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C. S. Lewis en tierras de penumbra

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La inspiración –o la gracia? suele brotar en los rincones más inesperados. La filmografía de Richard Attenborough no es particularmente brillante, pero Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993) constituye un pequeño milagro, con el poder de conmover y abordar los grandes temas ?Dios, el amor, la muerte?, sorteando esos lugares comunes que malogran los mejores empeños. La historia de amor del polifacético Clive Staples Lewis –medievalista, profesor, académico, ensayista, crítico literario, locutor radiofónico, apologista cristiano y afamado autor de literatura infantil y juvenil? y la poetisa norteamericana Joy Gresham, diecisiete años más joven, proporcionaba un material de primer orden para recrearlo en la pantalla, pero exigía sensibilidad, inteligencia y sobriedad, pues los afectos truncados por la muerte se prestan al sentimentalismo y a la retórica. Tierras de penumbra empieza con solemnidad. Un coro infantil interpreta Veni Sancte Spiritus en la semioscuridad de la iglesia del Magdalen College de Oxford. La célebre oración latina invoca el auxilio del Espíritu Santo: «…envía un rayo de tu luz. / […] Ven, luz de los corazones». No parece casual un inicio que escenifica la incertidumbre del ser humano ante el misterio de lo divino, con su incomprensible silencio ante el mal y su seductora promesa de una vida eterna. Sin embargo, el Veni Sancte Spiritus que se escucha en la capilla parece fundido con la muerte, no con la vida. Las velas que flotan en la cálida negrura manifiestan la precariedad de la existencia, no su hipotética trascendencia. El perfil del Magdalen College, con sus cúpulas y sus torres puntiagudas, se recorta contra el cielo del atardecer, plagado de nubes violetas y con un sol naranja. Las ramas desnudas de los árboles muestran la crudeza del invierno. El sonido de las campanas se mezcla con el canto de los pájaros y, a los lejos, tintinea una esquila. Las altas bóvedas, el retablo del altar mayor y la sillería del coro acentúan el clima crepuscular. La escena desprende pesadumbre, no esperanza.

Poco después, los profesores que han asistido al servicio religioso se reúnen en el refectorio para cenar, intercambiando dardos envenenados. El profesor Christopher Riley (John Wood) apunta que C. S. Lewis (Anthony Hopkins) siempre le ha parecido una especie de «buhonero medieval que vende reliquias de dudosa autenticidad». Otro profesor le pregunta cómo es posible que escriba libros infantiles, cuando es un solterón empedernido que se mantiene alejado de los niños. Lewis responde con aplomo e ingenio, revelando un aparente autodominio que corrobora la presunta imperturbabilidad del carácter británico. Por el contrario, su hermano Warren (Edward Hardwicke) es un borrachín que sólo suelta fruslerías e inconveniencias. Ambos viven juntos en una casa atestada de libros y con una adusta ama de llaves. Lewis se muestra muy seguro en sus clases. En un seminario, define la belleza como algo inalcanzable, lo cual suscita una mueca de escepticismo en Peter Whistler (James Frain), un desaliñado alumno que no comparte la devoción y el entusiasmo de sus compañeros. Peter es hijo de un maestro de escuela y lee incansablemente por las noches, casi siempre libros robados. Le gusta repetir una frase de su padre: «Leemos para saber que no estamos solos». Lewis se siente desconcertado por un joven de ideas propias y con tan poco respeto a los convencionalismos que ha llegado a dormirse en sus clases. Su actitud contrasta con la del público que acude a sus conferencias, asintiendo cada vez que repite: «El dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos». Whistler no es cínico, sino sincero. Por eso exterioriza su malestar. No piensa que la belleza sea inalcanzable y, menos aún, que Dios nos esculpa con el cincel del sufrimiento.
Aunque creció en una familia devota de la Iglesia de Irlanda, C. S. Lewis perdió la fe en su juventud. Solía citar a Lucrecio para justificar su ateísmo, alegando que la fragilidad y la imperfección del universo resultaban incompatibles con la idea de un Dios bueno, omnipotente y providente. Su puesto como profesor de lengua y literatura del Magdalen College de Oxford le brindó la oportunidad de establecer una sólida amistad con J. R. R. Tolkien, ferviente católico que influyó decisivamente en su progresiva conversión al cristianismo. Tolkien se sintió muy decepcionado cuando su amigo se hizo anglicano y no católico. En su obra autobiográfica Cautivado por la alegría (1955), Lewis admite que su acercamiento a Dios no resultó sencillo. Noche tras noche, sentía una llamada que se obstinaba en rechazar. Cuando al fin reconoció a Dios en esa llamada, se arrodilló y rezó. En ese momento, pensó que «era el converso más desanimado e indispuesto de toda Inglaterra». El C. S. Lewis interpretado por Anthony Hopkins no arrastra ninguna forma de desánimo. Su fe parece sólida, indestructible, irreal. Tan irreal como sus libros. Acostumbrando a intercambiar cartas con sus admiradores, le sorprende la agudeza de Joy Gresham (Debra Winger), cristiana, comunista y de origen judío. Mientras lee una de sus misivas, exclama: «Es como si me conociera. Imagino que debe de haber algo de mí en mis libros». Gresham ha descubierto que sus obras ?fantásticas, creativas o especulativas? no proceden de una genuina inquietud intelectual, sino de un miedo exacerbado a vivir. Cuando le comunica que viajará a Londres, Lewis acepta encontrarse con ella en una cafetería, pero acude acompañado de su hermano. Quiere dejar claro que no está dispuesto a enredarse en una ilusión romántica. Joy lo descoloca desde el principio, marcando un punto de inflexión en su vida. Su espontaneidad choca con la inhibición inglesa, pero sin crear una situación incómoda. Joy nota de inmediato que la prudencia del profesor esconde un narcisismo infantil y una notable altivez. Lewis se presenta como un polemista, pero en realidad sólo está dispuesto a discutir porque cree que su ingenio es invencible.

