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Astronomía

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El padre Bosco pedaleó hasta las afueras del pueblo. Las noches de verano invitaban a pasear bajo un cielo plagado de estrellas con aspecto de insectos luminosos volando sobre un estanque. Un viento suave desordenaba su abundante mata de pelo blanco. Con manga corta se notaban restos de los tatuajes que se hizo de joven. Aunque se los borró antes de entrar en el seminario, la tecnología de la época era deficiente y quedaron pequeñas sombras blancas. Cuando alguien reparaba en ellas, se inventaba que de niño se quemó con aceite mientras jugaba en la cocina. Solo sus amigos más íntimos sabían que había sido un adolescente conflictivo y que había frecuentado las compañías más indeseables. Caminar por el lado salvaje de la vida le enseñó a ser más indulgente con las flaquezas ajenas. El padre Juan procedía de un barrio similar al suyo, pero nunca se metió en líos. ¿Cuánto tiempo seguiría llevando su parroquia? Sabía que sufría una crisis de fe y presumía que se había enamorado. Pensaba que aguantaría un tiempo, pero si el corazón le pedía iniciar una nueva vida con una mujer, colgaría los hábitos y se marcharía de Algar de las Peñas.

En la lejanía, el pueblo parecía una península invadiendo un mar en calma. Siguió pedaleando, feliz de que apenas hubiera cuestas. Había logrado bajar de peso y ya no le dolían las rodillas, pero aún no estaba en forma. De repente, vio un bulto. Al principio, pensó que solo era un arbusto, pero cuando se acercó más descubrió que se trataba de un hombre de espaldas. Le extrañó su inmovilidad. Con las manos en los bolsillos, miraba al cielo con la cabeza echada hacia atrás. El sacerdote frenó ligeramente y se detuvo a su lado.

-Buenas, amigo. Bonita noche, ¿verdad?

El hombre se dio la vuelta y, sin sacarse las manos de los bolsillos, sonrió. Su mirada reflejaba la perplejidad del que acaba de despertar y deambula por esa tierra de nadie que se extiende entre la vigila y el sueño.

-Sí, una noche bonita –dijo, mientras extraía del bolsillo un paquete de tabaco-. ¿Quiere uno?

-Me costó mucho trabajo dejarlo. Llegué a fumar dos paquetes diarios. Prefiero no empezar de nuevo. Gracias de todos modos.

-Vaya –dijo el desconocido, mientras se encendía un cigarrillo-. Ya veo que es sacerdote. ¿No está un poco anticuado el alzacuello?

-No, por favor –contestó el cura, bajando de la bicicleta-. Simplemente quiero dejar claro cuál es mi trabajo y que pueden contar conmigo. El alzacuello es como el chaleco de los socorristas. Antes inspiraba tranquilidad.

-¿Piensa que la humanidad corre el riesgo de ahogarse?

-En algunos momentos.

-Me cae usted simpático. Permítame que le estreche la mano. Me llamo Daniel.

-Yo me llamo Bosco –dijo el sacerdote, estrechando la mano que le tendían.

-Padre Bosco, querrá decir.

-Ya casi nadie utiliza esa expresión.

-¿Lo lamenta?

-No, la iglesia ha cometido muchos errores. Nos merecemos una cura de humildad.

-¿Es el párroco de ese pueblo?

-El párroco es el padre Juan. Yo solo soy su amigo. ¿Es usted de por aquí?

-Vivía en Madrid. Ahora solo busco sitios desde los que observar las estrellas. He dejado el coche a poca distancia. Llevo un pequeño telescopio en el maletero. Era de mi hijo.

-¿Su hijo ya no lo utiliza?

-No, murió.

-Lo siento mucho –dijo conmovido el sacerdote-. No hay pérdida más terrible. Imagino que era muy joven.

-Dieciséis años.

-Una tragedia.

-¿No va a decirme que tenga esperanza, que volveré a verlo en el más allá?

-Tengo la impresión de que no me creería.

-¿Ve las estrellas? Ellas son las que nos engendraron. Ahí arriba no está Dios.

-¿Quiere hablar de su hijo?

-¿Por qué no? Le contaré su historia.

Daniel tiró el cigarrillo, ya cerca del filtro, y sacó otro.

-Fumar me consuela, ¿sabe? Mi hijo era inteligente y tenía buen corazón, pero nació con una dolencia cardíaca. Su desarrollo no fue normal. Era bajito, delgado y no podía hacer esfuerzos. Enseguida se ahogaba. Quizás por eso se refugió en la astronomía. Era su pasión. También le gustaban las matemáticas y el ajedrez. Se pasaba las noches mirando al cielo con el telescopio. Yo estaba muy preocupado, pues no tenía amigos y jamás había salido con una chica. Una tarde volvió del colegio muy fatigado y con los ganglios del cuello inflamados. El médico los observó, puso una cara rara y pidió una serie de pruebas. Unas semanas más tarde nos dijeron que tenía leucemia y nos comentaron que el 70% de los casos se curaban. Mi hijo fue de ese 30% que no supera la enfermedad.

