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Sueños de una China diferente

China Dreams. Twenty Visions of the Future

William A. Callahan

Nueva York, Oxford University Press, 2013

212 pp. $29.95

The China Choice. Why We Should Share Power

Hugh White

Nueva York, Oxford University Press, 2013

191 pp. $24.95

Cool War. The Future of Global Competition

Noah Feldman

Nueva York, Random House, 2013

201 pp. $26.00

Stumbling Giant. The Threats to China’s Future

Timothy Beardson

New Haven, Yale University Press, 2013

517 pp. $35.00

La silenciosa conquista china. Una investigación por 25 países
para descubrir cómo la potencia del siglo XXI está forjando su futura economía

Juan Pablo Cardenal y Heriberto Araújo

Barcelona, Crítica, 2011

320 pp. 22,90 €

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En noviembre de 2012, el recién elegido máximo dirigente de China, Xi Jinping, pidió a sus compatriotas que contribuyeran a hacer realidad un «sueño chino» de rejuvenecimiento nacional. En los meses transcurridos desde entonces, su alocución se ha visto como indicativa de la forma de pensar de los nuevos mandatarios, especialmente si se tiene en cuenta que Xi ha practicado una política de enérgica defensa de las reivindicaciones territoriales y ha emplazado a Estados Unidos a explorar «un nuevo tipo de relación entre grandes potencias». Estas acciones, impensables hace una década, cuando China era aún un actor global mucho más pequeño y mucho menos importante, constituían una prueba de que Xi estaba decidido a hacer realidad su sueño.

Xi eligió con sumo cuidado el escenario en que realizaba su llamamiento. No fue en una reunión del parlamento o en un viaje a un país extranjero, sino durante una visita a una exposición en el Museo Nacional de China. Situado en el extremo oriental de la plaza de Tiananmen, el museo es una estructura gigantesca, como una enorme caverna, de severas columnas adornadas con un emblema nacional y una ondeante y estilizada bandera roja. Los temas inequívocamente políticos de la arquitectura se reflejan en la tumultuosa historia del edificio: desde su apertura en 1959, el museo ha estado más tiempo cerrado que abierto, ya que los sucesivos  líderes no han dejado de enzarzarse en disputas sobre lo que debería presentarse en su interior. En su actual encarnación, fue rediseñado por un estudio de arquitectura alemán para ser el museo más grande del mundo y reabrió sus puertas en 2011Véase Ian Johnson, «At China’s New Museum, History Toes Party Line»The New York Times, 4 de abril de 2011.. Una de sus exposiciones permanentes es el montaje que visitó Xi, «El camino hacia el rejuvenecimiento».

Esa exposición cuenta una historia que aprenden en el colegio todos los niños chinos: China fue humillada durante cien años por forasteros a partir de mediados del siglo XIX y, a pesar de los valientes intentos llevados a cabo en años posteriores por parte de patriotas bienintencionados pero confundidos, no volvió a ponerse realmente en la buena senda hasta que los comunistas tomaron el poder en 1949. A partir de ahí, el país no dejó de progresar de forma ininterrumpida, lo que indicaba el triunfo inevitable de la voluntad y la ideología comunistas. Fue sobre este telón de fondo cuando Xi declaró: «Creo que conseguir el gran rejuvenecimiento de la nación china constituye el mayor sueño chino de los tiempos modernos»Véase «CPC Leaders Visit “Road to Revival”», Xihuanet.com, 30 de noviembre de 2012..

