañona, puesto que la lógica praxeológica es expansiva y establece que el valor de un bien viene dado (para el consumidor) por la intensidad con que se desea (y, en consecuencia, por el precio que el consumidor está dispuesto a pagar por él).

Ya sé que nadie cree esto tal como acabo de pintarlo, ni aun en un cincuenta por ciento. Pero permítanme seguir adelante antes de ir oportunamente hacia atrás (o hacia un lado). Resulta obvio que, en el paraíso libertario, no tienen cabida las autoridades. No puede haber autoridades, por falta de contexto: carece de objeto explicarle a X que A es bueno, o es mejor que B, cuando el valor de A, absoluto o relativo, depende por entero del sistema apetitivo de X. A será bueno (para X) si y solamente X lo apetece; y A será mejor que B (para X de nuevo), si y solamente X lo apetece más que B. De los autores que he leído, es James Buchanan, el economista recientemente fallecido, el que ha formulado esta tesis con más aplomo (véase, por ejemplo, «The Foundations for Normative Individualism»). Desaparecida la autoridad, o dicho con mayor precisión, eliminada la hipótesis de que existen discursos que facultan a la autoridad para ejercer como autoridad, desaparece, ipso facto, el intelectual. Ya no hay discursos sino un solo discurso, cuya manifestación es el mercado. Y ese discurso a la postre no es un discurso sino una coordinación de los millones de decisiones que adoptan discrecionalmente los ciudadanos/consumidores, o, en realidad, los consumidores/consumidores. El intelectual ha sido desalojado… por las reglas del mercado.

He dicho que nadie cree esto del todo. Pero se cree un poco, o se cree en medida bastante a no poder aceptar lo que antes se aceptaba. Me refiero a cosas tales como el carácter objetivo de los valores, y por tanto, la seriedad de los conflictos entre sistemas distintos de valores, y, en particular, la capacidad que algunos tienen, o quizá tengan, de adivinar la verdad moral y enseñarla a quienes son menos agudos o están demasiado volcados sobre la vida práctica para atender a cuestiones muy complejas o muy superferolíticas. Y ahora, por fin, el gran enigma: ¿cómo diantres el libertarismo ha conseguido conciliarse, a ras de suelo y en la experiencia diaria, con la aceptación del paternalismo benevolente? ¿Cómo explicarse esta descomunal paradoja? A mi entender he dado la respuesta, o un indicio de respuesta, líneas atrás. El libertarismo ha logrado alearse con el paternalismo benevolente en tanto en cuanto los rectores de la cosa colectiva no rigen nada: en puridad, redistribuyen, con mucha disipación de energía en el trecho que va de la creación de la riqueza, a su uso social. Por descontado, el paternalismo benevolente distorsiona severamente la economía de mercado: oprime fiscalmente a los ciudadanos productivos y realoja los recursos de acuerdo con una lógica que no es la que la sociedad, abandonada al mecanismo puro de la oferta y la demanda, aplicaría a su capacidad para crear riqueza. Pero el punto no es éste. El punto es que los gobernantes, con algunas excepciones dignas de nota –Thatcher, Reagan, de modo más bien infeliz la Unión Europea y el batiburrillo de personas y agencias burocráticas que tras ella se ocultan–, se han tirado treinta años sin atreverse a ejercer un liderazgo que rompiera este equilibrio. No hay jefes, o lo son de pega. Las técnicas políticas anejas al régimen parlamentario ayudan a comprender en parte, si bien solo en parte, lo que está sucediendo: se negocian mayorías, y se negocian de paso los intereses que los integrantes de la mayoría representan. Esto, con todo, es viejo, y no lo decisivo. Lo decisivo es que el procedimiento democrático coloca a los gobiernos en una situación de dependencia respecto de sus votantes. La política constituye una variable que, añadida al mercado, sesga, introduce una singularidad, en la distribución de riqueza que el mercado impulsa. Pero no se niega el espíritu de fondo del mercado, el postulado de que el individuo, qua individuo, es jurisdiccionalmente supremo en lo que toca a su vida y sus gustos. La fórmula «el consumidor es el rey», metamorfoseada en «el votante es el rey», no refleja mal la fusión tardooccidental –especialmente tardoeuropea– del ethos libertario con la dimensión pública de la política. De ahí que el libertarismo no colisione frontalmente con el paternalismo, o para ser más exactos, con el paternalismo socializante. Al cabo, todos los gobiernos acaban bailando a un mismo compás, con una tendencia pronunciada a desplazar los recursos hacia la zona baja/media del tablero. La disminución de los impuestos, máxime en Gran Bretaña y Estados Unidos, ha inducido, durante los últimos quince años, un movimiento inverso, y acrecido la distancia entre una minoría rica, y unas clases medias estancadas. El fenómeno, si no me engaña la intuición, será pasajero. Si perduran las democracias en su versión actual, la deriva se corregirá. Volverá la redistribución, a la par que aumenta la libertad de costumbres y lo que hemos dado en llamar «autonomía individual». Se respetará el mercado como generador de recursos; se entenderá que lo que el mercado produce debe sujetarse a redistribución; y se superpondrá, a la idea antiliberal de que lo propio de los gobiernos es redistribuir, la ética libertaria que el mercado lleva implícita.

