Esperanza López Parada
Un edificio levantado sobre un lago, una casona modernista construida sobre el agua que huye: la imagen es elegida por la puertorriqueña Rosario Ferré en calidad de símbolo, la alegoría de un mundo sobre cimientos inestables. Cabe pensar que la metáfora, subrayada desde el título de esta última y poderosa novela suya, lo es realmente; es decir, que pretende funcionar así, evocando segundos sentidos, puesto que de común Ferré suele hacerlo. Suele elegir frases, sintagmas concentrados capaces de sintetizar el significado de toda la construcción narrativa. Desde su primer libro de cuentos –Papeles de Pandora (1976)– hasta la revista creada por ella y dirigida a publicar joven narrativa de su país –Zona de carga y descarga–, el nombre sirve para
Como elección personal, Alejandro Rossi dice preferir los actos inadvertidos, los apetitos, las querencias, las manías y esos innumerables trabajos –encender el cigarrillo, ponerse unos determinados calcetines, rascarse una rodilla o aflojarse el nudo de la corbata– que se cumplen en cada uno sin nuestra cabal intervención. Rossi los considera «momentos ciegos, brevísimas interrupciones, parpadeos», los gestos que son suyos y que sin embargo él, «monarca de un mundo diminuto en plena fuga», no ha sentido. Son la demostración de otra existencia que discurre paralela, un poderoso vivir insospechado, miles de acciones sin sujeto y sin dueño, algo que me pasa sin mí. A Rossi le aburre, en cambio, lo supuestamente esencial y engolado, lo relevante y decisivo, lo ampuloso,
Y si después de tantas palabras / nosobrevive la palabra: la posibilidad entrevista por Vallejo en uno de sus textos póstumos resulta aniquiladora. Viene a insinuar en el poema la ineficacia de todos los poemas. El lenguaje declara su imposibilidad de decir: él se diagnostica inválido e incapaz, como si la lengua misma dictase su acta de defunción y su condena. La escritura clama por esa llaga abierta en su corazón enunciativo. No hay nada que hablar sino el dolor de ese habla que enmudece, ese sinsabor de féretro que el verso de Vallejo se obstina en probar contra toda esperanza. El lenguaje es la pena que, claustrofóbica, se pronuncia; es entonces el dolor sin más, círculo herido y cerrado
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