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César Antonio Molina: un paseo por el cine, el amor y la muerte

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Durante mucho tiempo, Occidente miró hacia la eternidad. Dos siglos de ilustración y progreso material disiparon esa perspectiva, dejando al hombre desnudo ante la muerte. Condenado a vivir en la celda de la finitud, el ser humano buscó una escapatoria en el amor. Incapaz de seguir creyendo en el amor divino, volcó sus ansias de permanencia en la pasión romántica, atisbando en el frenesí de los afectos una forma de comunión y trascendencia. César Antonio Molina (La Coruña, 1952), con una obra en marcha que incluye poesía, ensayo, memorias, literatura de viajes, crítica literaria y crítica cinematográfica, ha seleccionado un centenar de películas para abordar la confrontación entre el amor y la muerte. El fruto es un intenso ensayo titulado Tan poderoso como el amor, con una prosa espléndida y cierto aire de fatalismo que a veces se relaja, vislumbrando un hilo de esperanza. El amor no puede deslindarse de la muerte, quizá porque encarna la plenitud de la vida. Su afán de perennidad ha sobrevivido a todos los fracasos y desengaños. En el prólogo, César Antonio Molina señala que «el amor es el elemento fundamental para la creación de la felicidad humana». Esa visión no implica una teoría o un dogma. El autor sólo pretende meditar, especular, divagar, añorar. A partir del reencuentro con una película, extrae reflexiones, enseñanzas, cábalas y conjeturas. No hay una pedagogía universal del amor, ni una sola manera de encarar la muerte, pero nunca está de más sumar perspectivas que arrojen algo de luz o, al menos, aplaquen la sensación de deambular entre abismos.

César Antonio Molina comienza con el cine mudo, indudablemente la época donde el celuloide alcanzó las mayores cotas de lirismo. Amanecer (Friedrich Wilhelm Murnau, 1927) nos revela que «el perdón es un acto de valentía y una generosa propuesta de paz». De Inspiración (Clarence Brown, 1931), aprendemos que «la renuncia, el arrepentimiento y el desistimiento también son una forma de amar». Chaplin nos acerca al amor como experiencia puramente contemplativa. Su famoso vagabundo no es un voyeur, sino un alma de exquisita espiritualidad, con cierto aire de santidad. Pureza sin sexo, amor desencarnado que no parece de este mundo. Marlene Dietrich no puede estar más alejada de este planteamiento. «Diosa y actriz», su capacidad de seducción nace de su sensualidad exacerbada. Aquí no hay contemplación, sino deseo desbocado, fatal. César Antonio Molina cita a Jean Baudrillard, según el cual la seducción del cine es «pura vibración del sinsentido, tanto más hermosa cuanto venía del frío». Esa paradoja deslumbra, pero no evita que sus grandes estrellas se extingan. Su inevitable ocaso –cinematográfico y biológico? nos hace temer que la inmortalidad sólo sea un ardid de la mente, un fervoroso deseo. En apariencia, la carne, que se marchita y confunde con el polvo, desarma la creencia en la eternidad. Pero cuidado. Marlene Dietrich es actriz, no diosa. Su eternidad es de celuloide. Durará tanto como nuestra imaginación, pero no más.

El Cantar de los cantares proclama que «es fuerte el amor como la muerte». Es «centella de fuego, llamarada divina». Los ríos no podrán apagarlo, el tiempo no podrá borrarlo, el universo no podrá negarlo ni anegarlo. ¿Verdaderamente es así? Quizás los transcriptores se equivocaron, advierte César Antonio Molina. Los sentidos nos dicen que nada permanece. El presente sólo es una brizna, un ensueño, un pálpito que nace moribundo. Todo cae en el olvido, un agujero helado y sin término. Creer en la inmortalidad es un acto de fe. Amar, también, como en el caso de Portrait of Jennie (William Dieterle, 1948). El amor puede ser una inspiración fecunda para el arte, pero el desamor también, como sucede en el desenlace de The Third Man (Carol Reed, 1950), con una arrebatadora Alida Valli, ignorando a Joseph Cotten en un cementerio de Viena. Su actitud fría y orgullosa contrasta con su lealtad a Harry Lime (Orson Welles), el amante desleal que comercia con los afectos ajenos, comprando y revendiendo cualquier cosa, incluso penicilina adulterada. La escena del cementerio, un plano que revela el poder del celuloide para decirlo todo bajo la dirección de una mirada inteligente, es tan cautivadora como las angustiosas escenas de las alcantarillas, con sus planos angulados o aberrantes. «Para mí –escribe César Antonio Molina?, estos últimos planos-secuencias, largos, patéticos, metafísicos e inolvidables, ya forman parte de mi vida».

