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Chile: dos miradas desde la perplejidad

El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar

ALFREDO JOCELYN-HOLT LETELIER

Planeta/Ariel, Santiago de Chile, Chile

Chile actual. Anatomía de unmito

TOMÁS MOULIAN

Universidad Arcis y LOM Santiago de Chile, Chile

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Cierta sensación de perplejidad ha venido a unirse últimamente a la mención de Chile. Desde el desconcertante triunfo electoral de Salvador Allende en 1973 hasta su llamativo proceso de transición política, todo ha resultado raro o sorpresivo durante el último cuarto de siglo. Ni siquiera los chilenos parecen escapar a esta perplejidad. De ahí que recientemente hayan proliferado los ensayos que buscan la autointerpretación. Los dos más grandes éxitos editoriales actuales en Chile corresponden a esta línea y resultan ser ampliamente coincidentes, aunque, curiosamente, uno ha sido escrito desde la perspectiva de un izquierdismo intelectualmente militante y el otro desde la óptica de una derecha liberal.

CHILE ACTUAL O LA TRAICIÓN DE LOS POLÍTICOS

Tomás Moulian es sociólogo. Dirige desde 1991 la Escuela de Sociología de la Universidad ARCIS de Santiago y desde 1996 el Centro de Estudios Sociales de la misma Universidad. Alguna vez, antes y durante la dictadura, fue además dirigente político. Jamás ha dejado Chile y ha sido, por ello, testigo directo de todo lo que comenta y critica. Y su crítica es dura. Arranca de su rechazo en contra de aquello en lo que se ha convertido Chile. El Chile actual reducido a una «sociedad de mercados desregulados, de indiferencia política, de individuos competitivos realizados o bien compensados a través del placer de consumir o más bien de exhibirse consumiendo, de asalariados socializados en el disciplinamiento y en la evasión» (pág. 18).

También rechaza a la estructura político-institucional con que se reinauguró la democracia. Una estructura que define como jaula de hierro y que –igual que el resto de lo que sucede hoy en Chile– «era perfectamente conocido por la Concertación cuando se postuló como alternativa de poder en las elecciones de 1989» (pág. 52)La Concertación de Partidos por la Democracia es la coalición de tres partidos socialdemócratas y el partido Demócrata Cristiano que gobierna desde 1990 y que ha conducido el proceso de transición política.. ¿Por qué lo hizo entonces?, ¿por qué la oposición se presentó como una alternativa antidictatorial aun sabiendo que todo seguiría igual? La respuesta de Moulian es por pura maldad. Una maldad que condujo a «una trampa de la astucia», como a su vez califica al proceso que llevó al país desde la dictadura a su situación actual. ¿Y por qué los políticos e intelectuales progresistas decidieron hacerse cómplices del antiguo régimen? Para Moulian la respuesta es simple: porque cambiaron, porque se transformaron.

El origen de todo se encuentra, en la «revolución capitalista» realizada bajo la égida de tres protagonistas principales, cuya actuación es descrita en un párrafo que no puede dejar de evocar la elocuencia coprolálica de un poeta chileno hoy casi olvidado, Pablo de Rocka: «Chile actual […] es la materialización de una cópula incesante entre militares, intelectuales neoliberales y empresarios nacionales o transnacionales. Coito de diecisiete años que produjo una sociedad donde lo social es construido como natural y donde (hasta ahora) sólo hay paulatinos ajustes» (pág. 18). Estos tres protagonistas constituyen el «bloque en el poder», la «tríada» que explica el sistema de dominación social existente; la misma que construyó Chile actual.

En contra de todo lo que pudiera pensarse, el análisis de Moulian no continúa con la descripción de la que habría sido la opción correcta en el momento de la gran traición: ya aclarado lo que hicieron los malos, no termina de explicarnos qué debieron haber hecho los buenos y por qué no lo hicieron. En su lugar se limita, quizá sarcástico, a recordar que: «Existió, por supuesto, la opción aventurera de apostar a una movilización de masas hastiadas por las condiciones políticas estatuidas por el poder militar. Eso hubiera requerido rechazar la negociación a la límite de 1989 y ponerse a acumular fuerzas para una ofensiva global de desligitimación del sistema constitucional entero, aprovechando la coyuntura electoral. Pero ningún actor relevante pensó en eso» (pág. 52). ¿Y Moulian, lo pensó? Tampoco lo sabemos y quizá nunca lo sepamos.

