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Avatar, de James Cameron

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Hoy han desaparecido aquellos pintorescos profesionales que en las ferias vendían dos camisas por el precio de una, calcetines irrompibles, jarabes curalotodo y productos así. En mi infancia y en mi tierra se les llamaba charlatanes, en otros lugares creo que se les conocía por subastadores. Escucharles daba gusto. Su habilidad para el elogio sutilmente burlón, para el chascarrillo que ayudaba al buen fluir del discurso, era proverbial. Su argumentación tenía un culmen similar al desenlace de las mejores películas de intriga: la solución al gran misterio del precio de venta último de sus productos. Porque lo que según ellos valía cien pesetas en la propia fábrica lo dejaban a sólo cinco duros, además y siempre por el mismo precio, esto es, veinticinco pesetas: «Aquí tienen ustedes este jabón para el cutis de su señora, o este peine anticaspa para usted o para su cuñado o para su señor padre y no tienen ustedes que elegir entre una cosa u otra, que todo se lo ofrezco por el precio de una camisa. A ver, ¿quién es el primero que se anima? A ver, venga, usted, señor».

Bueno, pues sí, yo me he animado, he pagado los siete euros de la entrada y los tres de las gafas y me he metido en la sala para ver Avatar. El reclamo ha funcionado. No digo que la película tenga la sustancia de aquellos crecepelos o jarabes antitodo, Dios me libre, pero sí que su reclamo parece apoyarse en esas técnicas de embaucamiento que hoy han pasado a formar parte de lo que en español se llama mercadeo y en inglés marketing. En la campaña publicitaria de Avatar, la directa y la indirecta en la que tanto papel desempeñan los informativos televisivos nacionales, se ha enfatizado su novedosa condición de las tres dimensiones o 3D. Pero la primera película en 3D, que yo sepa, data del año 1953, Los crímenes del museo de cera, con el inolvidable malvado Vincent Price en el papel de protagonista; del mismo año es Fort Ti, una historia de las guerras coloniales americanas entre franceses e ingleses, con la implicación de indios hurones e iroqueses, protagonizada por un tal Robert Montgomery, padre de Elizabeth Montgomery, quien se haría famosa años más tarde en el papel de bruja de la serie televisiva Embrujada.

Entonces las gafas tenían la montura de cartulina y los oculares eran de papel de celofán, uno tirando a rojo, otro tirando a verde, para cada uno de los ojos. El sistema fue lanzado a bombo y platillo, pero no prosperó. El cinemascope, que salió un poco después, se lo llevó por delante. Desconozco cuántas películas más se hicieron en 3D, pero me temo que no llegaron a media docena. Así que me intrigaba comprobar si, dado el enorme crecimiento tecnológico experimentado desde 1953, el procedimiento había evolucionado tanto como para consolidar lo que en aquellos años quedó sólo en grado de tentativa. Pues bien, según era de esperar, el entorno técnico es mucho mejor, las salas son también más confortables, las pantallas mucho más grandes, y hasta las gafas son mejores, con montura sólida y cristales, en nada distintas de las gafas habituales que usa la gente. Pero, paradójicamente, y ciñéndonos a la película que suscita este comentario, estas gafas tan logradas están en grave contradicción con su mensaje último. Estas gafas son todo un dispendio, un subproducto típico de la sociedad de consumo, un despilfarro que contradice una parte sustancial de la causa que se defiende. Porque en Avatar todo el mundo entiende que se defiende una causa: la causa ecologista. Y, ¿qué hacer con las gafas después de haber visto la película? Tirarlas, ese es su único destino. ¿Se imaginan el número de espectadores de Avatar en el mundo con récords absolutos de taquilla en Estados Unidos sólo durante la primera semana de exhibición? ¿Se imaginan el número de gafas que se van a ir al cubo de la basura, tras haber aplaudido el trabajo supuestamente ecologista de James Cameron, el director de la película? Mejor hubiera sido renunciar al 3D, desde luego, y no sólo por lo que acabo de decir, que seguro que a muchos sonará, llevados de su entusiasmo por la película, a demagógico, al menos contemplado desde Europa o desde Estados Unidos, no así, creo yo, desde África, donde una buena parte de la población no sueña siquiera, llegado el caso, con poder comprarse unas gafas que le ayuden a mejor ver.