No hay jefes, o lo son de pega. Se negocian mayorías, y se negocian los intereses que los integrantes de la mayoría representan

Ha sido muy significativa, a este respecto, la campaña de Rodríguez Zapatero en apoyo de la legalización de los matrimonios gay. El asunto se me antoja intrínsecamente confuso, puesto que el designio no era garantizar la igualdad de derechos entre parejas homosexuales y heterosexuales, sino, más bien, conceder a las primeras una experiencia idéntica a la que disfrutaban las segundas. Proyecto bien raro, puesto que el matrimonio convencional no es fruto de una atracción erótica exclusiva, sino que sirve al propósito eminentemente funcional de que el padre viva establemente junto a la madre de sus hijos presuntos. Pero no voy a entrar ahora en esto. Lo intrigante, en lo que se refiere al expresidente, fue el tono, el acento del mensaje: ofertó (acudo adrede a este espantoso verbo comercial) el matrimonio gay como se ofertan vacaciones extra, más atención sanitaria pública, o el tren de alta velocidad. La autonomía individual, en una palabra, se asimiló a un servicio más de los que puede dispensar el Estado. El fenómeno produce pasmo, a poco que se pare en él la atención, ya que una cosa es que el Estado proteja la autonomía individual, y otra, que la expenda y administre. Supuestamente, es el individuo el que se pone a ser autónomo. Pero no se consume autonomía. Sin embargo, la sonrisa de Zapatero cuando anunció tantos euros por hijo habido, fue idéntica a la que sacó a relucir a cuenta del matrimonio gay. El expresidente combinó el socialismo con el libertarismo. Fue socialista en lo que concierne a la administración del PIB, y libertario en la convicción de que nadie es quién para que otro le impida hacer lo que le pete.