La acción discurre en 1952. Lewis –o, si se prefiere, Jack, como lo llaman sus amigos, pues nunca le gustó el nombre de Clive? imparte clases en Oxford desde 1925. Nunca se desvía de su rutina, limitándose a observar el mundo desde lejos. Cuando conduce a Joy a la gran torre del Magdalen College, le pregunta por qué se hizo comunista mientras suben jadeando la angosta escalera de caracol. Joy responde que en 1938 sólo había dos opciones: ser fascista o ser comunista. Y ella escogió el bando de los que no querían vivir bajo la bota de Hitler o Mussolini. Lewis reconoce que jamás se planteó ese dilema, pues «estaba ocupado en otras cosas». Al llegar a lo más alto, Joy se queda maravillada con las vistas. Lewis le explica que todos los años se celebra el amanecer del primer día de mayo (May Morning) con un clamor de campanas y un himno eucarístico cantado por el coro. Después, los estudiantes se arrojan al río. Confiesa que nunca lo ha presenciado, pues no le llaman la atención esa clase de espectáculos. Joy no reprime su sorpresa: «¿Qué hace entonces? ¿Va por ahí con los ojos cerrados?». Quizá por primera vez en su vida, Lewis reconoce que no sabe qué decir. Algo empieza a cambiar en su interior.

Invita a Joy y a su hijo Douglas (Joseph Mazzello) a pasar las navidades en su casa. Apenas llega, el niño le pide que le firme su ejemplar de El león, la bruja y el armario, preguntándole por el desván, donde espera encontrar un armario semejante al de la novela. Aunque Lewis escribe en la dedicatoria que «la magia nunca acaba», no hay magia en el mundo de su autor. El desván sólo es una estancia polvorienta y llena de cachivaches, con un armario repleto de ropa vieja. Lewis no le atribuye importancia a la experiencia personal, pero Joy opina que no hay nada más importante. La vida implica riesgo, sufrimiento, aprendizaje. En cambio, los libros nos mantienen a resguardo, protegidos, sin contacto con el dolor. Es evidente que Lewis ha elegido esa opción, pero fantasea con un paraíso distinto, plasmado en un pequeño cuadro que representa el «Valle dorado», situado cerca de Hertfordshire. La pintura se encontraba en su cuarto de juegos cuando era niño y ahora ocupa un lugar destacado en su despacho. Nunca lo ha visitado, pero muchas veces ha pensado que el valle aparecía de repente, tras salir de una curva o llegar a la cima de una colina. Es la tierra prometida que quizás es mejor no conocer, pues podría no ser como se había soñado. Joy pregunta a Lewis si ha sufrido o, lo que es lo mismo, si ha vivido. Lewis contesta que sí, que a los nueve años perdió a su madre y su mundo se derrumbó. Aunque no lo señala, está claro que a partir de entonces comenzó a construir un mundo alternativo, de libros y fantasías, donde no hay riesgo, ni pasión, ni posibilidad de sufrir. A medida que se estrecha la amistad con Joy, Lewis comienza a plantearse si no ha desperdiciado su vida, si su trabajo como profesor y su vocación como escritor no responden al temor de ser herido y no al deseo de compartir con otros sus opiniones y fantasías.

