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En familia

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Algún alto ejecutivo de Universal Pictures debe de haber soltado una risa malévola al decidir que el estreno mundial de Fast & Furious7, la séptima entrega de la espectacular saga sobre adictos a la velocidad, coincidiera con el pasado Viernes Santo, el mismo fin de semana en que millones de espectadores se atascarían espectacularmente en las autopistas pascuales. La decisión es impecable. Hace tiempo que Fast & Furious dejó de preocuparse por las limitaciones del mundo real, incluidas las de la carretera, para brindar la veta de escapismo más portentosa que pueda obtenerse con coches tuneados, efectos extraordinarios y presupuestos de trescientos millones de dólares. De esa fantasía, sin duda, andará muy necesitado todo padre de familia que se haya tirado una horita o dos a la entrada de Madrid en la M-30.

En representación de esta figura, aunque no menos del sufridor de Londres, Tokio o Los Ángeles, la película muestra una nueva faceta de Brian O’Conner (Paul Walker), el expolicía y agente del FBI que, en la quinta entrega, se pasó definitivamente al lado de los malos (que son los verdaderos buenos) y, desde entonces, ha tenido un hijo con la criminal-por-contacto Mia (Jordana Brewster), hermana del alfa de la pandilla, Dominic Toretto (Vin Diesel). Me disculpo por la sinopsis retrospectiva, pero es imprescindible para apreciar la cara de desasosiego que pone Brian al principio de esta película, cuando aparece en primer plano con las manos firmes al volante, el pie tenso en el acelerador y, acto seguido, lo vemos aparcando un utilitario a las puertas de un jardín de infancia. Pobre correcaminos, reducido a cambiapañales. Sin duda los once millones de dólares que levantó en el golpe de Fast & Furious 5, así como el perdón del Gobierno norteamericano que obtuvo en Fast & Furious 6, le facilitan las cosas, pero no en vano a Mia le inquieta que la vida doméstica le resulte un pelín monótona. Y lo más preocupante es lo siguiente. Brian confiesa que no echa de menos el vértigo, ni las chicas que la película pone a desfilar en bikini y/o hot pants: echa de menos «las balas». Claro, las balas. No me extrañaría que, en ese momento, los cuarentones del público intercambiaran miradas cómplices, sabiendo exactamente por dónde van los tiros.

Pero, ¿qué está pasando? ¿No era esta una película con persecuciones, coches, peleas? ¿A qué viene tanta psicología? Bueno, que no cunda el pánico: más tarde habrá persecuciones de sobra; pero lo cierto es que desde un principio la saga ha combinado la transgresión vial con la fidelidad al redil, y la pasión automovilística siempre ha comportado la unión (y la fuerza) de un clan. Lemas: «Muéstrame cómo conduce y te diré quién eres», o «Es quienes somos». Dominic, en esta película, le agrega una veta aún más sentimental: «No tengo amigos, tengo familia». Y cada vez más grande. Aunque todo empezó en 2001 como un retrato de unos pandilleros de Los Ángeles, la parentela fue cruzando fronteras a medida que la franquicia se internacionalizaba, con películas en Tokio, Río de Janeiro o Londres. Los primos putativos incluyen personajes japoneses, hispanos y afroamericanos, de mano de un elenco que, si hace dos décadas hubiera poblado un anuncio de United Colours of Benetton, hoy representa el multiculturalismo de una posible Norteamérica posrracial. Comparada con las producciones de Marvel, donde los superhéroes son siempre blanquitos, Fast & Furious hace gala de una bienvenida diversidad.