He dicho líneas atrás que Rawls no entra en el molde del intelectual porque sus libros no se pueden leer sin una paciencia de santo. En efecto, Una teoría de la justicia es una obra prolija, muy mal escrita y de sesgo técnico, según cumple a un autor formado en la escuela analítica. Ello sentado, es cierto que Una teoría de la justicia refleja muy bien la mentalidad de que están imbuidas las democracias contemporáneas. La idea clave consiste en imaginar cómo debería construirse una sociedad justa. Individuos que lo ignoran absolutamente todo sobre sí mismos (talentos, aficiones, edad o sexo) han de acordar un orden colectivo satisfactorio. Desean ser libres y a la vez no quedar perjudicados en el instante del reparto social, y a tenor de estos dos deseos determinan que un proceso redistributivo será aceptable, por mucho que aumenten las diferencias entre unos y otros, siempre y cuando queden mejorados los de abajo. Lo interesante para mí, en el esquema rawlsiano, es la identidad, o mejor dicho, no-identidad, de los agentes. Cada cual ha de hacer abstracción de lo que es, de donde se deduce una apertura absoluta de miras en lo relativo a quién recibe qué de quién, o a qué se puede hacer en vista de que se es sólo individuo, individuo mondo y lirondo. En el mundo de Rawls habría prosperado el matrimonio gay, ya que el agente, al no estar enterado de sus inclinaciones sexuales, habría tomado la precaución de no prohibir un tipo de alianza a la que tal vez preferiría sumarse. Ponderaciones redistributivas a un lado, la posición de Rawls recuerda harto a la de los libertarios. La sospecha de que Rawls sólo difiere parcialmente de éstos, y de que se encuentra más cerca, en muchos sentidos, de autores como Nozick que de un católico o un conservador, se refuerza al considerar que el agente desnudo, el que interviene en el contrato original rawlsiano, se reduce a una máquina de calcular… y de apetecer. No de apetecer de hecho, habida cuenta de que su organización apetitiva es todavía un misterio, sino de apetecer contrafácticamente: «si yo fuera homosexual, apetecería el matrimonio homosexual»; «si yo fuese empleado, apetecería tal y cual legislación laboral»; «si empresario, aborrecería un régimen fiscal confiscatorio»; «si gozara de buena salud, no querría una Sanidad costosa»; «si necesitara un trasplante urgente de hígado, sí querría una Sanidad pública generosa», y así ad infinitum. El sujeto rawlsiano, ya lo he dicho, calcula, y en tanto que calcula, es heredero del utilitarismo y difiere en la misma proporción del mundo moral libertario. Ahora bien, sus apetitos no se hallan constreñidos por ninguna categoría consuetudinaria o ética (el único límite consiste en no proponer lo que no nos gustaría que los demás nos hicieran a nosotros); no existe un gálibo por el que hayan de pasar sus apetitos, y por tanto existe un sentimiento nuclear libertario. De manera que Rawls es socialista y libertario a la par. Los que le atribuyen el mérito de haber condensado mejor que nadie el ethos socialdemócrata del día, dan plenamente en la diana.

A la vez, Rawls es edificante. A despecho de su egocentrismo, el sujeto rawlsiano reúne las virtudes del héroe liberal clásico: admite que los demás piensen lo contrario que él sin mengua de la intensidad que dispensa a sus propias creencias. Sólo es intolerante con los intolerantes; sólo rechaza que se rechace el derecho de cada cual a pensar como le plazca. El experto en Rawls es muy dueño de tirarse las horas muertas comprobando que este dechado de virtudes se desprende, como el gordo de la lotería al dar vueltas al bombo, del artificioso tinglado rawlsiano. El aficionado a la historia lo tiene mucho más fácil: Rawls ha pintarrajeado con los garabatos de la filosofía moderna un modelo moral que se fraguó en el XVII europeo. ¿Cuál? El que permitió en Inglaterra a partir de la Gloriosa, y en Holanda tras una serie de rifirrafes serios entre calvinistas y no calvinistas, superar los conflictos confesionales. Resultado de esta sublimación fue, a largo plazo, la secularización. Se indagaron reglas de juego que no aludían a los detalles de la Palabra Revelada (ni aun a la Palabra Revelada tomada a bulto), y la religión, que había sido, además de una forma de piedad, Derecho y Política, esto es, una manera de vida, se redujo a ser sólo una forma de piedad, si personal e íntima, todavía mejor.

Se relajaron las violencias antiguas y se hizo posible la libertad. Resulta más cuestionable, empero, que sobreviviera la religión en sentido estricto. Los padres de la Constitución americana son ya deístas. Moralmente, el deísmo es un no-lugar: se postula un orden establecido por Dios, o un orden que podría haber sido establecido por Dios si Dios existiera, o, al cabo, un orden que debemos venerar como si Dios existiera por mucho que Dios no exista. Es fascinante observar las oscilaciones de los filósofos en la época transicional que se abre entre el XVII y la Revolución francesa. Lo que fundamentalmente impera es un Derecho Natural del que Dios se desvanece de modo progresivo. Grocio afirma en su gran libro –Sobre el derecho de la guerra y la paz–, que lo justo seguiría siendo justo incluso si Dios no lo ordenara; Hobbes, ateo casi con seguridad, no puede abstenerse de decir, en el Leviatán, que las leyes de la naturaleza son mandatos de Dios; Rousseau, en Profesión de fe de un vicario saboyano, insta el deísmo, aunque no tanto porque crea en Dios, como porque creer en él es moralmente saludable. Cuando se pasa a leer el Contrato social, redactado más o menos por las mismas fechas, se descubre el lado más sombrío y utilitario del credo rousseauniano: Rousseau traza la silueta de una religión de Estado, propicia a la buena administración de la República.