La versión china de liberté, égalité y fraternité, dicen, era «riqueza, fuerza y honor»

La definición del sueño de China tal y como lo entiende Xi ha sido objeto de grandes polémicas. A pesar de que el eslogan parece imitar directamente la expresión «sueño americano», se trata casi de la antítesis de ese sueño de vida, de libertad y de la búsqueda de la felicidad, objetivos personales que en la visión de Xi se hallan reemplazados por una búsqueda colectiva, nacional. The Economist llegó incluso a plantear que Xi estaba haciéndose eco de un llamamiento realizado algunas semanas antes por Thomas Friedman, columnista de The New York Times, que dijo que China necesitaba su propio sueño: su propio principio rector a la manera de la versión estadounidensePara el análisis de The Economist, véase «Chasing the Chinese Dream», 4 de mayo de 2013, así como un blog posterior que siguió reflexionando sobre este tema: «The Role of Thomas Friedman», 6 de mayo de 2013. Para la columna original de Friedman, véase «China Needs Its Own Dream», The New York Times, 3 de octubre de 2012.. (Friedman tenía en mente algo que guardaba una relación más estrecha con la protección del medio ambiente y confiaba en que China no emulara la expansión suburbana y el ansia energética de Estados Unidos.) Es posible que la visión de Xi desilusionara a los utópicos, pero tal y como señalan Orville Schell y John Delury en su nuevo libro, Wealth and Power, este deseo de gloria nacional ha sido la fuerza que ha impulsado a los pensadores chinos durante casi dos siglos.

El título de su libro procede del término chino fuqiang, riqueza y poder, que los autores identifican como la idea rectora que ha animado a las personas que han estado al frente de los destinos de China desde comienzos del siglo XIX. Schell y Delury describen a una serie de once pensadores, activistas y dirigentes en su provocador libro, escrito de forma impecable. Afirman que la idea surgió a partir de una sencilla pero importante pregunta: «¿Cómo es posible que la moderna historia de humillación y retraso incesantes […] se transformara de repente en semejante encadenamiento de triunfos?» La respuesta es una «búsqueda pertinaz» de riqueza y poder. Por medio de estas personas –escritores, revolucionarios e, incluso, una emperatriz viuda– vemos que el sueño de Xi se enmarca firmemente en la tradición de aquellos que lo precedieron.

Identificar esto –correctamente, creo– como el discurso dominante durante los casi doscientos últimos años le permite a los autores realizar varias observaciones importantes. Una es que, al contrario que otras revoluciones, la de China no se inició por motivos idealistas, como la libertad, sino animada por fines utilitarios: recuperar la gloria nacional. La versión china de liberté, égalité y fraternité, dicen, era «riqueza, fuerza y honor». De ahí ese implacable pragmatismo que salta a la vista: cualquier cosa en aras del resultado deseado. El hecho de que Deng Xiaoping echara por la borda la ideología comunista fue visto, sí, como algo sorprendente, pero él estaba cortado exactamente por el mismo patrón que anteriores líderes que, en décadas precedentes, habían hecho probaturas con el comunismo, el fascismo y el autoritarismo. En una de sus numerosas frases memorables, los autores afirman que China ha pasado por «trasplantes en serie de órganos económicos, intelectuales, culturales y políticos».

El comienzo tradicional de esta narración no es, por tanto, una gloriosa revolución, sino una humillación: la Guerra del Opio. Inteligentemente, sin embargo, Schell y Delury ofrecen una versión más matizada de los hechos al dar comienzo al relato anteriormente, con Wei Yuan, un pensador y oficial de comienzos del siglo XIX. Antes aún de la Guerra del Opio, Wei creía que la dinastía Qing estaba en decadencia y acudió en busca de soluciones a una antigua escuela china del arte de gobernar, el legalismo. Creía que el gobierno necesitaba invertir en un ejército avanzado, fomentar el comercio y mantener el orden por medio de leyes severas. Schell y Delury escriben: «Su lista de prioridades y principios guarda en ocasiones una asombrosa semejanza con el “modelo chino” actual de capitalismo autoritario gestionado por el Estado».

Wei escribió también la que es probablemente la primera valoración geopolítica realista de la expansión occidental y sus implicaciones para la región, en contraste con anteriores visiones del mundo, que resaltaban la centralidad y la superioridad de China. Se trata de una figura fascinante y resulta sorprendente comprobar que no existe ningún estudio en profundidad sobre él en inglés, lo que hace que merezca pagar el precio del libro únicamente por poder leer este capítulo.