El amor no debe enjuiciarse. «Paris y Helena, ¿culpables? Yo los absuelvo. ¿Quién no quisiera ser Paris? ¿Quién no quisiera ser Helena?». Tan poderoso como el amor no pontifica en el terreno moral y artístico. No pretende fijar un canon con su selección de películas. Simplemente, selecciona las obras que le permiten articular un discurso sobre la libertad, la seducción, el deseo, la fidelidad, la traición, la reconciliación, el adiós. Son las estaciones del amor. No son las únicas, pero sí las principales. Algunas ni siquiera aparecen en las cartas de navegación. Son islas perdidas en el oleaje de las pasiones. Amar significar asumir riesgos. O soportarlos, pues raramente se elige. El amante es un peregrino que explora una ruta desconocida, un ser insatisfecho que huye de la monotonía. No busca la muerte. La muerte es una intrusa, «una extranjera» que se cruza en su camino. Es absurdo intentar seguir el consejo de San Agustín, que nos exhorta a elegir qué amar. El amor es libertad, despilfarro, pero también fatalidad, azar, impotencia. Nos hace perdonar lo imperdonable. Nos encadena a lo incomprensible y nefando, nos hace transgredir los tabúes más sagrados. El amor también puede ser ético, altruista, como sucede en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), donde desborda lo individual para ponerse al servicio de una noble causa. No es posible definir el amor, enterrarlo en un concepto, someterlo a una regla. El amor se parece a Jano. Tiene dos rostros, pero cada uno es distinto, asimétrico. Uno puede ser terrible; el otro, indulgente, compasivo, complementario. César Antonio Molina cita a Hans-Georg Gadamer, según el cual debemos «aprender a vivir el Uno con el Otro a medida que crecemos y avanzamos por la vida». El ser humano sólo puede realizarse en comunión con el otro. No es lo mismo pasear bajo el paraguas de la soledad que vivir incomunicado y privado de afectos. Escribe Gadamer: «La soledad es algo completamente distinto del aislamiento. El aislamiento es una experiencia de pérdida, y la soledad, la experiencia de la renuncia. El aislamiento se padece, en la soledad se busca algo».

La pasión erótica se agita como una llama insaciable, pero al final sólo deja cenizas. En cambio, el perfume que desprende un cuerpo amado –o deseado? moviliza «una sutilísima concupiscencia espiritual», como sucede en Perfume de mujer (Dino Risi, 1974) o en la versión de Martin Brest (Esencia de mujer, 1972). Y esa «concupiscencia espiritual» abre las puertas a la reconciliación y el perdón. Con uno mismo y con el otro. Slade (Al Pacino) exclama: «Tan solo creería en un dios que supiese bailar». ¿Acaso la reconciliación y el perdón no son un baile, un festín como el que preparó el padre al hijo pródigo para celebrar su regreso? César Antonio Molina elogia la famosa escena del tango de Al Pacino con la bellísima Gabrielle Anwar: «El baile es una secuencia gigantesca y vale por toda una obra». Eso sí, lo arrebatador no siempre es sinónimo de excelencia, al menos en el ámbito moral. La seducción puede desembocar en la destrucción de los amantes si sólo persigue el placer y la intensidad. El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976) escenifica «el crepúsculo de la seducción». Cuando se reduce lo erótico a lo estrictamente genital, el amor pierde su significado original: «El amor no es violento», apunta con razón César Antonio Molina, rescatando una reflexión de Ibn Qayyim, según el cual el verdadero amor consiste en «abrazarse, estrecharse, acariciarse y conversar». El poder del amor no reside en el frenesí erótico, sino en su infinita capacidad de perdón y en su fidelidad a los vivos y los muertos. Sin el amor de los vivos a los muertos, el hombre deviene en simple especie en el desorden natural, donde gobiernan el azar y la necesidad, dos fuerzas completamente ajenas a lo poético y espiritual.

César Antonio Molina se adentra en Tierras de penumbra (Richard Attenborough, 1993), una de mis películas preferidas, analizando la relación entre el escritor y apologista cristiano C. S. Lewis (Anthony Hopkins) y Joy Gresham (Debra Winger). El idilio fue truncado prematuramente por la muerte, pero no se trató de un amor estéril. Joy le reveló el territorio de la felicidad a C. S. Lewis, un solterón con una vida aséptica y rutinaria. Lewis le devolvió ese don, cuidándola durante su enfermedad. Desde una perspectiva religiosa, podría hablarse de la intervención de la providencia. Desde un punto de vista secular, la pareja es el perfecto ejemplo de reciprocidad, compromiso, amistad y lealtad. Escribe César Antonio Molina: «No fueron un amor de paso, sino un amor para siempre». Para siempre implica la expectativa de la eternidad. ¿Es posible otro tipo de perennidad? Para Lacan, el amor presupone que algo permanece. ¿Siguen unidos los amantes después de morir? «¡Ojalá!», responde César Antonio Molina. Podemos prescindir de Dios, pero ese gesto nos hunde en una ciénaga, donde nada tiene sentido. Como afirma Judah (sobresaliente Martin Landau) en Delitos y faltas (Woody Allen, 1989), «sin Dios la vida es una cloaca».

A pesar de trabajar como crítico literario, he de reconocer que «detesto leer libros nuevos», como confesó William Hazlitt, también crítico literario. Por supuesto, no pretendo compararme con él, pero me identifico con un sentimiento muy común entre quienes amamos los libros. De hecho, César Antonio Molina cita una carta de Helene Hanff con fecha de diciembre de 1949, en la que la escritora estadounidense celebra esta frase como si se tratara de un gesto familiar entre dos viejos amigos. Con Tan poderoso como el amor, un libro que recoge un centenar de artículos publicados en La Voz de Galicia, no he tenido la impresión de leer un libro nuevo, sino de internarme en un espacio lleno de complicidades y resonancias. Puede que el autor y yo discrepemos en algunas –o quizá muchas? cosas, pero su ensayo no es una simple novedad, sino un libro destinado a perdurar. Puede leerse como una declaración de amor al cine y a la vida. Publicado por Destino, la editorial que difundió las obras de Josep Pla, Gonzalo Torrente Ballester, Miguel Delibes y Álvaro Cunqueiro, maestro del propio César Antonio Molina, Tan poderoso como el amor ya viaja en «el rumor del tiempo», errante –sí?, pero con vocación de permanencia. Se escribe para «vivir la verdadera vida», desafiando a los atlantes del olvido, que intentan borrar nuestros pasos en el tiempo

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