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El destino se llama Olga Merino

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Nunca he creído en el destino. Siempre he contemplado con escepticismo la posibilidad de una trama fatal que dirija nuestras vidas. Sin embargo, el encuentro —hasta ahora virtual— con Olga Merino ha sido providencial. No había leído ninguno de sus libros, pero un artículo sobre La forastera, su última novela, llamó poderosamente mi atención. Ambientada en lo que se ha llamado «el triángulo de los suicidios», un paraje situado entre los pueblos de Lucena, Rute e Iznájar, provincia de Córdoba, narra la historia de Ángela, una mujer de mediana edad con un pasado bohemio y prolijo en excesos. Hija de unos humildes emigrantes andaluces, vuelve al pueblo de sus padres, donde poco a poco descubre que es el último fruto de un linaje salpicado de suicidios. No necesité leer más para experimentar una honda conmoción. Mi padre era de Córdoba y el suicidio también formaba parte de su historia familiar. La última víctima había sido mi hermano Juan Luis. Un suicidio no es una muerte más. Cuando algún ser querido se quita la vida, abre una herida que nunca se cierra del todo. Yo no he colocado en mi casa ninguna fotografía de mi hermano, pues no puedo contemplar su imagen sin pensar en su suicidio. Mi hermano escogió el dos de junio para despedirse del mundo. Su decisión no fue fruto del azar. Mi padre había muerto de un infarto de miocardio un dos de junio, pero diez años atrás. Inmediatamente, sentí la necesidad de contactar con Olga. Nos seguíamos mutuamente en Twitter. Le envié un mensaje y me contestó cordialmente. Nuestra conversación virtual se prolongó durante los días siguientes y, cuando estimé que nuestro contacto había superado el umbral de la mera cortesía, le pedí un ejemplar de La forastera. Dos semanas después, llegó el libro con una afectuosa dedicatoria. Al pie aparecía una fecha: dos de junio de 2020, año de la plaga. En ese instante, empecé a pensar que el destino, lejos de ser una fantasía, verdaderamente ata y desata, reuniendo vidas que no se habían rozado hasta su misteriosa intervención.

La llegada de Ángela no pasa desapercibida. Todo el mundo la llama Angie o la inglesa, pues durante una temporada vivió en Londres, donde se enamoró de Nigel Tanner, un pintor que no transigía con las inseguridades ajenas, pese a sus propias y dolorosas limitaciones. Angie se desdibujó a su lado, despojándose de proyectos e ilusiones. Se convirtió en el decorado de fondo de la vocación artística de Nigel. Con su amiga Sally, chapoteó en la ciénaga de la white trash,  no absteniéndose de ningún vértigo. Un mal viaje de heroína esnifada casi acaba con su vida. Su hermano Gabriel, enganchado desde joven, tuvo menos suerte. En el pueblo, dicen que está loca, pues visita el cementerio a menudo, habla en voz alta con la tumba de su madre, bebe y se ríe sola. Angie es una mujer valiente que vive con dos perros y con una vieja Sarasqueta del calibre doce. No le inquieta la opinión de los vecinos. Conoce su «sombra» y su «verdad», lo que ella realmente es. O, al menos, eso cree. En el pueblo, casi todos son medio parientes, pues en el pasado proliferaban los matrimonios entre primos, tíos y sobrinas. El incesto, lejos de ser una rareza, abundaba, si bien se refugiaba en la penumbra de las cámaras y los sobraos. Angie solo tiene miedo del viento, «que todo lo confunde». De noche, escucha los «gemidos casi humanos» de una veleta con forma de «gallo loco». Su vulnerabilidad frente a las ráfagas y los vendavales insinúa que el ser humano no es menos frágil. El gallo no encuentra su norte, algo que también sucede con los que viven en el pueblo, a veces escupidos de otras latitudes, como Ibrahima, un joven subsahariano, y «Blancanieves», un ucraniano con la piel muy pálida. Incluso Andrés, el cura, parece un residuo de un mundo en proceso de descomposición.