Xi JinpingOtra figura principal en Wealth and Power es Feng Guifen, que escribió a mediados del siglo XIX y que fue probablemente quien acuñó el término «autofortalecimiento», que habría de convertirse en un leitmotiv en las próximas décadas. Feng pedía a China que tomaras prestadas cosas de Occidente de forma selectiva, lo cual podría decirse que ha sido el curso seguido por China durante el último siglo y medio. Feng refleja también otro tema del libro: la tensión entre adoptar posiciones tecnocráticas e introducir cambios más profundos en el sistema político e ideológico. Feng se dio cuenta de que una parte significativa de la fuerza de Occidente radicaba en la responsabilidad de sus gobiernos ante sus ciudadanos. Aunque creía en el derecho del emperador a gobernar, sugirió la adopción de democracia en los pequeños pueblos y procesos presupuestarios abiertos: dos reformas que ha hecho circular en las últimas décadas el Partido Comunista, pero que aún no se han llevado a cabo.

Conforme va acercándose el libro hacia la época actual, empieza a incluir a figuras más conocidas. Nos encontramos a la emperatriz viuda Cixi, así como al gran publicista y pensador Liang Qichao, que adoptó un término japonés, el «destructivismo», que habría de adquirir una extraña e inquietante resonancia en el siglo XX.

Con el paso de las décadas, el deseo de probar algo, cualquier cosa, resulta evidente. Pero, como siempre, el factor unificador es un Estado fuerte. Incluso Sun Yat-en, que ayudó a derrocar a los Qing y cuya ideología incluía los «derechos del pueblo», veía tales derechos como una necesidad para fortalecer el país, no como derechos naturales o concedidos por Dios para servir de contrapeso de un Estado poderoso. En general, defendía que los chinos necesitaban más disciplina para contrarrestar lo que él pensaba que habían sido varios siglos de gobierno débil.

Otro elemento en común compartido por la mayoría de los chinos influyentes que desfilan por el libro es el deseo de salvaguardar partes de la tradición autóctona de China, lo cual es compartido por pueblos de todo el mundo cuando se enfrentan a la lógica brutal de la modernización. Incluso comunistas de la primera hornada como Chen Duxiu confiaban en mantener algunas tradiciones, al igual que hicieron «destructivistas» como Liang. Lo cierto es que muchos de estos reformistas radicales primero pensaron en deshacerse del pasado y luego mejoraron su opinión de él: justo al contrario de cómo cabría imaginar que reaccionarían las personas ante el declive de su país. Estaban deseosos de probar lo peor, pero más tarde se contuvieron.

La excepción fue Mao, que pensaba que los anteriores reformadores no habían ido lo bastante lejos en sus ataques al pensamiento y la cultura tradicionales. Mao aparece tratado en dos capítulos y es aquí donde me asaltaron algunas dudas. El argumento de los autores es que Mao era necesario para las reformas de Deng: que él hizo el trabajo preliminar para el posterior despegue económico. En el Museo Nacional de la plaza de Tiananmen, estas tres décadas de gobierno de Mao reciben el nombre de período de la «construcción», durante el cual se aseguraron fronteras, se construyeron infraestructuras y se fomentó la industria pesada.

Schell y Delury defienden, asimismo, la necesidad de que Mao gobernara, si bien en términos muy diferentes: al tiempo que lo critican por su violencia y su brutalidad, afirman que Mao echó por tierra una parte tan grande de la sociedad china que dejó un solar «listo para que entrara la excavadora» a fin de erigir el edificio de la construcción económica de Deng. El término que utilizan con más frecuencia es «destrucción creativa», haciéndose eco de manera inequívoca del economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter, que afirmó que la destrucción de empresas e industrias en el capitalismo podría dar lugar a una vida económica nueva y más eficaz. Aplicado a China, esto se traducía en que Mao aniquiló lo bastante algo ineficaz –la cultura china tradicional– como para permitir que se produjera un nuevo crecimiento a toda velocidad:

