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Bares

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Bares hay en todas partes. Esos viejos bares españoles que había antes con barra de zinc, grifo de vermú y despliegue de pinchos de tortilla, bistrôts parisinos, pubs ingleses, tabernas andaluzas, sofisticados bares de hotel, tascas marineras, American bars de Tom Waits y Bruce Springsteen… Los bares japoneses son otra cosa, un tipo de establecimiento tan propio de su cultura como los sento y los onsen o las barras de sushi o de ramen. Una institución japonesa.

Tokio, casi todas las ciudades del país, están repletas. Muchos sólo para japoneses, bares de hostesses con las que conversan durante horas, de manera continuada a menudo a lo largo del tiempo y a precios altísimos que con frecuencia paga la empresa. Son el refugio de los salaryman, a los que sus esposas no esperan temprano en casa y no tienen nadie más con quien hablar de lo que de verdad les importa. No se va en grupos de hombres y mujeres, o en pareja, no se va a ligar siquiera: se va a ser atendido por mujeres. El porqué de esta peculiar manera de entretenimiento, desaparecida hoy en día en cualquier otro país desarrollado, está en la peculiar cultura de trabajo japonesa. La división por sexos —hombres que sufren cada día largas horas laborales mientras las mujeres mantienen la casa— perdura desde que terminó la Guerra. La acumulación de horas extra, el tsukiai zangyo —la costumbre de permanecer en el trabajo de manera innecesaria sólo porque también lo están haciendo los colegas— y la imposición del nomikai como parte de ese sistema laboral hacen necesarios decenas de miles establecimientos por todas partes. Barrios enteros a veces de edificio tras edificio con uno o varios bares por piso.

Imposible entender Japón y su sociedad sin ese fenómeno propio, diferente a  cualquier cosa que podamos tener o entender en otro sitio, las hostesses japonesas; ni prostitutas ni geishas aunque parte con ellas tal vez de un mismo entramado, el ejército de mujeres que ha sostenido durante siglos el ukiyo, mundo flotante. No me extraña que nuestros traductores no encuentren todavía hoy en día palabras para llamarlas en español. Cómo explicar qué son, cómo funciona el sistema, todo ese submundo (o mundo, en definitiva, porque no está oculto en absoluto) que los japoneses agrupan como mizu sh?bai, negocio del agua o negocio húmedo. A mí sólo la literatura y el cine, llenos una y otro de bares y hostesses, me han ayudado a entenderlo.

A otros se va sólo a beber. A conversar también, quizá, pero a beber sobre todo. No pasa nada por ir solo y sentarse en la barra las horas que haga falta. Maravillosos bares de hotel como el Oak Bar del Hotel de la estación de Tokio al que me fui una noche a leer la novela negra japonesa con que andaba entre manos y otra a conversar con la novelista Minae Mizumura y su marido, un prestigioso economista que escribe ensayos sobre Shakespeare. Pequeños bares clásicos de apenas ocho puestos en la barra de madera con botellerías dignas de museo y camareros a la antigua con chaleco y corbata, o pajarita, que saben bien lo que se traen entre manos y cómo se debe preparar y servir cada bebida. Bares de whiskey con botellas incunables que nunca habías visto y la colección completa de los japoneses, los mejores del mundo en opinión de muchos entendidos. Bares que parecen sacados de películas de los años 50, como el Star Bar en Ginza. Bares de mixología con camareros que elaboran sus bebidas con pulcritud de artesano o alquimista o como si fueran chefs de tres estrellas —Gen Yamamoto, en Tokio, el mejor; o Kitsushu Ixey en Kioto—. Minúsculos barcitos arrabaleros, también, en yokochos como Golden Gai, ese pintoresco enclave en Shinjuku con más de 200 locales, de repente, apiñados en pequeños y frágiles edificios de dos pisos a lo largo de seis callejuelas. Una reminiscencia de cómo era Tokio antes de que el boom económico e inmobiliario fuera arramblando uno tras otro con esos barrios. Golden Gai fue zona de contrabando durante la guerra y la postguerra y de prostitución todavía hasta que la prohibieron a fines de los 50. Bares temáticos, de dardos, de béisbol, de rugby, de go, de J-pop. La jetée es el bar mítico de la gente del cine, un espacio minúsculo en Golden Gai que mantiene hace años Tomoyo san, que dicen que fue pareja de Chris Marker y le puso al bar por eso el nombre de su película. Marker cerró el bucle con una escena ahí en Sans Soleil, su film tokiota. En La jetée recalan Wim Wenders, Tarantino, Juliette Binoche, Isabelle Hupert, Jose Luis Guerin, cuando vienen por Tokio. Yo fui una vez con Isaki Lacuesta, pero no con Sophie Calle, lástima, cuando vino a Tokio, pese a que hablamos de Marker y de su amor por los gatos y el plan era acabar ahí la noche.

