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Horizontes cercanos (I)

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Hablábamos en este blog hace un par de semanas de las tentaciones nihilistas a las que sucumben quienes rechazan de plano el sistema liberal-democrático sin ofrecer ninguna alternativa, como si su santa indignación tuviese algún valor constructivo tras el fracaso estentóreo de los modelos iliberales del siglo XX. Es verdad que hay que contarlo todo: si los experimentos comunista y fascista se desarrollaron a costa de la libertad y a menudo la vida de incontables víctimas, los regímenes liberales decimonónicos montaron su propia exhibición de atrocidades —bien que en nombre de la razón universal— en el curso de sus aventuras coloniales. Ahí anda todavía Emmanuel Macron tanteando el terreno con Argelia, elemento central de un relato nacional francés que él quisiera matizar restándole épica y añadiéndole realismo. Pero si el rechazo total del sistema liberal-democrático por parte de sus enemigos contribuye a erosionar su legitimidad, sin ofrecer más que un horizonte vago y lejano donde nuevas posibilidades innominadas habrían de emerger, ¿qué hacen sus amigos? De ellos cabría esperar una respuesta inteligente, lo que quiere decir autocrítica y reflexiva. En lugar de limitarse —limitarnos— a afirmar la superioridad del modelo sobre sus alternativas, se hace necesario un esfuerzo orientado a identificar sus deficiencias tanto como a remediarlas. ¡De complacencia también se muere!

Tal es al menos el llamamiento que hace Timothy Garton Ash, historiador y analista británico que ejerce como intelectual público europeo, en un ensayo publicado originalmente en la revista Prospecthttps://www.prospectmagazine.co.uk/magazine/the-future-of-liberalism-brexit-trump-philosophy y publicado en español por Letras Libreshttps://www.letraslibres.com/espana-mexico/revista/el-futuro-del-liberalismo. A diferencia de lo que sucedía con el conocido texto de Mark Lilla sobre «el retorno liberal», aquí no existen dudas acerca del sentido que Ash da a la palabra liberal, que en el uso anglosajón puede referirse por igual al liberalismo y al progresismo: si Lilla hablaba de un progresismo que acepta el marco liberal, Ash se ocupa del liberalismo en su conjunto y, de hecho, subraya la pluralidad interna de esta tradición política. Recurre así a la descripción que hace Judith Shklar del liberalismo como una «tradición de tradiciones», cuyo tronco común solo puede ser el compromiso con la libertad individual. Michael Freeden, especialista en el análisis morfológico de las ideologías, habla por su parte de «una casa con muchas estancias», subrayando que no existe una sola cosa llamada liberalismo. Todos los liberalismos que en el mundo han sido seleccionan algunos elementos de su propia tradición, enfatizándolos, mientras dejan otros en un segundo plano porque son incompatibles entre sí o las modas intelectuales han cambiado.

Cualquier versión del liberalismo será entonces el producto de una operación de «desambiguación», en la que se da un significado particular a términos que admiten varias interpretaciones: pluralismo, libertad, igualdad, tolerancia. El propio Ash cita a John Gray, que identifica como elementos centrales de la tradición liberal el individualismo, el meliorismo, el igualitarismo y el universalismo; todos los cuales, advierte, aparecen de distintas maneras y en diferentes combinaciones. Sostiene Freeden que

«en consecuencia, bajo el encabezado del liberalismo se agrupa un conjunto de teorías y sistemas de creencias, ninguna de las cuales puede contener todas las posibilidades —las ideas y los arreglos políticos— que el término puede abarcar en su máxima pero hipotética realización, o que las prácticas políticas liberales han abarcado a lo largo del tiempo y el espacio».

Para comprobar la verosimilitud de este planteamiento, basta con asomarse a la historia de los conceptos políticos y, en el caso del liberalismo, al trabajo que vienen desarrollando académicos como el propio Freeden o nuestro Javier Fernández Sebastián, quien ha contribuido de manera decisiva al reconocimiento del papel jugado por el liberalismo hispanoamericano en el desarrollo de esta tradición política. Desde este punto de vista, pues, no existe un liberalismo correcto que sirva de estándar para juzgar sus desviaciones espurias; lo que hay es una tradición que se ramifica en distintas direcciones, a partir de su eclosión inicial en el marco de la lucha contra el absolutismo monárquico en los albores de la Europa moderna. Desde este punto de vista, tan liberal es Friedrich Hayek como John Rawls. Y cuando Helen Rosenblatt reivindica en una monografía reciente el liberalismo continental de los deberes y el compromiso cívico, no puede decirse más «auténtica» que el Jason Brennan que reivindica el individualismo en el marco de la sociedad de mercado. Por apurar las metáforas, el liberalismo es una denominación de origen que produce matices muy diversos. No todo vale, claro: por más que no exista un estándar tallado en piedra que nos permita juzgar la autenticidad de las distintas manifestaciones del liberalismo, difícilmente podrá incluirse dentro de esta tradición —usando en su provecho la trademark liberal— quien descrea del imperio de la ley o apruebe la colectivización forzosa.