Observado a través del frío ojo de la historia, sin embargo, puede que hayan sido precisamente esos períodos del nihilismo más inflexible de Mao los que finalmente lograran provocar aquello de lo que ningún reformador o revolucionario anterior había sido capaz, esto es, una labor de demolición lo bastante contundente de la «vieja sociedad» de China como para liberar por fin a los chinos de sus amarras tradicionales. Visto de este modo, el brutal ínterin de Mao fue quizás el precursor esencial, pero paradójico, de la posterior prosperidad de China bajo la presidencia de Deng Xiaoping…

Tengo que admitir un escepticismo extremo ante este argumento. Un problema es que da por supuesto que las tradiciones suponían un perjuicio para el desarrollo y que se necesitaba su destrucción para «neutralizar por fin su rémora para la modernización», tal y como lo expresan los autores del libro. Es bien sabido que la modernización ha destruido las tradiciones en todos y cada uno de los países que ha tocado, pero algunos han conservado muchísimo más de sus tradiciones que China y, aun así, se han modernizado: cabe pensar en Japón, Corea del Sur y, de forma más relevante, Taiwán. No está claro qué aspectos de la tradición eran tan malos que necesitaban ser aniquilados, ni cuáles fueron los que eliminó Mao.

También da por supuesto que, antes de Mao, China se encontraba en un callejón sin salida: que esencialmente necesitaba a un Mao o, de lo contrario, no se habría modernizado. Esta solía ser una visión bastante convencional, pero actualmente muchos historiadores creen que los nacionalistas anteriores a la Segunda Guerra Mundial se hallaban en el buen camino a fin de hacer realidad la modernización de China y es probable que se hubiesen mantenido en el poder de no haberse producido la invasión de Japón. Schell y Delury son conscientes de este argumento y hacen mención de una «década dorada» de desarrollo en su capítulo sobre Chiang Kai-shek; pero no abundan en el tema hasta agotar sus implicaciones. Si Chiang y los nacionalistas estaban logrando el objetivo, ¿por qué habrían sido necesarias las destrucciones provocadas por Mao?

Mi impresión es más bien que los autores podrían haber retratado más fácilmente los años de Mao como motivados por la fuqiang –y, de este modo, no entrarían en colisión con el eje de toda su exposición–, pero como un período que, sin embargo, hizo que China se adentrara en un callejón sin salida. Podría irse incluso más allá y afirmar que los años de Mao ayudaron a preparar el despegue económico por medio de la creación de una mano de obra alfabetizada y sana –dos auténticos logros–, aunque debilitó también tanto al Partido Comunista que Deng se vio obligado a experimentar con reformas de estilo capitalista. Lo que encontramos, en cambio, es casi un argumento teleológico de que Mao era necesario, quizá para dar sentido a la serie de catástrofes que definieron sus años en el poder, como la muy extendida mortalidad de resultas de las hambrunas durante el Gran Salto Adelante y los millones de personas más que perecieron en campañas políticas como la Revolución Cultural.

Si Chiang y los nacionalistas estaban logrando el objetivo, ¿por qué habrían sido necesarias las destrucciones provocadas por Mao?

Me acordé del argumento de los autores al pensar en cómo han explicado algunos el éxito de la Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Al final de su gran obra, Germany 1866-1945, el historiador Gordon A. Craig escribió que Hitler «destruyó la base de la resistencia tradicional a la modernidad». Pero, en el caso de Alemania, el desastre de la Segunda Guerra Mundial acabó con la clase militar-terrateniente que se había opuesto al liberalismo alemán durante la época de Weimar y que había permitido el ascenso de Hitler. Así, el desastre de Hitler eliminó fuerzas que podrían haber obstaculizado una recreación con éxito de la sociedad alemana después de la guerra. En el caso de Mao, es posible que destruyera gran parte de la sociedad tradicional, pero no está claro que la supervivencia de esta última hubiera impedido el ascenso de China. Más aún, fue la muerte del propio Mao (y el golpe de Estado de Deng que apartó a los maoístas del poder) la que liberó a China para poder acometer la modernización: volver a tomar el titubeante pero no inapropiado camino que había recorrido antes de la guerra y que otros países de la región habían estado siguiendo con gran éxito.

