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La gran mentira

Américo. El hombre que dio su nombre a un continente

Felipe Fernández-Armesto

Tusquets

Trad. de Jesús Cuéllar

312 pp.

20,00 €

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Suele afirmarse que todos los pillos tienen suerte. La fortuna de Américo Vespucio consistió, ni más ni menos, en que alguien bautizara con su nombre un continente sin reparar en las consecuencias de tal gesto. En cualquier caso, la magnitud de la suerte que cupo al florentino no por necesidad guarda proporción con el tamaño de sus golferías.

A tales efectos no resulta nada fácil cohonestar la escritura de las hazañas de un embaucador con el desentrañamiento de la medida de sus embustes (geográficos, astronómicos…); sea como fuere, es para el lector todo un lujo que Felipe Fernández-Armesto se haya aplicado a la faena y haya salido airoso de ella. Biógrafo de Colón, buen conocedor del predescubrimiento de América; especialmente sensible a una historia ecológica del planeta, parecen éstos argumentos más que suficientes para acometer la descripción de la vida y hechos de esta especie de sosias colombino en la que devino su compatriota Américo. A ellos cumple añadir la calidad literaria de la que en sus escritos suele hacer gala Fernández-Armesto, quien a mi entender forma parte así del exiguo género de los académicos (historiadores y otros) buenos escritores por añadidura. Lo recordaba hace bien poco George Steiner (EPS, núm. 1.665, 24 de agosto de 2008), imputando el fenómeno a la frecuentación de la novela: «¿Por qué resultan mejor escritos los libros de historia, de sociología o incluso las biografías [que algunas novelas]? La prosa de Lévi-Strauss es mejor que el libro de cualquier novelista francés. Incluso hay economistas que tienen más estilo escribiendo que los propios novelistas. Los historiadores, como sir John H. Elliott, escriben de maravilla».

Pero vengamos ya al asunto. Américo nace en Florencia, una ciudad cuyas conexiones empresariales con Sevilla (acaso un poco menos intensas que las genovesas) bullen precisamente por los días del Descubrimiento. Lo hace en 1454; es, pues, apenas tres años más joven que Cristóbal. Estudiante mediocre, de exiguo celo religioso («mientras que Colón prácticamente no podía articular una palabra sin invocar al Todopoderoso»), la antología de atributos que Fernández-Armesto le prodiga entre las páginas 63 y 65 vale la pena de ser reproducida: «todo el mundo confiaba en él, sobre todo en los bajos fondos»; «los presos de la cárcel para deudores le pedían ayuda desde sus hediondas mazmorras»; «no podía decirse que fuera un caso de inusitada precocidad [profesional]»; «una especie de amañador», «proxeneta», «alcahuete»; adornado de «una vertiente vividora, picaresca, con la que lograba pequeños beneficios en bajos fondos y callejones, mediante tratos arriesgados y turbias compañías», practicaba asimismo «la falsedad», acompañada de «otras manifestaciones de falta de honradez». Es, no obstante, paradójico que el acto de birlarle la cartera a Colón (¡en cuya casa vivió de gorra una temporada!) lo hiciera otro por él sin mediar –que se sepa– encargo. ¡Todos los pillos tienen suerte! Sea como fuere, su existencia a la sombra de los Médicis acabó mal, y «no parece sorprendente» que, dada su trayectoria, Américo buscara acomodo en Sevilla. Más paradojas: lo hará de la mano de los Berardi, parte sustancial de la apoyatura financiera de Colón. Pero tampoco la experiencia empresarial y sevillana de Américo salió como él imaginaba. La alternativa consistió en una huida hacia delante, hacia las Américas, formando parte de la expedición que en 1499 capitaneó Alonso de Ojeda. Y así, haciendo gala una vez más de su tortuosa trayectoria, «no está claro en calidad de qué se unió Américo al viaje de Ojeda» (p. 100). Lo que sí es cierto es que no lo desaprovechó. Fue durante este periplo cuando Américo se fabricó su propio curriculum de navegante, astrónomo, capaz incluso del cálculo de la longitud. La mezcla de trapacerías, medias verdades, interpolaciones, ignorancias, etcétera, que finalmente Américo vertió en sus escritos como resultado de este viaje, y del que en 1501 realizó al Brasil desde Portugal, son ahora escrutadas por Fernández-Armesto poniendo en juego saber y oficio. «Fuentes viciadas asuelan la historia de la exploración. Más que ningún otro tipo de género histórico, éste depende de mapas y de relatos autobiográficos: documentos singularmente susceptibles de distorsión, deformación, enmienda y falsificación» (p. 139). Entramos ya, pues, en el camino de la impostura. Que, por cierto, no era más fácil de colar en 1500 que en 2000. Júzguese: «Según ciertos informes, el Gobierno español, justo para el quinto centenario, pagó a un librero de Barcelona 67 millones de pesetas por un manuscrito hasta entonces desconocido: supuestamente, una copia de una colección de documentos redactados por el propio Colón. La procedencia de los textos aún no se ha hecho pública y, aunque muchos reputados expertos se apresuraron a recibir de buen grado esta fuente aparentemente novedosa, hay motivos de sobra para recelar de ella» (p. 140).

