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Asustar o seducir (I)

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Son muchas las razones que explican el atractivo de Podemos para los medios de comunicación, el público en general y los estudiosos de la vida política en particular. Desde luego, no deja de ser sorprendente que un partido formado por jóvenes académicos haya logrado convertirse, en un tiempo récord, en una potente fuerza electoral en un país cuyo sistema electoral ha solido castigar estas aventuras. Pero a eso hay que añadir su capacidad para llamar la atención, fenómeno cognitivo y emocional cuyo valor se ha multiplicado en la sociedad de la información. ¡Ser llamativo no tiene precio! Su último episodio destacable, una pugna pública entre las dos sensibilidades que luchan por hacerse con el control de la organización, merece comentario. Sobre todo, porque nos sirve para iluminar dos aspectos clave de la actividad política: su autonomía respecto a la moral y el papel de las emociones. Hasta las coyunturas partidistas menos edificantes, pues, ofrecen lecciones valiosas.

Sucedió hace cosa de una semana, al hilo de la disputa por el liderazgo del partido en Madrid y bajo el impacto aún reciente de la decepción provocada por el frustrado sorpasso en las elecciones generales de junio. No hay organización política donde las frustraciones dejen de causar revuelo interno y contestación del liderazgo. Podemos no es una excepción y el debate poselectoral ha girado alrededor de dos cuestiones correlativas: el tono de su discurso político y la posibilidad de forjar una alianza con el PSOE. Esto último es lo que defienden los llamados errejonistas, cargados de razón tras la pérdida de votos del 26-J. A ellos iban dirigidas estas palabras de Pablo Iglesias:

Parece que el problema es asustar a los creadores de opinión. Pues yo os digo una cosa: el día que dejemos de dar miedo […] seremos uno más y ese día no tendremos ningún sentido como fuerza política.

Miedo, se entiende, a la casta: a quienes ven amenazados sus intereses por un partido como el que él lidera. Íñigo Errejón, número dos del partido, lo ve de otra manera:

A los poderosos ya les damos miedo, ese no es el reto. Lo es seducir a la parte de nuestro pueblo que sufre pero aún no confía en nosotros.

Dejando a un lado el melodramatismo del «pueblo que sufre», característico del lenguaje populista de tinte latinoamericano que Podemos se empeña en trasplantar a España, el mensaje de Errejón es claro: su partido debe dejar de dar miedo para así ser más elegible. Iglesias, que respondió con otro tuit al tuit de su compañero de viaje, discrepa: «Hablando claro y siendo diferentes seducimos más». Para aclarar la alusión, intervino Irene Montero, su jefa de gabinete: «Seducir es ternura con los de abajo y dientes afilados con los de arriba. Ayudar a los más a sacudirse el miedo». De donde resulta que dando miedo a unos –los poderosos– se quita el miedo de otros –los desposeídos– a votarles. Rita Maestre, otra cabeza visible del partido, vino a confirmarlo con un fraseo sólo un poco menos lírico: «No les da miedo un partido, les da miedo la gente. La clave es no ser partido, sino herramienta de la gente». Iglesias remachó este clavo defendiendo, en un mítin, un «lenguaje del cambio» que consiste en «politizar el dolor» eludiendo toda corrección política: diferenciándose, en fin, del adversario. ¡Y vistiéndose distinto!

Leyendo este intercambio de argumentos, que para la mayoría de comentaristas ha evocado la pugna entre bolcheviques y mencheviques dentro del comunismo ruso, así como la larga tradición de desencuentros entre la izquierda radical y la socialdemocracia burguesa, era difícil no escuchar otros ecos bien distintos: los que ha dejado en el aire de los últimos cuatro siglos la fulminante mirada de Maquiavelo. Mirada sobre el poder y los hombres de poder, sobre la política y su ejercicio. Ya que, mucho antes de que hablásemos explícitamente del poder del discurso, Maquiavelo ya aludía al control de las palabras. Y sin necesidad de conocer las últimas noticias de la neurociencia, el florentino subrayaba la importancia de las emociones para la conquista y el mantenimiento del poder. El texto, perteneciente al capítulo XVII de El príncipe, es justamente célebre:

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado. Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado.

Las razones de nuestro venerable pensador son claras y remiten a su realismo antropológico: los hombres, nos dice, son «ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro». Y por eso ofenden más fácilmente a quien se hace amar que a quien se hace temer, por una causa elemental:

El amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca.

Aquí encontramos otra razón que aconseja al gobernante ser temido antes que amado: el amor depende de la voluntad de los hombres, y el temor de la voluntad del príncipe, siendo más prudente que este se apoye «en lo suyo y no en lo ajeno». ¿Por qué ceder el control cuando es posible retenerlo? Aunque se tratará, matiza, de evitar el odio, emoción primaria que demasiado fácilmente conduce a la insurrección en momentos de debilidad. En resumen, el consejo de Maquiavelo es claro: si no podemos ser temidos y amados, es mejor ser temidos, siempre y cuando no seamos también odiados.

Es quizás ocioso añadir que todo ello se asienta sobre el realismo moral maquiaveliano. Eludiendo todo idealismo, Maquiavelo observa –sin aplaudir– que la política no conoce moral. O, mejor dicho, que funda su propia moral juzgando buena o mala una acción según cuál sea su contribución al fin primario de la preservación del poder. He aquí, por tanto, una genealogía de la moral –política– que prescinde de toda ilusión. Sabido es que Maquiavelo había vivido lo suyo y ejercido cargos públicos: su desengaño es un producto de la experiencia. Lo que esa experiencia le enseña es que «hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que debería hacerse, aprende antes su ruina que su preservación». No es país para bondadosos: la política no se hace con buenas intenciones.