Se produjo luego, cierto, una reacción romántica y católica. Pero hemos terminado por vivir en sociedades esencialmente no religiosas, en un sentido muy preciso: ser parte integrante de ellas no exige en absoluto apuntarse a una confesión determinada. Por supuesto, sobre todo en los Estados Unidos, la gente sigue adscrita, en proporciones notables, a tal confesión o la de más allá. No se desprende de aquí, sin embargo, que los americanos continúen siendo confesionales a la manera de sus tatarabuelos europeos, sólo que con la ventaja añadida de vivir su fe en compañía de otros que viven una fe distinta o son ateos o agnósticos. No. Lo que pasa, es que ha mudado la naturaleza de la fe, o mejor, ésta se ha contraído desde un punto de vista existencial: profesar una fe no impide desenvolverse lo mismo, exactamente lo mismo a efectos civiles, que si se profesara otra por completo diferente. Pero si la fe A es compatible, a efectos civiles, con la B, siendo así que en la época de nuestros tatarabuelos, o de los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, A y B no eran compatibles, hemos de concluir que la fe, antes, no era como es ahora. Era más que ahora. De nada vale acudir a la gramática para silenciar la lógica. Es inane afirmar, por ejemplo, que A y B, compatibles desde un punto de vista civil, son incompatibles desde un punto de vista religioso, y que esta compatibilidad/incompatibilidad demuestra y evidencia la grandeza de la sociedad moderna. Admito, creo, que la sociedad moderna es magnífica en muchos aspectos. Pero no es milagrosa. La desactivación de la fe a efectos civiles (y, en consecuencia, la posibilidad de que distintas formas de fe puedan coexistir sin que llegue la sangre al río) sólo ha sido hacedera apretando hacia abajo la fe, estorbando o comprimiendo los espasmos y movimientos de la fe, la cual no se sostiene sólo sobre sentimientos poéticos sino que se disipa y como adelgaza cuando no acuden a enriquecerla textos, instituciones, costumbres. Los católicos, en España, saben perfectamente de qué hablo.

En el mundo del presente, no pinta nada el intelectual. Observen sus trazas, miren sus pretensiones pontificales, por mucho que vayan vestidos de pana. No encajan

En Europa, en mucha mayor medida que en los Estados Unidos, cuyo origen no acusa las desigualdades históricas europeas, se ha verificado un segundo proceso pacificador. Sólo a lo largo del siglo XX, y en especial tras la Segunda Guerra, se ha superado la lucha de clases. No aburro al lector con una relación de los hallazgos políticos e institucionales que han intervenido en la realización de la hazaña. Hablaré sólo de psicología. Los antiguos proletarios (ya no hay proletarios) han tenido que renunciar a la idea de una inmensa reparación, exornada por los resplandores escatológicos que desde los comienzos del cristianismo se han asociado a las reparaciones inmensas. Y la burguesía se ha resignado a que el Estado se lleve una porción considerable de su patrimonio, heredado o levantado a pulso. Esta disciplina, esta contención recíproca, más la igualación de las costumbres, es vital para la preservación de la democracia, y ofrece aspectos admirables. No se ha llevado a término, no obstante, según el guión que habían redactado los más optimistas. Los optimistas, diestros y siniestros, habían imaginado, o deseado, una vida políticamente participativa, una convergencia, no de contenidos o mensajes, pero sí de actitudes. Pues no. Lo que ha imperado, al final, es una inhibición ideológica que completa, y como redondea, la previa inhibición religiosa. Se puede decir cualquier cosa, pero nada que altere las cosas. Ha venido a ocurrir con las ideas lo que con los adminículos indumentarios. Hace aún no demasiado tiempo, la indumentaria revelaba un origen, una profesión, una disciplina social. La violación indumentaria era a la vez una violación de categorías consagradas, y expresaba una forma de pensar y entrañaba también un peligro. Ahora la indumentaria no significa nada. Los pendientes, los tatuajes, los hierros atravesando los labios o la nariz, el rojo amapola del pelo, no significan nada. A poco que perduren las inercias actuales, acabarán ostentando estos atributos rompedores los catedráticos y los jefes de servicios médicos, luego los abogados del Estado, después los banqueros y por fin los curas. Bien, lo mismo las ideas. Significan cada vez menos porque, si significaran más, sus bordes nos herirían y la recíproca tolerancia entraría en crisis. Esta es la complexión moral que se ha enseñoreado de nuestras democracias: no la plétora de consentidas y auténticas diversidades que John Stuart Mill había instado en On Liberty. ¿Hasta cuándo durará la paz profunda en que aún vive Occidente? Está por ver; a lo mejor estoy hablando de un presente a pique de convertirse en pasado. Lo que parece claro es que, en el mundo del presente, no pinta nada el intelectual. Observen sus trazas, miren sus pretensiones pontificales, por mucho que vayan vestidos de pana. No encajan, se despegan como una calcomanía mal adherida a la pared. Probablemente, ni siquiera existan. Me pongo a pensar, y reparo en que hace años que no me tropiezo con ninguno. Conozco inteligentes, no intelectuales. Si sienten la comezón de saber la diferencia, acudan a la Coda/Obertura (la inversión del orden no es casual).

