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¿Un nuevo realismo?

¿Por qué el mundo no existe?

Markus Gabriel

Barcelona, Pasado & Presente, 2016

Trad. de Juanmari Madariaga

228 pp. 22 €

Recuperar el realismo

Hubert Dreyfus y Charles Taylor

Madrid, Rialp, 2016

Trad. de Josemaría Carabante

276 pp. 22 €

Manifiesto del nuevo realismo

Maurizio Ferraris

Madrid, Biblioteca Nueva, 2013

Trad. de José Blanco Jiménez y Alessandro Santoni

184 pp. 17 €

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El terreno de juego de la sociedad mediática es un ámbito incómodo para la filosofía. Aunque durante todo el siglo XX sus salidas a la palestra pública han sido constantes, tenía un espacio propio de creación, generalmente la universidad, en el que se producía el intercambio fundamental de ideas y del que surgían los incentivos básicos para la producción filosófica. Pese a todas las acusaciones de academicismo, basta mirar al siglo pasado para comprobar que ese anclaje de la filosofía en la universidad era simultáneo con una atención casi obsesiva por la situación de la época y por los cambios sociales. Pero los criterios de enjuiciamiento capaces de calificar la calidad de una obra filosófica no provenían de la palestra pública, sino de los pares, los filósofos. Como ocurría con todos los «intelectuales», ese concepto típico del siglo XX, el valor de la palabra pública del filósofo se asentaba en el prestigio adquirido en su campo propio, el de la creación filosófica, donde había obtenido el renombre necesario que le permitía una proyección pública más allá de él. Este esquema clásico de presencia social de la filosofía está claramente tambaleándose. El dominio casi total del ámbito público por parte de la televisión y las redes sociales está cambiando decisivamente las condiciones formales y materiales del discurso que quiera acceder a él y, con ellas, la forma en que los ámbitos particulares de creación (ciencia, filosofía, arte, literatura) se ven a sí mismos. La visibilidad, el nuevo concepto omnipresente, es una perfecta expresión de este cambio: su manejo constante en las facultades de filosofía no indica sólo la ingenua preocupación por la difusión de sus actividades, sino la conversión del horizonte de aparición mediática en criterio de pensamiento, es decir, de selección de temas y de formas discursivas y argumentativas. La visibilidad, esa especie de proyección a priori de toda actividad en el espacio mediático, se torna así en dimensión interna de la producción filosófica.

La visibilidad, esa especie de proyección a priori de toda actividad en el espacio mediático, se torna así en dimensión interna de la producción filosófica

Esta abrupta incursión en la relación entre filosofía y sociedad mediática es necesaria para abordar el significado del llamado «nuevo realismo» (New Realism). Pues, de entrada, tal denominación no es otra cosa que una etiqueta, simple y fácil de retener, pensada para su impacto posible en el espacio mediático, en el que implícitamente se sitúa ab initio. Pero no porque sus promotores hayan asumido sin más sus exigencias, sino más bien porque es el único terreno en el que el adversario, contra el que el nuevo realismo se alza, puede ser combatido con eficacia: el posmodernismo filosófico en todas sus variantes. Y es que los filósofos de la posmodernidad (Jean-François Lyotard, Richard Rorty, Gianni Vattimo, Peter Sloterdijk) son los primeros, no en servirse de los medios audiovisuales en plan estrellas de la pantalla –en eso los «nuevos filósofos» franceses les habían precedido con ventaja–, sino en teorizar sobre los «efectos de verdad» que conlleva su poder de configuración del mundo. La disolución de la realidad, con su poder de coerción, en una pluralidad de imágenes e interpretaciones es su consecuencia ineluctable y, lejos de suponer una pérdida irreparable, abre una oportunidad de liberación para el individuo, que se sabe ahora, por primera vez, no sometido al poder obligante de la realidad, y, por ende, de la verdad. Es esta deflación de realidad y verdad lo que encocora al nuevo realismo, que aparece así, en una primera lectura, como la imagen invertida del posmodernismo triunfante en los ochenta y noventa. Sus dos principales promotores no lo ocultan: tanto Maurizio Ferraris como Markus Gabriel muestran desde las primeras páginas de sus libros que se dirigen contra él y que lo que elaboran es esencialmente una refutación de sus postulados básicos. Y para ello adoptan un estilo de escritura directo, sencillo y relativamente comprensible, casi divulgativo, y una estrategia mediática muy elaborada: congresos bien publicitados, manifiestos (“Manifesto del New Realism”, publicado en La Repubblica por Ferraris), múltiples debates en los medios y centros culturales, especialmente en Italia. El caso de Ferraris es, en este sentido, paradigmático: discípulo de Gianni Vattimo, con quien compartió dedicación a la hermenéutica y al «pensamiento débil», se aleja a comienzos de los años noventa del nietzscheanismo hermenéutico de su maestro, con quien mantiene desde entonces una constante rivalidad, ejercida en todo tipo de palestras públicas, desde universidades hasta platós. El «Manifiesto del nuevo realismo» deja ver demasiado claramente que la sombra de Vattimo es alargada y convierte el libro en una explicación de fondo contra esa forma específica de posmodernismo que Vattimo representa. Incluso la forma en que se concibe el nuevo realismo sigue la estela vattimiana, pues lo mismo que éste consideraba el pensamiento débil como la conciencia de una situación epocal, de un acontecer histórico, Ferraris piensa el nuevo realismo como «la toma de conciencia de un viraje» histórico, el que con el cambio de siglo asiste a las nefastas consecuencias del posmodernismo. Porque Ferraris sostiene, no sin razón, que el posmodernismo ha triunfado, no fracasado, y que es justo la explosión de su triunfo lo que despierta el nuevo realismo: «Lo que han soñado los posmodernos lo han realizado los populistas». Así, el populismo mediático es, en el fondo, la plena realización del «no hay hechos, sólo interpretaciones», el lema nietzscheano que tanto Markus Gabriel como Maurizio Ferraris convierten en el blanco de su crítica.