Además, los años de gobierno de Mao dejaron a China con unos problemas inmensos: no sólo un partido gobernante antidemocrático, sino problemas sociales y morales causados por sus violentos ataques a la religión y a los valores tradicionales, por no mencionar sus desastrosas políticas que condujeron a la muerte y la brutalización generalizadas. De lo contrario, ¿cómo explicar los esfuerzos casi desesperados del Estado por volver al pasado mediante la reinstauración de valores tradicionales? Estamos ante críticas muy convencionales del modo de gobernar de Mao que están discutiéndose ampliamente en China; me hubiera gustado que Schell y Delury las examinaran en más detalle antes de concluir que Mao fue un período trágico pero necesario de la historia china.

Los autores concluyen su interesante libro con un capítulo sobre Liu Xiaobo, galardonado con el premio Nobel de la Paz. (Según los precedentes con que contamos, esta decisión garantiza que el libro no se publicará en China.) Liu nos conduce hasta la última década, mostrándonos cómo algunos chinos están luchando con las secuelas de la búsqueda de riqueza y poder por parte de los dirigentes chinos: el resultado es un Estado carente virtualmente de controles que puede movilizar capital y defender a China como ningún otro Estado de los dos últimos siglos, pero que es también enormemente entrometido y corrupto.

Los autores, sin embargo, casi debilitan su decisión de incluir a Liu al afirmar que los disidentes como él no forman parte de las corrientes dominantes de pensamiento. Aunque es cierto que durante el último siglo y medio han preponderado en China los modernizadores estatistas, personas como Liu han existido siempre: el yin contrapuesto al yang de los tecnócratas. Desde el comienzo, como apuntan, de hecho, Schell y Delury en los anteriores capítulos, algunos chinos han reconocido la necesidad de libertades personales para contrarrestar un Estado fuerte. En vez de ver a personas con el perfil de Liu como rarezas, podría ser mejor haberlos retratado, en cambio,  como el problema esencial que China necesita aún afrontar si quiere seguir avanzando hacia una auténtica grandeza nacional.

Este tipo de aspiraciones insatisfechas se sitúan en el centro mismo de Stumbling Giant, del banquero de inversión Timothy Beardson, un libro de un hombre de negocios en China que se las sabe todas, que ha mantenido una relación con el país durante décadas, está familiarizado con su historia y se halla interesado por algo más que la relación entre el precio y los beneficios. La tesis de Beardson es clara y concisa: la fuqiang que explican Schell y Delury es real y China no corre peligro de venirse abajo. Pero la trayectoria de China se encuentra limitada por diversos motivos; y estos suscitan la duda de si el proyecto chino de modernización ya se ha completado o está entrando simplemente en una fase nueva y, posiblemente, más peliaguda.

Quizá la parte menos interesante del libro son los capítulos sobre asuntos de calado que necesitan arreglarse, pero que no son inarreglables: las cuestiones técnicas a que se enfrentan muchos países del planeta, como la energía y la polución. El más interesante de todos ellos es la demografía, que, en su opinión, perjudicará el ascenso de China. Defiende que con una población envejecida y, a la larga, en declive, es posible que, en torno a 2100, China no sea el país abrumadoramente poderoso que parece ser a comienzos de este siglo. Señala que, en este momento, China disfruta de una ventaja de 4:1 sobre Estados Unidos, pero que hacia 2100 es probable que esta proporción se reduzca a 1,9:1, con una población mucho más joven en el país norteamericano.

Si Estados Unidos puede mantener su creatividad económica, escribe Beardson, no hay motivos para pensar que no seguirá siendo el país dominante del mundo a lo largo de todo este siglo. Para que China compense su desventaja demográfica, señala, el país tendrá que abordar algunos de los temas que ha dejado aparcados durante el período de construcción estatal que explican tan bien Schell y Delury.