Coda/Obertura

Esto es un remate para los que, cuando oyen un chirrido, no saben si lo ha producido una puerta o sus articulaciones. Me refiero a los añosos, o dicho con otro nombre, a los que han tenido ocasión de conocer cómo fue la España pretérita, la del Caudillo. Yo pertenezco a la raza añosa: cumplí veintidós años el 21 de noviembre del 75, un día después de que Arias Navarro apareciera en TV1 anunciando, entre pucheros, la muerte de su patrón. Bien, disparo ya: a los añosos nos consta, porque los hemos visto con estos ojos que se ha de tragar la tierra, que en la España de Franco había intelectuales. En puridad, intelectuales de izquierda, ya que era muy complicado ser de derechas y también intelectual. El tardofranquismo integraba una enorme presencia social y económica… y a la vez una nulidad moral. Bueno, corrijo lo de «moral», ya que había muchos franquistas convencidos. La dificultad residía más bien en el plano de los símbolos: los franquistas persuadidos no atinaban a desplegar hacia fuera sus emociones sin parecer absurdos o descolocados o antipáticos. El discurso del franquismo era el de la Victoria mitigado por el bienestar, y no era, por tanto, un discurso. La que hablaba con soltura de las grandes cosas, ésas que los manuales de bachillerato agrupan bajo el rótulo de «Ética», era la izquierda. La jerga marxista lo complicó un poco todo, como se habría complicado la retransmisión de un partido de fútbol si el locutor, por motivos recónditos, hubiera decidido glosar los lances del partido en esperanto. Pero se trató de un contratiempo menor. El Régimen dispensaba pantanos, familias numerosas alimentadas con leche gratuita, y juegos deportivos sindicales; y la Palabra, la Palabra con mayúscula, obraba en manos de la izquierda. Al revés de lo que ocurre en una sazón de libertad (la Tercera República en Francia, Inglaterra sin acepción de fechas, Estados Unidos quitando la epidemia macarthista), durante el franquismo tardío se produjo sólo un semidebate: el de la izquierda contra un Régimen ventrílocuo, entiéndase, una organización que desde el pasado actualizaba sus consignas a través de agentes que ni siquiera acertaban a estar persuadidos de lo que decían. La derecha ofreció juristas, profesionales, profesores y escritores puros, no líderes de opinión. La vida intelectual, en conjunto, era poco vigorosa.