Y exhibe la misma falta de generosidad con sus lectores cuando se trata de proponer una alternativa al mundo que describe. Lo más lejos que llega, al reflexionar sobre el «páramo del ciudadano» en que se ha convertido el Chile actual, es a sugerirnos crípticamente que: «Aun cuando la historicidad global aparece congelada, hay por debajo un oscuro y lento trabajo de reconstrucción del tejido social, de constitución de sujetos. Incluso puede decirse que el peso de la actual neblina histórica indica la necesidad de buscar en el nivel de lo local un espacio de rehistorización molecular. Como dice Buber, retomando una idea de Kropotkin: «"Considero que la suerte del género humano depende de la posibilidad de que la comuna renazca de las aguas y del espíritu de la inminente transformación de la sociedad"» (pág. 78). La frase no es un modelo de transparencia y no contribuye mucho a aclararnos las cosas. Quedamos, pues, sin saber cómo se construye esa alternativa, ¿comunal?, ¿celular?, ¿molecular?, en qué dirección, para construir qué tipo de sociedad, al servicio de qué interés, con quién o entre quiénes.

Es difícil no llegar a la conclusión de que el análisis de Moulian es incompleto y tampoco cuesta mucho aceptar que además es egoísta pues, sentado con comodidad en las gradas de la historia, lejos de la arena de los compromisos efectivos, ni siquiera se digna ofrecer a quienes están abajo, a pleno sol, la sombra amistosa de una idea, o el sorbo refrescante de una opción inteligible para el cambio. Sin embargo, su libro ronda ya la novena o décima edición. Cabe preguntarse, ¿por qué ha sido tan leído? Mi respuesta personal, íntima, de chileno comprometido con lo ocurrido y con lo que puede ocurrir en mi país, es, que más allá de algunos errores de interpretación y del egoísmo de la ausencia de alternativas, ofrece una de las más descarnadas y veraces descripciones de la realidad contemporánea del país. Que su relación de la desigualdad y la pobreza, su descripción de las imágenes del éxito y del avance de la mercantilización se corresponden fielmente a lo que sufre la mayoría de chilenos. Y a que, en definitiva, fue el primero en atreverse a decir que el rey estaba desnudo y eso es algo que siempre se agradece.

EL CHILE PERPLEJO O LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL ANÁLISIS

Alfredo Jocelyn-Holt es historiador y, a diferencia de Moulian, vivió buena parte de su vida fuera del país. La ausencia, empero, no ha significado desarraigo. Por el contrario, su pluma y su temática están perfectamente sintonizadas con la realidad chilena. En un país habituado al compromiso y las buenas maneras destaca su estilo: uno en el que las personas son señaladas con el dedo y por su nombre. No cabe duda que el elegante desparpajo de Jocelyn-Holt invita a la lectura de sus libros y probablemente esa sea una de las explicaciones de su éxito editorial. Algo diferente debe decirse de la calidad de su análisis. Tal vez por exceso de concesiones al estilo o quizá sólo porque ha decidido renunciar al método, el hecho es que su libro parece más una suma de descripciones pintorescas, acaso una colección de frescos, que el examen metódico de una realidad contemporánea. Es verdad que aclara que «ha sido escrito para discutir no para aleccionar doctoralmente», pero lo que queda es un análisis cuya levedad puede hacerse insoportable y que conduce frecuentemente a situaciones sin explicación, verdaderos callejones sin salida de la historia en el que las cosas parecen haber ocurrido «sólo porque sí» o –¿por qué no?– por simple capricho de uno u otro personaje.

La obra arranca de la descripción de un Chile, a mediados de los cincuenta, bucólico y amodorrado, donde nada parece suceder y que sólo es la prolongación del Chile decimonónico que, desde la independencia, no ha visto alterarse ni sus formas ni su textura. En esas condiciones Jocelyn-Holt arriba inevitablemente a la situación del ilusionista de cabaret pues, finalmente, no tiene otra opción para explicar los hechos sociales –«efectos» de ningún «antecedente» pero que a pesar de todo acaecen– si no es sacándolos del sombrero de su buen estilo literario: «En términos generales pienso que la década hizo caminar al país a donde finalmente habría de llegar: al rompimiento de sus ejes hasta entonces fundamentales. Ello no ocurrió definitivamente sino durante los años sesenta. Pero fueron los cincuenta, con su indefinición, su incoherencia, su falta de perfil, los que hicieron posible el período posterior y su característica más sobresaliente: la desarticulación sísmica de la sociedad». La nada provocando el revoltillo. Interesante pero demasiado leve como análisis, insoportablemente leve en realidad.