Si no fuera ésta razón suficiente para prescindir de las gafas, habría otra que aún tiene más que ver con el propio ser de la película. El 3D nada le añade. Lo que nos admira es la presencia de un amplio elenco de criaturas fabulosas, que en el caso de los Na’vi, los humanoides de Pandora, son y no son al mismo tiempo los intérpretes, algunos tan conocidos como Sigourney Weaver. Y digo que son y no son, porque teniendo rabo, una altura de unos tres metros y la piel de color azulado, conservan la fisonomía básica de los actores que los encarnan, mediante una técnica llamada «captura de interpretación», que ha recogido y tratado en un ordenador sus gestos y ademanes. Quiero decir que la película es lo que es, más espléndida o menos espléndida, con o sin las gafas. Cualquier innovación que precise de complementos auxiliares para ver una película, con toda probabilidad estará condenada al fracaso. Habrá, si las películas tienen calidad y gustan al público, una cierta continuidad durante un tiempo no demasiado largo y, luego, vuelta a empezar. Este aditamento de las gafas acabará pesando como una impedimenta incómoda y los espectadores le darán la espalda. Es esta una profecía ya cumplida. Se cumplió en los años cincuenta del siglo pasado.

Es curioso además que el 3D, entonces como ahora, produjera un cierto efecto de distanciamiento, algo que recomendarían con gusto los brechtianos, aquellos que consideraban bueno para el intelecto no involucrarse emocionalmente en la historia. En Avatar el espectador tiende a prestar atención excesiva a los efectos visuales. Con esas megapantallas que hay ahora, yo tuve la sensación de hallarme ante un gran acuario circular, algo así como una gigantesca pecera, donde árboles, flores, animales y personas se mostraban casi al alcance de mi mano, lo que paradójicamente, parecía poner límites al escenario, algo que no ocurre en la pantalla plana, cuya capacidad de seducción está ampliamente probada.

Y algo más, lo confieso. Tenía yo un prejuicio con respecto a esta técnica del 3D reciclada. Intuía que el masivo lanzamiento comercial de Avatar, apoyado en esta característica como incentivo principal, tenía un reclamo más circense que cinematográfico, lo que, según están las cosas ahora, habría por necesidad de atraer muy especialmente a los palomiteros, esas personas tan animosas que van al cine, normalmente en grupo de cuatro o seis, como si fueran de picnic, aunque a veces sólo van en pareja, eso sí, bien pertrechados de sendos cubos llenos de esas crujientes palomitas que parecen ser un buen negocio pero que, a juicio de muchos, están reñidas con una sana afición al cine. Y, en efecto, así ocurrió. Ya he propuesto en estas páginas que lo mismo que se separa a los fumadores en los restaurantes habría que habilitar cines exclusivos para palomiteros. Pero, acaso porque me había preparado para ello, o porque los efectos especiales eran tan poderosos, apenas oí ese crujido de la palomita en la boca que se hace tan molesto. Una virtud que añadir a la película.

Y hora es ya de decirles de qué va, si es que alguien todavía no lo sabe. Jake Sully (Sam Worthington) un ex marine confinado a una silla de ruedas, es reclutado para viajar a Pandora, luna del planeta Polifemo, en el sistema estelar Alfa Centauro, a una distancia de 4,4 años luz, donde un consorcio corporativo está extrayendo un mineral, el unobtainium, necesario para resolver la crisis energética de la Tierra. Debido a que la atmósfera de Pandora es tóxica, han creado el Programa Avatar, en el que «conductores» humanos tienen sus conciencias unidas a un cuerpo biológico controlado de manera remota, llamado avatar, naturalmente adaptado para sobrevivir en ese entorno. Estos avatares han sido creados genéticamente como híbridos, combinando ADN humano con el de los nativos de Pandora, los Na’vi. A Jake, que, metido en el cuerpo de su avatar, siente la felicidad embriagadora de volver a caminar, se le asigna la misión de infiltrarse entre la tribu indígena de los Omaticaya, que constituye el mayor obstáculo para la extracción del preciado mineral.

Hasta ahí todo bien. En esta sinopsis, que sigue casi al pie de la letra la de la productora, están las claves de la película. Nos hallamos desde luego ante una historia de ciencia ficción, un género literario que prosperó en los cincuenta y en los sesenta, que tiene entre sus clásicos a escritores muy señalados, como Clarke, Bradbury, Asimov o Lem, por citar sólo unos pocos, y un número importante de lectores. De modo que este planteamiento es lo mejor de la película. Toda la primera media hora, o acaso algo más, sigue esa línea de excelencia. El viaje espacial, con los viajeros hibernados, su despertar, la incorporación a la misión, la presentación de los miembros de la base, el científico, el militar y el comercial (la doctora Grace Augustine [Sigourney Weaver], el coronel Quaritch [Stephen Lang] y Norm [Joel David Moore]). Igualmente deslumbrante resulta el primer paseo de Jake como un avatar por los bosques de Pandora, su primera incursión en el mundo de los Na’vi.

