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Capitol Hill Blues

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Las insólitas imágenes del asalto al Capitolio por parte de un nutrido grupo de trumpistas insurrectos han dado la vuelta al mundo, inscribiéndose de manera automática en el imaginario colectivo del nuevo siglo y dando pie a una profusión de interpretaciones. Algunas son complementarias; otras se excluyen entre sí. Se invocan precedentes históricos que se remontan a comienzos del siglo XIX, se trazan comparaciones con otros golpes institucionales, se discuten tanto sus causas como sus consecuencias para la democracia. Niall Ferguson ha llamado la atención sobre el papel que haya podido jugar la pandemia en la creación de un clima psicológico que anima a los excesivos a dar rienda suelta a sus excesos; otros, singularmente en nuestro país, aprovechan para descubrir que la mentira política sistemática resulta peligrosa. Es lo que sucede con los hechos: no llevan su significado a cuestas, sino que nosotros se lo atribuimos. Sobre este asunto, en fin, se pueden decir muchas cosas; digamos algunas.

Y el deplorable cogió su fusil. Es imposible no prestar atención al perfil de los asaltantes del capitolio, que parecen sacados de una secuela de The Big Lewoski, la película de los hermanos Coen que lleva al cine sin confesarlo la magistral Vineland de Thomas Pynchon; recuerdo que John Goodman interpreta a un personaje aficionado a las armas que destaca del nazismo que «al menos, es una teoría». Jake Angeli, el asaltante que llevaba una lanza y ropajes de bisonte americano, ha resultado ser un actor frustrado procedente de una familia acomodada; este papel lo ha bordado y podrá disfrutar de ese magro consuelo en prisión. El conjunto se parecía a una excursión de Boy Scouts que hubiese degenerado a causa de un impulso violento: como en el cine de bajo presupuesto. Recuérdese que alguien con un perfil de apariencia similar había detonado apenas unos días atrás un fuerte explosivo contra una torre de telefonía, para protestar contra el desarrollo de una tecnología 5G asociada a delirantes teorías conspirativas; por su parte, la banda del Capitolio se adhiere a la tesis de que Washington está dominada por una red de pedófilos liderada por Hillary Clinton. Puede uno imaginarse las reuniones preparatorias, animadas por la retórica incendiaria de Donald Trump y presididas por un espíritu adolescente: «¡Vamos a liarla!». Pero la fantasía dejó paso a la realidad, en forma de cadáveres y la perspectiva de un proceso penal; a ver qué piensan al respecto los cinco hijos del sexagenario Richard Barnett, que puso los pies encima de la mesa de Nancy Pelosi, no digamos la viuda del policía que murió defendiendo el edificio. Antonio Scurati insiste en este punto en su historia novelada del ascenso del fascismo italiano: la política de masas se alimenta de sórdidos tipos humanos que solo esperan una oportunidad para hacerse notar. Algunos comentaristas los describen en cambio como individuos desafectos que buscan los medios para expresar su rechazo hacia la hegemonía cultural que los mete en aquella «basket of deplorables» a la que aludió Hillary Clinton en la campaña electoral de 2016. Yo lo entiendo, pero no olvidemos que han tenido a su presidente en la Casa Blanca durante cuatro años y que las sociedades liberales permiten al disidente expresarse de muchas maneras; tanto lo permite, que hay días en que parece que no hay nadie satisfecho con el sistema. Admitamos, en todo caso, el contraste: los muertos causados por los chalecos amarillos franceses no han impedido una cierta glorificación de este movimiento anónimo. No todas las insurrecciones son iguales.