A esta reivindicación del realismo se han unido recientemente Charles Taylor y Hubert Dreyfus con un libro, Recuperar el realismo, que está ciertamente en otra onda. «Viejos filósofos» –ambos superan ampliamente los ochenta años–, con una obra enorme detrás, su contexto no es el posmodernismo europeo, sino la tradición epistemológica anglosajona y el constructivismo en ella imperante. Los filósofos posmodernos, salvo Richard Rorty, están fuera de su mirada, lo que no impide que se vean afectados por su crítica. Resultan por ello profundamente significativas las confluencias entre ambas perspectivas, pero también sus diferencias: en ambas encontramos un terreno propicio para pensar de nuevo un viejo problema de la tradición filosófica.

Partamos para ello de la visión habitual de las cosas que está más o menos en la mente de cualquier habitante de una sociedad occidental. Como sujetos actuantes en el mundo que nos rodea, nos movemos siempre entre «realidades» culturales, desde los múltiples objetos que pueblan la casa, el espacio de trabajo o la ciudad, hasta los atascos de las autopistas, las páginas web o los vestidos que nos ponemos; pero también lo son las instituciones (los museos, la delegación de Hacienda o la universidad) y las diversas costumbres y formas de trato que conforman nuestra vida social. Todos ellos son objetos y relaciones entre objetos que han sido directamente producidos por la acción técnica humana o que han sido engendrados por ciertas prácticas. Su realidad se debe a la intervención humana en ellos. Lo mismo vale, mutatis mutandis, para la simple percepción, tanto de una silla como de un árbol: en ambos casos sabemos que lo que vemos no es lo que es, pues al estar en conexión con nuestros registros sensoriales, que las adaptan y conforman, las cosas no son como aparecen. Esto es justamente lo que nos enseña la ciencia: que, al alejarse de la experiencia natural y hacer abstracción de la relación humana con el mundo, alcanza una visión objetiva que ve las cosas tal como son. ¿Cómo interpretar filosóficamente esta visión implícita de nuestro mundo? La respuesta parece clara: como un constructivismo antirrealista: no tiene sentido la pretensión de creer que conocemos o tratamos con las cosas en sí cuando no existe nada que no haya sido construido por esquemas conceptuales de la praxis humana. Es lo que da a entender el citado dictum nietzscheano: que no hay hechos en sí, sino interpretaciones fijadas como hechos. El constructivismo radical aplica esta idea también a la ciencia, que no sería más que una interpretación especialmente cualificada, que construye sus objetos conforme a reglas muy precisas.

Este es el marco mental contra el que se alza el nuevo realismo, que afirma sin ambages «que cualquier verdadero conocimiento es conocimiento de una cosa en sí (o de un hecho en sí)» (Markus Gabriel, p. 130). Tratemos de ordenar sus argumentos, a la vez que los ponderamos.

Experiencia perceptiva y constructivismo

En primer lugar, hay un intento, básicamente descriptivo, de separar hecho e interpretación (o hecho y conocimiento de él) a partir de la simple experiencia perceptiva con el fin de poner de manifiesto que esa distinción forma parte de la estructura más elemental de la experiencia, sostenida, además, en buenas razones filosóficas. Es evidente que distinguimos siempre de manera inequívoca un hecho de lo que no lo es: que está nevando y la calle se cubre de blanco es un hecho, que también están contemplando quienes se asoman a la ventana de enfrente. Naturalmente, de ese hecho tengo noticia porque he abierto los ojos y mirado por la ventana, lo que también es un hecho. Pero ambos hechos son algo completamente distinto del proceso mediante el cual los sentidos o la mente han ofrecido la aparición de los hechos, y todavía más de las interpretaciones que en torno a ellos podamos hacer (sobre su belleza, el peligro para mi madre que está en la calle, que sea un maná del cielo, etc.). Los hechos son en sí, no son un constructo, una hipóstasis de las condiciones cognoscitivas o contextuales mediante las que accedo a ellos. ¿Qué quiere decir, pues, «en sí»? Obviamente, que los hechos no dependen de que yo los conozca –que está nevando, aunque yo no lo vea– y que se me imponen, lo quiera o no, en dos sentidos: que si miro por la ventana no puedo no ver la nieve y que, si quiero salir, tengo que adaptar mi conducta a sus condiciones (Ferraris lo llamaría la «inenmendabilidad» de los hechos). La forzosidad y la independencia de los hechos es lo que constituye su realidad, que distinguimos siempre de mi conocimiento de ella. Una prueba adicional de su vigencia, como señalaba Kant, es el acuerdo intersubjetivo: que los espectadores de la ventana de enfrente estén de acuerdo conmigo en que nieva es que hay un hecho independiente de los dos que funda nuestro acuerdo.

