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Middleton Row

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En el capítulo anterior. Relato el choque de Sara con el hemisferio doliente nada más salir por la puerta del avión en el aeropuerto Dun Dun de Calcuta y mientras se dirige a su alojamiento en el albergue del Salvation Army de Middleton Row.

He empezado por la estancia de Sara en la India, lo que, en principio, está a mi alcance, ya que decidió hacer ese viaje justo en los días en que nos conocimos, unas semanas antes de su aventura, y fui testigo de cómo Silvia la embarcó en ella. Luego Sara me contaría por carta una y otra vez las peripecias que allí le acaecieron, muchas de las cuales compartió con Silvia.

Llegaron por fin, casi oscurecido, a Middleton Row y Silvia la condujo por el centro de la calzada hasta el albergue del Salvation Army. Las elevadas aceras, por encima del nivel de las aguas, estaban ocupadas por numerosas personas que se preparaban para pasar la noche, extendiendo exiguos lechos harapientos en ellas y protegiéndolos con plástico. El albergue era un destartalado edificio de dos plantas, con paredes desconchadas y sucias que en un tiempo debieron de estar pintadas de color ocre. Entraron al estrecho zaguán, del que partía una escalera y se accedía a un corredor alargado con puertas a ambos lados. «Compartiremos la habitación del fondo con otras dos españolas», dijo Silvia, ayudándola a quitarse la mochila de la espalda.

La habitación, que estaba vacía, era lo bastante grande como para acomodar holgadamente dos literas dobles y comunicaba con un baño que compartía con otro dormitorio. «Tendrás que conformarte con la ducha del monzón, porque sólo tenemos agua corriente por las mañanas», dijo Silvia, y Sara hubo de limitarse a secarse con la toalla y ponerse un chándal seco. «Es mejor quitar el colchón, que está lleno de pulgas, y extender el rollo de plástico directamente sobre el somier; te acostumbrarás enseguida: no hay nada como estar cansada para dormir bien», añadió en tono de broma.

Pronto llegaron las otras dos compañeras de dormitorio, Rosa y Lucía, bulliciosas estudiantes de Psicología que también habían elegido pasar el verano como cooperantes temporales, ayudando en el hogar para moribundos desposeídos de la madre Teresa en Khaligat. Habían traído bocadillos y fruta que compartieron, acompañados de un agua filtrada y esterilizada con una pastilla, que a Sara le causó una repugnancia difícil de vencer. El ambiente cordial de la cena dio una frágil tregua a su congoja, tregua que se rompió sin remedio cuando, antes de acostarse, entró en el baño y sorprendió a una enorme rata, que se dio a la fuga por entre las innumerables cucarachas. No había agua ahora para lavar sus lágrimas y tuvo que disimularlas mientras se enfundaba en el saco de dormir. En contra del pronóstico de Silvia, esa noche no durmió apenas, presa de la angustia y la duda. 

Las relaciones sociales son una adaptación evolutiva que compartimos con otras especies, aunque sólo los humanos seamos capaces de mantenerlas durante tanto tiempo y a tan largas distancias. Cualesquiera que sean las raíces profundas de la inclinación cooperativa o del espíritu competitivo, de la dominancia, la afiliación o el comportamiento maternal, ahora parece que tal vez sean raíces compartidas, que quizá quienes ganaron las guerras y sobrevivieron fueron precisamente aquellos que supieron cooperar, topándose con el altruismo en la ruleta genética. Por improbable que parezca al contarlo, de algo de esto se hablaba cuando me fijé en Sara por primera vez, según me acercaba al grupo donde estaba con Silvia en aquella típica fiesta de primavera en un colegio mayor. Conocía a Silvia desde que empezó los estudios de Medicina, hacía ya varios años, y la había tratado de forma intermitente. Al llegar al jardín del colegio, había sido la primera cara conocida que había identificado y me había acercado a saludarla. «La diferencia entre monogamia y promiscuidad no es mecánica, y nada tiene que ver con el mecanismo de acoplamiento: es estadística, es cuestión de con cuántos usa ese mecanismo un mismo individuo», estaba diciendo Sara cuando me la presentó Silvia.  Apenas se interrumpió para saludarme y siguió el argumento: «No hay más que registrar los neuropéptidos en el cerebro de los animales, que son los mismos de los humanos, la oxitocina, la vasopresina… los otros. Se ha visto que los hombres con una sola compañera sexual tienen la testosterona más baja que los mujeriegos y que los que no ligan».