Lewis sorprende a todos invitando a Joy y a su hijo a pasar las navidades en su casa. Aunque su estancia es breve, su presencia pone de manifiesto la triste rutina de los hermanos, que rehúye sistemáticamente cualquier dosis de incertidumbre. Lewis empieza a sufrir el hostigamiento del tedio y la soledad. El final del invierno se le antoja una insoportable antesala del mundo, con sus lluvias interminables y sus caminos embarrados. Cuando Joy se traslada a Londres, huyendo del malestar que le ha producido el divorcio de un marido compulsivamente infiel y alcohólico, la amistad cobra un giro inesperado. Joy le pide a Lewis que se case con ella para conseguir la nacionalidad británica. El escritor accede. La ceremonia discurre como un simple trámite y la unión se mantiene en secreto. Sin embargo, Joy no está satisfecha, pues advierte que Lewis sólo acepta la compañía de las personas sobre las que ejerce una autoridad incuestionable. Por primera vez discuten y se separan con resquemor. Whistler también se aleja, renunciando a graduarse, pues no quiere seguir el camino de Lewis y convertirse en un profesor que no conoce la duda ni la perplejidad. «Me pregunto qué es lo que todos quieren de mí», musita Lewis, consternado. Incapaz de comprender lo que sucede a su alrededor, añade: «Vivimos en tierras de penumbra. El sol siempre brilla en otra parte. Más allá de una curva, más allá de la cresta de una colina».

La penumbra empezará a disiparse cuando Joy se rompe el fémur izquierdo a consecuencia de un cáncer muy avanzado. Lewis se rebela por primera vez contra Dios en una de sus conferencias. El dolor ya no le parece un instrumento divino, sino una tortura absurda e inútil: «Cuando quieres a alguien, no deseas verle sufrir, no puedes soportarlo, quieres sentir tú sus dolores, y si hasta yo pienso así, ¿por qué no piensa así Dios?». Acude a visitar a Joy, atormentado por todo lo que no ha dicho a la mujer que ama, fingiendo que sólo eran esposos por conveniencia. «En qué mundo tan peligroso vivimos», murmura, con la mirada perdida. La penumbra se retira y aparece la vida, con sus momentos de dicha y sus días de infortunio. Lewis se transforma. Admite que ama a Joy, la mira de otra manera, asume el cuidado de Douglas y le acaricia la cabeza mientras duerme. Avergonzado por haber reprimido y ocultado sus sentimientos, le pide a Joy que se case con él ante Dios y ante el mundo. Su petición es conmovedora: «¿Quieres casarte con este viejo tonto y asustado, que te necesita lo indecible y que te quiere, aunque no sepa expresarlo?». En un plano particularmente inspirado, Lewis informa del asunto a Douglas, que juega con un barquito de papel desde un pequeño puente de madera tendido sobre un río de aguas umbrías. Douglas no se opone, pero el barquito se hunde mientras habla. Al igual que Lewis en su niñez, asiste al desplome de su mundo. La fatalidad les ha deparado la misma tragedia. Lewis extiende la mano para acariciar su pelo, pero el hábito de inhibir las emociones lo paraliza. Un eficaz y discreto contrapicado subraya la indefensión de los dos personajes, expulsados del paraíso de la infancia de forma abrupta y prematura.

Una inesperada remisión del cáncer proporciona a los recién casados la oportunidad de disfrutar de unos meses de felicidad. Lewis no atribuye la mejora a la intervención de Dios. Reconoce que ha rezado, pero no con esperanza. Cuando Harry Harrington (Michael Denison), que ejerce de pastor anglicano en el Magdalen College, le comenta que Dios ha respondido a sus plegarias, responde: «No rezo por eso. Rezo porque no puedo contenerme. Rezo porque me siento impotente. Rezo porque la necesidad de rezar fluye de mí constantemente. Eso no cambia a Dios, me cambia a mí». Durante unos meses, Lewis disfruta del afecto y la compañía de Gresham, lo cual le obliga a enfrentarse a una serie de situaciones inesperadas: compartir su dormitorio, conocer la intimidad física, asistir al May Morning –con su pagana explosión de júbilo?, adentrarse en el mundo de la infancia mediante la relación con Douglas, viajar en coche, alojarse en un pequeño hotel rural, realizar pequeñas gestiones que le producen ansiedad o pánico –como utilizar el servicio de habitaciones para pedir una ginebra?, descubrir que hay paraísos terrenales fatalmente efímeros, visitar el «Valle dorado» (que en realidad se llama el «Valle húmedo»). El «Valle dorado» no es una ensoñación, sino un fértil paisaje arbolado con un pequeño refugio, donde se cobijan los recién casados, huyendo de la lluvia. «Ya no quiero estar en ningún otro sitio», exclama Lewis, eufórico, pero Joy le recuerda que va a morir, que la dicha no durará mucho. Sin embargo, no hay que lamentarlo, pues «el dolor de entonces forma parte de la felicidad de ahora. Ese es el trato».