Angie sobrevive recogiendo aceituna, piñas y níscalo. Los dedos se le hinchan por el frío. No le permiten usar guantes. Cobra un jornal de miseria por partirse el espinazo. Convive con dos perros, Pluto, un lebrel y una mestiza de pelo amarillo, a la que ha llamado Capitana por su estoicismo frente al dolor. La presencia de perros en la novela me toca muy de cerca, pues convivo con seis, todos rescatados de situaciones de abandono y maltrato. Son mis fieles compañeros y me acompañan en mis paseos por la estepa castellana. Los campos de trigo y cebada se ondulan con el viento y, en primavera, parecen un mar que oscila entre el verde, el amarillo y el lila. Olga Merino sostiene que Andalucía es un escenario tan feraz y mágico como Macondo o Comala. Castilla quizás es una tierra más austera y espiritual. El Escorial no brotó de la nada, sino de una tradición de silencios y soledades. Los perros de Ángela parece que ladran a la muerte. No se sabe si para espantarla o cortejarla. No me cuesta trabajo imaginarlos suspendidos en el filo de la madrugada, emprendiendo veloces carreras hacia ninguna parte.

Don Julián, de la próspera familia de los Jaldones y propietario de Las Breñas, será el primer suicida de La forastera. No es un hecho aislado, sino el principio de una serie que enlaza presente y pasado, mostrando que los vivos y los muertos bailan en la misma cuerda, siempre a punto de precipitarse al vacío. En La forastera, no hay ninguna alusión a Dios. El ser humano parece resignado a disiparse en la nada. La eternidad no figura ni como ensoñación. El cura habla del sufrimiento, pero omite el más allá. Angie se estremece cuando acude al cuartel de la Guardia Civil a declarar por el hallazgo del cadáver de Julián. En el campo andaluz, la sombra de los tricornios evoca décadas de represión. Cuando los jornaleros protestaban por sus salarios de miseria, la Benemérita acudía a reprimir con dureza las manifestaciones de descontento. Los tiempos han cambiado, pero en el inconsciente colectivo perviven los miedos de antaño. Lo atávico y ancestral siempre encuentra un pasadizo en la memoria. Angie se pregunta por qué escogen los suicidas los nogales para colgarse. ¿Tal vez porque crecen solos? El suicido siempre es un acto solitario. ¿Se busca quizás a un alma gemela en la hora final, cuando ya no caben expectativas ni disimulos?

Olga Merino habla del malestar de los campesinos que emigraron a las ciudades. Son como cebollas trasplantadas en un clima hostil. Sobreviven a duras penas. La madre de Angie era analfabeta, pero guardaba en su interior voces antiguas, hechas de «polvo y de viento». En sus historias, «los muertos se llaman entre sí». El suicidio es contagioso. Se transmite de generación en generación. Por los genes, pero también porque el suicidio marca un peligroso precedente. El primero que se mata abre una puerta y muestra qué sencillo es traspasar su umbral. Mi hermano Juan Luis no es el primer suicida de mi familia. Hay otros casos, pero se han intentado ocultar. Una tía abuela que se arrojó desde un balcón cuando murió su marido. Una prima lejana que no soportó ser abandonada. Mi primo Henry, que huía de la infelicidad desde niño y que culminó su escapada con cincuenta pastillas y una botella de alcohol. Un tío abuelo, médico militar, que sobrevivió a la matanza del Barranco del Lobo, y que al volver a la península se inyectó un veneno en las venas. El suicidio dibuja círculos concéntricos. Cada onda produce un reflejo. A la semana de suicidarse mi hermano, se suicidó uno de mis mejores amigos, un joven de veinte años. Nunca olvidaré mis dos visitas sucesivas al Instituto Anatómico Forense, un lugar frío reservado a los óbitos que no se producen por causas naturales. Allí sentí la cercanía de la muerte, su pegajoso aliento y -¿por qué no decirlo?- su extraña seducción. Angie afirma que «la muerte merodea» por la tierra de sus antepasados «desde siempre». Es como si el tiempo se hubiera «encharcado en un presente eterno». Quizás «la tierra hambrienta reclama lo que le pertenece». Su madre a veces echaba la culpa a los húngaros que llegaron «con sus violines y la tristeza escondida en los baúles». No creo que sea cierto. Me resisto a hablar del destino, pero lo cierto es que la vida está repleta de inauditas simetrías y asombrosas coincidencias. El azar no parece tan ciego como nos creemos. ¿He llegado a La forastera por casualidad? Una novela sobre el suicidio con una dedicatoria escrita un dos de junio, una fecha crucial en mi vida. ¿Estuve a punto de seguir el camino de mi hermano otro dos de junio solo porque mi vida se convirtió en un infierno o hay algo en mi familia que predispone a lo trágico y aciago?