Sabido esto, ¿quién, en suma, se habría atrevido a poner en solfa la afirmación vespuciana de haber «descubierto una cuarta parte del mundo»? ¿Cómo saber por entonces que había sido Cabral y no él el descubridor del Brasil? A pesar de todo, «el bautizo de América escapó a la comprensión y el control de Vespucio» (p. 254), paradoja entre paradojas de quien, a no dudarlo, y de habérsele ocurrido, hubiera motu proprio redondeado así la faena. Por lo demás, la fortuna del montaje debió lo suyo tanto a la pirueta editorial como al propio márketing con el que todo el asunto apareció envuelto. Dos sesudos eruditos de principios del siglo XVI (Waldseemüller y Ringmann) preparaban por entonces una puesta a punto de la Geografía de Ptolomeo. Los sabios tenían a mano los escritos de Vespucio. A cierta altura del proyecto éste se mostró difícilmente realizable tanto desde el punto de vista económico como editorial, de manera que sus impulsores decidieron sin más «tomar un atajo»: redactarían una introducción al viejo texto ptolemaico añadiéndole un mapamundi que incorporara los recientes descubrimientos habidos al otro lado del Océano, en África y el Índico. La Cosmografia Introductio así resultante constituyó de inmediato una novedad singular en el panorama de la industria editorial, por cuanto el mapa en cuestión se presentaba a guisa de papel pintado plegable de unos cuatro metros cuadrados de extensión. Al poco aparecían también secciones del mismo (¡el mapa en fascículos!) que, encoladas sobre una esfera de madera, permitían disfrutar en casa del nuevo mundo a los pies del propietario. Se fabricaron más de mil ejemplares del citado planisferio, aunque sólo uno ha sobrevido. El anfitrión podía así presumir ante sus visitas espetándoles: «Y ésta es la América de la que tanto se habla últimamente».

Los muñidores de la falacia daban así por buena, ¡faltaría más!, la atribución a Vespucio del descubrimiento de la cuarta parte del mundo que, como las tres primeras, debería en congruencia revelarse mediante género femenino. Así nació América. Waldseemüller y Ringmann apostillaban en 1507: «No veo motivo por el que alguien pueda en razón desaprobar un nombre derivado del de Américo, el descubridor, un hombre de astuto genio. Un nombre apropiado sería Amerige, que [en griego] significa tierra de Américo, o América, ya que Europa y Asia han recibido nombre de mujer» (p. 259).

Y así quedó. Salvo que el criterio de igualdad de género entre las cinco partes del mundo propicie ahora el equilibrio entre ellas, y a alguna le toque apechugar con Europo o Áfrico con el fin de acompañar a Américo. Por cierto: también cabría elegir entre Colombia o Colombo. Aunque mejor no dar ideas.

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Ficha técnica

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