Esa insospechada desarticulaciónsísmica la inicia la Democracia Cristiana. Como su accionar no tiene antecedentes, la explicación que encuentra para sus motivaciones suena insólita, aunque no extraña en el aristócrata que frecuentemente nos recuerda que él es: el resentimiento social. Ni más ni menos: a los democratacristianos sólo los mueve el resentimiento, la envidia. El resultado de una experiencia con ese origen no puede sino ser desastroso y por ello «hacia sus últimos días Chile bajo la DC ya estaba sumido en un clima odioso y de fuertes antagonismos» (pág. 108). El paso siguiente lo da la Unidad Popular de Salvador Allende aunque para Jocelyn-Holt todo lo genera la Democracia Cristiana. Fue exclusivamente la DC la que «desde el gobierno, desenfrenó el proceso político chileno. Desató dinámicas que luego no supo controlar» (pág. 101). Y todo ello por «el resentimiento, "la llaga secreta" al decir de Alone» (pág. 85). La sociedad y su evolución quedan de lado y todo termina pareciéndose a una novela costumbrista de José Donoso, en donde lo verdaderamente importante es lo que ocurre en la fiesta de la debutante quinceañera o, allá en el fondo, en el cuarto de la nueva empleada que la mamá trajo del sur y que el «niño» de la casa quiere convertir en objeto de su lujuria adolescente.

En lo que sigue, el «desenfreno» de la Unidad Popular es explicable pues «entran a dirigir el país los que hasta ahora lo habían presenciado todo desde el patio trasero» y «por consiguiente, desde el momento que ganan su derecho a liderar el proceso no atinan a otra cosa que a celebrar» (pág. 110). Aunque en tales circunstancias el resultado también es previsible: «La UP fracasó porque no pudo ni supo gobernar» (pág. 121). «Así y todo –reflexiona Jocelyn-Holt– uno se pregunta si el gobierno de la UP […] merecía o no el fin que tuvo». Su conclusión es que no. Después de todo, «la UP no llevó al país a la guerra civil». Con mucho menos motivo aún se puede culpar a esa celebración de los excesos que siguieron, lo que lo lleva a preguntarse si «¿no será que la UP está sirviendo aquí de excusa […] para justificar un propósito autoritario castigador infinitamente más profundo?». Fiel a sus pasiones –¿sus obsesiones?–, encuentra la respuesta en su villano favorito, la Democracia Cristiana: «En rigor, la UP no hace nada esencialmente distinto a lo que desde 1967 –durante el gobierno de la DC– se venía presenciando. Ergo, es más que presumible que se le estén adjudicando al gobierno de Allende culpas acumuladas» (págs. 123-124).

Luego vino la dictadura y el fin del antiguo régimen, a manos de la propia clase alta, que lo hace porque ya lo había perdido todo o estaba a punto de perderlo todo. Eso la liberaba, la predisponía al cambio, aunque al mismo tiempo la hiciese totalmente diferente de la vieja derecha, aquella que Jocelyn-Holt añora. Claro que los protagonistas son los militares, aquellos que permanentemente ocuparon un lugar secundario, nunca sustantivo. Esto explica que Pinochet, que hasta entonces era nadie, llene el escenario a partir de ese instante. Un «hombre hecho a la medida de la oportunidad». Uno que «puede que corra solo y llegue segundo, pero lo crucial no es lo último sino lo primero, el que corra solo, el que no admita competencia. Ya llegó» (pág. 165).

¿Por qué acabó la dictadura? ¿Por qué se vivió un proceso de transición? El primer paso lo da Patricio Aylwin, para quien Jocelyn-Holt reserva la descalificación –tomada de Armando Uribe– de «un hombre a la medida de lo posible», en alusión, tal vez, a la expresión utilizada alguna vez por el ex presidente para definir lo que a su juicio son los límites de la justicia actual. ¿Por qué lo hizo? Nuevamente la respuesta es de una simplicidad que abruma: porque «a toda una generación se le comenzaba a acabar el tiempo». Viejos, y derrotados quizá antes que todo por el aburrimiento, «los cuadros opositores llegaron a negociar un tanto cansados, y en los niveles más altos, desmoralizados. Contentarse con lo mínimo era parte de ese agotamiento. La dictadura también envejeció; fue generando más y más animadversión luego que despertáramos del shock. Con todo, fueron quizá las generaciones jóvenes de los sesenta las que más envejecieron; se desilusionaron». Las cosas vuelven al costumbrismo; la explicación radica en la intriga, en el cuarto de atrás: «Había asuntos pendientes entre los viejos que era necesario liquidar. Antes de que el telón cayera había que asegurarles por tanto, a riesgo de que se volvieran anacrónicos, una última salida al escenario, su último bis» (págs. 200-201).