Retrato de Friedrich Nietzsche por E. Munch

Esta distinción fenomenológica, de sentido común, es, desde luego, difícilmente discutible en su nivel de experiencia inmediata, pero los argumentos que la filosofía ha esgrimido, desde antiguo, contra el realismo de los hechos responden a consideraciones que se mueven en otro nivel: pues no se trata de ver cómo es el mundo que nos aparece y cómo nos desenvolvemos en él, donde hay ciertamente realidad y verdad, sino de cómo están constituidos los hechos «reales», y es aquí donde se deja demostrar –arguyen– que los hechos son construcciones de nuestra fisiología sensorial y de nuestros marcos conceptuales. El posmodernismo inspirado en Nietzsche, aunque es poco amigo de descender al terreno de la percepción –prefiere siempre el de los problemas culturales o morales–, acudiría fácilmente a la idea de éste según la cual a todo hecho le subyace una interpretación, en virtud de una idea de interpretación que se extiende homogéneamente desde la fisiología hasta la filología: interpretación como introducción de sentido. Y, así, «el proceso orgánico presupone un permanente interpretar», en el sentido de que lo que aparece es ya el resultado de un proceso de selección, igualación y asimilación operado por la voluntad de poder del organismo a partir de los choques que recibe de otros seres, por lo que «el mundo que en algo nos concierne es falso, es decir, no es un hecho, sino una invención y redondeo a partir de una magra suma de observaciones» . La percepción opera sobre materiales ya seleccionados y homogeneizados y es resultado de una larga elaboración previa. El ámbito entero de nuestra experiencia no ofrece, pues, un mundo en sí, sino un mundo construido por nuestra necesidades y nuestros impulsos.

En esta idea general de que el mundo verdadero se ha convertido en fábula, el nietzscheanismo coincide curiosamente con el neuroconstructivismo. Para éste, lo que vemos a través de los sentidos es una imagen mental construida por el cerebro a partir de los estímulos recibidos en las terminales nerviosas. Lo que en realidad existe fuera del proceso cerebral –las partículas y sus interacciones– nada tiene que ver con el mundo que vemos, una especie de película o ficción permanente. El célebre experimento de ciencia ficción de «el cerebro en la cubeta» no es más que la representación extrema de esta visión, pues pondría de manifiesto cómo un cerebro, mantenido vivo en un líquido y con las neuronas conectadas a cables mediante los que recibe impulsos eléctricos, podría percibir y vivir como si habitara un mundo real.
Como es obvio, este constructivismo se deja extender, más allá del campo de la percepción, a toda la experiencia humana de agentes en el mundo en su variada diversidad de campos de sentido (familia, nutrición, profesión, arte, política, turismo, etcétera, etcétera), pues en ellos la presencia latente de marcos conceptuales en los que se encuadra la comprensión de las cosas es más fácilmente apreciable. Pero las consecuencias metafísicas son distintas en ambas formas de constructivismo: mientras que el posmodernismo nietzscheano insiste en la destitución de las ideas de realidad y verdad, el neuroconstructivismo se encamina claramente hacia una fundamentación del más puro materialismo. Pero estas son cuestiones en las que no podemos entrar ahora. Retornemos, pues, a la discusión central realismo/constructivismo, la aceptación o negación de la realidad como un ámbito de cosas o hechos en sí.

Autocontradicción y «hechos alternativos»

La estrategia del nuevo realismo contra esta imagen del mundo (o mejor, como diría Heidegger, contra esta idea del mundo como imagen) no está claramente articulada, no propone una contraargumentación sistemática que aborde los distintos aspectos que implica. Me permito entonces intentar una reconstrucción libre de ella.

Es evidente que a la sustitución de la realidad por interpretaciones o imágenes mentales se le aplica fácilmente la acusación lógica de incurrir en contradicción. Markus Gabriel la utiliza profusamente en su libro contra el materialismo y el neuroconstructivismo. Y es que, en efecto, si todo lo que conocemos del mundo es una imagen mental construida por el cerebro, entonces aquello de lo que brota esa imagen y que está más allá de ella, las partículas y el cerebro mismo –la supuesta realidad–, son igualmente una imagen. ¿Cómo podría nuestro cerebro conocer el funcionamiento del cerebro sino a través de la misma construcción mediante la que conoce las cosas? Es claro que sólo conocería una imagen mental del cerebro, pero no el cerebro mismo. El cerebro es tan ilusorio como la realidad que vemos y todo se diluye en una corriente ilusoria. Si nos tomamos en serio el neuroconstructivismo, tenemos que concluir, como señala Markus Gabriel, que no hay cerebro ni representaciones mentales en él .

El poder del argumento que denuncia una contradicción interna es efectivo allí donde la teoría denunciada no puede admitir la inevitable conclusión –en el caso del neuroconstructivismo, que tampoco hay cerebro–, pues su idea es que hay una realidad material ?el cerebro y las partículas físicas? a la que se reduce en último extremo toda la ilusoria película de la vida. Su pretensión quedaría, así, seriamente tocada.
El caso no es exactamente igual en lo que se refiere al nietzscheano «no hay hechos, sólo interpretaciones». Como le es evidentemente aplicable la misma denuncia de contradicción, Vattimo suele añadirle la coletilla «y esto es también una interpretación» (que no está en el texto de Nietzsche), probablemente para indicar que la conclusión no es contradictoria, sino confirmadora del aserto: aceptamos que la afirmación «no hay hechos, sólo interpretaciones» es una interpretación. Siempre me ha parecido que Vattimo ha tratado de pensar bastante a fondo no sólo las consecuencias de su posición, que es lo más divulgado, sino también sus supuestos. Y esto es una muestra. ¿Qué significa aceptar la contradicción? Pues que, al volver reflexivamente sobre la afirmación su propio contenido, ella misma no enuncia entonces la verdad de un hecho (que no hay hechos, sólo interpretaciones), sino que es también una interpretación. Por tanto, que todo es una interpretación, justo lo que la célebre frase pretende decir. Pero, ¿qué se logra con esto? Si nos fijamos bien en su alcance, no es difícil darse cuenta de que la universalidad de la interpretación, como la de la imagen, es, como tal, impensable: únicamente puede haber interpretación si hay algo que no lo es. La frase de Nietzsche es significativa porque contrapone interpretación a hecho, pero en el nivel reflexivo ya no hay hechos, sólo interpretaciones. Si intentáramos representarnos por un momento un mundo en el que sólo hubiera interpretaciones, en que todo fuera interpretación, no podríamos saber siquiera que estábamos en él; la palabra misma interpretación carecería de sentido. Sería un mundo en el que, paradójicamente, todo sería vivido como hecho (es decir, sin poderlo contraponer a interpretación) o como ficción, pero sin saber que lo es, que viene a ser lo mismo. El mundo verdadero sólo se convierte en fábula donde sigue teniendo sentido la diferencia realidad/ficción, allí donde podemos pasar de la una a la otra y volver.