Mis preferidos son los bares de jazz o de rock donde se va sobre todo a oír música, poco más, a menudo, que una barra y estanterías detrás llenas de discos. Una variedad de sitios memorables que va de los record bars a los jazz kissa, una categoría propia y casi independiente dentro de la institución «bares japoneses». Una institución en sí misma. Mi favorita entre las muchas cosas propias de este país incomprensible.

Este tipo de lugares surgió en los años 20, cuando el jazz se comenzó a popularizar en Japón. Se suele pensar que jazz y béisbol llegaron con la ocupación tras la Segunda Guerra Mundial, traídos por los soldados norteamericanos y difundidos por sus emisoras de radio, pero no es así en un caso ni en otro. Ambos llegaron durante los años 20, en el marco de un furor por la modernización que venía de la época Meiji y solía significar, sin más, occidentalización. Durante los años 20 y 30 el jazz sonaba ya en las emisoras de radio y se tocaba en los bares de Ginza. Todo eso acabó con la guerra, cuando se prohibieron influencias extranjeras que no vinieran de los países aliados, como el cine de Hollywood o el jazz, pero volvió en seguida al acabar, ahora sí posiblemente reforzada por la presencia norteamericana. Tocadiscos y discos de jazz, importados, eran caros y la posibilidad, para sus amantes japoneses, de tener uno en casa, muy difícil. Por eso surgieron los cafés y los bares de jazz, sitios donde no se iba a conversar sino a escuchar música religiosamente, como si en muchos de ellos hubiera un código de silencio.

Jazz Kissa se los llama en general, abreviación de jazz kissaten, cafés de jazz. Kissaten son los cafés antiguos que quedan aún por todas partes, donde se toma blended coffee preparado todavía a la manera artesanal japonesa, un procedimiento con filtros y aparataje precioso que en nada se parece a nuestras máquinas europeas. Alcanzaron su mejor momento en los años 60 y yo imagino que debía de haber decenas en Tokio. La mayoría han ido desapareciendo poco a poco desde entonces; van cayendo unos cuantos al año porque se termina el alquiler o porque las grandes inmobiliarias han puesto el ojo en el barrio para otro de los nuevos desarrollos urbanos que están acabando con el tejido antiguo de las ciudades. En mis cuatro años en Tokio he leído en los periódicos la noticia de la desaparición de uno, el cierre de otro… El Bar Dylan II en Kioto cerró de la noche a la mañana. Pero he tenido todavía afortunadamente la oportunidad de conocer unos cuantos, y otros han quedado en mi lista de pendientes por culpa de la maldita epidemia que me ha impedido disfrutar de mis últimos meses en Japón.

A Jazz Kissa, y a muchos record bars también, se va a escuchar y no a hablar. La música es el centro, el objetivo, no algo de fondo para ambientar la noche. Muchos tienen sistemas potentes de alta fidelidad y sillas colocadas en semicírculo frente a altavoces enormes que proyectan la música como si fuera la palabra de Dios. Listening bars se los empieza a llamar ahora, aunque no sé si los dueños o los clientes del Café Lion o el Bar Martha son conscientes siquiera de que ahora se llama así a sus sitos de toda la vida.

Algunos tienen a veces tantos discos —el bar Martha, JBS Shibuya— que uno se pregunta cómo han podido acumularlos, a lo largo de cuántos años, qué inversión supone eso, qué pasará el día en que el bar cierre.

No siempre es fácil dilucidar la frontera entre record bar y jazz kissa, la línea puede estar en que éstos —DUG por ejemplo, en Shinjuku, o Big Boy en Jimbocho— sirven café por la tarde y se convierten en bares cuando anochece mientras aquéllos, como el Bar Martha, son bares de cabo a rabo y sólo abren de noche.