Tan lejos, tan cerca. En un ensayo publicado a final del siglo pasado, con motivo de la aparición de su monumental Underworld, el novelista Don Delillo hablaba de la magnitud del paisaje y la experiencia norteamericanas, citando al pintor Willem de Kooning: «La americanidad representa un cierto tipo de carga; no la sientes cuando vienes de una nación pequeña». Se trata de un juicio algo provinciano: ningún país está libre de arrastrar una historia densa en acontecimientos, ¡salvo tal vez Suiza! No cabe duda, sin embargo, de que el excepcionalismo norteamericano ha creado el sentimiento de que su república produce más acontecimientos de los que sus escritores pueden asimilar. Su protagonismo en el siglo XX está fuera de duda y nos ha dado momentos inolvidables: la Gran Depresión, el asesinato de Kennedy, Vietnam, el estallido del Challenger. A esa percepción no es ajena la capacidad del país para producir narraciones atractivas sobre sus episodios históricos, exportadas luego exitosamente al resto del mundo: si Griffith ya dramatizó el atentado contra Lincoln, Scorsese ha vuelto sobre la muerte de Jimmy Hoffa en su última película. De manera que el contexto cuenta: el asalto de los trumpistas al Capitolio se alimenta de mitologías típicamente norteamericanas, como demuestran el lenguaje libertario y la presencia de banderas confederadas. ¿Acaso las aventuras del Equipo A, grupo de justicieros que discuten con éxito el monopolio estatal de la violencia legítima, serían creíbles en algún otro país occidental? También el lenguaje populista presenta connotaciones singulares en un país que posee un régimen presidencialista y donde los candidatos prometen llevar al pueblo a Washington de manera casi rutinaria. De hecho, el People's Party que operó en aquel país a finales del XIX seguramente sea el primer movimiento populista en el sentido moderno del término: una coalición de pequeños propietarios urbanos y rurales que protestaban contra la corrupción municipal y los privilegios de los copper barons. Se diría entonces que los americanos han vuelto a lograrlo: la insurrección armada de la pasada semana sería un acontecimiento inédito en el nuevo siglo. No obstante, dar por buena esa afirmación sería cometer una injusticia con el procés independentista, capaz de organizar un referéndum ilegal y de generar imágenes tan pintorescas como la presencia de 300 alcaldes con su vara de mando en el parlamento regional o la circulación de tractores por el centro de Barcelona; cada uno tira de lo que tiene. Así que lo sucedido en Washington tiene acentos propios, pero se alimenta de una dinámica común a muchas democracias occidentales: tanto la diferencia como la repetición merecen ser atendidas.

La letra del tuit con sangre entra. Los insurrectos son mentes literales que se tomaron en serio las hipérboles y mentiras de Donald Trump, confirmando con ello los peligros asociados al nuevo lenguaje de las élites políticas. Esto, que quizá pueda sorprender a un sueco, no pilla desprevenido a un español; aunque muchos, ahora, se hagan los sorprendidos. ¡La verdad importa! No iría yo tan lejos: las mentiras cuentan, más bien. Si los líderes políticos repiten sus falsedades una y otra vez, comunicándose directamente con sus seguidores a través de las redes sociales, muchos de ellos terminarán por creerlas o fingirán que lo hacen, armándose así de argumentos contra sus enemigos. Decir que te han robado la victoria electoral, afirmar que España roba a Cataluña, sugerir que la Constitución española no reconoce iguales derechos a hombres y mujeres, afirmar que la transición a la democracia es la continuación del franquismo por otros medios o denunciar que vivimos en una falsa democracia que excluye al pueblo auténtico del parlamento: mentiras que importan. Naturalmente, quien las formula sabe que son mentira; la política es teatro y somos todos mayorcitos: ¿quién puede creer a estas alturas que Mistol lava más blanco? Pero a la vista está que unos asaltan el Capitolio, otros montan un proces y aun los hay que rodean un congreso o convocan manifestaciones contra sentencias judiciales que no son de su gusto; el gusto por la literalidad está muy extendido. Por lo demás, eso que ahora llamamos polarización afectiva solo es el nombre del odio que se profesan quienes habitan mundos incompatibles entre sí; mundos que ha creado el lenguaje de unos líderes a los que siguen, dócilmente encolerizados, los votantes. De ahí que la contención expresiva sea un deber no escrito para la clase política, que esta se muestra cada vez menos dispuestas a cumplir: el primero que anteponga el dato al sentimiento podría salir perdiendo. Dicho esto, la responsabilidad de Trump en la insurrección protagonizada por sus seguidores es indiscutible: los animó y alentó de manera explícita, reiterando la acusación infundada de fraude electoral masivo y vulnerando sus deberes constitucionales.