En definitiva, así como para Moulian la transición es fundamentalmente «transformismo», traición, para Jocelyn-Holt es básicamente farsa. Una farsa montada por unos ancianos cansados que ¿por instinto?, ¿por casualidad? son capaces de ponerse de acuerdo. La solución, desde luego, no es del agrado de Jocelyn-Holt y la rechaza: «Mi impresión es que esta negociación, la de 1988-89, resultó, como casi siempre sucede en Chile, en un empate» (pág. 270). Podría ser un juicio certero si fuese la conclusión de su análisis y no la expresión de su repudio al mal gusto; después de todo, las negociaciones son siempre el efecto de dos debilidades (nadie negocia en condiciones de superioridad) y siempre dan por resultado un empate (por eso son transiciones; de otro modo serían revoluciones o refundaciones). Pero para llegar a una conclusión como esa habría sido necesario un análisis que mostrara efectivamente las debilidades y las fortalezas de las partes; en una reflexión como la de Jocelyn-Holt, que se detiene principalmente en la idiosincrasia o la anécdota, el empate es vulgar y la negociación odiosa porque los opositores recurrieron a ella simplemente porque se estaban volviendo viejos, en tanto que la dictadura lo hizo… lo hizo… ¡quién sabe por qué lo hizo! No sólo los ancianos son culpables. También esos que fueron jóvenes en los sesenta y que se desilusionaron. Son los mismos «transformistas» de Moulian; los que pasaron del «avanzar sin transar» –la consigna favorita de los años de la UP– al transar sin parar que es el signo dominante de los tiempos que corren. Ex jóvenes profetas que hoy día lo transan todo: sus historias personales pero «ojo, también la historia a secas», lo que quiere decir que tergiversan y se autotraicionan pretendiendo el olvido de un pasado del que ellos mismos fueron víctimas.

Así es como se ha arribado al Chile de nuestros días. Un Chile respecto del cual Jocelyn-Holt comparte juicio y descripción con Moulian aunque, a pesar de todo, hay diferencias. Allí donde Moulian –un intelectual orgánico a fin de cuentas– ve el síntoma de la enajenación y del desclasamiento, JocelynHolt ve principalmente mal gusto y chabacanería: «Históricamente nunca hemos sido más monotemáticos y lateros» (pág. 189). Y donde aquél sólo ve los feos cachos y la peluda cola de la traición, Jocelyn-Holt ve también algo que quizá le moleste más, la ordinariez: «El signo de nuestro tiempo ha sido, quizá, la traición, la ordinaria». Algo repugnante pero para lo que hay antídotos. El que recomienda Jocelyn-Holt es justamente la perplejidad: o sea reconocer nuestras vacilaciones. Profundizar nuestro escepticismo. Y en todo caso «esquivar los extremos, no caer en las dos trampas que se nos ofrecen: en la medida de lo posible o en la medida de la oportunidad».

Un Jocelyn-Holt que no oculta su admiración por el antiguo régimen y que reconoce escribir desde: «Un mundo tradicional que no es el ogro que se nos quiere hacer creer… Una derecha que ya no existe pero que tenía ciertos rasgos cruciales. Era realista, pragmática, escéptica, apreciaba el gradualismo, no era reaccionaria. Tenía un fuertísimo sentido del poder, pero también de sus límites… Escribo desde esa derecha» (pág. 317). Un Jocelyn-Holt que escribe desde esa derecha imaginaria o imaginada por él, quizá idealizada por él, nos hace finalmente una invitación que ni las críticas a la levedad de su análisis pueden llevarnos a rechazar ni la admiración por la brillantez de su estilo puede llevar a opacar: «Seamos […] lo que históricamente nos corresponde. Volvamos a ser auténticamente optimistas. Seamos realistas, soñemos lo imposible, seamos moderados».

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