Había, pese a todo, intelectuales, intelectuales de izquierdas, los cuales partían, como he señalado, con la enorme ventaja de tener razón, la tuvieran objetivamente o no (la razón social está mucho más emparentada con la escenografía que con la lógica histórica o como quiera que prefiramos llamar a lo que ha ocurrido una vez que ha ocurrido). ¿Cómo eran, de qué vivían los intelectuales? Daban clase en la universidad, escribían libros, editaban libros. De lo primero se vivía regular, de lo segundo no se vivía, de lo tercero, regular tirando a mal. No eran, sin embargo, unos pobretes, ya que no se es pobre a pelo sino según el nivel predominante y la España de entonces era harto más modesta que la de hoy. Los intelectuales eran clase media. Ocupaban pisitos de clase media, aunque no unos pisitos cualquiera. Si en la puerta que se asomaba al descansillo había clavado un Sagrado Corazón, el piso no era el de un intelectual; no lo era si al entrar, a mano derecha, sobre una peana, se veía una Dolorosa de escayola; o el saloncito familiar estaba presidido por una mesita de nogalina, con un tapete verde encima, y encima del tapete, un televisor. En la casa del intelectual había libros, que se apretaban en estantes de pino, sin huecos donde colocar, enmarcadas en plata o en concha de carey, fotografías de la señora de la casa y de su marido y de los niños; un objeto de artesanía portuguesa o mexicana ponía su nota gaya en algún rincón de la casa; y jamás se dio el caso de que ningún intelectual, ni aun opulento, se atreviese a instalar, en la pieza de respeto, un mueble-bar. Cuento estas naderías porque la España de los sesenta y principios de los setenta se encontraba todavía afectada de rasgos, por así llamarlos, estamentales: los campesinos no habían descubierto el chándal, los registradores de la propiedad iban ataviados de registradores de la propiedad, los señores de derechas que sacaba Mingote en su viñetas eran como los sacaba Mingote en sus viñetas. Los intelectuales, que eran eso, intelectuales, y no registradores ni campesinos ni señores de derechas, confluían en los rigores suntuarios del intelectual, reflejo y señal de otros rigores, ahora invisibles: despego hacia el Régimen, familiaridad con las literaturas foráneas, en proporción no desdeñable, conocimiento del inglés, un bien todavía escaso en el país (algunos profesores habían completado estudios de posgrado en los Estados Unidos). Integraban, en fin, una casta, una réplica laica de la sacerdotal que hasta no mucho antes había monopolizado el trato con los valores espirituales en el contramundo conservador. Y atesoraban un alto concepto de sí, vivificado, o como rubricado, por un código implícito de abstinencias: abstinencia del fútbol (la euforia futbolera fue un desahogo que se autorizaron los intelectuales con la democracia, conforme se normalizaban y descastaban), abstinencia del cine comercial (con algunas excepciones: John Ford, John Huston), abstinencia de pitilleras, pulseras o pasadores de corbata. Y abstinencia del dinero, una abstinencia que solía ser, también, ¡ay!, una fatalidad.

Lo del dinero es importante, por motivos que se han aludido en la parte discursiva de esta nota. No es posible determinar con precisión qué significa el dinero, considerado éste singularmente o caso por caso. Se puede tener dinero porque se ha sido trabajador; o porque se ha tenido suerte; o porque se viene de una familia que ya lo tenía (de nuevo, un rasgo de suerte); o porque se acaba de asaltar un banco. La indeterminación se disipa, sin embargo, al hacer un promedio estadístico. En cada país o contexto histórico el dinero acusa un origen, una naturaleza, una pauta. En la Europa feudal iba asociado a la posesión de tierra; en la Inglaterra victoriana, a la industria. La tierra y la industria no son referencias asépticas. Puestas en relación con una estructura social, nos alertan sobre correlativas cualidades del espíritu: mientras que el señor feudal provenía de guerreros, y continuaba siendo un guerrero, el ricachón contemporáneo de Ricardo solía ser un empresario, con las cualidades (laboriosidad, capacidad para combinar el riesgo con el cálculo, etc.) que específica, y acaso anacrónicamente, continuamos atribuyendo al empresario. Lo que ocurre con los tipos, o los prototipos, sucede también, a otra escala, con las propias sociedades: aunque en todas ellas el dinero es un medio de cambio –si no lo fuera, no sería ya dinero–, lo que el adinerado piensa de sí, o, alternativamente, de él piensan los demás, varía según las circunstancias.