Uno es la sensación de humillación que, según la tesis de Schell y Delury, es la que impulsa la búsqueda de la riqueza y el poder de la fuqiang por parte de China. Beardson cree que es incorrecto afirmar que los problemas de China tienen su origen en la Guerra del Opio; hay que acudir en cambio, dice, al hecho mucho más humillante de que los foráneos –mongoles y manchúes– hayan gobernado el país durante dos de sus tres últimas dinastías. Beardson ve la revolución de 1911 fuertemente influida por el deseo de los chinos Han de deshacerse de los manchúes, un pueblo en su día nómada que fundó la dinastía Qing en 1644 y que había estado gobernando el país desde entonces. Mientras que Schell y Delury retratan la revolución de 1911 como abrumadoramente patriótica o nacionalista, Beardson señala que la revolución comenzó con los pogromos y masacres antimanchúes.

Irónicamente, los regímenes que siguieron a los manchúes simplemente conservaron tal cual las fronteras que habían construido los manchúes por medio de una serie de conquistas en los siglos XVII y XVIII, lo que suponía dejar a la China actual como, probablemente, el último gran imperio multiétnico del planeta. La conclusión de Beardson –imposible de llevar a la práctica para cualquier dirigente chino, pero absolutamente sensata– es que China debería desprenderse de algunas de sus regiones descontentas, como partes de Tibet y Xinjiang:

China podría ser más rica, más poderosa, más estable, más respetada, más moderna, más segura y más feliz como un Estado nación chino Han con una visión cohesiva de sí misma, de su historia, sus valores y sus objetivos: y, digamos, con un 90-95 por ciento de su territorio actual.

Es improbable, sin embargo, que se resuelvan estos profundos temas estructurales, lo que causa un perjuicio a China en su proceso de búsqueda de un papel para sí misma en el mundo. Este problema, unido a sus males demográficos y a un futuro político poco claro, le hace a Beardson afirmar que China no suplantará a Estados Unidos como el país más poderoso del mundo.

Esta no es, ciertamente, la opinión convencional. Cuando se leen otros libros, como La silenciosa conquista china, de Juan Pablo Cardenal y Heriberto Araújo, podría perdonarse a todo aquel que piense que China ya había conquistado el planeta. Escrito por dos periodistas españoles, es el reflejo de numerosas entrevistas y muchos viajes por todo el mundo para mostrar el alcance de la influencia china en otros países. Pero el libro se ve tan perjudicado por un lenguaje barroco e hiperbólico, así como por una serie de análisis simplistas, que no puede realmente tomarse en serio.

Justo al comienzo, en la introducción, los autores defienden que el veterano dirigente Bo Xilai, caído en desgracia, estaba a punto de ascender a los estratos más altos del poder antes de ser destituido el año pasado, a pesar de que esto es puramente especulativo y altamente improbable. También afirman que los Juegos Olímpicos de 2008 «borraron de inmediato» el recuerdo de la masacre de Tiananmen en 1989, a pesar de que no es así en absoluto. También escriben que se trataba de los primeros Juegos Olímpicos celebrados en un país en vías de desarrollo, olvidándose de México en 1968. Estos errores fácticos se ven agravados por análisis infantilistas y a corto plazo: «Lo que está sucediendo es evidente. Mientras que Occidente sufre las consecuencias de la crisis de 2008, China avanza viento en popa».

Peor aún es un prejuicio arraigado por parte de los dos autores, que evoca las advertencias del Káiser sobre el peligro amarillo. Encabezan un capítulo con una cita en la que se afirma que los chinos son invisibles pero están «en todas partes», y cuando cruzan la frontera de Manchuria a Siberia, escriben que «los rasgos faciales bastos del norte de China dan paso de repente a las figuras esbeltas, a la piel pálida y el pelo rubio de la raza caucásica». Quizás esto suene aceptable en español, pero en inglés, para un oído norteamericano, el lenguaje bordea el racismo o, en el mejor de los casos, visiones de la raza ridículamente simplistas.

Libros como este son más útiles como un testimonio del tipo de desconfianza a que ha dado lugar el ascenso de China: el tipo de cuestiones que analiza Beardson, o que sacó a colación Edward Luttwak en su reciente libroVéase mi recensión en The New York Review of Books, 4 de abril de 2013.. Otro estudio que analiza cómo abordar el ascenso de China es Cool War, de Noah Feldman, catedrático de Derecho en Harvard. Este libro llega a la nada sorprendente conclusión de que, con su actual sistema político, China seguirá siendo un contrincante de Estados Unidos durante algún tiempo.

