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Browning y Tennyson, padres de la novela moderna

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Uno podría imaginar un autor llamado Albert Brownson, o quizá Rodger Tenning. Aunque Robert Browning y Alfred Tennyson son en muchos aspectos dos autores muy distintos, por otra parte (y no sólo porque sean las dos figuras más importantes de la poesía inglesa de la era victoriana) uno los imagina siempre juntos y, en cierta manera, se complementan el uno al otro. En Ada hay un poema, escrito por Vladimir Nabokov, atribuido a un tal Robert Brown, un híbrido entre los dos y quizá, también, Matthew Arnold.

Robert Browning, según Harold Bloom, es uno de los poetas más infravalorados de la lengua inglesa. En realidad, es uno de los escritores más originales y fascinantes de la literatura. Su obra mayor, aparte de la inolvidable pieza dramática Pippa Passes, es una intrincada y majestuosa novela en verso, El anillo y el libro. Su especialidad, como la de Tennyson, fue la creación de monólogos dramáticos, poemas cuyo yo poético es un personaje definido y distinto del poeta. «Childe Roland to the Dark Tower Came», «Caliban upon Setebos», «Andrea del Sarto», «Fra Lippo Lippi», «A Toccata of Galuppi’s», «Rabbi Ben Ezra», «An Epistle Containing the Extrange Medical Experience of Karshish, the Arab Physician»: la lista de perfectas obras maestras es larga. En muchos de los mejores monólogos dramáticos de Browning, la belleza no depende tanto de la intensidad de las imágenes como de una realidad oculta que el lector debe descubrir tras una exposición más o menos lógica, normalmente narrativa. Shakespeare es a menudo el dios que se esconde tras sus versos.

Tomemos uno de sus poemas cortos más justamente famosos, «My Last Duchess» («Mi última duquesa»), una miniatura impecable. Estamos en el siglo XVI, supuestamente. Hay dos personajes en el poema, el duque de Ferrara, responsable de todo el parlamento, y un miembro del séquito de otro duque, supuestamente del Tirol (por la referencia a Innsbruck al final del poema), que tan solo escucha, como nosotros. En su palacio, el duque de Ferrara comenta un fresco de su difunta esposa, apenas una muchacha. Es un retrato de gran belleza, podemos inferir, y el centro de esa belleza es cierto rubor que se aprecia en la mejilla de la duquesa. El duque nos explica, con cierta indignación, que cualquier cosa podía provocar ese rubor de felicidad (mi improvisada traducción no es muy elegante, pero es literal):

                                                                        She had
A heart – how shall I say? – too soon made glad,
Too easily impressed; she liked whate’er
She looked on, and her looks went everywhere.
Sir, ‘t was all one! My favour at her breast,
The dropping of the daylight in the West,
The bough of cherries some officious fool
Broke in the orchard for her, the white mule
She rode with round the terrace – all and each
Would draw from her alike the approving speech, 
Or blush, at least. She thanked men, – good! but thanked
Somehow – I know not how – as if she ranked
My gift of a nine-hundred-years-old name
With anybody’s gift. Who’d stoop to blame
This sort of trifling?

                                                                  (Tenía
un corazón, ¿cómo diré?, que demasiado pronto se alegraba,
demasiado fácilmente impresionable; le gustaba cualquier cosa
que mirase, y sus miradas iban a todas partes.
Caballero, ¡todo le era igual!, mi dádiva en su pecho,
la caída del día en el Oeste,
la rama de cerezo que un idiota entrometido
rompía para ella en el vergel, la mula blanca
con la que daba vueltas por el patio… todos y cada uno
le merecían unas palabras de aprobación
o al menos un rubor. Daba las gracias a los hombres, ¡bien!, pero las daba
de una forma… no sé… como si igualase
el don de mi nombre de novecientos años
con el don de cualquiera. ¿Quién se rebajaría a reprochar
tal jugueteo?)

Por supuesto, todo lo que desdeña el duque, a quien pronto descubrimos como una verdadera sabandija, nos revela la realidad en la que vivía la muchacha del retrato, que, según entendemos, a pesar de (o debido a) el desprecio del duque, era un ser humano lleno de ternura y sensibilidad. La palabra idiota (fool) para referirse al muchacho que, probablemente enamorado de la duquesa, arrancó una rama florida de un cerezo para ella, no denota verdaderos celos por parte del duque, lo cual lo humanizaría, sino mero desprecio hacia un inferior que se atreve a manchar la reputación del duque. La vara florida, la duquesita montada en la mula blanca, el ocaso en el Oeste, son imágenes que se entrelazan y se vuelven inolvidables, pero lo hacen en el marco de una vida humana concreta, de un modo que podríamos calificar de novelesco. Ese maravilloso juego del tono y las imágenes es lo que encontramos en los más grandes narradores, y lo hallamos, por ejemplo, en Nabokov (resulta difícil no pensar en sus unreliable narrators), en Borges, en Chéjov, en Kipling, en Conrad.