En los Estados Unidos ha sido acusada la tendencia a identificar el dinero con el mérito, o por los motivos que apunta Weber, motivos que nos retrotraen a alquimias religiosas de raíz puritana, o, más verosímilmente, por lo que dicen (y racionalizan) los economistas de sesgo liberal. Según éstos, en una economía capitalista se obtiene dinero a cambio de cosas o de servicios que se dispensa a terceros y que estos pagan a tenor de sus deseos y necesidades. En consecuencia, el rico lo es porque es percibido como útil por sus semejantes: la riqueza acumulada da testimonio, es el reverso, de un beneficio realizado a la sociedad. Ignoro si esto es verdad, pero, lo sea o no, no es difícil ponerse de acuerdo sobre el trasfondo sicológico que autoriza a vincular dinero y mérito. Para que la vinculación sea positiva, han de verificarse, por lo menos, dos requisitos. Es necesario, primero, que prevalezca el sentimiento de que la sociedad es justa, en el sentido de que el pobre lo es porque no se ha esforzado en dejar de serlo. Y es preciso, asimismo, que la sociedad sea democrática, por una vía distinta a la que propugnan las teorías clásicas de la soberanía popular. ¿Qué quiero decir exactamente? Quiero decir que en una democracia capitalista se fía la calificación social del individuo al dictamen de la mayoría. El que se encumbra lo hace porque los demás, aunque sea sin proponérselo, lo han puesto en lo más alto mediante premios monetarios voluntarios, dispersos e innumerables. El perfil que de resultas adquiere el triunfador social posee la propiedad de ser potencialmente incongruente con cualquier categoría fijada a priori. Nada obsta para que el importante sea avaro, o incontinente, o felón, o tumbe con su aliento al más pintado. Nada lo impide éticamente, si por «ética» hemos de entender la del mercado. Esto suscita algunas pejigueras. Bill Gates se ha hecho rico vendiendo inventos que la gente deseaba comprar al precio que Bill Gates pedía por ellos, cosa que no ofende especialmente a nadie. Bill Gates, en efecto, presenta las trazas de un tipo notable, una especie de numen de la ciencia en su vertiente tecnológica. Pero un pívot de la NBA es rico por lo bien que mete la pelota en un aro de diámetro sólo ligeramente superior al de la pelota, una hazaña, si bien se mira, más bien tonta. Y no sólo llega a rico culminando hazañas tontas o infantiles, sino que deja atrás, hasta perderlos de vista, a Stephen Hawking o J. M. Coetzee. ¿Aceptaremos que es, también, mucho mejor que Hawking o Coetzee? Nos resistimos a esa conclusión, por razones evidentes. Una sociedad mínimamente estable ha de complicar las perspectivas: a los criterios económicos debe añadir otros distintos, porque, si no, esto sería la casa de tócame Roque. Los Estados Unidos no son una excepción: allí también se complican las perspectivas, faltaba más. Esto sentado, sigue siendo cierto que en una sociedad como la norteamericana –y ahora la europea, y dentro de la europea, la española– las avenidas al honor, el éxito y la respetabilidad son más difusas, más irregulares, que las vigentes en un contexto tradicional. Lo último me aboca de nuevo a los intelectuales y al franquismo de los sesenta.

El estatus del intelectual en una sociedad sin libertades es por fuerza equívoco. No puede subirse al púlpito, porque la policía lo mete en la cárcel

La España de por entonces, ya lo he dicho, obedecía a patrones relativamente antiguos. Los intelectuales estaban separados de la empresa, de los grandes bufetes, de la alta Administración, y, por descontado, del poder. Pero sabían quiénes eran: qué gesto habían de componer cuando, desde el proscenio, dirigían el rostro hacia la platea. No todo era un camino de rosas, claro. El estatus del intelectual, en una sociedad sin libertades, es por fuerza equívoco. El intelectual no puede subirse al púlpito, porque viene la policía y lo mete en la cárcel. Ni recibe premios oficiales, o si los recibe, no es en su condición de intelectual sino en la adyacente de artista o profesor o sabio. A despecho de estas minusvalías, había, sin embargo, un estatus al que podía acogerse el intelectual, en parte porque la sociedad admitía aún un gradiente jerárquico en las cosas y quedaban rellanos, alturas, para uso de intelectuales, y también, y no menos importante, porque la censura había generado, de modo fatal, la figura del censurado, prestigiosa justo en la proporción en que no lo era la del censor. En una palabra: era dable sentirse valioso y distinto evacuando el rol de intelectual, con la consecuencia en absoluto baladí, es más, altamente celebrable, de que determinadas actividades complejas, oscuras, de impacto mínimo en el consumo y, por consiguiente, en el PIB, se llevaban a cabo con alegría y, no me arredra el decirlo, un sentido de misión.