Se deduce de aquí que la propuesta esbozada por Ash para la reforma del liberalismo con objeto de salvarlo de sus enemigos solo es una versión más del mismo: una desambiguación que se quiere a la altura de su época. En particular, sus prescripciones se inclinan del lado progresista, en consonancia con las nuevas tendencias en favor de un Estado fuerte e intervencionista y con el delineamiento de grandes proyectos colectivos relacionados con la estabilización de los sistemas naturales planetarios. Antes de entrar en detalles, no obstante, conviene deshacer un posible malentendido: el debate que plantea Ash es un debate entre liberales, no de los liberales con los demás. Y no existe, en principio, ninguna obligación de ser liberal: populistas y comunistas, por ejemplo, no lo son. ¿Qué hay de conservadores, socialistas o nacionalistas? Depende. Porque, y esto es algo que Ash no termina de explicar, el liberalismo no es solamente una ideología o doctrina política que conoce distintas encarnaciones y plantea un modelo de buena sociedad, sino que simultáneamente proporciona la estructura constitucional de las democracias donde compiten entre sí distintas ideologías o doctrinas políticas.

Timothy Garton Ash.

Si bien se mira, puede decirse que entre Locke, Montesquieu, Constant, Mill y los federalistas lo dejaron casi todo diseñado: los derechos individuales, el imperio de la ley, la separación de poderes, el gobierno representativo, la protección de las minorías, el papel de la opinión pública y del debate público, la neutralidad moral del Estado… Eso es la democracia liberal, a la que posteriormente se añadiría una dimensión bienestarista que tiene sus raíces en las políticas de mitigación de las consecuencias insalubres del industrialismo de finales del XIX y se consolida, tras el impulso del New Deal en Estados Unidos, en la segunda posguerra mundial. Y, como remarcaba José Manuel Ruiz Soroa en un librito publicado hace un par de años, el liberalismo fue tan protagonista en la creación del Estado de Bienestar como la socialdemocracia o la democracia cristiana; aunque no reciba el mismo reconocimiento.

Bajo esta óptica, no solamente serán liberales quienes defiendan la concepción liberal del bien, sino también quienes teniendo una agenda ideológica diferente defiendan, no obstante, el diseño institucional liberal-democrático. Por eso dice Ash que el liberalismo se convirtió —andando el tiempo— en un dialecto hablado no solo por los partidos explícitamente liberales, sino por conservadores, socialdemócratas o comunitaristas. Todos ellos apoyan el sistema liberal, aunque no se adhieran a la doctrina liberal como versión particular de la buena sociedad o la vida buena. Inevitablemente, el apoyo al sistema liberal conlleva de manera implícita la aceptación de algunos valores liberales: la aceptación del pluralismo, la protección de la libertad del individuo, la limitación de los poderes estatales. Por el contrario, no serán liberales de una manera ni de otra quienes quieran usar el poder del Estado para promover una concepción particular del bien, por ejemplo a través del sistema educativo, vulnerando así el mandato de neutralidad moral que tiene encomendado el Estado en su versión liberal. ¡Y no digamos ya quienes defienden una democracia iliberal, el control político de la cultura en nombre de la nación, o la dictadura el proletariado!

Aquí se deja ver con claridad la gran paradoja del liberalismo constitucional. Para hacer posible la convivencia pacífica en el interior de sociedades heterogéneas, el debate entre distintas ideologías —que tiene su reflejo institucional en la competición partidista por el gobierno— se ve a un tiempo estimulado y constreñido por el sistema. En primer lugar, estimulado: el liberalismo político descree de las verdades absolutas y reconoce el legítimo derecho de todos a defender sus ideas, confiando en la capacidad de las sociedades humanas para descartar las malas y adoptar las buenas. Y en segundo lugar, constreñido: el sistema mismo no puede resultar anulado a consecuencia del triunfo de ninguna idea particular, porque eso impediría al resto continuar el debate y la sociedad abierta se convertiría en una sociedad cerrada. Más aún, un régimen pluralista dejará de serlo cuando una concepción particular del bien se haga culturalmente hegemónica o se apropie políticamente de las instituciones. Esta constricción obedece al compromiso con la libertad individual: quien quiera ser socialista debe poder fundar una cooperativa y quien quiera tener muchos hijos debe poder hacerlo sin exigir de los demás que los tengan también. El anarquista lo tiene más difícil, pero nadie le impide fundar su propio falansterio.