Los suicidas no son necesariamente seres sombríos. Mi primo Henry era alegre y divertido. Se teñía el pelo de naranja y llevaba pantalones de leopardo. Vivía con mi tía Carmela, una maestra republicana exiliada primero en Francia y más tarde en Venezuela. Gracias al gobierno de Felipe González, consiguió una pensión. A pesar de su avanzada edad, vestía pantalones de campana, zapatos de plataforma y camisas estampadas. Se dibujaba con rímel una línea infinita, semejante a la de Cleopatra, y se recogía el pelo en un moño blanco adornado con una aguja rematada por una filigrana barroca. Cuando salía con ellos para pasar la tarde en una cafetería de la calle Goya, mi madre decía: «Nos miran en todas partes. Parecemos salidos de una película de Almodóvar». Siempre que recuerdo a mi primo Henry, suena en mi cabeza una canción de Loquillo: «Con tu tacón de aguja, / los ojos pintados, / dos kilos de rímel, / muy negros los labios, / te has quedado en el 73, / con Bow y T-Rex. / Eres el rey del Glam, nunca podrás cambiar». Los suicidas de La forastera no poseen la alegría de mi primo Henry, un auténtico rey del Glam. Son seres atormentados, inadaptados, que abandonan el mundo porque huyen de la vergüenza o la infelicidad. Angie siente que la sombra del suicidio le pisa los talones. No es mala gente. Solo «otro cachivache en el trastero de la aldea». Pertenece a la «generación que se perdió en la fiesta y la espera». Durante su juventud, escuchó a Dire Straits, los Who, The Police. Ahora sobrevive con faenas esporádicas en el campo y un miserable subsidio reservado a las personas en riesgo de exclusión social. Lleva a cuestas los muertos de su familia. Los suicidios que la preceden la sitúan en la línea de salida de una carrera hacia un ocaso nada wagneriano. Sus orígenes estremecen sus entrañas. Vive en una tierra donde los suicidios se consuman de forma ritual, casi atávica. Los Jaldones, grandes propietarios, y los Marotos, pequeños agricultores, viven enemistados por viejas querellas y por conflictos de lindes. «Jaldones y Marotos estamos amasados con el mismo barro, entreverados en una estirpe que mata o se quita la vida». Julián Jaldón se suicida a la misma edad de su padre. Su vida parece una larga espera abocada a despeñarse por un sumidero.

Angie vivió un amor tempestuoso con Nigel en los tiempos de lady Thatcher. Experimentó la embriaguez de la libertad en Londres, pero no supo qué hacer con ella. Si mira hacia atrás, tiene la sensación de haber malgastado su vida. Con su amiga Sally Jones, apuró la copa del desenfreno. Ahora ha echado el anclan en La Hachuela y se le aparecen los espectros, como su tía Emeteria. ¿Se trata de una vivencia real o de una alucinación? En una tierra por la que se pasean los fantasmas y los nogales extienden sus ramas para acoger a los suicidas, los límites entre ficción y realidad son difusos y tal vez absurdos. Emeteria sufrió los escarnios reservados a las mujeres con maridos, padres o hermanos rojos: la purgaron, le raparon la cabeza y la pasearon en andas. Fue vejada en el cuartel de la guardia civil de Salobral. A su hermano menor le sacaron los ojos con un machete y le cortaron la lengua y el escroto. Las revelaciones de la Emeteria, que destejen la trama urdida para ocultar los escándalos del pasado, no liberan a Angie. Ha asimilado el fracaso como su líquido amniótico. En su mente, palpita la frase escrita a brochazos por Nigel en la pared de su estudio: «Ser artista es fracasar como nadie se atreve a fracasar». No es una frase de Nigel, sino de Samuel Beckett. El fracaso está escrito a fuego en la carne de Angie, que no ha hecho nada fructífero y perdurable. «It`s only pain!», decía Nigel cuando se hería con una espátula de acero mientras pintaba. Pero no es solo dolor. Es conciencia del dolor y resaca del fracaso. Sé algo de eso. Mi padre, Rafael Narbona, fue escritor. Una calle de Córdoba y otra de San Miguel de Salinas, Orihuela, honran su memoria. Periodista, crítico literario, ensayista, autor teatral, cuentista y novelista, casi nadie lo recuerda. Escribió algunos cuentos que merecen sobrevivir al tiempo. Sus novelas son desiguales e imperfectas, pero contiene algunos capítulos notables. Fue mejor periodista. Durante veinte años, dirigió en Radio España un programa sobre libros. Conservo grabaciones. Su voz era profunda y grave, con un ligero acento cordobés. Murió prematuramente de un infarto de miocardio. El olvido en que ha caído y las insuficiencias de su literatura me disuadieron de escribir durante años. No temía no estar a su altura, sino prolongar su fracaso. No sé si esa es la clase de fracaso a la que se refiere Beckett y que flota por la mente de Angie, pero creo que es el fracaso que más duele. El fracaso que se anticipa e inhibe el deseo, confinándote en una parálisis autodestructiva.