No sólo en España, sino en todos los países no convertidos por entero a la ética democrática del mercado, la gratificación moral aneja a la profesión literaria ostentaba unas fugas, medio líricas/medio metafísicas, que un español por debajo de los cuarenta años sólo puede conjeturar en abstracto, geométricamente, como se conjetura el IQ del Neanderthal o la unión hipostática de las tres personas. Reparen no más en la Italia de los cuarenta y cincuenta. Pavese, Bassani, Italo Calvino, tres grandes escritores, se ganaron en buena medida la vida como editores. Pavese y Calvino en la editorial Einaudi, y Bassani en la Feltrinelli. De hecho, fue Bassani el que adoptó la decisión de publicar Il Gattopardo de Lampedusa, y no sólo publicó la novela sino que la recompuso, rastreando capítulos perdidos o corrigiendo la puntuación del manuscrito. Un trabajo enorme, que un escritor igualmente enorme se echó sobre los hombros porque el concepto de literatura emitía fulgores místicos y escribir no se reducía a perseguir un éxito de ventas gracias a los trámites y desvelos de un agente literario.

Yo he conocido en España, con veinte años de retraso, una situación análoga. La industria literaria ha generado siempre tasas de beneficio modestas. Como industria, la editorial ha acostumbrado a ser más bien pocha. Aun con todo, gente notable, que se desviaría más adelante hacia la política o hacia la literatura profesional –hablo en términos técnicos: es literato profesional el que sabe qué rendimiento alternativo podría sacar al tiempo que dedica a escribir, pongamos, mil palabras– echaba horas, montones de horas, afilando el perfil de una colección prestigiosa. ¿Por qué se hacía esto? Por infinidad de motivos, pero entre estos motivos ocupaba un lugar no menor algo que, más que un motivo, era un locus social y moral: se sabía desde dónde hacer lo que fuere que se hacía. Ser un intelectual era la ocasión, el papel, el destino, desde los cuales se trabajaba en ocupaciones mal pagadas, pero que no importaba que se pagasen mal porque el dinero, aun siendo importante, era, si bien se mira, secundario. La propia noción de éxito era secundaria, o mejor, confusa. El éxito, medido por el dinero, no arrojaba la misma figura que medido por la estimación de quienes, dentro del mundo intelectual, establecían jerarquías, valores, bases o premisas para ser recordados por la siguiente generación literaria. Todo esto que digo, lo digo asépticamente, sin la intención de hermosear al intelectual con prendas que no se merece. Muchos intelectuales, sobre todo en política, prodigaban tonterías a granel. Cuando se descolgó por aquí Solzhenitsyn, recién exilado, se pronunciaron fulminaciones que ahora causa rubor recordar. Por lo común, no supieron prever los grandes cambios que estaban a punto de transformar a Occidente, y su retórica, punto arriba, punto abajo, pecó de gregaria y previsible. Pero lo suyo no era el periodismo menudo ni el espectáculo, y esto también conviene apreciarlo. Integraban una advertencia de que la tecnocracia política y su complemento pasivo, que es el consumo, no agotan la realidad.

¿Es irreversible la desaparición del intelectual? Sí, tal como lo he personificado aquí. No, si al hablar del intelectual entendemos la función y no el personaje completo, con sus pelos y señales. Con sus pelos y señales no volverá nada, ni el cura ni el intelectual ni la española que cuando besa, besa de verdad, o besa que es una brutalidad y una barbaridad. Créanme, estamos enfilando el tramo final de una época que dio en pensar que las ideas son innecesarias. Eso ha sido una fantasía. Esa época se está yendo, y tampoco volverá. El intelectual romperá el estuche que lo ha confinado al estadio de crisálida y de alguna manera agitará otra vez las alas pintonas. Sobre los arabescos que adornen las alas, o el estilo acrobático del vuelo, caben especulaciones para todos los gustos. Como pueden comprobar, la obertura ha resultado mucho más corta que la coda.

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Ficha técnica

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