El cáncer reaparece pocos meses más tarde. Lewis instala una cama en su despacho, pues Joy no puede subir escaleras. Su mundo no se derrumba. Sólo se hace real. Sus creencias religiosas se revelan tan falaces como sus libros infantiles, compuestos por un adulto que nunca quiso saber nada de las ilusiones, inquietudes y temores de los niños. La muerte se materializa como una mirada que se retrae, alejándose del hogar de los Lewis, sumido en una niebla azulada. Joy es incinerada en una ceremonia a la que no acuden los colegas del escritor, pretextando que apenas la conocían. Lewis afronta su viudez con desesperación: «¿Qué me está ocurriendo? Ya no puedo verla. Ya no puedo recordar su cara. Tengo tanto miedo de no volver a verla, de pensar que el sufrimiento no es más que sufrimiento, sin causa, sin propósito, sin sentido». Ya no vive entre libros, sino a la intemperie, expuesto a reveses y pérdidas: «Ahora tengo un poco de experiencia. La experiencia es una maestra brutal, pero aprendes». El reencuentro con sus colegas es terrible. No hay amistad, ni compasión; sólo apariencias y frases hechas. Harry, el pastor anglicano, intenta consolarlo con argumentos trillados: «Sólo Dios sabe por qué ocurren estas cosas». Lewis contesta con una sinceridad desgarradora: «Dios lo sabe, pero, ¿le importa?». El pastor replica: «Claro que sí. Nosotros vemos tan poco. No somos el creador». «No, no. Nosotros somos las criaturas –contesta Lewis?. Las ratas del laboratorio cósmico. No dudo que el experimento sea para nuestro propio bien, pero aun así Dios es el disector». Cuando el pastor intenta rebatirle, levanta la voz, cortándolo con brusquedad: «¡No, no sigas! Todo este mundo es un maldito caos». Aunque se resiste a hablar con Douglas, acaba reuniéndose con el niño en el desván. Ambos contemplan el supuesto armario mágico, con la impotencia de quien ya no espera nada más allá de los límites impuestos por la biología. Se abrazan y lloran, abrumados por el carácter irreversible de las pérdidas.

Lewis reanuda su rutina, pero ya es otro. Cuando recibe a uno de los alumnos que tutelará durante el curso, inicia el diálogo citando la frase de Whistler, el alumno que se dormía en sus clases: «Leemos para saber que no estamos solos». El joven cree que se refiere al amor y le dice que carece de experiencia sentimental, que sólo sabe del amor lo que ha leído en los libros. Lewis parpadea apesadumbrado, reconociendo que esas palabras expresan lo que era su vida antes de conocer a Joy. La última secuencia contrasta fuertemente con el despegue inicial. Ya no cae el crepúsculo. El sol ilumina la campiña, mientras Lewis pasea con Douglas y un perro. Escuchamos la voz del profesor, abrumado por el dolor, pero abrazado a la vida real, sin ninguna concesión al escapismo o a los falsos consuelos: «¿Por qué el amor, cuando lo pierdes, duele tanto? Ya no tengo respuestas. Sólo tengo la vida que he vivido. Dos veces en esa vida he podido elegir. Como niño y como hombre. El niño eligió la seguridad. El hombre elige el sufrimiento. El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato». Lewis ya no busca el amor de Dios, sino el de los hombres, asumiendo que todo es finito, imperfecto y, por eso mismo, trágicamente hermoso.
Tierras de penumbra es una invitación a la vida desde la pena. C. S. Lewis nunca perdió la fe hallada tardíamente. Sin embargo, la película de Richard Attenborough, con un magnífico guión de William Nicholson, plantea la fe como una objeción a la vida que nos recluye en un mundo ficticio e ilusorio. Algo me dice que el Lewis real era un personaje menos trágico que su recreación cinematográfica. De hecho, siempre creyó en la resurrección de los muertos y en la unión mística con Dios. El Lewis del celuloide se rebela contra Dios y contra la muerte. El sufrimiento no le parece un ardid divino para sacudir la conciencia, sino un aspecto inevitable de la existencia. No es posible vivir plenamente sin amar, pero si amamos, nos exponemos al fracaso, la pérdida y el duelo. «El cielo resolverá nuestros problemas», escribió Lewis en Una pena en observación (1961), un breve texto elaborado después de la muerte de Joy. En cambio, el Lewis de Tierras de penumbra se despide del cielo, reconciliado con el devenir que acabará devorándolo. No voy a ocultar que simpatizo más con esta alternativa. El cielo puede esperar; la vida, no.

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