Angie siente predilección por una frase de The Police: «A hundred billion castaways looking for a home». Cien mil millones de náufragos buscando un hogar. No se me ocurre una imagen que refleje mejor el desamparo del ser humano, esa anomalía de la naturaleza. Angie posee la maldición de la clarividencia. Cuando se enfrenta a una despedida, asume que lo más triste no es la separación, sino el malestar «por lo que vamos dejando atrás de nosotros mismos». Sin ambición ni tenacidad, Angie siente el cerco de la muerte en la medida en que los secretos de su pasado salen del pozo oscuro donde habían dormitado durante años. Para una hija y nieta de suicidas, quitarse la vida es como pasar de una habitación a otra, un tránsito que apenas exige esfuerzo. Los Hemingway y los Mann se suicidaron durante generaciones, cultivando lúgubres simetrías. Margaux Hemingway, nieta del famoso escritor, se quitó la vida con pastillas la víspera del aniversario de la muerte de su abuelo. El autor de El viejo y el mar prefirió volarse la cabeza con una escopeta de caza. Seguramente, le pareció más apropiado para un hombre. Fascinado por el suicidio, Nigel cuelga en su estudio una pequeña lámina que reproduce un fresco de Giotto, la alegoría titulada Desesperación, que muestra a una mujer que se ha ahorcado con su túnica florentina. El padre de Angie se viste de calle para colgarse del cuello en la cocina de su casa. Mi hermano Juan Luis también escogió la cocina para poner fin a su vida, pero prefirió el gas. Seleccionó para la ocasión un traje que recogió esa misma mañana de la tintorería. Se descalzó y llenó el pasillo de crucifijos y velas. ¿Por qué se obra de esa manera? Si estás dispuesto a desprenderte de todo, ¿hay alguna razón que justifique organizar una escenografía? ¿Se hace para subrayar el carácter excepcional de la muerte? Tal vez lo verdaderamente irracional sea buscar una explicación racional a todos nuestros actos.

De noche, Angie contempla a las mariposas aproximarse a la luz de un fanal, donde les aguarda la muerte. Se pregunta si es una paradoja de la evolución, pues las mariposas no comprenden la irrupción de la claridad en mitad de la negrura. Yo he pensado que es una buena metáfora del destino de nuestra especie. Nos quemamos por un exceso de clarividencia. Hemos sobrevivido en el lodo de la evolución gracias a la inteligencia, pero la inteligencia nos muestra nuestra insignificancia. La muerte no es un acontecimiento para los animales. Solo es un hecho. La sangre puede enfurecerlos, pero no les dice nada más.  Angie se queda hipnotizada con la sangre. Es el color de la vida y el heraldo de la muerte, una explosión de movimiento y la última nota del existir. Los rojos de Rembrandt y Francis Bacon chillan como Dionisos desollado. Son gritos que expresan el hórrido misterio de la vida.