Todo está conectado. Parece mentira que alguien pueda creer en la dominación mundial a través del 5G, en la vacuna con chip de Bill Gates o en el gobierno pedófilo de Washington; claro que también los hay que rechazan las vacunas, están convencidos de que el Club Bildelberg domina el mundo y de que una cámara subterránea del Pentágono mantiene preso al inventor del coche movido por agua del grifo. ¡Hay gente para todo! Y si hay gente para todo, ¿cómo no va a haberla para creer que ha existido un fraude electoral denunciado por su ídolo político? Lo chocante es que haya varios cientos de personas dispuestas a tomar por la fuerza el Capitolio, aunque en un país de 350 millones de habitantes quizá no resulte tan extraño. De lo que no cabe duda es que la credulidad humana juega un papel determinante en la vida política: necesitamos creer en algo para dar sentido al mundo y a nuestras vidas. Las teorías conspirativas, las noticias falsas y los rumores interesados cumplen esa función; proporcionan el material con el que reforzamos nuestras creencias y, en el caso de determinados temperamentos, suministran un chute extra de adrenalina que los impele a vivere pericolosamente. Habría que preguntarse, sin embargo, si el éxito de las teorías conspirativas a estas alturas del proceso de ilustración —que avanza más lentamente de lo esperado— no tendrá algo que ver con el éxito de un modelo narrativo que, tanto en el cine y la televisión como en la novela de éxito, relata la historia de un desvelamiento de realidades ocultas: el complot, la trama, la confabulación. Ni que decir tiene que eso se puede explicar al revés, de manera que el éxito de ese tipo de ficciones responda a nuestra inclinación a explicarnos el mundo a partir de la pareja ocultación/desvelamiento. En todo caso, el papel de esa estructura narrativa en el relato populista salta a la vista, por cuanto ahí se denuncia una exitosa conspiración de las élites contra la gente común. A eso hay que sumar el prestigio cultural que posee la figura del rebelde, aquel que se levanta contra los poderes establecidos o se revuelve contra su destino: un Iglesias, un Varoufakis, un Trump. ¡Los adversativos! Y si se rebela el jefe, ¿por qué no van a hacerlo sus seguidores?

Las redes contra la democracia. Se ha dicho estos días que el ataque al Capitolio es, además de la conclusión lógica del trumpismo, una consecuencia de la digitalización de la esfera pública: la contaminación del debate por medio de la difusión de fake news y el advenimiento de eso que llamamos «posverdad» habrían preparado el terreno para la insurrección armada de un grupo de fanáticos. ¡Es posible! Al fin y al cabo, el supremacista blanco Timothy McVeigh, que mató a 168 personas en Oklahoma haciendo explosionar un coche-bomba delante de un edificio público, actuó en solitario. Pero el caso es que actuó, como lo habían hecho las bandas terroristas en la Europa de los 70 o los camisas negras en la Italia de los años 20; convendría recordar que hubo bolchevismo, fascismo y nazismo antes de que existiera Twitter. Es verdad que las herramientas digitales facilitan el contacto directo de los líderes políticos con sus seguidores, lo que permite difundir su ideario y crear una sensación de inmediatez que alimenta la fantasía de la desintermediación: ese do it yourself que vale por igual para libertarios y asamblearios. Pudiera ser, asimismo, que las redes sociales resultasen especialmente beneficiosas para los discursos populista y nacionalista, en la medida en que la conexión horizontal entre los seguidores genera sensación de comunidad; la visión de conjunto que ofrecen las plataformas, por el contrario, nos recuerda que una sociedad moderna es por definición plural y conflictiva. Pero las redes introducen otras novedades sustanciales: de un lado, aceleran y multiplican la difusión de mensajes y emociones en el interior del cuerpo social; del otro, hacen mucho más sencillo que las personas con intereses similares conecten entre sí a nivel nacional e incluso global. Esto último vale para los filatélicos o los moteros tanto como para los sujetos politizados que andan en busca de compañeros de viaje. Dicho esto, no hay manera de saber si el aumento de las movilizaciones sociales en los últimos años —que a bote pronto uno situaría por debajo del nivel alcanzado en los años 60, más violentos en el mundo entero— tiene por causa la expansión de las redes sociales tras la generalización del smartphone o, por el contrario, obedece a una ola de conflictos que tendría su origen en la Gran Recesión; la crisis económica estalla poco después del lanzamiento del primer iPhone. El funcionamiento de esta dialéctica de la regresión no se deja determinar fácilmente, pero sería exagerado atribuir todos los males de la democracia liberal a la existencia de las redes sociales. Aunque la novedad que introducen debe ser analizada con rigor, mantengamos la cabeza fría y recordemos que antes de que pudiéramos conectarnos digitalmente hubo líderes políticos especializados en la agitación de masas, terrorismo ideológico y nacionalismo nativista; el siglo pasado no fue una fiesta. Es natural que nuestra época sienta la necesidad de creerse original, ya que solo se vive una vez; que realmente lo sea, es asunto distinto.