La pretensión de destituir la realidad, el plano de los hechos, que acabamos de ver, resulta en el fondo fútil, pues al final, después de toda la excursión por el mundo de las imágenes y las interpretaciones, nos vemos reenviados, por la imposibilidad de permanecer en él, al punto de partida, la experiencia habitual del mundo, en la que hay hechos en sí y conocimientos, interpretaciones, representaciones, etc., de ellos. Yo creo que el nietzscheanismo sabe de esta inutilidad, pues, incluso en el supuesto de que los hechos estuvieran constituidos por interpretaciones subyacentes, esto no les quita ni un ápice de su carácter inenmendable, duro, acontecido, propio de lo que llamamos hechos en nuestra experiencia y que nos obliga a distinguirlos de las ficciones y las interpretaciones. Por eso, lo que en verdad pretende es que ese retorno al mundo real de la experiencia, que no podemos abandonar nunca ni del todo, lo hagamos llevando en la cabeza la visión reflexiva de que todo es interpretación, de que todo es fábula, lo cual, aunque inconsistente e impensable, introduce, sin embargo, «efectos de verdad», como diría Foucault, en forma de sospecha, de ironía y de distancia respecto de la realidad vivida, que resulta así internamente socavada. Lo que puede ser –y lo fue en algún momento– un saludable efecto crítico es cada vez más, y masivamente, un efecto perverso.

Lo alternativo a un hecho no es otro hecho, sino una posibilidad, algo no acontecido. La idea de hecho alternativo es extravagante

Es lo que pone de manifiesto la idea de «hechos alternativos», ese concepto arquetípico de la llamada «posverdad», que merece un momento de reflexión por su conexión con nuestro problema. ¿Alternativos a qué? Sin duda a los hechos realmente acontecidos, pero no en el sentido de que se refieran a otros hechos que signifiquen una alternativa a lo significado por los primeros, como podríamos, por ejemplo, pensar que la manifestación constitucionalista del 8 de octubre en Barcelona es un hecho alternativo al referéndum ilegal del 1 de octubre. Ambos son hechos pura y simplemente, y su alternativa no afecta a su carácter fáctico, sino a su significado. En pura lógica, lo alternativo a un hecho no es otro hecho, sino una posibilidad, algo no acontecido. La idea de hecho alternativo es extravagante porque no se limita a poner de relieve que hay o había otras posibilidades alternativas a la que efectivamente ocurrió. No, se trata de algo más. Lo que la consejera de Donald Trump, autora del hallazgo lingüístico, quería promover era otra cosa: dar marchamo de realidad a una posibilidad no ocurrida. Pero esto, se objetará, no es ninguna novedad: es, sencillamente, una mentira, como siempre lo ha sido. Pues bien, aunque lo es –enunciar un «hecho alternativo» es decir una falsedad–, la elección de los términos denota un trasfondo muy elaborado y una pretensión más sutil: como todo hecho se sitúa en un contexto determinado, en el que tiene el significado concreto que tiene –no hay hechos brutos, mudos, todo hecho significa–, el contexto hace verosímiles múltiples hechos posibles, aunque obviamente sólo ocurren algunos. Situados en un cierto marco significativo –una interpretación, en el sentido de Nietzsche–, podemos pensar que ocurran diferentes posibilidades. Las que efectivamente acontecen son hechos y las otras quedan en meras posibilidades. Llamar a alguna de éstas «hecho alternativo» persigue producir un doble efecto: de un lado, acentuar su verosimilitud, quitarle el carácter de pura posibilidad y hacer pensar «es como si hubiera ocurrido» y, de otro, restar fuerza, amortiguar lo más propio de un hecho, lo que le da su fortaleza única: que ha acontecido, que es sencillamente real, algo que ningún marco mental, interpretación ni contexto pueden dar por sí solos. La fuerza obligante de los hechos, lo que nos hace atenernos a ellos, queda así devaluada. La difusión de «hechos alternativos» es un triunfo del constructivismo en ejercicio: puesto que todo hecho es una construcción de nuestros marcos conceptuales o interpretaciones, el carácter propiamente fáctico no es tan decisivo –después de todo, el mismo marco podría haber alumbrado otros–; lo decisivo es lo que se busca conseguir con ellos, la actitud mental que inducen y los efectos que provocan.

Los supuestos del constructivismo: «la imagen que nos mantuvo cautivos»

Pero la crítica del constructivismo no puede quedarse en una mera confrontación con la experiencia ni en la denuncia de sus contradicciones internas. La reivindicación del realismo, a su vez, no puede consistir en la pura desconstrucción del adversario: necesita proporcionar indicaciones positivas de que nuestro conocimiento del mundo real es verdaderamente tal. Por eso es preciso aún 1) revelar y discutir los supuestos últimos del constructivismo y 2) hacer verosímil de manera fehaciente que tenemos un efectivo trato con la realidad. En ambas cuestiones, es el libro de Hubert Dreyfus y Charles Taylor el que resulta más ilustrativo y ofrece más materia para la reflexión.