Pues bien, una lectura maquiaveliana del tenso diálogo entre las facciones de Podemos no carece de interés, por mucho que el padre de la ciencia política moderna hable para un contexto distinto. Sobre todo, es un escenario predemocrático, aunque pudiera ser más o menos republicano: Maquiavelo habla para el gobernante que no debe presentarse a elección alguna. Ahora bien, eso no significa que deba ignorar las opiniones de los súbditos o descuidar su reputación ante ellos; todo lo contrario. Sin ganarse su favor, ningún gobernante puede contar con mantenerse en el poder sin sobresaltos o rebeliones. Por otra parte, Maquiavelo se dirige a quien ya detenta el poder y desea conservarlo, mientras que los pugnaces politólogos de Podemos aún tratan de obtenerlo. Intento que se produce, como acaba de decirse, en un sistema democrático multipartidista. Las enseñanzas del florentino son así de aplicación al caso que nos ocupa siempre y cuando identifiquemos con cuidado la diferencia que introduce la democracia representativa. Por el camino, es posible que recordemos por qué esta última supone un gran avance respecto de otros regímenes políticos: porque somete la lucha por el poder a límites precisos.

De lo que no cabe duda es de que las declaraciones de los líderes de Podemos confirman que la política hace tiempo que se separó de la moral, algo que vale también para formaciones políticas que –como es el caso– enarbolan la moral para hacer política. Los juicios morales explícitos son buenos en la medida en que sirvan para obtener el poder; o, en este caso, y cuando menos, ganar votos. Pero serán malos si alejan a la formación de ese objetivo. Su valor es instrumental. Y lo mismo puede decirse del dilema entre seducir o asustar: ni seducir ni dar miedo son fines en sí mismos, sino medios para el fin de la conquista del poder. Sin olvidar que seducir o dar miedo son, también, las estrategias que siguen Iglesias y Errejón en su disputa por el control interno.

Si volvemos a las categorías maquiavelianas, lo que dice Iglesias es que ser temido resulta más beneficioso electoralmente que ser amado. Aunque, en sentido propio, hablamos más bien de aparecer como temible: temible para los poderosos a ojos de los votantes. Y parecer temible implica, según Iglesias, no dejarse normalizar. Es decir, presentarse como un partido diferente a los demás en todos los aspectos –incluido el código indumentario de sus dirigentes– y negarse en redondo a pactar amigablemente con otras fuerzas políticas. Se hace necesario mantener el colmillo retorcido y no dejarse engañar por el espejismo de la transversalidad. Por el contrario, Errejón defiende que ser amado es, con mucho, preferible. Y ello porque ser temido no ha traído los votos esperados, sino que los ha ahuyentado. Podemos ha dado miedo a más votantes de a los que ha seducido.

Aquí es donde el matiz democrático tiene efectos decisivos. Podemos es uno de los partidos que concurre a las elecciones, compitiendo con los demás en todo momento por la atención y el favor de los electores. Mientras que el príncipe renacentista se presenta en solitario ante los súbditos, habiendo de elegir si ser amado o temido por ellos en conjunto, un partido político democrático desarrolla su estrategia electoral en competencia con los demás. Por esa razón, la dicotomía maquiaveliana no termina de aplicarse satisfactoriamente a las democracias representativas, que, de hecho, han invertido los términos tradicionales: seducir al votante mediante la promesa se ha convertido en una norma que ni siquiera los partidos populistas en tiempos de crisis llegan a romper. Porque Podemos habrá sido crítico con la casta, pero complaciente con el pueblo.

Así pues, el miedo que defiende Iglesias no es el de sus votantes, sino de la presunta oligarquía contra la que «la gente» se levanta. Para Rita Maestre, incluso, es esa gente sin miedo la que da miedo a los poderosos. La estrategia afectiva de Podemos es transparente: se trata de ofrecer esperanza a quienes albergan resentimiento tras haber sufrido el impacto de la crisis, o se sienten víctimas de una situación injusta que les provoca indignación, una esperanza fundada en el hecho de que el partido que dice representarlos –«politizando su dolor»– causa miedo al establishment. Sucede que esta estrategia, característica del populismo, presenta un problema ya identificado por Maquiavelo: que el temor produzca odio. A esto se refiere Errejón cuando dice que el miedo a «los poderosos» está logrado y de lo que se trata es de seducir a quienes no confían en ellos. Se refiere así a los votantes que reaccionan a la estrategia frentista de Iglesias con algo más que miedo, esto es, con un sentimiento de rechazo visceral que constituye el anverso de la «diferenciación» perseguida por Iglesias. De manera que, si bien el miedo produce votantes, también los espanta. Y para Errejón, las cuentas no salen. Quién de los dos tiene razón, ya lo veremos.

No acaba aquí, sin embargo, el interés del tema. El dilema entre asustar o seducir, que apunta a la manufactura de emociones como medio ordinario para lograr el fin de la victoria electoral, remite al uso público de los afectos en la política contemporánea: democracias sentimentales en las que la tradicional apelación a las emociones se ve reforzada por el nuevo conocimiento que se tiene de ellas. Diremos alguna palabra al respecto la semana que viene.

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