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Los deplorables

Cuando se estrenó en Londres en 1985, la crítica acogió con escepticismo la versión musical de Les Misérables. No por primera vez, la crítica hizo el ridículo. La producción lleva en cartel desde entonces y se ha convertido en el musical de mayor éxito en la historia del West End. No ha conseguido –todavía– superar a The Mousetrap, de Agatha Christie, con representaciones continuadas desde 1952, el año de la coronación de Isabel II, y que parece dispuesta a durar, al menos, un siglo. Como la propia reina.

Personalmente, estoy de acuerdo con el crítico de The Observer que veía en The Miz –la síncopa con la que la obra se ha hecho popular en inglés– «un espectáculo cargante y sintético», aunque no se me alcanza hacia dónde dirigía su segundo dardo. El célebre culebrón romántico de Victor Hugo aúna todas las recetas imaginables para encandilar a los gnósticos del mundo entero cuyo nombre es Legión. El bien triunfa sobre el mal; el amor sobre el odio; la deliberación sobre la acción; la esperanza vale más que la caridad. 

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¿Un nuevo realismo?

El terreno de juego de la sociedad mediática es un ámbito incómodo para la filosofía. Aunque durante todo el siglo XX sus salidas a la palestra pública han sido constantes, tenía un espacio propio de creación, generalmente la universidad, en el que se producía el intercambio fundamental de ideas y del que surgían los incentivos básicos para la producción filosófica. Pese a todas las acusaciones de academicismo, basta mirar al siglo pasado para comprobar que ese anclaje de la filosofía en la universidad era simultáneo con una atención casi obsesiva por la situación de la época y por los cambios sociales. Pero los criterios de enjuiciamiento capaces de calificar la calidad de una obra filosófica no provenían de la palestra pública, sino de los pares, los filósofos. Como ocurría con todos los «intelectuales», ese concepto típico del siglo XX, el valor de la palabra pública del filósofo se asentaba en el prestigio adquirido en su campo propio, el de la creación filosófica, donde había obtenido el renombre necesario que le permitía una proyección pública más allá de él. Este esquema clásico de presencia social de la filosofía está claramente tambaleándose. El dominio casi total del ámbito público por parte de la televisión y las redes sociales está cambiando decisivamente las condiciones formales y materiales del discurso que quiera acceder a él y, con ellas, la forma en que los ámbitos particulares de creación (ciencia, filosofía, arte, literatura) se ven a sí mismos

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Kenji Mizoguchi: Cuentos de la luna pálida

El triunfo de Rashomon en el Festival Internacional de Venecia de 1951, que premió a la película con el León de Oro, abrió las puertas de Occidente al cine japonés. Sin pretenderlo, Akira Kurosama se convirtió en la primera avanzadilla de un rico caudal cinematográfico que hasta entonces no había traspasado las fronteras de su país de origen. El público europeo y norteamericano comenzó a descubrir nombres como Yasujir? Ozu, Hiroshi Inagaki, Kon Ichikawa, Masaki Kobayashi, Mikio Naruse y Kenji Mizoguchi. La década de los cincuenta constituyó la «edad de oro» del cine japonés. Al examinarla retrospectivamente, puede hablarse sin lugar a dudas de «cine de autor», pero sin ignorar que una película siempre es un trabajo colectivo. De hecho, los directores de ese momento, de espléndida creatividad, recurrieron sistemáticamente a grandes maestros de la literatura (Mori ?gai, Ueda Akinari, Ry?nosuke Akutagawa), la música (Fumio Hayasaka) y la fotografía (Kazuo Miyagawa) para realizar sus proyectos. La combinación de esfuerzos produjo películas tan memorables –cito sólo tres ejemplos- como Cuentos de Tokio (Yasujir? Ozu, 1953), El arpa birmana (Kon Ichikawa, 1956) o El intendente Sansh? (Kenji Mizoguchi, 1954).

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