1) Tras la discusión de Richard Rorty con la tradición epistemológica, muy presente en todo el libro, se convierte en argumento central el examen del poder y el alcance del modelo cartesiano de la «mente en el mundo», a cuya fuerza de sugestión se atribuyen todas las dificultades que encuentra una comprensión justa de la postura realista. Para ambos autores, esa imagen «nos mantuvo cautivos», como señalaba Wittgenstein, y es el trasfondo constante del pensamiento en Occidente, incluso en aquellas filosofías que explícitamente la rechazan. Tal imagen, producto de la necesidad de combatir el escepticismo, esa sombra negativa que ha llevado consigo la filosofía desde sus inicios, se concreta en una mente –«conciencia» en la tradición europea–, poblada de ideas, mediante las cuales se refiere a y conoce un mundo del que está separada. Una separación que es justamente la consecuencia de la autonomía que Descartes ha otorgado a todo el ámbito del cogito, al mostrar la certeza de su existencia frente a la duda inevitable que recae sobre la existencia del mundo, que ahora se llama, con plena lógica, «exterior» o «extramental». Esta imagen, desligada ya de la literalidad cartesiana, comporta un dualismo esencial mente/mundo, interior/exterior, que puede desgranarse en varios rasgos, que conforman el contenido esencial de la imagen: a) El conocimiento y, en general, el trato con el mundo se realiza a través de las ideas, o como quiera que se llame a las representaciones o huellas que dejan en la mente las afecciones del mundo exterior: inputs, por decirlo en el lenguaje computacional. El mediacionismo es, pues, un rasgo estructural de «la mente en el mundo»; b) El conocimiento es analizable exhaustivamente mediante una explicitación de las ideas o contenidos mentales de que se compone, que son como átomos de significado y de verdad. Es siempre posible llegar a ese estrato último del conocimiento, sean ideas, impresiones (o bits básicos de información) y exponerlo consciente, explícitamente. En ello consiste su justificación. Es el momento fundacionalista de la imagen, residuo del cartesianismo; c) Un reparto dualista constante de todo lo que existe, cuyo prototipo es la dualidad mental/físico, resultado de la dicotomía interior/exterior: lo exterior es el mundo físico, entendido a la manera cartesiana, como pura res extensa desprovista de sentido.

A los ojos de Dreyfus/Taylor, «la mente en el mundo» no es una teoría objetivada y, por tanto, explícita, como lo fue en sus inicios cartesianos, sino una imagen incrustada en el fondo del espíritu occidental, de ahí su fuerza constante. Resulta paradójico que, nacida como salvaguarda crítica del conocimiento frente a ilusiones y engaños, su dominio la ha convertido en un trasfondo indiscutible, en una obviedad latente que rige el discurso filosófico moderno y contemporáneo. Buena parte de Recuperar el realismo está dirigida a mostrar sus efectos en la filosofía contemporánea, especialmente analítica. Su pretensión es poner de manifiesto que el modelo sigue estando operativamente vigente en los reduccionismos que han tratado de impugnar el dualismo cartesiano, como el neuroconstructivismo o ciertas formas de teoría computacional de la mente. Y en esta labor de des-velación del trasfondo no asumido son dos pensadores de la tradición «continental», Martin Heidegger y Maurice Merleau-Ponty, con el apoyo puntual de Ludwig Wittgenstein, quienes sirven de soporte.

¿Cómo afecta el marco subyacente de la mente en el mundo a la cuestión realismo/antirrealismo? Sin duda en que el contacto con la realidad se torna ab initio un problema. Si nuestra referencia a la realidad sólo puede llevarse a cabo por el intermedio de las ideas o contenidos representativos de los que tenemos explícita conciencia, es claro que la correspondencia entre las representaciones y lo representado se torna de inmediato en problema, pues siempre cabe la posibilidad de interferencias y distorsiones; en todo caso, no hay garantías de una correspondencia segura. La inmanencia de la conciencia, el hecho de que ella no puede salir de sí misma para comprobar desde fuera la correspondencia, consecuencia nítida de la sustantivación cartesiana de las ideas, obliga a decidir «desde dentro» sobre su validez como representaciones. Y esa decisión, concretada en la búsqueda de un criterio firme de certeza, la lleva a cabo el cogito reflexivo, que objetiva y examina las ideas discriminando las confusas y oscuras de las claras y distintas. El resultado es bien conocido: «todas esas percepciones de los sentidos que no me han sido dadas sino para significar a mi espíritu qué cosas convienen o dañan al compuesto del que forman parte» (René Descartes, Meditaciones metafísicas, VI) no nos dicen nada sobre la naturaleza de las cosas, carecen de toda referencia real. La eliminación en el «mundo exterior» de todo cuanto pueda concernir a la acción humana en él produce esa ausencia de significado y valor, de «terruño frío» (Markus Gabriel, p. 105), que es la esencia de la «visión desde ninguna parte», utilizando la expresión que ha popularizado Thomas Nagel. Una visión que se convierte en la aspiración explícita de la ciencia y que actúa tácitamente en toda la tradición epistemológica de la filosofía. La distancia objetiva con que el sujeto reflexionante cartesiano se separa de las creencias con las que vive tiene su réplica exacta en la no menos absoluta objetividad de la relación con el mundo exterior, que descubre como la única clara y distinta. Hubert Dreyfus y Charles Taylor tienen razón cuando ven en la carencia de sentido, en la «neutralidad» del mundo y de lo que nos entra desde él, un rasgo estructural del modelo cartesiano.