Nótese que nadie debe impedir que socialistas o conservadores defiendan sus respectivas visiones para la sociedad, pero estas jamás podrán realizarse por completo sin vulnerar con ello la libertad ajena y el pluralismo del conjunto: el socialista que llegue al poder no puede nacionalizar las empresas privadas, ni el conservador imponer por ley la natalidad obligatoria. Habrá que considerar aceptable en cambio que el gobierno de turno otorgue facilidades legales para la cooperativización o aumente la ayuda por hijo para hacer más atractiva la natalidad; si la neutralidad se lleva hasta el extremo de que nada pueda hacerse para promocionar la concepción propia de la buena sociedad cuando se llega al poder, entonces el gobierno mismo sería innecesario y la sociedad terminaría asfixiándose por efecto de esa peculiar mordaza. Digamos que mientras el Estado debe ser moralmente neutral, el gobierno tiene margen para impulsar el cambio social dentro de ciertos límites que no siempre resulta fácil discernir. Y es que la diferencia entre el Estado garantista y el gobierno activista está cada vez menos clara, asunto este de la máxima importancia del que nos ocuparemos otro día.

Sea como fuere, eso era precisamente lo que Carl Schmitt reprochaba al liberalismo: que su parlamentarismo fuese una cháchara interminable y que, en nombre del pluralismo, jamás llegase a decisión alguna. Se trata de un reproche exagerado, pero lo interesante es que la propuesta alternativa conduce de facto a la anulación del pluralismo: quien quiera realizar su programa de manera completa, unificando la voluntad de todos los sectores sociales, habrá de convertirse en un Mussolini y terminará por desprenderse de los molestos formalismos democráticos. De ahí que quienes aspiren hoy a «superar» el liberalismo, reemplazándolo con otra cosa, no serán liberales en ningún sentido: ni doctrinario, ni sistémico. Ahí se situarían los comunistas que, aun operando en el interior de las democracias porque no tienen otro remedio, aspiren a reemplazarlas por una dictadura obrera. Y, desde luego, ahí se sitúan muchas versiones del populismo, que tienen por objeto construir una democracia iliberal asentada sobre la comunión del pueblo con su líder; no es casualidad que la izquierda poscomunista haya encontrado en el populismo un discurso de recambio en la lucha contra el capitalismo liberal, persuadida finalmente de que la conciencia de clase apenas proporciona fuelle a la revolución; esta habrá de hacerse mediante las urnas y en el frente de la guerra cultural, diciendo «pueblo» donde antes se decía «proletariado». Por algo dice Pierre Rosanvallon que el populismo es un proyecto ideológico de amplio espectro, que aspira a poner fin a la democracia liberal en nombre de una democracia más auténtica de la que se hayan extirpado los elementos liberales. Que pueda seguir hablándose de democracia en ese caso resulta, sin embargo, más que cuestionable.

Para Ash, en cambio, los enemigos del liberalismo carecen de un proyecto ideológico definido y por eso hablan de manera imprecisa de «posliberalismo»; son epígonos que comparten el rechazo de lo existente sin tener a mano un recambio. Al menos, sin tenerlo para la totalidad; abundan en cambio los imaginarios sociales que proponen reformas parciales de la sociedad liberal con la esperanza de que, pasito a pasito, termine convirtiéndose en otra cosa: en esa línea se situarían feminismo y ecologismo (que no obstante conocen también versiones liberales). Arrumbado el proyecto megalómano del socialismo científico, el espíritu del socialismo primitivo o utópico parece reemerger en propuestas que, apostando por un cambio espontáneo más que dirigido por la autoridad, encajan como un guante en el ethos de la sociedad liberal: nada podría objetar esta última a quienes plantan un huerto urbano, participan voluntariamente en organizaciones animalistas o se asocian para crear arte feminista o explicar a mujeres inmigrantes que tienen derechos susceptibles de ser ejercidos.

Así las cosas, ¿qué propone Ash para refundar el liberalismo en el nuevo siglo? ¿Quiere cambiar el liberalismo institucional o modificar la doctrina liberal? Y si se trata de cambiar el liberalismo para salvarlo de sus errores, preservando de camino la integridad de la democracia liberal, ¿a quién corresponde esta tarea, a quién se dirige Ash exactamente? Lo veremos en la próxima entrega de este blog.

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