Yo, aunque acababa de graduarme en Biología, nunca había navegado por ese mar e hice intención de adentrarme en él en cuanto pudiera. En el acto quedé prendado de Sara, del armonioso óvalo de su cara, de los ojos grises, grandes y bien separados, de sus pómulos marcados por un trazo suave, de la boca amplia con labios carnosos de contornos definidos, de la ancha y vigorosa trenza de color castaño. Era la viva imagen de la sibila délfica que pintara Miguel Ángel en el famoso techo. Como ella, se encontraba sentada con el tronco girado hacia la izquierda y había movido la cabeza en sentido contrario para poder mirarme. Mucho tiempo después atesoraría una postal que reproducía la figura de la sibila porque me recordaba a Sara con mayor eficacia que la única fotografía que conservaba de ella.

La atracción de Sara hizo que me uniera a aquel grupo hasta que se disolvió apremiado por la música. Bailamos en un par de ocasiones, pero apenas logramos acompasarnos. Ella era tan alta como yo y su cuerpo casi atlético mantenía el ritmo con metódica precisión, sin dar alas a sus pies, mientras que yo no conseguía seguirla en mis torpes improvisaciones. El estruendo de la música impidió cualquier conversación. Ni siquiera llegué a pedirle el teléfono, como era mi intención. Acabé pidiéndoselo a Silvia al cabo de unos días y, cuando por fin la llamé, ya había tenido tiempo de leer algunos trabajos recientes sobre el control endocrino del comportamiento, algo que hice sin un propósito consciente, aunque, por supuesto, no fue la curiosidad intelectual lo que me llevó a un tema tan esotérico, sino la búsqueda inconfesada e ingenua de un territorio neutral donde iniciar el contacto con Sara. Poco entendí de lo leído; la endocrinología de las relaciones sociales no es campo abierto al primero que llega y tampoco se presta a burdas simplificaciones. Hice caso de la advertencia de que ni los hombres son de Marte, regidos por la testosterona, ni las mujeres, esclavas del estrógeno, de Venus. Me sorprendió leer, sin embargo, que un ligero espray de alguna de las hormonas puede alterar sustancialmente el estado emocional de una persona, que una pizca de testosterona en tu epitelio nasal llega a interferir con la tendencia natural a mimetizar la cara del interlocutor o que un soplo de oxitocina en la nariz del otro hace que le gustes y le inspires confianza.

En su momento no tuve oportunidad ni necesidad de explotar el fruto de mis apresuradas lecturas, porque la relación con Sara, en las breves semanas que duró, transcurrió por cauces menos rebuscados y más espontáneos, además de enteramente placenteros. No sólo no volví a leer o a tratar sobre el tema, sino que, por alguna razón oculta, he tendido a rehuirlo cuando por casualidad se ha cruzado en mi camino. Sin embargo, ahora me pregunto qué extraña feromona debió explotar en mi interior al conocerla que me ligó a ella y cuál hubiera sido nuestra historia si le hubiera podido dar un mágico toque de oxitocina, al amparo de la oscuridad, en nuestros paseos nocturnos. Pensé en seguirla a la India, pero el plazo inexorable de una beca para hacer un máster en Minnesota me hizo desistir. Con pocos días de diferencia, nos alejamos en direcciones opuestas del sitio de nuestro primer encuentro.

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Ficha técnica

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