La primera consecuencia de ver el realismo desde este modelo es que se esclarece la noción misma de «en sí» con que pensamos las cosas y los hechos y que es el tema central de discusión. Ya no es simplemente la independencia y forzosidad con que se nos ofrecen en la experiencia, sino algo más radical: el puro correlato de esa visión desde ninguna parte, su aparecer de manera absoluta, es decir, sin relación con ningún punto de vista, con ningún horizonte ni, por supuesto, con ninguna condición limitante, sensorial o intelectiva. Tal es el ideal que rige implícitamente en las ideas de objetividad y de verdad, que se ven así empujadas a operar en un terreno impracticable. Lo relevante no es si alcanzamos de facto ese ideal, sino que es él el que expresa el significado último de realidad y de verdad. La vieja metafísica y, hoy, la ciencia son las realizaciones de esa visión y ambas pugnan por ofrecer la imagen verdadera del universo.

Martin Heidegger

Se entiende ahora mejor, también, el genuino sentido de la manida frase nietzscheana. Dado que la vida, como voluntad de poder, es lo contrario de una visión desde ninguna parte, la pretensión positivista de atenerse a hechos puros, a hechos en sí en este sentido absoluto, es una desmesura. La alternativa al positivismo sólo puede consistir en reconocer que todo hecho es construido, revestido de forma, valor y significado por el organismo que lo interpreta y sólo así se le presenta a éste. El hecho de que Nietzsche saque como consecuencia de esta posición el rechazo, como absurda, de la idea misma de hechos (y sentidos) en sí, el hecho de que declare falso el mundo que nos concierne o, sencillamente, que no hay verdad, son indicaciones inequívocas de que el trasfondo operante en su pensamiento es la imagen de «la mente en el mundo». A ella y sus hechos absolutos permanece ligada la verdad sin comillas, pues en el mundo ya interpretado toda pretensión veritativa lo es de una ficción, de una «verdad» entrecomillada, que es siempre una estimación de valor y, por tanto, nunca el conocimiento de un hecho en sí. La búsqueda de permanencia e inmutabilidad que Nietzsche atribuye siempre a la «voluntad de verdad» es también un trasunto de la misma imagen, pues, ¿qué mejor representación de lo permanente podemos encontrar que lo que es absolutamente independiente del cambio y la movilidad de la vida?

Reivindicación del realismo: el agente encarnado

2) Intentar una recuperación del realismo tiene como condición previa dejar de ver la situación del hombre en el mundo desde la óptica de la imagen representacionista del cartesianismo. Pero si esa imagen ha dejado de ser una teoría filosófica para arraigar profundamente en nuestros hábitos culturales, como creen Hubert Dreyfus y Charles Taylor, el necesario primer paso es, entonces, devolverla a su estado de teoría, esto es, objetivar sus rasgos decisivos y tomar así clara conciencia de ella, única forma de poder discutirla. Es lo que aproximadamente he esbozado en el apartado anterior. La segunda fase, sin embargo, no puede consistir en elaborar una teoría de tintes y rasgos contrapuestos que se mantenga en el plano epistemológico de la imagen representacionista. Un realismo consecuente tiene que mostrar que el realismo es la justificación, en el plano filosófico, del realismo natural que impera implícitamente en nuestra condición de agentes en el mundo. El realismo filosófico no puede ser otra cosa que el registro de una continuidad fundamental con el realismo de la actitud natural, sin el que carecería de sentido. El movimiento que ahora necesita emprender es inverso al de la primera fase: en vez de sacar una teoría filosófica del estado de pre-juicio para poder salir de ella y discutirla, ahora se trata de extraer la pre-comprensión realista de la actitud natural y elevarla a rango filosófico. En esta tarea, «la mente en el mundo» no desaparece por completo: el esfuerzo de saltar fuera la mantiene, pese a todo, como trasfondo operativo, porque sólo gracias a ella puede destacar y precisar los rasgos de la «teoría del contacto» que se le contrapone. Tal es, me parece, el modus operandi real de Dreyfus y Taylor.

Desprenderse de la mente cartesiana significa no dar por obvio su esquema fundamental: partir, por tanto, de la idea previa, espontánea y no consecuencia de la duda escéptica, del agente encarnado o vinculado con el mundo en el que actúa. Esa idea no es una imagen de la realidad humana tomada desde fuera, sino una expresión que indica justamente lo contrario: la imposibilidad de desvincularnos del mundo como horizonte de la acción para obtener una imagen exterior de él y de su relación con la mente. Para el agente encarnado, la existencia de la realidad con la que trata nunca puede ser un problema, porque su acción la verifica irreflexivamente de manera constante. Ya Heidegger había señalado que la necesidad de creer, demostrar o suponer la existencia del mundo parte de la idea de «un sujeto sin mundo o, lo que es lo mismo, inseguro de su mundo, que necesita, primero, básicamente asegurarse de un mundo» (Ser y tiempo, p. 206). Es justamente esta idea la que está fuera de lugar en el agente vinculado, pues que él está embargado física y mentalmente por el mundo real en que se desenvuelve es una evidencia preepistemológica, no pasada por el tamiz crítico de la mente en el mundo. De ahí que el adjetivo «real» que he añadido sea ya una explicitación filosófica, redundante y superflua, pero imprescindible para la discusión que sigue.