Los hay de jazz, de soul, de rock, de funk, de J-pop. El café Lion en Shibuya es uno de los pocos que quedan en Tokio donde se va a oír música clásica. Otra colección impresionante. La camarera anuncia el disco que va poner, y suena por unos altavoces enormes. A quienes hablan algo, aunque sea muy bajito, se les acerca con un cuadernito y dos lápices para que se sigan comunicando por escrito.
¿Mis preferidos? El mítico JBS —Jazz Blues Soul Bar—,  en Shibuya, el bar con la mayor colección de discos de Tokio, 10.ooo por lo menos. Kobayashi san lo abrió a principios de siglo con la colección que había ido conformando a lo largo de décadas.  El Bar Martha, en Ebisu, es el más bonito. Son antipáticos a decir basta, lo primero que te dicen al entrar es que no se puede hacer fotos —me parece muy bien, por cierto— pero es el mejor record bar de Tokio. El bar de jazz del manco, un segundo piso en Golden Gai cuyo dueño se basta con su único brazo para cambiar los discos, poner las copas, preparar la comida y cobrarte. Es difícil encontrarlo, yo lo consigo sólo si está abierto y el cartel puesto en la calle. A Big Boy suelo ir a tomar café después de patearme a la hora de comer algunas de las librerías de ese barrio de libros. A DUG, uno de los más importantes de Tokio, voy en cambio por la noche, a menudo cuando no encuentro el bar del manco y La Jetée —el de la gente del cine— está cerrada. Está ahí mismo, al otro lado de la avenida. Hozumi Nakadaira, el dueño, es fotógrafo también y nunca me voy sin algunas de las tarjetitas que reparte con sus fotos de Miles, Blakey, Monk. O esta que tomó a Coltrane en el Festival de Newport en el 63.

Ahí entran un día Watanabe y Midori, los protagonistas de Tokyo Blues, de Murakami, después de clase de alemán. «Vengo aquí de vez en cuando —le dice ella—. No te hacen sentir vergüenza de beber por la tarde».

Pero mi verdadero bar preferido no existe en realidad: el bar Luna, en Ginza, que se repite en varias  películas de Ozu. Las películas de Ozu, como muchas de Naruse o de Kawashima, están llenas de bares. El Luna aparece en Higanbana (Flores de equinoccio, 1958), en Akibiyori (Otoño tardío, 1960) y en Sanma no aji  (El sabor del pescado de otoño, 1962). El mismo bar, aunque aparezca situado cada vez de manera diferente  en el mismo decorado de una calle repleta de bares; y con el mismo cartel. Lo diseñó el propio Ozu, por cierto, como diseñaba prácticamente todo lo que vemos en sus películas, hasta los títulos de crédito o las tazas de té que se repiten también de una a otro. Es ahí donde Mikami-san, el afligido padre que hace Chish? Ry? en Higanbana, le dice a Shin Saburi que trabaja ahora su hija como hostess.

No es sin embargo en el Luna, tristemente, donde tiene lugar mi escena preferida del cine japonés. En Sanma no aji el Sr. Hirayama (Chish? Ry?) se encuentra por casualidad con Sakamoto (Daisuke Kat?), que lo reconoce como el capitán de su barco durante la guerra y lo invita a su bar favorito, Torys.

Sakamoto: Si Japón hubiera ganado, ¿cómo serían las cosas? Si hubiésemos ganado estaríamos en Nueva York. Sí, en Nueva York. No imitaciones, el New York de verdad. En América. Pero perdimos Y ahora los jóvenes menean el trasero a ritmo de jazz. Si hubiéramos ganado, los de ojos azules llevarían pelucas negras y mascarían chicle mientras cantan canciones japonesas.
Hirayama: Menos mal que perdimos.

Y a continuación esa otra escena fantástica cuando la dueña del bar, Kaoru (Ky?ko Kishida), pone una grabación de la canción patriótica Gunkan k?shinkyoku, el himno de la Imperial Japanese Navy y ahora de la Japan Maritime Self-Defense Force, conocida normalmente como Gunkan m?chi (Marcha Gunkan), y Sakamoto marcha arriba y abajo, saludando y cantando sílabas sin sentido al compás de la música, mientras Hirayama y Kaoru hacen también el gesto de saludo. Una maravillosa escena de bar japonés. 

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