Tennyson es el otro gran maestro de la era victoriana (dejando a un lado a Matthew Arnold o al increíble Gerard Manley Hopkins). Hay tanta belleza en la poesía de Tennyson que uno no sabe por dónde empezar. Sus mejores obras («Ulysses», «The Lady of Shalott», «Mariana», «Lucretius», «The Lotos-Eaters» o «Tithonus», uno de los poemas más hermosos jamás escritos) están llenas de vívidos detalles del mundo natural y de una música inigualable, y a veces contienen un aliento épico que viene directamente de Homero. En «Mariana», que escribió con apenas veinte años, hay un uso magistral del correlato objetivo (mostrar en lugar de decir, expresar las emociones del personaje mediante detalles del mundo exterior). Todo el poema es una acumulación de maravillosos detalles que hablan silenciosamente de la solitaria Mariana (personaje sacado de Medida por medida), que espera interminablemente a su amante Angelo:

All day within the dreamy house,
  The door upon their hinges creak’d;
The blue fly sung in the pane; the mouse
  Behind the mouldering wainscot shriek’d,
Or from the crevice peer’d about.
  Old faces glimmer’d thro’ the doors,
  Old footsteps trod the upper floors,
Old voices call’d her from without.
[…]

The sparrow’s chirrup on the roof, 
  The slow clock ticking, and the sound 
Which to the wooing wind aloof   75
  The poplar made, did all confound 
Her sense; but most she loathed the hour 
  When the thick-moted sunbeam lay 
  Athwart the chambers, and the day
Was sloping toward his western bower. 

(Todo el día en la soñadora casa,  
las puertas crujían en sus goznes;  
la mosca azul cantaba en el cristal; el ratón  
tras los mohosos zócalos chillaba  
o por una grieta se asomaba a mirar.   
Viejos rostros fulgían a través de las puertas,  
viejos pasos sonaban en los pisos de arriba,  
viejas voces la llamaban desde fuera.
[…]

El gorjeo del gorrión en el tejado,
el lento tictac del reloj, y el sonido
que al lejano y galante viento
hacía el álamo, todo confundía
sus sentidos; pero sobre todo odiaba la hora
en que un rayo de sol lleno de motas se acostaba
a través de las estancias, y el día
se inclinaba hacia su alcoba en el Oeste.)

Uno diría que la influencia más decisiva de la gran poesía inglesa de la era victoriana ha tenido lugar en el ámbito de la novela, y no en el de la poesía lírica. Hay algo en algunos de los mejores novelistas en lengua inglesa del siglo XX (Joyce, Virginia Woolf, Nabokov, Anthony Burgess, Thomas Pynchon), y en otros grandes escritores, como Borges y Bioy Casares, un espíritu de profunda precisión lírica, que no estaría ahí, me parece, si no fuera por los grandes poemas de Tennyson y Browning. Los monólogos dramáticos de ambos, y en particular los de Browning, influyeron poderosamente en algunos grandes poetas (Robert Frost, Willim Butler Yeats) y en algunos poetas importantes (T. S. Eliot, Ezra Pound), pero hoy en día a ambos se los considera aburridos y pasados de moda, productos de una época hipócrita y artificial, y ningún poeta los cita como influencia. Lo cierto es que ambos son poetas del final de una época del mundo. Al igual que los últimos compositores del romanticismo tonal, la obra de ambos es enormemente rica y está llena de una belleza otoñal y crepuscular; están situados en la (aparente) extenuación de una forma de pensar y de vivir, en el límite de saturación de ciertas formas, de ciertas corrientes de energía. Serán los mejores narradores en prosa los que recojan ese espíritu, los detalles, la plasticidad de las imágenes, las múltiples dimensiones.

¿Qué pasaría si los novelistas españoles comenzasen a leer a Robert Browning y a Alfred Tennyson? Quizá nada. Pero quizá nuestra realidad empezaría a volverse más nítida, más precisa. Una brisa desconocida y húmeda comenzaría a soplar, atravesando nubecillas, párrafos, arboledas, una luna amarilla se desvelaría en el cielo, todo se cubriría de gotitas de relente, aterciopelando las cosas de lejos, enjoyándolas de cerca. ¿Qué leen los novelistas españoles? Para mí, es un misterio. Galdós, quizá. Adorno. John Banville. Quizá leen todo el tiempo a Browning y a Tennyson en secreto, qué sé yo. Por supuesto, es muy fácil hacer este tipo de generalizaciones.

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