-¿Y su mujer? ¿Cómo está?

-Nos hemos separado. Bueno, ella me ha dejado. Aunque es irracional, me culpa de la muerte de Daniel.

-¿Se llamaba el chico como usted?

-Sí, era nuestro único hijo. Mi mujer decía que debíamos haber viajado a Estados Unidos, que allí tal vez le habrían curado, pero yo me informé y descubrí que era inútil. En España aplican los mismos tratamientos. Mi mujer nunca me perdonó eso. En el fondo sabía que no serviría de nada, pero prefería engañarse, tener la ilusión de que el milagro era posible. Quizá hice algo muy cruel, pues le quité la única esperanza que le quedaba. No pensé en ella. Me dejé guiar por la razón y, en estos casos, no es buena consejera. A los pocos meses de morir nuestro hijo, me encontré un papel sobre el aparador de vestíbulo. Una escueta nota de despedida.

-¿Han hablado después?

-Creo que ninguno de los dos soporta la compañía del otro. Nos hace sentir la pérdida con más intensidad. Es como un recordatorio permanente de lo que ha sucedido.

Daniel arrojó el cigarrillo al suelo, lo pisoteó y sacó otro.

-Dejé el trabajo, ¿sabe? Teníamos algo ahorrado. Lo dividí con mi mujer y abrí una nueva cuenta solo a mi nombre. Me permitirá vivir unos meses.

-¿Y a qué se dedicará?

-A fumar y mirar las estrellas. ¿Se le ocurre algo mejor?  

-No se puede escapar indefinidamente. La realidad siempre te alcanza. Hay que afrontar las cosas.

-¿De veras? –preguntó Daniel con una mueca de escepticismo-. ¿Ha pasado por algo parecido? Imagino que ha visto muchos muertos y ha confortado a muchas familias, pero no puede imaginar lo que significa perder un hijo.

-No, sin duda, pero sí sé lo que es huir. Maté a un hombre y es duro vivir con eso en la conciencia.

-¿Cómo? ¿Usted? ¿De qué me habla?

-Yo fui un joven conflictivo. Crecí en un mal barrio. Me gustaba pelear. Boxeaba, me hice unos cuantos tatuajes con tinta y una aguja, bebía mucho. Tenía un amigo bajito y débil, como su hijo. Le tenía mucho afecto. Un día un chaval le pegó una paliza porque tiró al suelo su ciclomotor y se rompió un espejo.

-¿Su amigo lo hizo aposta?

-No, pero al otro le dio igual. Me encontré con mi amigo en el parque, llorando con gesto de impotencia. Le habían roto la nariz. Busqué al que le había hecho eso y cuando lo encontré, le pegué hasta aburrirme: puñetazos, patadas, cabezazos. No lo maté porque era un chico grande y fuerte, como yo. Aterrorizado, huyó y yo le perseguí, insultándole. Cruzó una calle sin mirar y un autobús pasó por encima de él.

-Entonces usted no lo mató.

-Si no le hubiera pegado con tanta saña, no habría caído en el pánico y quizás habría visto el autobús.

-¿Por eso se hizo cura?

-Fue una de las razones.

-Usted también huyó. Se refugió en el alzacuello.

-Quizás al principio. Mi madre estaba muy afectada y no quería darle más disgustos. Ella me sugirió la posibilidad y le hice caso. Pensé que si seguía en el barrio, acabaría destrozando mi vida. Muchos de mis amigos se engancharon al caballo, robaron bancos o farmacias, y terminaron muertos o en la cárcel. Yo tenía la sangre muy caliente y sabía que antes o después me metería en líos. Quería dejar atrás todo eso, empezar de nuevo. El seminario me pareció un cambio radical, una nueva vida. Sin embargo, lo que empezó como una huida se convirtió en una vocación. Aprendí a no rehuir los problemas. Después de ordenarme, hablé con los padres del chico al que arrolló el autobús y les pedí perdón.

-¿Y le perdonaron?

-No, pero hice lo correcto.

-Yo ya estoy mayor para hacerme cura. Seguiré mirando las estrellas.

-Hágalo, pero recupere su vida y, si es posible, a su mujer. Sea como sea, no deje que la desgracia acabe con usted. Aprenda a recordar a su hijo con afecto, no con amargura.

-Buenas noches, padre. Me marcho. No me gusta permanecer mucho tiempo en un lugar. Ya llevo aquí unas horas. Buscaré otro observatorio. El padre Bosco se subió a la bicicleta y pedaleó con suavidad. Alzó la cabeza,  miró las estrellas y le parecieron muy hermosas. Entendió que Daniel buscara consuelo en ellas. Desde antiguo, el ser humano había mirado al cielo, pensando que allí encontraría esperanza.

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