En esta séptima entrega ya no tenemos a Giselle (la israelí Gal Gadot) ni a Han (el coreano-norteamericano Sung Kang), pero vuelven Tej (Chris Bridges), Letty (Michelle Rodriguez), Luke (Dwayne Johnson) y Roman (Tyrese Gibson), un personaje cómica y perpetuamente fuera de lugar que, aludiendo a Britney Spears, lleva pintada en la cola de su jet privado la leyenda: «It’s Roman, bitches». El director es James Wan, el Wunderkind malasio experto en terror, y la trama podría definirse como una historia de venganza familiar dentro de una película de espionaje internacional. Absurda hasta el delirio, la parte del espionaje se centra en una geniecilla de los ordenadores, Ramsey (Nathalie Emmanuel), que ha diseñado un programa llamado El Ojo de Dios, capaz de colarse en las redes del mundo entero y espiar a todo el mundo. En pos de ese invento, el terrorista Jakande (Djimon Hounsou) ha raptado a la chica, aunque no me pregunten por qué ahora se encuentra en el Cáucaso, ni por qué al Gobierno norteamericano, personificado por un tal Mr. Nobody (un excelente Kurt Russell), se le ocurre que la mejor manera de rescatarla es enviar en su busca a una banda de ases del volante.

Pero las razones son lo de menos, como el motivo por el cual, recobrada la programadora, el cacharro en disputa resulta estar en Abu Dabi y, para hacer más difíciles las cosas, en el ático de un multimillonario árabe. ¿En qué punto específico del ático? En el fabuloso coche de carreras que aparca ahí arriba el multimillonario. Ah, eso ya tiene otro color. «¿Por qué aparcarlo aquí?», pregunta un personaje. Un segundo le responde: «Porque con todo el dinero que gana puede hacer lo que quiere». La verdadera respuesta es que, con trescientos millones de dólares a su disposición, el director puede hacer lo que quiere. A la sazón, quiere que Dominic y Brian salten con el coche a todo gas de una torre acristalada a otra, y después a una tercera. La secuencia, una danza al ralentí de primeros planos (dentro de la cabina) y planos largos (el vehículo recortado contra el horizonte), es increíble en todos los sentidos de la palabra, y rivaliza con momentos memorables del cine contemporáneo, como aquel en que París se pliega en dos en Origen (2010), o el hundimiento del estadio en El caballero oscuro (2012), por nombrar dos películas de ese maestro de la espectacularidad que es Christopher Nolan.

Wan juega en esa liga, pero, para los devotos de la saga, el precedente a batir será el director de Fast & Furious 6, Justin Lin, que había orquestado menudencias, como un tanque arrasando una carretera, o un gigantesco Antonov estallando en plena pista de despegue. Creo que nadie se sentirá decepcionado: aquí los coches se tiran en paracaídas, ruedan por barrancos, chocan estrepitosamente y desafían la gravedad de mil maneras. Y cuando dejan de casi volar, aparecen las verdaderas máquinas voladoras. En palabras de Tej: «¡Primero un tanque, después un avión de carga y ahora una nave espacial!» Bueno, no tanto: sólo un dron cargado de misiles, contra el que los bólidos se enfrentan en el terreno familiar de la ciudad de Los Ángeles, reduciendo en el proceso a escombros a uno o dos barrios.

Por si no alcanzara con el terrorista, hay un segundo villano, el exmercenario Deckard Shaw (Jason Statham), que pretende cobrarse la dramática derrota de su hermano (véase Fast & Furious 6). Las historias se conectan de manera improbable, y la promesa que le hace Mr. Nobody a Dominic en el sentido de que, si obtiene El Ojo de Dios, podrá encontrar el escondite del Shaw, pierde bastante fuerza dramática si tenemos en cuenta que Shaw no para de aparecerse de cuerpo gentil con la intención de matar a Dominic. ¿Ojo de Dios? Bastaría con quedarse sentado y apuntar al verlo venir. Aun así, la trama de la venganza familiar es el cemento que mantiene unida las secuencias asombrosas. Y, por ese lado, Wan consigue algo bastante inusual en las películas de acción: una historia de lealtades que, sin caer en el sentimentalismo, alcanza la emoción. Hasta Vin Diesel, que atesora la expresividad de un ídolo de la Isla de Pascua, deja aflorar una muy convincente ira en el mano a mano de Dominic con Shaw.