Pero, pasados los tres cuartos de hora inciales, la película no tarda en entrar, primero con timidez, y luego de modo decidido, en una senda de trivialización, sirviéndose de unos espléndidos efectos especiales, pero rindiéndose también a ellos, como si Cameron se hubiera dejado embriagar por su fuerza, de la misma manera que el personaje de Jake redescubre en el cuerpo del avatar creado en el laboratorio la dicha de volver a andar. Y es que, tan estupendo planteamiento, digno de la mejor ciencia ficción, no obstante su mensaje buenista, acaba dejándose engullir por una tradición cinematográfica muy reciente en la que prevalece la atención a un público juvenil tan aficionado a los argumentos elementales y ruidosos de las videoconsolas y que tanto interesa a los productores de Hollywood. Queda entonces en un segundo plano lo admirable de los escenarios o lo acertado de la recreación de los seres vivos que habitan la luna Pandora mediante el uso de esa tecnología de ordenador que ha roto prodigiosamente las barreras de la expresión cinematográfica. Porque al final estamos en lo de siempre, o en lo de casi siempre. Si la recreación edénica de la vida en el pequeño planeta que es la luna Pandora, con esas montañas flotantes a lo Magritte por causa de singulares fuerzas gravitatorias, es deslumbrante, la historia que la articula es pueril, no por su naturaleza de fábula o de cuento, sino porque su desarrollo resulta una vez más tan ingenuo como previsible.

Acaso Cameron, que debe conocer bien al público estadounidense, no ha tenido otra opción. En la sociedad norteamericana no ha habido lugar para reflexiones a lo Bartolomé de las Casas; basta repasar toda esa cinematografía del western, en su mayoría un autocomplaciente compendio genocida contra las tribus indias. O la más reciente actuación del presidente Bush, sorprendentemente elegido por dos mandatos, con su triste legado de guerras. De modo que Cameron se ha tenido que ir nada menos que al sistema Alfa Centauro para poder denunciar el imperialismo estadounidense sin que el público de ese país le diera la espalda, a pesar de que en Avatar hay mucho de metáfora, de parte que vale por el todo. La luna Pandora podría ser el Far West, y la tribu de los Omaticaya, cualquiera de las tribus de las praderas de Norteamérica, exterminadas o confinadas por Estados Unidos, flechas y lanzas contra fusiles y cañones. En Pandora, incluso con mayor desproporción: flechas contra armas de última tecnología, armas del siglo XXII.

Pero ya saben el viejo chascarrillo que dice que Dios ayuda siempre a los buenos cuando son más que los malos. En Avatar los Omaticaya no son más, pero a la postre resultan más poderosos. Su singular comunión con el sistema biológico en el que viven es tan íntima y completa que son capaces de reclutar a todos los seres vivos, aun aquellos de los que se alimentan, como parte de su ejército. A un nativo de Pandora le basta con juntar los últimos flecos de su coleta con la cola de un dragón volador para hacerlo suyo de por vida. Así que, llegado el momento de la gran apoteosis guerrera –con el coronel Quaritch atacando completamente enloquecido–, como aquel militar de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrik, es toda la luna Pandora la que se rebela contra el invasor, los tigres pandorianos, los dragones azules y rojos, las bestias más feroces se presentan por su propia voluntad en la batalla, como hemos visto a los animales de la selva acudir a la llamada de Tarzán para expulsar a los enemigos comunes.

En definitiva, que los Omaticaya resultan ser más poderosos que los imperialistas. Éstos sólo tienen sus armas. Los Omaticaya, todo lo demás. Y en ese todo lo demás se incluye la energía espiritual que reciben de sus antepasados a través de las ramas de su «árbol de las almas» y la fuerza y la agresividad temibles de las bestias de Pandora movilizadas a su lado. Armas secretas que los agresores ni entienden ni conocen. Son las armas del propio planeta, de la vida que ha generado que se resiste a morir. «Si vis pacem, para bellum», dice el clásico. Y los Omaticaya, no obstante su apariencia de buenos salvajes, cuentan con medios más que suficientes para derrotar a sus enemigos. Buenismo, sí, pero con el mazo dando.

Es una fábula como otra cualquiera, lo mismo que esta es una lectura de la película tan discutible como otra cualquiera.

Avatar, de James Cameron, está distribuida en España por Twentieth Century Fox

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