Beardson afirma que China no suplantará a Estados Unidos como el país más poderoso del mundo

Ello se debe a que China no es democrática, ni es probable que llegue a ser una democracia, defiende Feldman, mientras que para Estados Unidos la creencia en que los derechos humanos y la democracia son los pilares de un Estado legítimo seguirán conduciendo a muchos estadounidenses a mantener que el Gobierno de China es ilegítimo. Una fuente conexa de tensión es el creciente nacionalismo que se vive en China, que el Partido tiene que fomentar para mantener la legitimidad, pero que ya está provocando serios conflictos con sus vecinos, la mayoría de los cuales resultan ser aliados de Estados Unidos. Es probable que ninguno de estos problemas se mitigue en las próximas décadas; por el contrario, Feldman sólo los ve en constante aumento. Feldman sostiene, sin embargo, sensatamente que esto no tiene por qué traducirse en una nueva guerra fría, sino que podría dar lugar, en cambio, a un período prolongado de enfrentamiento político, así como de interdependencia económica.

Una tesis similar defiende Hugh White, un experto australiano en relaciones internacionales, que escribe en The China Choice que Estados Unidos debe encontrar un modo de coexistir con China. Desde mi punto de vista, sin embargo, White construye algo parecido a un hombre de paja al defender que el «eje» de Barack Obama con Asia significa que Estados Unidos ha optado por hacer frente a China. Mi sensación es, por el contrario, que Estados Unidos no está intentando negar el ascenso de China, sino volver a conectar con Asia después de haber desdeñado a la región durante las guerras en Afganistán e Irak.

Resulta extraordinariamente especulativo saber en qué parará todo esto, pero China Dreams, de William A. Callahan, al menos saca la discusión fuera del mundo teórico de las fuerzas históricas y los escenarios hipotéticos y confiere una voz a los chinos modernos. Lo hace al ocuparse de veinte destacados intelectuales públicos de China, dejándoles expresar lo que tienen que decir sobre el sueño de China.

De forma clarividente, Callahan se centra en actores no gubernamentales; de sus veinte voces, sólo tres son de altos cargos gubernamentales: Xi Jinping, Hu Jintao y Bo Xilai. El resto son miembros –unos más, otros menos– de grupos independientes de la sociedad civil. Tenemos funcionarios cuasigubernamentales como el economista Justin Lin YifuHe escrito una recensión de su libro más reciente, Demystifying the Chinese Economy, para The New York Review of Books, 27 de septiembre de 2012., nacionalistas como el politólogo Pan Wei, directores de cine y blogueros. Algunos dibujan un futuro distópico para China, como el novelista de Hong Kong, que vive en Pekín, Chan Koonchung. Artistas como Cai Guoqiang resaltan el papel desempeñado por los campesinos en la modernización de China.

Con ello venimos a cerrar el círculo con la mirada histórica de Schell y Delury sobre cómo han intentado los chinos salvar a su país. Su narración, especialmente en la época de la República Popular, está dominada por los dirigentes gubernamentales (Mao, Deng y Zhu Rongji), con el último capítulo escorándose hacia Liu Xiaobo y su llamamiento a una reforma cívica. Callahan ve, asimismo, un mayor papel para las voces no oficiales. Es aquí donde puede converger lo mejor de estos libros: en una toma de conciencia de que el futuro de China vendrá también determinado por los propios ciudadanos chinos de a pie. La cuestión central es si esto llegará por medio de alguna forma de participación política regularizada –lo que actualmente no es posible–o por medio de algún tipo de presión ejercida desde abajo.

Ian Johnson escribe desde Pekín y Berlín. En 2013 recibió una beca de investigación de la Fundación Alicia Patterson.

Traducción de Luis Gago
© The New York Review of Books
Distributed by The New York Times Syndicate
      www.nybooks.com

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