Al final de la película se cuela una tercera historia, que no tiene tanto ver con su argumento como con los azares de la vida real, pero que la trama se las arregla para incluir con mucho tacto. Más o menos a mitad del rodaje, falleció el protagonista Paul Walker, nada menos que en un accidente de carretera. El proyecto se retrasó nueve meses, y Wan tuvo que echar mano de efectos digitales y dobles de cuerpo para completar algunas escenas, lo que ha logrado sin fisuras; pero nada lo obligaba a incluir una despedida-homenaje a Walker, y ha acertado en la tonalidad elegíaca que colorea la secuencia final. Con ella, además, envía una especie de carpe diem a los fieles de la saga, que, en estos quince años, han madurado (o deberían) y, como O’Conner, probablemente tengan nuevas responsabilidades. No pasa nada, sugiere Wan: acaban de ver una fantasía; pero cuidado con darle la espalda a la realidad, que se esfuma con idéntica facilidad.

Gett: El divorcio de Viviane Amsalem viene a decir más o menos lo contrario: la realidad, sobre todo cuando nos es adversa, demuestra la resistencia de la piedra. La conexión con Fast & Furious es tenue, por no decir inexistente, y si no se hubieran estrenado el mismo día jamás se me ocurriría reseñarlas juntas, pero en el fondo ambas películas están obsesionadas con la relación entre grupos e individuos, y con los deberes y derechos de unos con otros. El título lo dice, casi, todo. Gett («divorcio» en hebreo) narra el largo juicio de separación de la protagonista, Viviane Amsalem (Ronit Elkabetz, la codirectora), aunque conviene saber que, en Israel, no existe tal cosa como figura legal, y el divorcio debe otorgarlo un tribunal de rabinos, con la anuencia expresa del marido. De hecho, tal como se muestra en la película, este último ha de «repudiar» a la mujer. Y puede tomarse todo el tiempo que quiera, pues los rabinos no están facultados para obligarle. El marido de Viviane se toma cinco años.

La representación de su larga negativa empieza en un tribunal y, aparte de breves escenas en una salita de espera, acaba en el mismo tribunal dos horas después. En términos de acción, la película es como un interminable atasco padecido en compañía, no sólo de un cónyuge hostil, sino de sus parientes más insoportables, dos o tres vecinos santurrones y hasta un trío de sabihondos que comentaran nuestros errores al conducir. Parece el comienzo de un chiste, pero hasta un duro como Deckard Shaw perdería la cabeza en semejantes circunstancias. Que no la pierda el espectador es un gran logro de Elkabetz y el codirector y coguionista, su hermano Shlomi Elkabetz, que han creado diálogos cargados de tensión, repeticiones perturbadoras, momentos de alivio cómico y hasta una muy comedida sensualidad. Al fin y al cabo, Viviane es una mujer hermosa, y en sus atributos se oculta el conflicto innombrable de la libertad sexual.

Elkabetz juega con lo no dicho, lo mal dicho y lo dicho a medias de muchas otras maneras. La relación de Viviane con su abogado suscita un mar de hipótesis. Y los testimonios de una vecina son un muestrario de hipocresías, si bien todos entienden perfectamente lo que en realidad piensa. En todo ello hay, como cabe esperar, una reivindicación feminista, y el absurdo de ver a tres señorones barbudos, un marido recalcitrante y varios entrometidos pontificando sobre la conducta de la única persona que tiene las cosas claras anima a suscribirla sin condiciones. Pero, a la larga, Gett no nos –ni se– pone las cosas tan fáciles. Si Viviane quisiera cortar con el paternalismo, no tendría más que marcharse de casa. Lo que en realidad busca es una manera tolerable de vivir dentro de las instituciones que le hacen la vida imposible: he ahí la paradoja. Y he ahí el modo en que esta película, fascinante y exasperante a la vez, empuja una cuestión de ética hacia la metafísica. Como en el cuento de Kafka, los personajes se encuentran ante la ley, pero nadie parece saber qué es lo que hay al otro lado de la puerta.

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Ficha técnica

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