Asentados filosóficamente en la perspectiva vinculada del agente, lo primero que destaca es la inversión de la relación con el mundo propia del mediacionismo. Mientras que, para éste, son los contenidos mentales los que, uno a uno –sean ideas, creencias o estados cerebrales–, representan las cosas y situaciones de la realidad exterior, de manera que la imagen del mundo es construida por la mente a partir de ellos, para la perspectiva vinculada las representaciones explícitas de algo (esta casa, este asunto) son sólo posibles a partir de un trasfondo que no puede él mismo ser representado, ni mucho menos explicitado, como una suma de representaciones. La «fenomenología no mediacional» hace ver que el input de una percepción concreta, por ejemplo, no es un átomo de información que penetra sin más en la mente, sino que esa simple percepción es imposible sin todo un contexto de significado y unas habilidades corporales que son «sabidos» de manera no representacional. La preocupación epistemológica que preside la dualidad mente/mundo no tiene ojos para ese trasfondo holístico siempre operante, porque: a) esa totalidad tendría que dejarse reconstruir analíticamente a partir de representaciones básicas y seguras, y b) porque un trasfondo de saber que no puede ser críticamente examinado y reconstruido plenamente es inadmisible para el proyecto fundacionalista: habría parcelas esenciales de nuestro saber del mundo de las que no podríamos dar razón. Pero esto es justamente lo que Hubert Dreyfus y Charles Taylor llaman una «teoría del contacto»: que el agente está incluido en un contexto operativamente real, con el que está en «contacto» directo, no mediado, y del que no tiene representación explícita. Esos contextos –«campos de sentido», los denomina Markus Gabriel–, con el mundo como horizonte global al que remiten todos ellos, son indisociables del agente. De ahí que el mediacionismo no sea otra cosa que «la presuposición de que el agente del saber es distinto del mundo» (Hubert Dreyfus y Charles Taylor, p. 166) y, consecuentemente, la idea de que «se puede ofrecer una descripción de los estados del agente sin referencia a su mundo». Por eso la inserción permanente en campos de sentido no puede ser descrita en los términos representacionales de la mente en el mundo.

Se trata de una implicación mutua entre el agente y su concreto mundo, presente en cada acción , que se patentiza especialmente en lo que Dreyfus y Taylor llaman «afrontamiento absorto», que rige la forma habitual de trato con las cosas y que describen con un claro acento pragmatista. Acciones muy simples, como la comprobación de que un cuadro está torcido o el desenvolvimiento en el campo de un jugador de fútbol, tienen como condición un acervo de habilidades previas de las que no somos conscientes, pero que son la base del «yo puedo» que pongo en práctica explícitamente cuando actúo: la estabilización del fondo perceptivo que destaca la figura del cuadro, la situación en perspectiva adecuada y a la distancia correcta, son habilidades que ejercemos espontáneamente y que nos permiten la verificación de nuestra afirmación, que no consiste entonces en la simple observación del cuadro torcido, sino también en las habilidades que la sustentan. Son estas la fuente de la seguridad y confianza que nos da la percepción. Más patente aún resulta este trasfondo si miramos a un jugador de fútbol: la distancia respecto a las líneas del campo, el hueco que se abre para el pase o para el desmarque, la envergadura del bote de la pelota, no son percepciones aisladas que susciten reacciones en forma de movimientos adecuados; son, dicho con precisión, ocasiones para el ejercicio de una habilidad de la que brotan espontáneas las acciones correspondientes: el jugador no se representa la jugada, la ejecuta sin más. Como dice Merleau-Ponty, el campo «está presente como el terreno inmanente de sus intenciones prácticas; el jugador constituye un todo con él y siente la dirección del “objetivo” tan inmediatamente como la horizontal y la vertical de su propio cuerpo» .

¿Qué sentido tendría, para un jugador de tenis inmerso en el juego, preguntarse si la raqueta es un ser real o el golpeo de la bola un hecho en sí? 

El análisis filosófico de esta inserción práctica en el mundo que llevan a cabo Dreyfus y Taylor conduce a establecer algo fundamental: que el trasfondo de contacto directo que denotan las habilidades no reside en la mente, no es una relación psíquica, un acontecimiento mental. Ni tampoco en mi cuerpo como sujeto separado. Está en el «entre», en la interacción agente-mundo, es una «coproducción entre el yo y el mundo» (p. 158). Las habilidades requieren el contacto directo con el mundo o, más exactamente, son contacto con el mundo, sin cuyos campos de objetos no tienen sentido ni podrían ejercerse: ¿cómo sé que puedo nadar si no es en contacto con el agua? Los campos de sentido del mundo, con su población de objetos reales, son, pues, sede de las habilidades no menos que la mente o el cuerpo.

Por otra parte, la interpretación filosófica de ese contacto no puede ser más que inequívocamente realista. ¿Qué sentido tendría, para un jugador de tenis inmerso en el juego, preguntarse si la raqueta es un ser real o el golpeo de la bola un hecho en sí? La impertinencia de la pregunta no muestra sólo la disimetría entre el nivel epistemológico y la situación práctica del juego; patentiza, sobre todo, el sinsentido de la idea de realidad que parece ser exigida. Si la raqueta está funcionando como tal, bien empuñada y golpeando a la bola, su realidad es justamente esa, la experimentada sin más en el golpeo. ¿Qué otra realidad podríamos exigirle? ¿En virtud de qué deberíamos pensar en una realidad de la raqueta fuera de la que experimentamos en el golpeo? ¿No perdería entonces justamente su ser-raqueta?