Angie vivirá una noche de frenesí con Ibrahima. Aunque hace dos años que no menstrua, el centro de su ser volverá a escupir sangre, quizás como un gesto de resistencia contra la cercana vejez. Sin embargo, su amante no busca tanto el placer como el calor maternal. Es una vivencia frecuente en una tierra de incestos. En cierto sentido, Angie es un nuevo Robinson abrumado por la soledad, y su amante negro, una especie de Viernes, una criatura arrojada a una civilización que apenas comprende. Angie afronta los distintos tramos de su historia con los grandes temas del pop: Eleanor RigbyAh, look at all the lonely people»), Sultans of swingsYou get a shiver in the dark»), Don't Let Me Be MisunderstoodBut don't you know that no one alive can always be an angel»). Son canciones que hablan de soledad, fracaso, desarraigo. Letras que se escribieron con dolor. Angie siente que en su vida no ha hecho otra cosa que esperar. Ya solo le queda El Hachuelo. No se marchará por las buenas. Tendrán que arrancarla como a una mala hierba. Allí atesora lo único que le importa: las cenizas de su padre, el cuaderno de Nigel, los cartuchos del doce. El Hachuelo es su Comala, el lugar desde donde le llaman los muertos. En el estudio de Nigel, también le convocaban los difuntos. Nigel compró medio cordero para observar los estadios por los que transita un cadáver. La blandura inicial se transmuta en dureza, sequedad, porosidad, putrefacción. La descomposición desprende una gama de colores: púrpuras, azules, verdes. El estudio de un pintor huele a corrupción y trementina, materia y espíritu, decadencia y ternura. Nigel soñaba con crear, pero en su mente atormentada crear significaba confundirse con el rostro desfigurado de Caravaggio, que se pintó a sí mismo con la cabeza decapitada de Goliat. A fin de cuentas, el arte es el predio donde campea lo horrible y deforme, el espejo que deforma lo real, el gemido estridente que disipa cualquier armonía.

La forastera finaliza con una escena que recuerda la orgía de violencia de Taxi Driver y Grupo salvaje. Angie se rapa la cabeza antes de consumar su venganza. Como Travis Bickle, como hice yo mismo en un momento de desesperación. Es un gesto que he visto repetido en otras personas atrapadas por la angustia y la rabia. Una agresión contra uno mismo, un ritual que en no pocas ocasiones precede al suicidio. Expresa el deseo de borrarse del mundo, como si todo lo vivido fuera un lienzo mediocre, indigno de perdurar. La historia de Angie es un western que acontece en una tierra donde la vida se parece a un mal sueño. La catarsis que incendia las últimas páginas evoca la rabia de Pike Bishop, que interpreta una sinfonía de sangre antes de morir acribillado. No quiere envejecer contemplando el crepúsculo desde su mecedora. Prefiere escribir ese crepúsculo, con rojos dignos de Rembrandt y Bacon. La forastera transcurre en una atmósfera de derrota y melancolía semejante a la de Comanchería (Hell or High Water), el extraordinario western de David Mackenzie. Historias de perdedores, parábolas sobre la inmisericordia de una civilización que escarnece el pasado, peripecias de marginados con el corazón lleno de ruido y furia. La forastera es un réquiem por un mundo que muere y por las vidas que se niegan a amoldarse a un porvenir sin una brizna de humanidad. Una novela extraordinaria que ha aparecido en un momento aciago, cuando una inesperada pandemia nos ha recordado que solo somos tierra a punto de ser aventada.

El encuentro con Olga me ha animado a retomar un viejo proyecto. Escribir una novela sobre la historia de mi padre y mi hermano. Ya conté algo en Miedo de ser dos, mi primer libro, que pasó con más pena que gloria. No sé si lograré llevar mi proyecto a buen término, pero de momento avanza a buen ritmo. Cada página que escribo me hace sentir que rescato a mi padre y a mi hermano de ese fatídico dos de junio que los arrancó de cuajo del mundo. Pienso que les debo esa vida por hacer que aún les restaba. No camino solo. Me acompaña Olga, una escritora con una pluma tan descarnada como un lienzo de Bacon, y Zoki, el poeta que nos ha regalado una magnífica trilogía (Los hombres intermitentes, Orquesta de desparecidos, El contador de gotas), donde reinan la luz, la alegría, la delicadeza y la sabiduría. Zoki fue el primero que me espoleó para empezar mi novela. Olga apareció después, derrochando la misma generosidad. Las coincidencias que nos han unido podrían interpretarse como azar, pero yo he empezado a creer en el destino. La razón está sobrevalorada. Como decía Borges, alguien nos escribe o tal vez nos sueña.

 

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