¿Todos populistas? Algunos comentaristas han mostrado su extrañeza, cuando no su incomprensión, ante el hecho de que podamos llamar populistas por igual a los insurrectos del trumpismo, a los independentistas catalanes y a un partido —¡ya de gobierno!— como Podemos. Pero lo que no se entiende es que no lo entiendan, cuando desde hace años no hablamos de otra cosa y los rasgos que caracterizan al populismo pueden identificarse sin excesiva dificultad. Ciertamente, esos tres fenómenos políticos parecen tan diferentes entre sí que la posibilidad de reunirlos bajo el paraguas una sola categoría se antoja desconcertante. Que compartan una serie de atributos esenciales, sin embargo, no implica que deban compartirlos todos; pueden parecerse en una cosa (la práctica del populismo) y diferenciarse en otras (orientarse ideológicamente en una u otra dirección). Hará populismo quien conciba el pueblo como un organismo unitario cuya voluntad, de la que el líder populista es intérprete, debe realizarse por encima de cualquier limitación; si la democracia es el gobierno del pueblo para el pueblo, el populismo tiene por objeto hacer realidad esa promesa. Y esto lo hacen Trump, los independentistas y Podemos: todos ellos descreen de la descripción liberal-pluralista de la sociedad y querrían reemplazar la democracia representativa por otra plebiscitaria o aclamativa. Tal como señala Pierre Rosanvallon en su libro sobre el fenómeno populista, estamos ante una propuesta política que combina elementos negativos (crítica del liberalismo) y positivos (defensa de una democracia directa, dedicada a forjar la cohesión emocional de un pueblo soberano y protegido de las inclemencias globales). Pero hay que recordar que el populismo, a diferencia del fascismo, habla el lenguaje de la democracia: no promete la subordinación del individuo a una jerarquía natural, sino su emancipación a través del cuerpo colectivo del pueblo. Ocurre que el populismo no es una ideología comprensiva, sino que necesita nutrirse de otras doctrinas políticas; de ahí su carácter camaleónico y flexible. Por una parte, cada populismo procederá a definir el contenido del pueblo y la identidad de sus enemigos; por otra, se orientarán hacia la izquierda o la derecha según cuáles sean los objetivos políticos que diga querer alcanzar. Todos ellos ponen el pueblo por delante de la sociedad y su voluntad soberana por encima de las leyes o los derechos individuales. Es fácil colegir que allí donde puede, el populista erosionará las instituciones liberales y tratará de deslizar el sistema político en una dirección autoritaria o «iliberal». Trump no ha sido, en todo caso, un populista demasiado disciplinado; otros han mostrado mayor constancia y obtenido mayor éxito: desde 1892 no padecía el partido republicano una derrota tan severa en las elecciones presidenciales y legislativas.

Apoteosis de la democracia. A estas alturas, no cabe duda de que Donald Trump es un personaje grotesco cuya aptitud para el cargo presidencial fue dudosa desde el principio. No se ha conducido en el cargo, sin embargo, como un tirano: no ha querido, podido o sabido hacer tal cosa. De hecho, su elección fue democrática y eso nos recuerda los peligros inherentes a la elección representativa en la sociedad de masas: cualquiera puede ser presidente si recibe votos suficientes para ello. Se me dirá que Trump obtuvo la victoria gracias a sus mentiras, pero un reproche semejante solo puede provenir de un alma cándida o un hipócrita: también mentían Tsipras cuando echaba la culpa a Merkel de la crisis griega, Farage al prometer las famosas 350.000 libras semanales para la sanidad pública inglesa si triunfaba el Brexit, los independentistas cuando dicen que España roba a Cataluña, Iglesias cuando acusa a la democracia española de no ser una democracia real o Sánchez cuando prometió no pactar jamás con Bildu. Poco queda del carácter aristocrático originalmente atribuido a las elecciones, entendidas en los orígenes del gobierno representativo como un mecanismo para elegir a los mejores gobernantes. Así las cosas, son los elementos liberales de la democracia los que ponen límites a la acción de aquellos gobernantes que no solo se equivocan, sino que incumplen las reglas informales que garantizan la calidad del sistema político. No es de extrañar que ese sistema de frenos y contrapesos tenga hoy tantos enemigos: se los ha ganado. Esperemos que el bufonesco asalto al Capitolio, con toda su fuerza simbólica negativa, abra los ojos de aquellos que aún los mantienen cerrados: el conflicto no está entre la izquierda y la derecha, sino entre la democracia pluralista y sus enemigos. No seamos, a este respecto, demasiado optimistas.

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