Estas cuestiones nos sitúan frente al problema que subyace a toda la discusión realismo/antirrealismo: el de la relación entre la visión vinculada del agente encarnado y la visión desde ninguna parte de la neutralidad objetiva, propia de la imagen cartesiana. La defensa del realismo de la visión encarnada se opone no sólo a las formas explícitas de idealismo –las que sostienen la limitación del conocimiento a nuestras representaciones o la incognoscibilidad de la «cosa en sí»–, sino también al realismo de la visión popular de la ciencia (y de la mayoría de los científicos), para la que ella es la que dice lo que verdaderamente hay, siempre muy distinto de lo que vemos. La estrategia defensiva fue ya indicada por Heidegger en Ser y tiempo, donde intentó mostrar que la actitud teórica del espectador desinteresado se funda en la inserción preocupada de la existencia en el mundo. Una fundamentación que hay que entender bien: no se trata de que el nivel de la consideración objetiva de la ciencia careciera de autonomía metódica y conceptual y necesitara apoyarse en la visión cotidiana; se trata sólo de que la visión neutra supone genéticamente la visión vinculada, que es siempre anterior. La neutralidad objetiva es una posición que podemos tomar a partir de una vinculación con la «maraña de asuntos e importancias», que decía Ortega, del mundo, y no con el Universo de la visión científica. Por eso Markus Gabriel, a la busca siempre de fórmulas impactantes, puede decir que el mundo es más grande que el Universo, que es una parcela suya.

Los partidarios de la visión neutral de la objetividad no discuten en general el realismo inmanente de la fenomenología de la acción encarnada, pero sostendrán siempre que permanecer en ella es volver a formas pregalileanas de pensamiento, a la ingenuidad de que el mundo es como aparece. Pero como esta consideración depende claramente de la previa instalación en el modelo representacionista cartesiano, la defensa del realismo de la visión vinculada sólo puede consistir en mostrar que su primacía genética le otorga ciertos derechos originarios, que confiere a sus evidencias una dignidad superior, como ya señaló Edmund Husserl. Y es que esa primacía no sólo indica anterioridad cronológica, sino también condición de posibilidad. Que la posición neutral sólo pueda tomarse desde un mundo siempre presente como horizonte global de nuestra acción significa que la objetivación científica supone que ese mundo no es, a su vez, resultado de esa misma objetivación. La posición desvinculada no puede inhibirlo ni sustituirlo de forma total; cuando objetiva, de manera creciente, uno o varios sectores de la experiencia, otros permanecen en la comprensión habitual, que retorna incansable. Una sustitución completa del «mundo de la vida» por la visión del «terruño frío» es, hoy como ayer, un tema de ciencia ficción. Dreyfus y Taylor argumentan, además, que nuestras vidas no sólo se desenvuelven de continuo en el mundo de la experiencia, sino que necesitan de su mundo de supuestas apariencias para sobrevivir, adquirir y desarrollar sus capacidades. A su manera, reviven la vieja idea cartesiana de la moral provisional, que sigue ofreciendo hoy el más explícito reconocimiento de que el poder de la reflexión objetivadora no puede ser total. Pero no reparan en otro argumento que me parece que se desprende limpiamente de la anterioridad genética de la visión vinculada: mientras que, partiendo de ésta, se deja perfectamente entender la originación de la visión propia de la objetividad neutral , al revés, partiendo de la visión desvinculada, resulta imposible llegar al mundo vital sin suponerlo ya dado. ¿Cómo podría saber, contando únicamente con los inputs neutros de información y su procesamiento cerebral, que el resultado es este mundo y no otro, si no es porque lo tengo previamente a la vista?

Pero la neta distinción entre ambas visiones y la defensa inequívoca de la primacía del realismo inmanente del agente encarnado no son la última palabra. Mientras que Markus Gabriel se queda aquí en lo esencial, considerando la ciencia como la tematización de un campo de sentido con su correspondiente campo de objetos, pero de ninguna manera como la visión verdadera del mundo en sí, Maurizio Ferraris aprovecha, sin demasiado criterio, todo lo que en la ciencia pueda encontrar de apoyo al realismo. Hubert Dreyfus y Charles Taylor, por su parte, intentan, de manera más encomiable que convincente, reforzar la visión vinculada con la convicción científica de que hay una realidad independiente. Se conseguiría así un «realismo robusto», que buscaría compatibilizar ambas visiones en un «realismo plural». Pero, tras haberlas separado nítidamente y haber hecho el máximo esfuerzo por salir de la imagen de «la mente en el mundo», núcleo de la visión desde ninguna parte, resulta difícil entender ahora su posible integración, que es más un programa por realizar que una reflexión cumplida.

Nada hay en el «nuevo realismo» que sea verdaderamente nuevo. Sus ideas y sus argumentos cuentan con una larga tradición, que merece, desde luego, seguir siendo pensada. Y es esto lo que hay que agradecer a los libros que comentamos, que despiertan el apetito teórico ante un gran tema. Lo otro, lo propiamente nuevo, la pretensión de incidir en el campo mediático llevando a él la discusión filosófica, resulta, cuando menos, ambiguo, pues captar la atención del gran público para poder atraerlo hacia la filosofía, de forma más que dudosa, deja como contrapartida la impresión de que la filosofía es una suerte de empresa de diseño que cada pocos años ha de poner en circulación nuevos «ismos» y movimientos «neo», algo que tiene poco que ver con la realidad del pensamiento.

Ramón Rodríguez es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense. Es coeditor, con Stefano Cazzanelli, de Lenguaje y categorías en la hermenéutica filosófica (Madrid, Biblioteca Nueva, 2012) y sus últimos libros son, como coordinador, Ser y tiempo de Martin Heidegger. Un comentario fenomenológico (Madrid, Tecnos, 2015) y, como autor, Fenómeno e interpretación. Ensayos de fenomenología hermenéutica (Madrid, Tecnos, 2015).

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